Capítulo 3: Sirena


Llevaba seis días viniendo a la plaza solo para ver a la chi­ca de los colores pintar. La llamaba así por su cabello, por las ropas coloridas que solía usar, o por sus cuadros hermosos en donde mezclaba los colores de una forma tan armónica que me dejaba anonadado. Había decidido acercarme, hablarle y ver su rostro, sus ojos. Había decidido comprar un cuadro para que intercambiásemos algunas palabras. Me acerqué a ella y carraspeé, ella se volvió a mirarme. Sus ojos eran más celestes que el mismísimo cielo y su rostro era simplemente perfecto y armonioso. Ella sonrió.

—Hola —saludé.

—Hola —respondió con una sonrisa, y volvió la vista a su cua­dro. Observé los cuadros terminados a su alrededor. Elegí uno donde una sirena descansaba sobre una piedra en una noche oscura, en algún sitio mar adentro. El rostro de la sire­na se parecía muchísimo al de la chica de los colores, pero su pelo era de tono rojizo. No podía precisar si se había pintado a sí misma o se trataba de otra persona.

—¿Cuánto por éste? —La miré para preguntarle, y sin ba­jar el pincel del lienzo se volteó ligeramente para ver a qué obra me refería.

—Doscientos —respondió sonriente.

—¡Wow!, eso es caro —exclamé, y ella dejó de pintar para observarme con seriedad. Unos minutos después una sonrisa tranquila apareció en su rostro.

—El concepto de «caro» es subjetivo —afirmó con voz cantarina y alegre—; depende de muchas cosas, de cuánto ga­nas, de cuáles son las cosas que te gusta comprar y de cuál es el valor intrínseco que le atribuyes a lo que compras. Quiero decir, si no te gustan los libros, un buen libro será carísimo para ti, pero si eres un lector asiduo, no escatimarás a la hora de comprar uno que te interese. —Volvió a pintar—. Y aparte de eso, ese cuadro me costó varios días de trabajo, de mi tiem­po sentada aquí haciéndolo... y mi tiempo vale. —Completó satisfecha de su explicación.

—Okey, lo llevo —hablé convencido sacando los doscien­tos de mi billetera.

—Gracias —añadió ella tomándolos y guardándolos en un bolsillo de su delantal.

Tomé el cuadro y me retiré. Esa fue la primera conversa­ción que tuvimos, pero sus ojos celestes se grabaron en mi mente y no los pude sacar de allí por largo rato. Según mi abuela, el color celeste era un buen calmante de las emocio­nes y resultaba genial para la autorreflexión. Cuando nos poníamos nerviosos —luego de pedirnos que imagináramos el color que expresaba nuestra emoción del momento—, nos decía que cerráramos los ojos y pintásemos nuestros pensa­mientos de celeste hasta que lográsemos calmarnos. Los ojos de la chica de los colores eran de aquel celeste con el que yo solía pintar mis emociones cuando mi abuela me ayudaba a tranquilizarme. Sonreí, todo últimamente me recordaba a la abuela y la sentía más cerca que nunca.

Los siguientes cuatro días volví a la plaza y volví a acercar­me a la chica de los colores para comprarle un cuadro cada

día. No hablábamos mucho hasta que una tarde, luego de pa­garle, ella me observó sonriente pero confundida.

—¿No dijiste que mis cuadros te parecían caros? —preguntó.

—Dijiste que eso era subjetivo y dependía del valor que le diera —respondí guiñándole un ojo.

—¿Entonces estás montando una galería con ellos? —cuestionó divertida.

—No, los estoy colocando en mi estudio, en mi casa.

—Ha de ser un estudio grande, porque creo que estás sa­turando las paredes —sonrió y volvió a pintar.

—¿Tomamos un café? —pregunté, y ella detuvo el movi­miento de su pincel sin mirarme. Luego de unos segundos continuó pintando.

—No, no puedo —contestó indiferente.

—¿Por qué?

—Estoy trabajando —respondió.

—Lo sé, pero pensé que esa era una de las ventajas de ser tu propio jefe, que puedes darte tardes libres cuando las nece­sites —repliqué con insistencia.

—Soy una persona estructurada, responsable y ordenada; tengo mis horas de trabajo y mis horas de descanso, y lo tomo muy en serio. —Entonces dirigió al fin su vista hacia mí—. Además, no necesito una tarde libre —añadió, mientras me perdía embelesado en la profundidad de sus ojos claros.

—Eso es raro, pensé que los artistas eran más relajados. Juegas con esos colores, los mezclas a tu gusto, sin estructura alguna. Pensé que tu vida sería igual, un poco más colorida —bromeé.

—¿Qué sabes tú de los colores de mi vida? —Al parecer la chica de los colores se había enfadado con mi comentario—. Que sea artista no significa que deba ser un manojo de desor­ganización.

—Creo que exageras —sonreí y levanté los brazos en un gesto de rendición—. Solo quería invitarte a tomar un café y conocernos.

—No necesitamos conocernos, eres un cliente que com­pra mis cuadros, nada más —dijo cortante sin dejar de pintar.

—Creo que tienes menos colores de los que me imaginaba —comenté, y otra vez me miró con furia, como si me quisiera hechizar con su profunda mirada azul—. A lo mejor se te han quedado todos en los lienzos... o en tu pelo, quizá. —Estaba bromeando pero ella no se lo tomó así y me observó con cara de sorpresa y enfado.

—Si ya no hay nada que necesites, te agradecería que me dejaras sola —respondió con frialdad. Entonces tomé el cua­dro del día y me marché.

Los siguientes dos días volví a insistir en que saliéramos, pero la chica se negó rotundamente y no me dio espacio a más charla. Era poco amigable, difícil para entablar conversación y siempre que le hablaba me ignoraba. Casi nunca me miraba y yo lo único que quería era poder perderme un segundo en sus ojos celestes. Lo empecé a tomar como algo divertido, di­ferente, ella no tenía idea de quién era yo y eso me resultaba refrescante. Me rechazaba y eso me gustaba, era interesante por el simple hecho de ser diferente.

Aquella tarde me acerqué decidido a que me aceptara el café. Ella pintaba como siempre y yo le hablé desde atrás.

—¿Otra sirena? —le pregunté.

—Me gustan —contestó sin girarse a verme.

—¿Por qué? —indagué curioso.

—Porque son misteriosas y fantásticas, los hombres las buscan, pero nadie las puede atrapar... Te encantan con su canto, son seductoras y bellas. Pero si te atrapan, puedes mo­rir —dijo mirándome amenazante.

—¿Quieres matarme? —bromeé sonriente.

—No dije eso —respondió con ironía—, pero me alegra que hayas entendido la indirecta.

—¿Tú eres una sirena? ¿Puedes matarme con tu encanto? —inquirí divertido.

—Algo así —respondió entre risas. Se veía más bella cuando sonreía—. Te recomiendo no seguir insistiendo conmigo —añadió señalándome con su pincel.

—¿Por qué? —pregunté—. El café se enfría de tantos días que espero para que lo tomemos juntos.

—Porque no me interesa hablar contigo. —Se sinceró con brutalidad.

—Puedo ser interesante, te lo prometo —dije llevando la mano derecha a mi corazón. Ella solo bufó.

Una idea surcó mi mente y sin decir nada más fui hasta la cafetería que quedaba a dos cuadras, ordené dos cafés corta­dos para llevar y compré algunas cosas dulces y saladas para comer. Alguna de todas esas cosas debía agradarle a la chica de los colores, que cada vez más me demostraba ser bastante monocromática. Volví entonces a la plaza y me acerqué.

—Pensé que te habías dado por vencido —suspiró sin mi­rarme al sentir mi presencia.

—Nunca me doy por vencido —bromeé—. «Y si la montaña no va a Mahoma...» —recité encogiéndome de hombros, y ella se volteó sin entender—. Traje el café y no me lo puedes rechazar.

—¡Dios mío! ¿Qué pasa contigo? —preguntó molesta.

—Mira qué casualidad —respondí desenfadado—. Justo me preguntaba lo mismo: ¿qué pasa contigo? ¿Qué tiene de malo el tomar un café con un chico que solo quiere conocerte?

—No hay nada de malo, solo no quiero hacerlo —bufó nerviosa.

—¡Pero soy tu admirador! —exclamé en broma; quería que se calmara un poco.

—Aun así, no me interesa... Los famosos no se codean con sus admiradores, ¿no lo sabías? —explicó ella con una sonrisa y supe que seguía mi broma.

—Hablas con los niños que se te acercan cada día y a ellos no los rechazas como a mí. No es justo —me quejé haciendo una mueca infantil. Ella sonrió.

—¿Me estás espiando? —preguntó con el ceño fruncido, y solo me encogí de hombros—. No me interesa socializar —agregó sin mucho entusiasmo esta vez. Estaba cediendo.

—Bueno, pero ahora tendrás que hacerlo. —Me senté en el césped a su lado y acomodé el café—. Puedes servirte lo que quieras, traje un poco de todo porque no conozco tus gustos. No me moveré de aquí hasta que te acabes el café, y como está por llover... —exclamé y miré el cielo encogiéndome de hombros—. Será mejor que te apresures.

Ella siguió pintando un rato más sin decir una palabra. Yo sólo la miraba y contemplaba su perfil mientras hacía esos trazos tan inequívocos y perfectos en el lienzo.

—Eres buena —mencioné mientras devoraba un panecillo.

—¿Sabes de pintura? —preguntó curiosa.

—No, pero mi abuela pintaba, ella sí sabía. Le habrías gus­tado. —La chica sonrió.

—Gracias —susurró.

—Al fin algo bueno saliendo de tu boca —bromeé, pero me miró enojada de nuevo.

—¡Me sacas de mis casillas! —exclamó con un bufido.

—No sé si eso sea bueno o malo, pero me gusta tener la capacidad de hacerlo. Me llamo Bruno —me presenté.

—Hola, Bruno —saludó con un gesto de su mano, pero no contestó con su nombre.

—¿Y tú?

—No necesitas saber mi nombre, eso nos daría cercanía y no quiero eso.

—¿Tienes alguna clase de enfermedad contagiosa? —pre­gunté en broma, y ella solo negó sin sonreír. Luego de un mo­mento de silencio tomó el vaso con café entre sus manos y lo probó. Sus ojos celestes se posaron en los míos—. Te llamaré Sirena, ya que veo que te gustan — sonreí.

Un estruendoso trueno llamó nuestra atención; la lluvia estaba cerca.

—Debo guardar todos los cuadros en esa bolsa. —Señaló una grande, arrimada a la raíz del árbol frente al cual trabaja­ba—. ¿Puedes ayudarme?

—Descuida, lo haré yo —asentí, y entonces metí rápido, pero con cuidado las pinturas en la bolsa mientras ella llama­ba a alguien por el celular.

—¡Néstor! Está por llover. ¿Podrías, por favor, venir por mí y buscar los cuadros?... Oh... Bueno, ya veré qué hago, no hay problema —cortó frunciendo los labios preocupada.

—¿Te ayudo a llevar los cuadros a donde quieras? —pre­gunté al verla desilusionada mientras guardaba los pinceles y enseres que estaba utilizando.

—No, puedo sola —respondió cortante.

—Eres testaruda, Sirenita. —Ella solo negó; parecía ner­viosa.

Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre nosotros, eran gordas y caían con fuerza. Sin pensarlo, tomé la bolsa con los cuadros y su maletín con pinceles.

—¡Vamos! —dije corriendo unos pasos, pero ella no me si­guió, ni siquiera se había levantado del suelo en donde estaba sentada. Me giré a mirarla. Su pelo de colores lleno de ondas yacía aplastado por el agua y algunos mechones caían sobre su rostro pegándose a él, sus ojos lucían tristes.

—Mi silla de ruedas está tras ese árbol —señaló el sitio y habló en susurro. Yo miré, no entendí, hice silencio—. No puedo ir a ningún lado sin ella —agregó luego.

Y en sus ojos también comenzó a llover.


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