Capítulo 16: El viejo diario


Cuando llegué a Tarel, mi corazón latía de la emoción por estar, al fin, de nuevo con Celeste. A mi madre no le gustó la idea de que viniera, me dijo que no sabía lo que estaba hacien­do. Le dije que era todo lo contrario, que por primera vez sa­bía perfectamente lo que estaba haciendo. Se enfadó mucho, pero no me importó. Mi padre, por su parte, había decidido ignorarme desde que le dije que no era de mi interés seguir ni la carrera que él proponía ni sus pasos. Sin embargo, había actuado con mucha más calma de la que me habría esperado y eso me descolocaba. Pensé que intentaría obligarme o incluso amenazar con echarme de la casa, o algo así, como ya lo había hecho alguna vez en alguna de esas rencillas que solíamos te­ner cuando él intentaba definir mi destino.

Pensaba que no podía ser tan sencillo, que en algún mo­mento él sacaría a relucir algo. Me había pasado noches en vela pensando en las posibles reacciones de mi padre, pero ninguna de mis opciones contemplaba pasividad y acepta­ción, que después de los primeros alaridos de sorpresa, pa­recieron ser su mejor respuesta. De todas formas, yo pensa­ba que él solo me estaba dando un poco de tiempo, estaba seguro de que mi padre creía que todos mis movimientos estaban siendo guiados por la rebeldía. Lo había escuchado mencionar muchas veces que él había hecho lo mismo mien­tras fue joven, que desacató las ordenes de su padre y se alejó un tiempo hasta que recapacitó sobre lo que en realidad era bueno para él. También solía decir que la rebeldía era una buena etapa, porque ayudaba al hombre a forjar su perso­nalidad. Todo aquello me llevaba a concluir que él aceptaba lo que estaba sucediendo solo porque pensaba que yo estaba en un periodo rebelde, pero que en algún punto me daría cuenta de todo y recapacitaría. Incluso creía que pensaba así con respecto a Celeste, pues lo oí decirle a mi madre que me dejara tranquilo, que era solo una chica y que los muchachos como yo estábamos en edad de experimentar, que se me pa­saría pronto y que si ella se metía sería peor aún, ya que me encapricharía.

Ellos no tenían idea de lo que Celeste representaba para mí, no tenían idea de que yo soñaba un futuro con ella. A la gente egoísta le cuesta entender el amor y la entrega.

Estacioné frente a su casa y la puerta se abrió, ella me es­peraba igual de ansiosa que yo. Corrí hasta ella, estaba en el umbral, en su silla, sonriéndome. Sus ojos estaban tan nítidos que podía ver en ellos la alegría que le causaba mi presencia. La levanté en mis brazos y ella enredó los suyos en mi cuello, enroscando sus dedos entre mis cabellos. No dijimos nada, solo nos besamos, habíamos necesitado eso como el mismí­simo aire y las palabras podían esperar. Entré con ella en mis brazos y pateé la puerta para cerrarla tras de mí. Nos llevé hasta el sofá y la recosté, quedándome encima, acaricié su rostro con el dorso de mis dedos y sonreí.

—Hola, Sirena —saludé, y ella frotó la punta de su nariz contra la mía.

—Hola, mi amor. —Volvió a encaramarse a mi hombro—. Pensé que no volveríamos a vernos, temía que todo hubiera acabado —dijo con tono desesperado.

—No temas eso... —La miré a los ojos— No sabes cuánto extrañaba tu aroma. —Metí mi nariz entre sus cabellos para olerlo, ella solo sonrió y ronroneó como un pequeño gatito.

Por un par de horas estuvimos allí mirándonos, tocán­donos, hablándonos. Nos contamos lo que había pasado en nuestras vidas en ese tiempo, a pesar de que ya lo sabíamos, pues hablábamos a diario, pero nunca era igual que hablar mirándola a los ojos, esos que eran mi perdición. Ya llegada la tarde, decidimos ir a mi casa un rato; ella sabía que yo necesi­taba ir a buscar algo. Luego pasaríamos la noche observando las estrellas en la piscina techada. Sería una velada hermosa, el día estaba magnífico.

—Bueno... ¿Qué te parece si nos vamos? —le pregunté—. No quiero llegar tan tarde, ya que quiero tomarme un tiempo para buscar eso que te había comentado.

—Claro, ya tengo un bolso preparado... ¿Qué es lo que tan­to tienes que buscar? —inquirió curiosa.

—Quiero encontrar el diario de mi abuela, ya sabes, aquel en donde anotaba sus pensamientos cuando su enfermedad estaba aún empezando. Me gustaría tenerlo conmigo. Me gus­taría releer aquellas cosas que al final de su camino solía leerle, ahora quizá tengan otro significado para mí. Me gustaría guar­darlo yo, y no que un día lo encuentre mi madre o mi padre... —comenté pensativo—. Estoy seguro de que está en esa casa, en la biblioteca... allí mismo donde ella lo había dejado.

—Eso suena genial, tu abuela parece haber sido una per­sona muy interesante... Quizás esos diarios me ayuden a co­nocerla mejor... Es decir, si es que puedo leerlos —mencionó, y yo asentí.

—Claro que sí —afirmé—. Me encantaría compartirlo contigo.

—Entonces vamos —dijo ella, y se bajó del sofá en el que estaba recostada por mi pecho. Fue hasta su habitación y salió de ella en su silla, cargando una mochila en su regazo.

Salimos y fuimos hasta el auto, la ayudé a incorporarse y luego guardé la silla en el maletero. Entonces entré también y me dispuse a ponerlo en marcha. Ella encendió la radio y bus­có alguna música. Yo sonreí y, una vez en la carretera, coloqué mi mano derecha en su muslo izquierdo. Ella me devolvió la sonrisa y colocó su mano encima de la mía.

—Qué raro que has decidido manejar tú —comentó mi­rando al frente.

—Me gusta manejar —sonreí—, tampoco es que siempre quiera depender del chofer.

—Me gusta que manejes tú, se siente más íntimo —dijo. Luego cambió de nuevo la estación de la radio.

—¿Será que dejarás aunque sea una música antes de vol­ver a cambiarla? —cuestioné divertido.

—Tú manejas, yo elijo la música —sonrió, y me guiñó un ojo.

Cuando llegamos a la casa, los empleados nos saludaron alegremente. Pasamos y fuimos directo a la biblioteca, que era un lugar muy poco visitado por los miembros de mi fa­milia; de hecho, creo que el único que lo visitaba era yo. Ha­bía varios libros, pero también varias pinturas de mi abuela alegrando las paredes. Me dirigí hacia el estante donde ella guardaba sus cosas y Celeste se paseó mirando los cuadros y apreciándolos uno por uno.

—Los pintó mi abuela —señalé mientras buscaba la llave de aquella caja fuerte donde ella solía guardar su diario. Solía­mos guardarla dentro de uno de los libros.

—Sí, me imaginé. Era muy buena —sonrió mientras ob­servaba detenidamente uno de los cuadros. Era un paisaje hermoso: a la izquierda y en la distancia, se apreciaba una cascada, en el centro, una cabaña de madera, y a la derecha y hacia el frente, un árbol con hermosas flores amarillas—. ¿Es de algún sitio en especial? —me preguntó.

—No lo creo, al menos no que yo sepa. —Me encogí de hombros. Ya había localizado la llave, así que me acerqué a ella y saqué el cuadro de la pared; detrás estaba la caja fuerte.

—Me resulta familiar —observó ella siguiendo con la mi­rada la pintura que yo había recostado con cuidado, por la pa­red, en el suelo—, es como si yo hubiera estado en ese sitio alguna vez. —Se detuvo a mirar el árbol.

—No tengo ni idea de si el sitio existe en realidad; mi abuela amaba dibujar paisajes, como verás —señalé todos los cuadros—. En verdad, yo siempre pensé que pintaba paisajes inspirados en Tarel.

—Ese árbol es muy particular, me trae buenos recuerdos... Crece en una región especial al norte de Tarel, pero en Tarel no hay muchos de ellos. El clima no favorece su crecimiento —explicó.

—¡Acá está! —exclamé satisfecho. Saqué el viejo cuaderno forrado en tela rosa con encajes de aquella caja vieja e ignoré el resto de las cosas allí guardadas. Tenerlo en mis manos era como volver atrás en el tiempo; hacía años que no habría aquella caja fuerte donde yo mismo había guardado ese diario cuando la abuela falleció, junto con las otras cosas que ella me había dejado.

—¿A ver? —dijo Celeste acercándose a mí y yo se lo mos­tré. Lo hojeé de forma rápida observando su letra tan perfecta y prolija y las hojas amarillentas y percibiendo aquel olor tan característico de las rosas que mi abuela adoraba secar entre las páginas de su diario.

—Vamos, sentémonos allá. —La guié hacia un sofá pare­cido a un diván—. ¿Quieres que te lea un poco?

—Me encantaría —respondió ella siguiéndome, y enton­ces nos dispusimos a pasear por las memorias de mi abuela.

Bueno, bueno, aquí les estoy adelantando el capítulo de este domingo, espero les guste. No creo tener tiempo para subirlo el fin de semana. 

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