Capítulo 20: Prótesis




Luego de aquel hermoso almuerzo en la plaza y de quedar­nos leyendo un rato, fuimos a conocer a los padres de Celeste. Me sentía nervioso, porque ella había mencionado que eran muy sobreprotectores y tenía miedo de lo que pudieran pen­sar al conocerme.

La casa donde vivían estaba en las afueras del centro de Tarel, era una especie de cabaña alejada de la playa y circun­dada de serranías. Las casas del lugar eran coloridas y colo­quiales, estaban colocadas una al lado de la otra en las distin­tas pendientes, mostrando un paisaje muy pintoresco y bello. Colores y formas de la naturaleza, y el hombre mezclándose entre sí.

Su madre, Carolina, era una mujer muy hermosa, tenía el pelo oscuro y los ojos de un gris azulado, no tan claro como los de su hija. Su padre, Juan, era un hombre alto y delgado, sus cabellos eran blancos y sus ojos, verdes, y tenía una mirada tan profunda como la de Celeste. Su piel rojiza delataba que anteriormente sus cabellos habían sido muy rubios.

Carolina nos preparó unas tortas de naranja y vainilla y nos sirvió té helado, nos sentamos en una pequeña mesa redonda para cuatro personas en el jardín y nos conocimos. Ellos eran divertidos, se tomaban de la mano y se trataban con cariño. Me preguntaron mi edad, lo que hacía y sobre mi familia y mis pa­dres. Cuando mencioné mi apellido y el nombre de mi madre, me pareció ver una mueca de disgusto en el rostro de su padre, quizá porque pertenecían a otro partido político o no estaban de acuerdo con las funciones de mi madre en la vida pública, y estaban en todo su derecho. Aun así no dijeron nada.

Celeste me mostró su habitación: los muebles eran de mimbre rústico, pintados en blanco, había un pequeño libre­ro, en el cual se llenaban de polvo algunos libros antiguos fo­rrados en cuero natural, mezclados con textos de uso escolar. También había cinco cuadros en las paredes, cuatro de ellos eran de Celeste —cuando recién comenzaba a pintar—, pero uno en especial se veía diferente en estilo y, además, no pare­cía pintado por una niña. En esa obra una sirena se alzaba mi­rando al cielo sobre una roca. Su pelo era de muchos colores y su aleta celeste parecía brillar a la luz de la luna. Lo observé sorprendido, parecía muy real.

—Me lo regaló mi abuelo —dijo ella al darse cuenta que lo observaba—. Creo que debería llevármelo a casa —agregó—. Llevaba de­masiado tiempo sin fijarme en este cuadro y en todo lo que significa para mí.

—Sí, pienso que es un objeto de muchísimo valor senti­mental. ¿Lo mandó a hacer para ti? —pregunté observando con detenimiento la pintura.

—No lo sé, no tiene firma, pero se nota que está pintado a mano. Me encantan los trazos sobrecargados —dijo y acarició una zona del cuadro—. Me fascina la mirada de la Si­rena, es tan...

—Real... —completé—, y es asombrosamente parecida a ti.

—Quizá mi abuelo le dio una foto mía al pintor —dijo ob­servándome como si hubiera hecho un descubrimiento.

—Quizás —asentí conmovido—. Definitivamente debe­rías llevártelo.

—Lo haré. —Ella sonrió—. Es Celeste, la Sirena de sus cuentos.

—Eres tú, la Sirena de mí cuento —añadí acercándome a ella y besándola.

Celeste movió su silla hasta su cama y pasó de un brinco a sentarse en ella. Luego me hizo gestos para que me sentara a su lado.

—Aquí es donde pasé mis días y mis noches más difíciles —dijo golpeando levemente su cama—, aquí es donde perdí y reco­bré las esperanzas —añadió—. Aquí es donde comencé a pintar.

Acaricié el colchón imaginándome a Celeste de niña, de adolescente, pensando en las veces que debió de haber llorado allí luego de aquel accidente. Me pregunté en cuántas ocasio­nes habría sentido su mundo derrumbarse, sus sueños rom­perse, sus esperanzas apagarse, y aun así se levantó, salió ade­lante, creyó en sí misma y superó todas las barreras. Me sentí pequeño ante tanta grandeza y la observé con admiración.

—¿Qué me miras? —preguntó ella al ver que me perdía en su hermoso rostro.

—Te admiro, ¿lo sabes? —dije acariciando su mejilla y acercándome más a ella.

—¿A mí? ¿Por qué? —cuestionó confundida, como si no se diera cuenta de su grandeza, de su valentía. Esa humildad la hacía aún más admirable.

—Por todo lo que has logrado, por la mujer en la que te has convertido, por ser tan fuerte y valiente, por ser tan positiva y refrescante. Te admiro por ser quien eres, y te amo también por eso —sonreí, y ella negó divertida.

—Estás exagerando, Bruno. No hay nada que admirar, he hecho lo que he podido. —Se encogió de hombros.

—No puedo ni imaginar lo que ha de ser vivir lo que vi­viste. ¿Cuánta gente se agobia por cosas menos importantes? Sin embargo, tú eres un ejemplo de lucha y constancia. No te das cuenta, pero estás tan llena de colores, Celeste, que has lo­grado cambiar mi mundo por completo —añadí abrazándola.

—Bueno, me haces sentir incómoda con tanto halago, me­jor hagamos otra cosa —murmuró.

—¿Puedo hacerte el amor aquí? —pregunté divertido, en broma, porque sabía que sus padres estaban abajo.

—Pensaba que no lo preguntarías nunca —bufó al tiempo que empezó a sacarse la ropa.

—¿Lo dices en serio? —pregunté sorprendido.

—Debe ser rápido y silencioso; sería demasiado bochor­noso que nos descubrieran —agregó susurrando.

Y así fue, rápido, intenso y primitivo, tragándonos nues­tros gemidos entre almohadas o acallándolos en la boca del otro. Todo lo contrario a la parsimoniosa y hasta agónica len­titud de la noche anterior, pero igual de placentero.

—¡Dios! ¡Eres estupenda! —susurré mientras nos vestía­mos y reíamos como dos niños luego de alguna fechoría.

—Mis padres no creerían jamás lo que acabamos de hacer —agregó sonriendo.

—No sería buena idea que nos descubrieran, justo hoy que me están conociendo —bromeé mientras me acercaba para ayudarla a subir la cremallera de su blusa. Luego la besé en la frente—. Tu padre sacaría la escopeta y me perseguiría por el cerro.

—No lo creo, hay algunos beneficios de ser como yo —dijo frunciendo los labios hacia un lado.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Aparte de tener lugar para estacionar, prioridad en las cajas y no tener que hacer filas nunca más —explicó diver­tida—, supongo que mis padres desean que tenga una vida lo más normal posible, y eso incluye el sexo... Así que si nos vieran, quizás estarían felices de saber que puedo tener sexo —rio desenfadada.

—¡Muchos beneficios! ¡Me agrada! Aun así, no creo que a tus padres les guste la idea y no me quiero arriesgar. Mejor terminemos de vestirnos.

—¿Chicos? —Era su mamá.

—¿Sí? —respondió Celeste ahogando una risa.

—¿Quieren venir un segundo, por favor? —preguntó.

—¡Ya vamos! —gritó Celeste subiendo a su silla, y salimos de nuevo. Su madre la llamó a la cocina y yo me senté un rato en la sala de estar con su padre. Estábamos viendo un partido, pero luego él me miró fijo y me habló.

—Debería decirte que si haces daño a mi hija te las verás conmigo y todo lo que se supone que los padres dicen a los novios de sus hijas en las películas —zanjó serio—, pero yo solo quiero saber si de verdad la amas.

—La amo —asentí mirándolo sonriente; quería sonar convincente.

—Eso me pone contento, ella merece ser amada y poder amar. —Se llevó su bebida a la boca—. Intenta hacerla feliz —agregó luego—. No soy tan iluso como para pensar que no sufrirán, el amor siempre se curte con el sufrimiento... pero, finalmente, solo intenta hacerla feliz. —Insistió apuntándo­me con un dedo.

—Claro que sí —asentí con seguridad.

—¿Tus padres están de acuerdo? —La sonrisa se me borró al instante.

—No importa eso, señor Juan. Soy mayor de edad y sé lo que hago, no voy a dejarlos intervenir en mis decisiones —respondí en un intento de sonar convincente.

—Lo supuse. —Frunció el labio y suspiró—. ¿Sabes, Bru­no?, duele que las personas discriminen a mi hija, que no le den la oportunidad de demostrar lo que es y puede ser. Eso como padre me duele mucho... Ella puede ser digna de cual­quier chico.

—Lo entiendo, señor, a mí también me duele que mis pa­dres no la acepten, y estoy completamente seguro de lo mu­cho que vale Celeste, pero creo que lo más importante es que yo la amo y que para mí es perfecta. Soy yo quien espero ser digno de ella. —Su padre me miró fijamente, luego sonrió asintiendo.

—Ella es una perfecta imperfección, como todo lo que amamos en la vida —comentó su padre, y yo sonreí.

Esa tarde me despedí de sus padres y llevé de nuevo a Ce­leste a su casa. Me despedí de ella y luego viajé hasta Salum. La semana siguiente debía ir a buscarla para llevarla a pasar un fin de semana conmigo en la capital. A ella no le gusta­ba la idea, salir de su zona cómoda le resultaba intimidante, pero quería que supiera que yo estaría allí para ella y que no la dejaría sola, quería que conociera mi mundo, a mis amigos y también a mis padres. Esperaba que ella lograra cautivarlos con la bondad de sus ojos o la pureza de su alma.

La semana pasó lenta, pero, como siempre, no perdimos comunicación ni un solo día. La noche del viernes pasé a bus­carla y llegamos a Salum a la madrugada. Había decidido que

lo más sano sería que nos quedáramos en un hotel, al menos hasta que Celeste conociera a mis padres y viéramos qué cla­se de relación se forjaba. Ellos habían aceptado conocerla el domingo en un almuerzo. Cuando llegamos, nos acostamos a dormir; estábamos cansados y con sueño. Por la mañana del sábado, pedí desayuno en la habitación y lo comimos en la cama, luego nos pusimos al día con los besos y las caricias, y nos amamos un buen rato sin apuros ni vergüenzas.

Después nos vestimos y salimos a recorrer la ciudad. Ella dejó que yo guiara su silla, pues yo quería hacerlo y a ella ya no le molestaba. De vez en cuando le acariciaba el pelo o co­locaba mi mano en su hombro. Sin que lo supiera, la llevé a una clínica especializada en prótesis. Era la mejor del país y yo tenía muchas esperanzas en que pudiéramos conseguirle una muy buena. Pensé que quizás ella se enojaba por no ha­bérselo preguntado, pero no fue así, solo sonrió y aceptó que tuviéramos la cita que yo había reservado con el director de aquella clínica.

—Pasen —.Nos recibió el Doctor Carson, un hombre ru­bio de unos sesenta años y de procedencia extranjera.

—Buenos días —saludamos ambos, algo nerviosos.

El doctor nos hizo algunas preguntas y luego revisó a Ce­leste. Entonces nos mostró varios modelos de posibles próte­sis para ella. Todas tenían diferentes funciones relacionadas con el uso que les sería dado, si eran solo para caminar o para hacer alguna clase de deporte, como correr maratones y de­más. Celeste sonrió y sus ojos brillaron de una forma especial; nunca había pensado en correr alguna de esas maratones, sa­bía que para eso necesitaba una buena prótesis y no contaba con ese dinero.

Luego de mostrarnos unas y otras y de explicarnos sus ven­tajas, desventajas y precios, miré a Celeste y le pregunté cuál le parecía mejor. El doctor también explicó la importancia de hacer todo un entrenamiento y ayuda de fisioterapia para que ella aprendiera a manejarla correctamente.

—¿La quieres? —pregunté.

—No puedo pagarla aún, Bruno, no tengo ni la mitad de ese dinero. —Aceptó ella avergonzada. El doctor nos miraba atento.

—Quiero regalártela —dije, y ella lo dudó. La tomé de la mano—. Déjame hacerlo... No es porque quiera que camines, es porque sé que te hará feliz —agregué, y ella sonrió.

—No lo sé... —dudó.

—Si no puedo usar el dinero en algo que valga la pena, ¿de qué me sirve? —Me encogí de hombros mientras la miraba con ternura y seguía sosteniendo sus manos. Entonces ella asintió.

—Está bien, tenemos que tomarle algunas medidas y ha­cerle un chequeo —comentó el doctor mientras apuntaba al­gunos datos. Yo sonreí, los ojos de Celeste brillaban de alegría ante aquel nuevo mundo de posibilidades.

Salimos de allí luego de largo rato. Las prótesis estarían en un periodo de diez días y debíamos organizar las venidas de Celeste a la clínica para que pudiera acostumbrarse a ellas. Me había comprometido a llevarla dos veces a la semana y eso sería así hasta que se acostumbrara plenamente a ellas.

La llevé a mostrarle algunos monumentos importantes de la ciudad y una fuente donde la gente acostumbraba a tirar monedas y pedir deseos. Por supuesto tiramos una cada uno y luego me senté en el borde de la fuente. Ella estaba en su silla, pero la estiré para sentarla en mi regazo. Nos besamos como si nadie nos viera, pero una luz blanca hizo que nos separára­mos: una persona con una cámara profesional nos sonrió y se dio media vuelta para marcharse.

—¿Y eso? —preguntó Celeste.

—Supongo que saldremos en algún diario o algo así... Es parte de ser hijo de mis padres —hablé con resignación enco­giéndome de hombros.

—¿No te importa? —preguntó ella.

—Para nada, por mí que todo el mundo se entere cuánto te amo —afirmé convencido y volví a besarla.

Seguimos paseando, conociendo lugares, comprando cosas y comiendo un poco de todo hasta que decidimos ir al hotel. La noche estaba empezando y nosotros necesitábamos descansar, o al menos hacer otro tipo de actividades que re­querían mayor intimidad. Además, al día siguiente tendría­mos el almuerzo con mis padres, y aunque no lo comentába­mos, ambos estábamos nerviosos por eso.

Este sería un pequeño regalito de Navidad. Espero lo disfruten. Esta semana pretendo ponerme a escribir y editar un poco, ya que ha pasado un poco más la locura. Los quiero y espero hayan pasado una muy feliz Navidad rodeados de sus seres queridos.

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