Capítulo 19: Sirenita


Que Bruno me llamara «Sirenita» siempre me había pa­recido una hermosa coincidencia, pues así me decía también mi abuelo, pero cuando lo hizo aquella noche un recuerdo afloró en mi mente.

—¿Tú crees que quienes nos amaron y fallecieron velan por nosotros de alguna forma? —pregunté.

—Puede ser... —respondió con sus ojos fijos en el cielo.

—Siempre me llamó la atención que me llamaras «Sireni­ta». Era la forma en que me llamaba mi abuelo. Pero ahora, al oírte decírmelo mientras hacíamos el amor, recordé algo, o más bien lo asocié a algo...

—¿Me lo explicas? —inquirió buscando mi mirada con una sonrisa.

—¿Conoces el cuento de la sirenita? —pregunté.

—Lo conozco... más o menos; a Nahiara le gusta­ba —asintió.

—Cuando el accidente fue muy reciente, mi abuelo em­pezó a llamarme «Sirenita». Al principio no comprendía por qué lo hacía, pero una noche lo entendí. Las sirenas no tienen piernas, tienen colas o aletas hermosas. Mi abuelo me hablaba mucho de ellas, de que eran criaturas mágicas y seductoras, que todos los hombres caían ante sus encantos, y también empezó a contarme cuentos sobre una sirena en especial. —Bruno acariciaba mi estómago y mis pechos con movimientos suaves y tiernos mientras conversábamos.

»La primera vez que me habló de ella me preguntó si co­nocía el cuento de la sirenita y, obviamente, le dije que sí, y le mencioné el cuento que yo conocía... Pero mi abuelo me dijo que no se refería a ese. Entonces me contó el cuento de una sirena, a quien él llamó Celeste, me dijo que tenía los cabellos de los colores del arcoíris y una cola hermosa y luminosa de color celeste.

»En el cuento, ella era la más bella de todas y tenía a todos los hombres encantados, pero, por supuesto, por los mitos que acompañaban a las sirenas, todos temían acercársele. Un día uno de esos hombres se enamoró de ella y, pese a todas las recomendaciones, se le acercó. Se enamoraron y ella quiso cambiar su enorme aleta por un par de piernas para poder pertenecer al mundo de aquel hombre, pero él no lo aceptó, le dijo que la había conocido así y así la amaba.

»Se casaron en alta mar y construyeron un enorme castillo en medio del océano, con partes en agua y partes en tierra, donde pudieron ser felices y seguir amándose. Los dioses de la tierra y del mar bendijeron esa unión y tuvieron descen­dencia... Y mi abuelo decía que algunos habían regresado a la tierra y que yo era uno de ellos. —Sonreí al recordarlo mien­tras miraba las estrellas.

—Es una hermosa historia, Celeste —sonrió Bruno besán­dome la frente con ternura.

—Desde ese día mi abuelo empezó a llamarme «Sirenita», y empezó a inventar historias sobre Celeste, historias donde él me daba un mensaje para mi vida, donde me llenaba de esperanzas e ilusiones. Cuando me volví adolescente y quise enamorarme, pero no tuve esa suerte, recordé ese cuento y lo entendí... Mi abuelo me estaba diciendo que un día un hom­bre vendría y me amaría con todo y mi cola de sirena. Él creía en el amor y quería que yo lo hallara —pensé recordando la mirada tan pura de mi abuelito.

—Tan hermosa y brillante como tus ojos celestes —agregó él besándome en la frente.

—Por eso me pinté el cabello de los colores del arcoíris, por los cuentos que mi abuelo me contaba —afirmé sonriendo.

—Tu abuelo fue un gran hombre —dijo y acarició con ternura mis cabellos.

—Estar aquí contigo en el agua, mirando la noche tan be­lla, amándonos, me hizo recordar ese cuento y cómo me ima­ginaba el castillo que construyeron entre el agua y la tierra... Es como nosotros, aquí en el agua, o fuera de ella —añadí con timidez.

—Tienes razón. Soy ese hombre y tú eres mi sirena. Y te amo como eres, Celeste, no cambiaría nada en ti, eres perfec­ta para mí —dijo y acarició mis muslos por debajo del agua.

—¿Crees que mi abuelo te haya enviado a mí? —le pregunté.

—Quién sabe —sonrió con la vista al cielo—. Pero seguro que estaría feliz si nos viera juntos.

Nos quedamos allí abrazados, por mucho tiempo, entre besos y caricias tiernas. Cuando empezamos a sentir frío y el agua aflojó nuestras pieles, decidimos salir. Bruno me envol­vió en una toalla enorme y me llevó hasta su cuarto. Me recos­tó en la cama con cuidado y luego secó mi cuerpo. La verdad era que me gustaba verlo mimarme de esa forma, cuidarme así. Sonreí al ver que pasaba la toalla con delicadeza por cada rincón a la par que me iba llenando de besos tiernos. Siempre pensé que una de las cosas más hermosas del amor era esa especie de devoción con la cual se tratan los amantes, eso que hace que una se sienta única y perfecta. Podía ver amor en los ojos de Bruno, podía ver que le gustaba mi cuerpo, así como era, con sus bellezas e imperfecciones, podía sentir su deseo, y eso era suficiente para que yo me sintiera bella, feliz, com­pleta... amada.

Bruno se recostó a mi lado y nos miramos a los ojos dejan­do que nuestras almas se acariciaran, se abrazaran, se com­plementaran. Luego, hicimos lo mismo una vez más, pero con nuestros cuerpos.

Por la mañana me desperté temprano, Bruno aún dormía a mi lado, me levanté y busqué mi bolso, saqué ropa y me ves­tí. Lo desperté con besos y caricias y luego le pedí que saliéra­mos, porque quería aprovechar el día antes de que se volviera a ir.

Desayunamos y luego fuimos a dar un paseo por la ciudad. Entramos en algunas tiendas, compramos chucherías que normalmente compran los turistas y terminamos recostados bajo el árbol de raíces grandes en la Plaza Verde. Habíamos comprado algunas cosas para comer y hacíamos una especie de picnic, como muchas otras parejas y familias.

—¿Hoy no pintas? —preguntó una niña acercándose a no­sotros.

—Hoy es domingo, estoy descansando —respondí son­riendo.

—Me gusta mucho verte pintar, te veo siempre al salir de la escuela... Cuando sea grande quiero ser como tú —añadió.

—Gracias —sonreí, y vi a la niña marchar. Bruno y yo es­tábamos empezando a comer.

—¿Te gustan los niños? Siempre estás rodeada de ellos —preguntó.

—Me gustan, les llama la atención mi cabello. —Me enco­gí de hombros—. A los niños les encantan los colores.

—Y cuando crecemos nos volvemos tan monocromáticos —murmuró él—. ¿Quieres ser madre algún día? —preguntó.

—Nunca me lo había planteado, quizá sí —asentí con ilusión—. Una niña llena de rizos, como los tuyos. —Me sonrojé.

—O que tenga el color de tus ojos —agregó, y yo sonreí.

—Estás obsesionado con ellos —reí negando con la cabeza.

—Son mi perdición —asintió divertido.

Nos quedamos en silencio mientras terminábamos de comer y observábamos el sitio que estaba lleno de niños. La idea de ser madre nunca había estado tan cercana, y aunque aún no me parecía el momento, al menos ya no se me hacía algo imposible. Por suerte —y luego de la charla con Diana—, Bruno y yo conversamos acerca de cómo cuidarnos; me daba risa recordar su rostro lívido cuando le dije que ha­bíamos olvidado hacerlo. Se disculpó conmigo una y otra vez diciendo que había sido un irresponsable, le dije que se cal­mara, que todo estaba en orden y que yo conocía muy bien mis ciclos y mis fechas, pero él insistió en que debió haberme cuidado y que por favor lo disculpara. Me pareció exagerada su reacción, pero a la vez fue tierna, ya que demostró mucha preocupación por mí.

Continuamos allí relajados por largo rato y, cuando ter­minamos la comida y guardamos todo, Bruno me preguntó si me gustaría que me leyera algo más del diario de su abuela. Asentí y me recosté en sus piernas mientras él abría el libro.

El olvido es mi peor castigo; quizá por haber mentido, quizá por haber huido. Tuve una buena vida, no puedo negarlo, pero no fue perfecta... porque no estabas tú. A pesar de tenerte a la distancia, pues mi corazón te pertenece tanto como a mí me pertenece el tuyo, me han hecho falta tus abrazos, tus caricias y tus besos. A veces le pregun­to a la noche, a veces le pregunto a la luna, ¿dónde estás? ¿Estarás pensando en mí? Soñábamos tantas cosas, llegar juntos a la vejez era una de esas... y ahora estoy aquí sola, porque el destino fue malo con nosotros...

La vejez es un camino lento y doloroso, a veces solo quiero dormir y no volver a despertar... o despertarme y verte en aquel jardín, espe­rando para leerme un libro bajo el oro, recostar mi cabeza en tus piernas y sentir tus manos en mi pelo. Después ir a la cascada, me­ternos en nuestra cueva para amarnos en libertad, sin restricciones, sin tiempos, ni pasados. Solos tú y yo, como ayer, como antes... Tus manos dejando huellas en mi piel, mis dedos pintando tu cuerpo, tus besos marcando mi alma... Abrazarnos en un abrazo eterno...

—Me encanta como escribía —dije ante el si­lencio que hacía Bruno.

—Me pregunto de qué jardín hablaría... —murmuró pensativo.

—¿Algún lugar donde solía ir con tu abuelo? —inquirí en­cogiéndome de hombros.

—No tengo la menor idea, supongo que a la casa de Tarel... Ese lugar está lleno de jardines —añadió.

—Tuvo que ser hace mucho, porque me dices que tu abuelo falleció antes que nacieras... Quizá relata su época de novios —sugerí—. Algunas cosas pudieron cambiar en la casa luego de aquello, quizás habla de un sitio de allí que hoy ya no está.

—Puede ser, me resulta extraño pensar en mi abuela así, como una muchacha joven y enamorada —dijo pensativo.

—Lo sé, cuesta imaginar esas situaciones, sin embargo ella era artista y obviamente tenía el corazón sensible y ena­morado. Para escribir todas estas cosas tan bellas durante la época más difícil de su vida, en medio de la vejez y de la enfer­medad, tuvo que haber amado demasiado, Bruno. Un amor que atravesó incluso las barreras del olvido, las penumbras de su mente confundida. —Suspiré al imaginarme que pudiera existir un amor así de intenso.

—Es cierto, ya ves por dónde me salió la veta romántica —bromeó Bruno, y yo sonreí.

—Tienes razón... es probable que lo hayas heredado de ella —asentí besándolo con ternura en la mejilla.



Este cap es el que corresponde al domingo pasado, perdón por el retraso.

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