Capítulo 29: Secretos

Cuando llegué estaba demasiado cansado, manejar de regreso a la ciudad en domingo por la noche era muy estre­sante, el tráfico de la gente regresando era agotador. Además, antes de volver pasé por Tarel y busqué las cosas que mi abue­la tenía en la caja fuerte, me había dado por revisarlas. No me detuve demasiado, solo abrí la caja, lo metí todo en una bolsa, la guardé en el auto y volví a Salum.

Al llegar, me di una ducha y me arrojé a la cama. Desperté temprano, pues tenía una exposición importante en el Museo donde trabajaba. Los días en los que había exposiciones eran ajetreados, y yo había tenido un fin de semana agotador, así que estuve todo el día tomando café para seguir en pie.

Pasado el mediodía, cuando en medio de un descanso qui­se llamar a Celeste, su celular me dio apagado. Lamenté no tener el de Diana, debía recordar pedírselo. Volví al trabajo sin saber de ella y a la tarde, cuando regresé a casa, era yo quien se había quedado sin batería. Decidí ponerlo a cargar y darme un baño para luego intentar llamarla. Quería saber si regresaba esa noche o en la mañana a Tarel y cómo lo haría, ya que Diana no tenía vehículo.

Mientras me estaba bañando, una idea brillante se me ocurrió para terminar la escultura en la que llevaba días tra­bajando. Amaba esos instantes en los que la inspiración me fluía así. Salí de la ducha, me vestí y fui directo al escritorio que estaba en la biblioteca. La semana pasada había estado trabajando allí y, por tanto, mis cosas estaban en ese lugar, un escritorio ancho de madera vieja y lustrada que hacía años había hecho mío.

Me senté en la silla dispuesto a trabajar; cuando la inspi­ración llega todo lo demás pasa a segundo plano. Entonces levanté la vista y la fijé en algo que siempre había estado allí, pero que nunca había llamado mi atención de aquella forma: en el escritorio, debajo del vidrio, había algo parecido a una réplica pequeña —parecía más bien una foto antigua o quizás una postal— del cuadro de la cabaña que estaba en Tarel, el cuadro que guardaba la caja con los secretos de mi abuela.

Al verlo, quedé absolutamente confundido. Siempre había observado ese cuadro, incluso la noche anterior, cuando reti­ré las cosas de la caja fuerte y luego lo volví a colgar. Pero fue en ese momento que me percaté de lo que estaba sucediendo. ¿Cómo es que no lo vi antes? Esa era la imagen de la cabaña de Arsam, estaba completamente seguro, era igualita.

Conmocionado acerqué mi cara al vidrio para mirar de cerca la postal, ya un tanto decolorada por el tiempo. Una vez asumí que mi abuela había copiado ese cuadro de aquella foto y nunca más le presté atención, era algo común en los pintores.

La madera, la cerca, el caminero, todo era igual, incluso el árbol en la entrada, solo que ahora no estaba florecido. Ha­cia atrás podía verse una cascada que, en realidad, no era una cascada: «Es un salto», recordé entonces la explicación del instructor de vuelos en parapente.

¡No me lo podía creer! Desde la casa no podía verse el sal­to, pero mi abuela, por algún motivo, lo pintó. Me acerco aún más. ¿Mi abuela estuvo en esa casa? Pero, ¿por qué?

Entonces, como si las respuestas se unieran como parte de un puzle y necesitaran salir escupidas de mi propia mente, recordé el pincel que Celeste me había regalado el día que nos separamos por primera vez, en Tarel.

Corrí a mi habitación a buscarlo, lo tenía guardado en mi mesa de noche y debía confirmar mis sospechas. En el camino me tropecé con Nahiara, que inoportunamente me detuvo.

—¡Dios! ¿Qué sucede? —preguntó, pero la ignoré. Entré a la habitación y cerré la puerta. Revisé el pincel y observé las inscripciones antiguas. Como me había percatado antes, las letras estaban gastadas, de una solo quedaba un trazo en dia­gonal, y en la otra podía observarse una T... o una F... Raspé el pincel con los dedos buscando sacarle los restos de pintura adheridas a las vetas de la inscripción. Era una F...

Recordé lo que me dijo Celeste cuando me lo dio: «Quería darte esto, era de mi abuelo. Tiene mucho valor sentimental para mí, nunca me contó su verdadero origen, solo me dijo que era un pincel mágico, que guardaba en sus cerdas todos los colores del amor. Quería dártelo porque tú guardas para mí todos los colores del amor».

«Paco» era el diminutivo de Francisco, por tanto, la F de­bía ser de ese nombre. Entonces otro recuerdo cayó en mi memoria.

—Francisco, ven aquí —llamó mirándome aquella noche la abuela, yo solo me acerqué suponiendo que estaba en sus momentos de confusión.

—¿Sí? —respondí sonriente.

—Hace mucho que no te veo, cariño —susurró acariciando mi cabello—. ¿Sabes cuánto amo estos rizos? ¿Lo sabes?... —Yo solo son­reí—. ¿Y nuestro hijo, Francisco? ¿Dónde está?

El corazón ahora se me quería salir del pecho, esa fue la primera vez que me llamó Francisco, luego lo volvió a hacer muchas veces más, pero cuando yo se lo pregunté a mamá,

ella dijo que se trataba de alguno de los primos gemelos de la tía, Franco y Francisco.

«¿Nuestro hijo?» La sangre comenzó a helarse y volverse espesa dentro de mí mientras un mundo de confusión ator­mentaba mi alma. Fui de nuevo a la biblioteca y me senté agi­tado. Tomé mi cabeza entre mis manos en busca de una po­sible respuesta ante mis dudas. Quería llamar a Celeste, pero antes necesitaba entender lo que estaba sucediendo. Recordé otra escena con la abuela que me dejó aun peor.

—¡Niño! —Me llamó esa vez, y yo me acerqué—. ¿Eres tú?

—Sí, soy yo, abuela —respondí sonriéndole.

—¿Por qué me dices abuela?... Soy tu madre, pequeño —sonrió, y me tomó de la mano—. ¡Eres igualito a tu padre!, ¿sabes?... Esos rizos, yo los amaba, enredaba mis dedos en ellos una y otra vez... y tú los tienes, los has heredado... ¿Dónde está tu padre, pequeño? ¿Dónde está Francisco?

Me dejé caer en el sofá que estaba en la biblioteca. Todos los recuerdos se empezaban a pelear en mi cerebro y yo lucha­ba por encontrarles una explicación. Cuando eso sucedió yo tenía unos trece años, llamé a mamá y se lo conté, pero no me dio importancia. Me dijo que la mente de la gente con Alzhei­mer inventaba cosas o recuerdos, que ellos podían confundir a personas de su pasado con gente de su presente.

—¿Pero la abuela tuvo un hijo? —le pregunté yo, y ella me miró como si hubiese dicho la estupidez más grande.

—¿Eres tonto, Bruno?, yo soy su única hija —afirmó—. ¿Por qué no te olvidas de ella y sus tonterías? Ya te dije que su mente ya no sirve.

Luego de ese episodio esperé que mi abuela tuviera al­gún momento de lucidez para preguntarle por qué me había dicho eso, si acaso ella había tenido un hijo. Pero cuando se lo pregunté, su mirada quedó tan perdida en el vacío y tan llena de dolor, y además hizo un silencio de tantos minutos,

que decidí que no era necesario que me respondiera, y cam­bié de tema.

Entonces recordé aquellas cosas que mi abuela guardaba en la caja roja y que yo había buscado la noche anterior. Me dije que aquello parecía una casualidad enorme, pero enton­ces la voz de mi abuela se coló clara en mi mente: «No existen las casualidades, Bruno. Todo sucede por algo». Ella siempre decía aquello.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me levanté para ir al garaje a buscar la caja que había quedado en el auto. Un soni­do alertó mis sentidos y escondí la bolsa detrás de mí, entre una campera.

—¿Bruno? ¿Qué haces? —Era mi madre llegando.

—Estoy haciendo una escultura y me faltaron materiales que dejé en el auto —mentí tratando de no sonar nervioso.

—¿Cómo está Celeste? —preguntó fingiendo interés.

—Bien... ¿Desde cuándo te interesa? —inquirí cerrando la portezuela y tratando de escapar de ella.

—¿Todo marcha bien entre ustedes? —cuestionó ignoran­do mi comentario.

—Sí, todo está genial. Le he pedido que sea mi esposa —zanjé ya cerca de la puerta de entrada de la casa.

—¿Qué? —Mi madre casi tira lo que sea que traía en sus manos.

—Así es mamá, voy a independizarme, me casaré con ella y viviremos juntos en Tarel —dije, y me metí en la casa.

—¡Eso si yo lo permito! —exclamó ofuscada siguiéndome.

Me dieron ganas de gritarle un millón de cosas, pero lo que estaba en mi cabeza me preocupaba aún más. Si mis sos­pechas eran ciertas, y mi abuela había tenido algo con el abue­lo de Celeste, ella pudo haber quedado embarazada de él. Y si mi madre era esa hija, yo vendría a ser... ¿el primo hermano de Celeste?

De solo pensarlo la sangre se me congeló. Respiré agitado y decidí abrir la caja roja, buscar en esos recuerdos la respues­ta a mi pregunta.

Buscar en esos recuerdos mi destino. 



Perdón por la demora. Este es el capítulo que corresponde al 17 de febrero. :)

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