Capítulo 11: Te amo


Estábamos llegando a la casa de Bruno y yo aún no me hacía idea de cómo sería ese lugar. Sabía que Tarel tenía mansiones in­mensas de famosos y gente adinerada, pero la palabra «inmensa» quedaba pequeña ante tanta majestuosidad. La mansión de los Santorini era tan grande como toda la cuadra donde yo vivía. El chofer nos había pasado a buscar y al llegar bajó nuestro equipa­je. Diana había traído unas ropas para mí sabiendo que me que­daría unos días allí hasta que Bruno se recuperara por completo.

—Buenos días, joven Bruno —saludó una mujer de me­diana edad uniformada. Su semblante era amigable—. ¿Se siente ya mejor?

—Sí, mucho mejor, Sandra —contestó él—. La señorita Celeste se quedará conmigo estos días —informó, y la señora me hizo una reverencia—. Prepárele el cuarto de huéspedes que está en planta baja.

—Claro, joven Bruno —asintió la señora Sandra, y se retiró.

—¿Cuántos cuartos de huéspedes hay en esta casa? —pre­gunté riendo.

—Los suficientes para albergar a toda una banda de mú­sicos —sonrió—. Pero ahora estamos solos, te llevaré a dar un tour por la casa.

—Bien —asentí emocionada como una niña en un parque de diversiones.

Bruno manejó mi silla por primera vez sin preguntármelo y me llevó a ver toda la planta baja: había una piscina al aire libre, un quincho, una sala de juegos y una sala de música. Paseamos por el enorme jardín, que parecía sacado de algún cuento de hadas. Había una fuente y un poco más alejado de allí —hacia atrás de la casa—, una pequeña cúpula de hierro blanco llena de flores enredadas a sus patas, una silla de hierro y más flores en el suelo. Parecía una especie de rincón mágico...

—Ese era el sitio favorito de mi abuela, se pasaba horas pintando allí —indicó Bruno al ver que me había quedado perpleja observando ese sitio. Pensaba que sería un hermoso lugar para pintar.

Volvimos al interior y me cargó en la espalda para subir las escaleras y mostrarme las demás habitaciones. Por último, me llevó a una terraza en una especie de altillo gigante, que estaba techada, y en el medio de una cúpula transparente ha­bía una piscina climatizada.

—¡Este lugar es fantástico! —exclamé sonriendo.

—De noche hay una vista genial de las estrellas —indicó y señaló la cúpula.

—Me imagino. ¿Podemos venir por la noche? —pregunté entusiasmada. Amaba la noche, las estrellas y la luna, desde ese sitio se adivinaba una vista fantástica.

—Sí —asintió con su característica y dulce sonrisa—. Podemos hacer lo que quieras.

—Ahora creo que debes descansar —musité mirándolo con seriedad—. Yo pintaré un poco, si no te molesta. Me encanta ese rincón en el jardín, puedo pintar allí mientras duermes un rato, el médico dijo que debes ser un buen chico. —Sonreí.

—Está bien. —Me plantó un beso tierno—. Lo haré porque quiero que esta noche miremos juntos las estrellas hasta que amanezca. Ver el amanecer aquí contigo será fantástico.

—Genial... Haré un cuadro de ello luego —asentí, y nos dimos otro tierno beso. Luego me llevó hasta la planta baja y una vez en la silla de nuevo me mostró la que sería mi habi­tación. Entonces me acompañó al sitio aquel tan mágico. No tenía mis materiales de pintura, pero un bloc de hojas blancas y lápices acuarelados que llevaba a todos lados por si acaso me surgía la inspiración, no faltaban nunca en mi bolsa.

Durante el resto de la tarde la hora se me pasó volando. Dibujé y pinté, porque llevaba días sin hacerlo, y después fui a la habitación que habían preparado para mí y tomé un baño relajante. Una bolsa en la cama llamó mi atención.

«Para Celeste», rezaba la tarjeta.

Al abrirla vi que había un traje de baño de dos piezas. No lo entendí, entonces giré la tarjeta y leí:

«Pensé que no habías traído uno y creo que lo necesitarás para ver las estrellas desde la piscina climatizada, Sirenita».

Sonreí. Esa pintaba una noche fantástica y ya sentía la adrenalina arremolinándose en mi estómago en forma de mariposas que aleteaban frenéticas.

Me puse el traje de baño y encima una remera rosa y una falda amplia roja. Me subí a la silla y salí a esperar que Bruno bajara, pero no necesité esperar, él ya estaba en el vestíbulo. Tenía puesto un jean, una remera azul que le quedaba hermo­sa, y sus rizos ondeaban libres. Sonrió al verme.

—¿Vamos arriba?, ahí ya está lista la cena. —Yo solo asen­tí. Se veía tan guapo que me sentía algo torpe.

Me cargó y uno de los empleados llevó mi silla. Cuando lle­gamos al piso, Bruno le pidió que la abriera y me dejó en ella con suavidad. Manejó hasta el altillo y abrió la puerta. El lugar era independiente y muy amplio. A un lado de la piscina, una pequeña mesa redonda con una vela en medio estaba prepa­rada para dos, los platos y las bebidas estaban ya colocados.

—Tenemos todo aquí —señaló Bruno—. La comida, las bebidas, el postre y más comida por si en la noche nos da hambre —dijo y miró hacia un refrigerador en lo que pare­cía ser una barra y un rincón parecido a una cantina.

—¿Suelen hacer fiestas aquí? —pregunté observando todo lo que allí había.

—¡Ni te imaginas! —exclamó—. Pero hoy será solo nuestro.

—Gracias —murmuré tímida, y luego me ayudó a cam­biar de mi silla a la de la mesa.

Comimos en silencio mirándonos a los ojos en ese am­biente mágico a la luz de la vela, sonriéndonos como tontos y acariciándonos la mano de vez en cuando.

—¿Te gustó el traje de baño? —preguntó.

—Sí, lo traigo puesto —asentí y bajé la mirada avergonzada.

–¡Muero por verlo! —exclamó sonriendo.

—No sé si quiero que me veas así —admití mirándolo con un dejo de temor—. Me incomoda que la gente vea los muño­nes —me encogí de hombros.

—Celeste... —Me tomó con cariño de la mano—. No quie­ro que te sientas así conmigo, no soy «la gente», soy Bruno —dijo, y sonreí. No podía evitar sentir como si nos conociéra­mos de toda la vida.

Terminamos de comer y tomamos un poco de vino y algo de helado, y luego nos recostamos en un par de tumbonas co­locadas una al lado de la otra. Encima de ellas había una man­ta ancha que hacía que no se sintiera que eran dos.

—Pensaste en todo... —Me recosté en su pecho.

—Por supuesto, soy un chico de detalles —dijo él—. Que­ría que estuviéramos cómodos.

Nos quedamos en silencio mientras sentía una de sus ma­nos jugar con las puntas de mis cabellos. El ambiente se esta­ba volviendo único y me gustaba, pero también me asustaba. No sabía cómo terminaría aquello.

—Bruno... yo... no sé cuáles son tus expectativas para esta noche, pero...

—No tengo expectativas más que ver las estrellas y el ama­necer junto a ti —sonrió con dulzura—. ¿Vamos al agua? —preguntó—, está tibia y agradable.

Lo siguiente que hizo fue sacarse la remera, así que pude observar su torso desnudo por primera vez, luego se sacó los zapatos y pronto tenía solo un traje de baño azul ajustado al cuerpo. Me quedé embobada mirándolo, observándolo. Al percatarse, él sonrió y yo me sonrojé.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó, y yo solo asentí. Él se acercó entonces y levantó mis brazos para sacarme la blusa, luego me recostó y fue desprendiendo mi falda hasta dejarme solo en el traje de baño de dos piezas que me había regala­do. Yo sentía que me hundía de la vergüenza, me sentía poca cosa, incompleta, inútil. Las lágrimas escaparon de mis ojos sin que pudiera contenerlas.

—¿Qué sucede? —me preguntó asustado sentándose a mi lado.

—Me siento mal, me siento fea y poca cosa... me siento tan... incompleta —sollocé. En ese momento todo aquello me pareció una malísima idea.

—Mi amor... —Me llamó así por primera vez—. Eres tan hermosa, mientras te sacaba esa ropa y descubría tu piel solo podía pensar en todos los besos que te quiero dar. ¿Cómo es que no puedes ver lo bella que eres? —dijo y secó mis lágrimas con ternura.

—Bruno, yo... no tengo experiencias de ninguna clase...

—¿Hablas de sexo? —preguntó, y solo asentí. Sentía que tenía que decírselo, no sabía qué era lo que él esperaba esa noche.

—El sexo es un tabú para los chicos y chicas como yo —comenté mirándolo con algo de vergüenza—. La sociedad piensa que no tenemos ese derecho, nos infantiliza... Es como si fuéramos seres asexuados, incluso en algunos casos lo ven como algo grotesco o chabacano —empecé a hablar mucho y rápido, siempre lo hacía cuando me ponía nerviosa. Bruno me escuchaba con paciencia e interés—. Cuando iba a rehabi­litación había padres de chicos que los llevaban a prostíbulos para que ellos pudieran experimentar... pero a los chicos les es un poco más fácil —me encogí de hombros—. ¿Sabes? En otros países existen terapeutas sexuales para los minusváli­dos, gente que ayuda a que se pueda desarrollar ese lado. Yo solo he visto en la tele, no sé mucho, nunca pensé que alguien querría estar conmigo de esa forma —agregué, y luego callé. Me sonrojé cuando me di cuenta de que con la última frase parecía haber asumido que Bruno quería eso conmigo. Lo miré avergonzada.

—Celeste, no te traje aquí para hacer nada que no quieras, te traje para disfrutar esta noche llena de estrellas en tu com­pañía. Podemos meternos al agua y observarlas, hablar de lo que quieras, podemos solo besarnos... —dijo acariciando mi mejilla derecha—. Yo te respeto, no quiero que pienses que hice todo esto para lograr llevarte a mi cama. Pero también necesito que sepas que te deseo, como nunca antes he desea­do a nadie... y que me gustas como eres, así toda tú —añadió observándome de arriba abajo. Sentí que me ardía la piel ante su mirada—. Me dijiste que yo era tus alas, y cuando tú estés lista, yo te haré volar.

Lo abracé y lo besé con pasión, sus palabras libera­ban mis miedos y mis temores más profundos llenándome de seguridad y calma. Nos separamos y entonces me miró a los ojos.

—Celeste, quizá te parezca pronto para esto, pero... yo... siento que te amo —habló con ternura, casi un murmullo, mi­rándome fijo a los ojos. Seguidamente se agachó hasta donde estaban mis piernas, no entendí lo que iba a hacer hasta que lo vi acercarse a mis muñones, los besó uno por uno sin dejar de mirarme—. Celeste, amo todo de ti —repitió levantando la vista para buscar mi mirada. Entonces lloré.

Se incorporó y me abrazó, dejándome llorar mientras be­saba mi frente. No dijo nada, solo estuvo allí a mi lado mien­tras yo me permitía a mí misma liberarme de mis miedos y mis anclas, de mis años de pensar que no merecía ser amada, que era un ser incompleto. Mientras, yo decidía creer en sus palabras y me animaba a pensar en mí como una mujer más completa que nunca.

Deseé entonces avanzar, disfrutar del momento, dejar de pensar.

—¡Vamos al agua! —exclamé una vez que me repuse.

—A sus órdenes, Sirenita —sonrió y besó mi frente. Enton­ces me cargó en sus brazos y me llevó al agua. Mientras lo hacía, lo miré a los ojos y acaricié su mejilla y su mentón con suavi­dad, y él esbozó una sonrisa algo tímida. Era una locura, todo sucedía de forma rápida e intensa, pero en ese instante tuve de nuevo la sensación de que nos conocíamos desde siempre, y de que no podía estar más a salvo que en sus brazos. 


Como avisé la semana pasada, el fin de semana he estado de viaje en el medio de la selva y sin acceso a internet. Así que por eso no he podido actualizar, he llegado muy cansada y recién me estoy reponiendo, así que acá está el capítulo que les tenía pendiente. Besos.

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