Capítulo 23: Proyectos


—¿Ya viste el periódico? —comentó mamá en el almuerzo ese día—. Al menos te hubieras cuidado para no salir en las fotos besando a esa chica.

—¿Qué tiene de malo? —pregunté—. Es mi novia, no me voy a estar ocultando de la gente porque a ti te moleste —dije encogiéndome de hombros.

—Bruno... está bien que salgas con ella un tiempo, de he­cho, no creo que haga mal a mi carrera: a la gente le encanta­rá, le parecerá tierno y romántico. Pero, ¿hasta dónde piensas llegar con ella? ¿No te parece que estás exagerando? —pre­guntó mirándome con seriedad.

—Mamá, es mi vida, a mí tu carrera me importa un rába­no, esa es tú vida. Yo no estoy con Celeste para conseguirte votos, estoy con ella porque la amo, y me gustaría que lo en­tendieras o al menos lo aceptaras —respondí cansado.

—¿Has pensado en el futuro? ¿Te casarás con ella? ¿Acaso puede tener hijos? —inquirió con enfado, como si fuera yo el que no era capaz de entender la situación.

—¿Eso qué importa? —bufé impaciente. Era imposible hablar con ella.

—¡Claro que importa, Bruno! Tu padre tiene un imperio construido por años y años de generaciones trabajando en él. Si no tienes descendencia, ¿dónde quedará eso?

—Primero, no soy el único hijo, está Nahiara. Segundo, Celeste es una mujer perfectamente normal, puede tener hi­jos si así lo decidiéramos. Pero incluso en ese caso, ten por seguro que no lo haría por continuar con ningún imperio, lo haría porque deseo hijos, nada más —exclamé ya nervioso.

—Cuando estuve en ese centro de gente como ella, me co­mentaron que... bueno... algunos ni siquiera podían... tú sa­bes... —mencionó ella nerviosa de tocar el tema.

—¡Mamá! —Estaba realmente molesto—. No puedo en­tender que siendo una mujer tan importante seas tan igno­rante. —Pretendí ofenderla con mi comentario—. Y ese es un tema muy íntimo que no tengo por qué tratar contigo. —Mi padre y Nahiara observaban la conversación sin intervenir—. ¡Lo único que falta es que también te quieras meter en mi vida sexual! —exclamé furioso.

—Mira, yo solo me preocupo por ti. Hablé con Silvana de Montenegro y me comentó que su hija Anabella quedó muy emocionada contigo luego del cumpleaños de Nahiara, don­de se conocieron, ¿la recuerdas? Bueno, ya sabes, su padre es muy influyente en el país, juntarlos sería como ganar la lote­ría —añadió con ojos soñadores. Mi madre era increíble.

—¡Agh, Mamá! ¡Me das asco! —exclamé con exasperación levantándome y arrojando la servilleta en la mesa.

—¿Te doy asco yo? ¿Y qué hay de ese engendro sin piernas con el que andas? ¿Ella no te da asco? ¡Ni siquiera está com­pleta! —gritó.

—¿Quién está completo en este mundo? —La miré con odio—. A Celeste le faltan las piernas, pero a ti te falta el cora­zón, mamá, y eso sí que no tiene solución —zanjé, y me retiré molesto.

Salí a caminar, necesitaba tomar aire, calmarme. Me pre­guntaba si Celeste había leído la nota. Seguro que lo había he­cho, y también era seguro que se sentiría mal. Se notaba la intención del periodista por hacer notar su discapacidad. Me senté en el banco de una plaza, observé la vida transcurrir a mi lado y suspiré. Debía tomar un camino, debía tomar una decisión.

Todos somos iguales y todos somos diferentes a la vez, vivimos en un mundo contradictorio, donde desde pequeño te enseñan que eres especial, que eres único... pero, sin embargo te ponen unifor­mes y te identifican con números. Todos somos iguales y todos so­mos diferentes.

Nadie está completo, somos seres incompletos... A algunos les fal­ta alegría, a otros les sobra bondad, unos no pueden oír, otros pueden hacerlo pero están tan ensimismados que no son capaces de escuchar nada que no sea su propia mente. La pena es que luchamos siem­pre por igualarnos, desde la ropa hasta lo que comemos, la moda nos hace robotitos en serie, pero el truco está en aprender a amar eso que nos hace diferentes, porque es lo que nos hace únicos. Muéstrale eso y lograrás que halle la felicidad.

Recordaba ese escrito a la perfección, era parte del diario de mi abuela, pero estaba en una hoja suelta, escrita con lápiz de grafito. La hoja estaba rota y solo era visible esa parte, las demás habían quedado borrosas con los años. Me llamó mu­cho la atención porque parecía escrita para mí, para Celeste, por eso la memoricé. Es como si mi abuela me dijera que le mostrara a ella que lo que la hace única era lo que la hacía real­mente especial, sentía que mi abuela me decía que yo debía hacerle sentir a Celeste que amaba lo que la hacía diferente. Y en realidad era así.

Tomé el celular y le escribí un mensaje.

«¿Leíste la nota?».

«Sí... la leí... Tienes una novia discapacitada».

«Sí... ¿Has visto lo hermosa que es? Su discapacidad radica en que no tiene piernas y no puede caminar, por suerte es solo eso».

«¿Qué quieres decir?».

«Que ella está plenamente capacitada para amar y eso es lo que a mí me interesa».

«Tonto...».

«No hagas caso de lo que digan, estamos juntos, lo estare­mos siempre... Iré este sábado a verte, conoceremos tu casa de Arsam, olvida esto».

«No es fácil olvidar ciertas cosas...».

«Mientras no olvides que me amas, todo estará correcto».

«Nunca podría olvidar algo así, mi corazón y mi mente me lo recuerdan a cada segundo».

«Eso es genial, porque me pasa exactamente igual».

Me quedé observando esos mensajes y pensando. Llegan momentos en la vida en los que simplemente sabes que no puedes seguir en la misma situación. Ese era para mí uno de esos momentos, la discusión con mi madre me había de­mostrado que no tenía salidas en ese sentido, ellos nunca me aceptarían como soy, tampoco aceptarían a Celeste. Tenía que haber un cambio y debía ser pronto. Caminé hasta una jo­yería cercana y compré un anillo, quería comprometerme con Celeste, casarme con ella y así protegerla de todo este mundo horrible que intentaba lastimarla. Si mis padres no estaban de acuerdo, poco me importaba. Había llegado mi momento de crecer, de madurar, de volar del nido por mi cuenta. Des­pués de todo, ellos ya habían hecho sus vidas, cometieron sus errores, era mi turno de hacer lo mismo.

Tenía que pensar en una forma romántica y original de pe­dirle matrimonio. Sabía que éramos jóvenes y que estábamos juntos hacía muy poco tiempo, pero cuando el amor es verda­dero, los tiempos nunca son suficientes. Necesitábamos estar juntos para enfrentar la vida, solo así nos sentíamos completos. Además, quería hacer mi propia vida, y quería hacerla a su lado.

Elegí un anillo de diamantes con oro blanco, no demasia­do ostentoso pero lo suficientemente distinguido. Sabía que le gustaría y adornaría su piel hermosa dándole aún más bri­llo del que de por sí ya tenía. Para comprarlo usé mis ahorros, un dinero que nadie sabía que yo tenía, pues me lo había deja­do mi abuela sin que nadie lo supiera.

Recordaba muy bien aquella tarde. Estábamos en la bi­blioteca de la casa de Tarel, acababa de leerle algo en su dia­rio. Cuando terminé, se quedó en silencio contemplando sus manos. Pensé que sería uno de esos momentos en los cuales perdía lucidez, que sucedían cada vez más a menudo.

—Bruno —llamó mirándome, y supe que no era así, porque cuando sucedían esos momentos solía llamarme con cualquier nom­bre. «¿Eres Franco o Francisco?» me preguntaba. La abuela había tenido unos tíos gemelos a los que adoraba, no sabía mucho de ellos, pero cuando le pregunté a mamá sobre esos nombres me mencionó que eran sus tíos gemelos, con los que mi abuela prácticamente se había criado, ya que vivían todos en la misma casa.

—¿Sí, abuela? —Me acerqué a ella.

—Yo quisiera darte algo —me dijo.

—¿Qué es? —le pregunté mientras la tomaba de la mano.

—Atrás del cuadro del árbol amarillo hay una caja fuerte. —Me hizo señas para que me acercara aún más para hablarme al oído—. Nadie lo sabe, ni debe saberlo —susurró—. La mandé poner para es­conder mi dinero, lo que me dejó tu abuelo —dijo sonriendo—. Si tu madre lo encuentra, seguro me lo quitará.

—¿Por qué dices eso, abuela? —pregunté, sin poder creer que mi madre podía ser capaz de algo así. ¡Qué iluso era!

—No importa, Bruno... lo que importa es que debes anotar la com­binación. Cuando yo me muera, todo lo que hay ahí te pertenecerá

a ti —prometió sonriendo—. Anda, trae algo donde anotar, algo que no vayas a perder jamás. —Lo anotaré en el celular, como un número de contacto, y le pondré el nombre de mi abuela, así nadie sospecha­rá, pensé—. Entonces ella me dictó el número: 10021958.

—Es fácil Bruno, diez de febrero de mil novecientos cincuenta y ocho. —Pareció recordar algo y sonrió, perdiéndose en sus memorias.

Cuando ella falleció, yo tenía solo quince años. Por mucho tiempo no quise abrir esa caja, no quise saber lo que en ella había, por miedo a que mi madre lo descubriera. Mi abuela me había repetido un sin número de veces que ella no debía enterarse.

Cuando cumplí la mayoría de edad, finalmente abrí la caja. En ella había dinero, muchos billetes ordenado en fajos de cien y atados con elásticos. Era todo lo que mi abuelo le había dejado a su muerte. Ella lo había retirado del banco y lo había guardado en esa caja. Mi madre no tenía idea de lo que ella había hecho con eso y pensaba que mi abuela lo había gas­tado en tonterías. También había una caja de cartón de color rojo que contenía una llave antigua y un fajo de cartas viejas, muchas, quizá cuarenta o cincuenta, y estaban todas dobla­das prolijamente y atadas con un listón rosa. Aparte de eso, había un cuadernillo de cuero —de unas treinta hojas— lleno de escritos y dibujos, y, por último, un anillo de oro blanco con piedras de diferentes colores que yo asumí era el anillo de compromiso que mi abuelo le había regalado.

Nunca revisé las cartas, ni sé qué abría la llave. La caja roja la dejé en esa caja fuerte, lo único que saqué de allí cuando fui mayor de edad fue el dinero. Lo llevé al banco y me abrí una cuenta, ya que tenerlo en la casa me parecía una completa locura.

Nunca utilicé ese dinero, pues mis padres sospecharían que lo tenía. Ellos nos manejaban dándonos tarjetas de crédi­to, y gracias a ellas podían controlar lo que hacíamos. El anillo lo compré con ese dinero, y también con ese mismo dinero pensaba pagarle la prótesis. Además, aún alcanzaría para poder vivir con Celeste, hasta que encontrara un trabajo en Tarel. No me importaba no ser millonario, si estaba con ella. Podíamos trabajar ambos y salir adelante juntos.

Aquí les traigo el capítulo correspondiente al domingo 13 de enero.

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