Capítulo 28: La casita de Arsam



El domingo nos levantamos tarde y cocinamos juntos. No podía creer que había aceptado casarme con Bruno. Su madre se encargaría de destruirme, lo sabía. Pero no podía decirle que no, no después de ese hermoso día que pasamos, no des­pués de ver el amor con el que me hablaba, no cuando sentía en mi corazón la certeza de que él era el amor de mi vida. No sabía qué hacer, si decirle lo que su madre me dijo o callar y esperar a que se desatara la tormenta. Estaba confundida y atemorizada, pero a la vez me sentía feliz e ilusionada.

Bruno volvería a Salum esa misma tarde, pero yo me que­ría quedar en la casa de Arsam por un par de días; era como una especie de refugio y necesitaba pensar. Él no estaba con­vencido de dejarme sola, pero le dije que Diana vendría a pa­sar esos días conmigo, ya que había pedido vacaciones. No era cierto, era la primera vez que le mentía a Bruno, pero en realidad necesitaba estar sola allí, en el lugar donde antes es­tuvo mi abuelo, porque quería sentirlo cerca y quería pensar, buscar una salida para este lío en el que me había metido.

—¿Estás segura que Diana va a venir? —preguntó antes de irse.

—Sí, vendrá por la mañana —mentí.

—¿Estás bien quedándote sola? —inquirió inseguro.

—Perfectamente —sonreí—, sabes que puedo cuidarme sola, Bruno.

—Sí, pero esta casa no está lista para tus necesidades. Además, no hay mucha gente cerca. Si sucediera algo...

—No te preocupes —interrumpí—, puedes irte tranquilo. Me acostaré a leer y despertaré en la mañana cuando Diana ya haya llegado.

—Bien —respondió dubitativo—, pero me llamas si pasa cualquier cosa.

—Te llamo —asentí abrazándolo y besándolo en los labios. Él me miró a los ojos, acarició mi cabello y pasó el dorso de su mano por mi mejilla antes de decirme que me amaba y volver a besarme.

—Cuídate, por favor. Recuerda que eres lo más importan­te en mi vida —pidió con ansias, y se marchó.

Sé que le costaba dejarme ahí, pero me encantaba saber que lo hacía por mí, que confiaba en mí y me creía capaz de manejarme sola. Amaba eso de él, a su lado nunca me sentía diferente y nada parecía imposible.

Había sido un fin de semana genial y estaba un poco ago­tada. Decidí hacer lo que le había dicho a Bruno. En la sala había un mueble con unos veinte libros, todos ellos forrados con una tapa de cuero. Me dirigí a ellos a mirar de qué trata­ban. Recordé a mi abuelo forrar sus propios libros y sus pro­pios cuentos, amaba trabajar el cuero y hacía maravillas con él. Todos sus libros tenían una tapa de cuero crudo cubriendo su lomo, así —aseguraba— los protegía del pasar de los años.

Encontré una historia que mi abuelo solía leerme de niña, era corta y se llamaba Mi planta de Naranja Lima. Saqué el libro del estante y lo llevé a la habitación. Antes de acostarme fui a traer algunas frutas y agua para más tarde, me cambié

y me acosté disponiéndome a perderme en la lectura de esa historia que me recordaba tanto a mi abuelo y también a mi infancia.

Me quedé leyendo hasta altas horas de la madrugada has­ta que finalmente me dormí. Cuando desperté, era cerca del mediodía. Un ruido continuo y casi rítmico me sacó de la cama. ¿Qué sucedía afuera? Me levanté, me aseé, me vestí y subí a mi silla para luego salir. Un hombre mayor junto con un niño de unos doce años se encontraban en la pequeña casa de enfrente cortando leña.

—¡Buenos días! —saludó el hombre, y el niño hizo un ges­to con las manos.

—¡Buenos días! —los saludé.

—¿Es la dueña de la casa? —preguntó, y asentí sonriente—. Don Alberto me contó que Don Paco se la dejó a su nieta.

—Sí, ¿conoció a Don Paco? —pregunté mientras maneja­ba como podía mi silla de ruedas entre las piedritas hasta la verja principal. El hombre se acercó y luego de limpiarse la mano me la pasó a modo de saludo.

—Sí, yo vivo aquí desde siempre. —Señaló el sitio son­riendo—. Conocí a Paco y también a tu abuela —agregó—, pero cuando eran muy jóvenes, ella tenía sólo diecisiete años y él como veinticinco. Lo recuerdo porque ella y yo teníamos la misma edad —añadió riéndose—. Solíamos juntarnos aquí los fines de semana cuando venían, comíamos asado bajo la caña fístula, cantábamos y bailábamos. —El anciano pareció abstraerse en sus recuerdos—. Después ya no vinieron más. Paco solía venir a veces, para escribir, decía... pero no hablaba ni salía. Y ella jamás volvió... No recuerdo su nombre —agregó.

—Vanessa —comenté sonriendo.

—¿Vanessa?... No, no era Vanessa —pensó el anciano frunciendo el ceño. Parecía buscar en sus recuerdos.

—Mi abuela se llamaba Vanessa. —Me encogí de hombros.

—La novia de Paco se llamaba Lili o algo así... La llamába­mos así —dijo asintiendo con seguridad.

—¡Abuelo! —gritó el niño que se había quedado atrás—. ¡Ya terminé! ¿Podemos irnos?

—Bueno, hija, un gusto verte. ¡Eres igualita a Paco! Esos ojos celestes son increíbles, justo como los tenía él —afirmó mientras caminaba hacia el niño.

Agradecí al anciano y lo miré marchar con su nieto hacia adentro de la casa llevando la leña en un pequeño carrito rústico. Me quedé pensando. Mi abuela y mi abuelo se llevaban solo dos años. Esa chica a la que mencionaba el anciano definitivamente no era mi abuela. Sonreí, no tenía idea de lo que había sido la vida de mi abuelo cuando era joven y me costaba imaginarlo.

Volví a la cabaña y me dispuse a preparar algo para comer. Revisé el celular: tenía un mensaje de Bruno avisándome que ya había llegado y que se acostaría a dormir. También había un mensaje de Diana para preguntarme qué tal la estábamos pasando. Le respondí a Diana que estábamos muy bien y a Bruno que descansara, después de todo, era lunes y él tenía una exposición importante al día siguiente por la mañana. Ya vería cuándo se me antojaba regresar y cómo lo hacía.

Esa casa estaba llena de magia y la sensación de acogi­miento que tenía en ella era inexplicable, incluso pensaba que ya había estado allí alguna vez. Intenté recordar si el abuelo, por casualidad, me habría llevado cuando era muy niña, pero no lo logré. De todas formas, amaba el sitio, podía oler a mi abuelo en esa madera, podía imaginármelo sentado en el sofá leyendo o escribiendo sus cuentos en la mesa.

Me senté a comer. Desde donde estaba podía mirar el jar­dín por la ventana. De vuelta tuve la sensación de haber es­tado allí alguna vez, tuve la extraña certeza de conocerlo. El árbol del frente tenía un tallo muy particular, no era demasia­do ancho, pero era alto. Estaba sin hojas ni flores ahora, pero no estaba muerto. Algo en él me llamó mucho la atención. El hombre había dicho que el árbol se llamaba caña fístula, y yo nunca había escuchado ese nombre. Busqué mi teléfono y tra­té de conectarlo a internet, la conexión era lenta y se iba de a ratos, aparte no me quedaba casi batería. Busqué en Google y leí el resultado: «Caña fístula: árbol nacional de Tailandia, en algunos lugares se lo conoce como Caña fístula, en otros países lo llaman Lluvia de oro».

Entonces todo encajó y supe perfectamente dónde había visto esta casa, dónde había visto esta imagen, con la única di­ferencia que en el frente había un árbol florecido, un árbol de Lluvia de oro y al costado una cascada. Quizá la que habíamos visto desde el cielo con Bruno.

Ansiosa, salí de nuevo a mirar desde el frente; tenía muy dentro de mí la sensación de que estaba por descubrir algo. Me acerqué al árbol y toqué su tronco. Una inscripción anti­gua hecha con alguna especie de cortapluma se veía hacia uno de sus lados: «Juntos por siempre, FyV». Me sentí aún más confundida: a mi abuelo le decían Paco, pero su nombre era Francisco, y mi abuela era Vanesa, pero... Entonces recordé aquel pincel que le había dado a Bruno, también tenía esas iniciales, ¿o eran otras? Mi corazón empezó a latir con fuerza.

Entré en la casa con la idea de llamarle y preguntarle, pero mi celular ya estaba muerto. Pensé en buscar algo, algo en esa casa debía de darme respuestas. Tenía la sensación de que mi abuelo quería decirme algo. Me acerqué al librero, era el único lugar donde aún había cosas de él. Observé los títulos de los libros grabados sobre el cuero crudo, abrí y hojeé algunos. No había nada, solo libros, salvo en el último, el que estaba abajo, al lado de las enciclopedias.

Era un libro enorme, de unos treinta centímetros de alto y diez de ancho, grande como esas biblias antiguas de las igle­sias. La noche anterior pensé que era eso, pero en ese momen­to, con la luz del día, una inscripción se leía en el lomo: «La chica del pincel mágico».

Tomé el libro pensando que sería pesado, pero, por el contrario, era por demás liviano. Lo puse sobre mi regazo y lo llevé a la habitación. Mi corazón latía de ansias por lo que, intuía, estaba a punto de descubrir.

Lo coloqué en la cama para hojearlo mejor, pero al abrirlo me di cuenta de que estaba hueco, ahí no había hojas, al me­nos no de un libro...

Hola, hoy domingo 10 de febrero del 2019, les traigo este capítulo extra de regalo. ¿Alguien sabe por qué? Las que ya leyeron la historia sabrán que es una fecha muy especial para Bruno y Celeste :) 

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