Capítulo 7

Lo malo de las buenas ideas es que invitan a repetirlas, y aunque esto puede resultar en muchas ocasiones positivo e inspirador, cuando hablamos de negocios nunca es un anuncio positivo.

Un día mi tío llegó con la noticia que se abriría un local, con la misma temática, cerca del suyo. Aún faltaban un par de semanas para la inauguración, pero tal parecía que estaban decididos a progresar en la zona. Traían ideas más innovadoras, capaces de tentar a la población joven y a los curiosos. Teníamos que ponernos las pilas si queríamos destacar, en nuestra antigüedad estaban las debilidades y fortalezas de Bahía Azul.

—Tenemos que cambiar el ambiente —sentenció mi tía a la que no le gustaba pensar en las posibilidades, sino actuar basándose en ellas—. Empezáramos tirando a la basura esos vejestorios de casetes que usas para animar a la gente.

—¡Oye, pero sí son buenísimos! —se quejó ofendido. Nadie, jamás, se había atrevido a decirle que la elección de canciones no era la más adecuada. Yo ya me había acostumbrado, y la mayoría de los consumidores también lo hacían, pero estaba seguro de que a pocos les gustaban.

—¡Amelio, estamos en mil novecientos noventa ocho, no en los años cincuenta! Llegó el momento de aceptarlo y dejar de condenar a todos en nuestra cápsula del tiempo —acotó ella, decidida a darle un giro sin importar problemas—. Mañana mandaré a Lucas a comprar una variedad nueva, algo más juvenil.

—¿A Lucas? —se burló mi tío, que al igual que yo sabía que esa era una pésima idea. Me dedicó una mirada fugaz y negó con la cabeza—. En ese caso ahorrémonos los últimos meses de lucha y cierro el negocio desde hoy.

Gracias por el voto de confianza.

—Bueno, ya que te crees el conocedor del año, tú tendrás que acompañarlo —concluyó para terminar de matarme. Definitivamente no era lo que estaba esperando.

Siempre que salía con tío Amelio la tragedia nos acompañaba, éramos el dúo perfecto para destruir a la humanidad.

Escuché a mi tío debatir al respecto, exponiendo las múltiples razones por las que esa era una fatídica idea, y yo lo apoyaba, cualquier persona cuerda lo haría. Seguí al pendiente de la conversación, pero alguien arrebató mi atención.

Sé que las coincidencias existen, lo he repetido un sin fin de ocasiones y las he culpado más de lo que debería, pero definitivamente que Isabel entrara al local no podía ser una. Menos en un día con un sol como el que se hallaba esa tarde, abrasador y voraz, opuesto a las espesas nubes de la tarde anterior.

Hace menos de una hora que había recorrido el mismo camino de todos los días, pero esta vez había regresado a ocupar una de las mesas que se encontraba lejos de la entrada. Llevaba algo sobre sus hombros que no logré distinguir. Tardé unos segundos en reaccionar. Tenía la sensación de que algo no cuadraba, como si hubieran colocado los capítulos sin orden.

—¡Lucas, dejas tus tonterías y ve a atender a la gente! —me reprendió mi tío a mi espalda despertándome de mis pensamientos. Asentí antes de coger la libreta y el lápiz desgastado que utilizaba para anotar las órdenes, o las locuras que se me ocurrían, y me acerqué hacía ella a pasos atontados. Estaba demasiado pensativo buscándole tres pies al gato como planear una entrada triunfal.

—¿Isabel? —testifiqué mi desconcierto con el tono de duda que se me escapó.

—Me alegro de que no te olvidaras de mi nombre, es algo común —me saludó con un semblante amigable. Ya de cerca pude admirar con más claridad que el sol lograba pintar sus mejillas de manera sutil su piel canela.

—A mí me gusta —declaré, no para lanzar un halago sino porque era lo que pensaba tal cual. Supongo que no me creyó del todo en un inicio, sus ojos me estudiaron como si con ello lograra conocer que tan en serio hablaba, pero terminó sonriendo divertida.

—Lucas también se escucha bien. Estoy segura de que lo he escuchado en alguna parte —intentó rememorar colocando sus dedos alrededor de la barbilla, estuvo a punto de agregar unas palabras, pero antes de que pudiera hablar me adelanté porque estaba dispuesto adivinar.

—En la biblia —lancé creyendo haber acertado, pero al ver su expresión supuse que me había quedado algo lejos—. Es que mi mamá me dijo que me la puso por algo así... No estoy muy seguro. La verdad es que no la leo con mucha frecuencia...

—Yo apostaba por el pato, pero ya decía yo que tu nombre era famoso, aparece en muchas parte —rio de buen humor—. Fijo tienes un libro, una película y un jugador de la selección con tu nombre.

—Y una marca de chanclas y un grupo musical. Esas dos son importantes —le seguí el juego sin ninguna intención específica, supongo que gran parte de lo que se hace en la vida es así, dejarse arrastrar por la corriente.

—Muy importantes. ¿Qué sería del mundo sin las chanclas? Nos hubiéramos extinguido desde hace cientos de años. Tú y yo, para empezar ni siquiera hubiéramos nacido —sentenció fingiendo que era un argumento serio.

—De verdad no quiero imaginar el porqué de eso último —reconocí.

—Sí, tienes razón, no lo hagas.

No me refería a eso, pero verla así tan feliz me hizo reír sin proponérmelo. Escuchar el sonido del estrellamiento de los platos en el fregadero a distancia me volvió a ubicar en mi realidad. Tenía trabajo acumulado.

—¿Quieres tomar algo? —Se me había olvidado la pregunta más importante de todas, al final Isabel estaba ahí para comprar no para una plática sin sentido. Debía dejar de emocionarme y exponer mi necesidad de convivir con ella cada cinco minutos.

—Tenemos que brindar por lo de ayer, dijiste que era la primera vez que atendías tras la barra y no lo hiciste nada mal. Incluso estoy viva ahora —bromeó entusiasmada. Negué, sin borrar la expresión de hace un rato, al anotar su pedido.

—Ahora te lo traigo, ¿tienes prisa?

Aquello no era parte del programa, pero servía para ocultar el interés de conocer si su visita era de paso o perduraría por algunos minutos.

—Tomate tu tiempo, tengo unos ejercicios para terminar y no parecen cosas de cinco minutos. Tú tranquilo, yo puedo esperar a que atiendas a los demás —respondió con sinceridad mientras le daba un vistazo a la clientela—. Ayer que vine todo parecía tan solitario, pero ya veo que sí hay mucho que hacer.

Tenía razón, pero el resto de las personas desapareció de mi lista de prioridades.

—Estaba pensando que ya va siendo hora de que me prueba a mí mismo que puedo ayudarte en la cocina o en la barra —comencé a hablar cuando me topé con mi tío que preparaba unas margaritas con paciencia. Éste me miró como si estuviera loco, pero antes de que me mandara a freír espárragos me adelanté—: Y que mejor que empezar con una limonada, el primer paso para convertirme en un profesional...

—No te voy a fiar mi negocio si te emborrachas cuando no te observo —me interrumpió negando con la cabeza.

—¿Qué? Estoy completamente sobrio —le aseguré ante su conclusión.

—Eso es preocupante —se lamentó antes de seguir en lo suyo ignorando mi petición.

—¿Puedo hacer la limonada? —insistí esperanzado que la ocupación lo distrajera lo suficiente para colarme.

—Explícame qué te pasa y tal vez lo considere.

Eso sí que no se podía. Negué con la cabeza, no estaba para exponer una de mis boberías. Tomé la bandeja que descansaba sobre la barra y coloqué sobre ella las margaritas que correspondían a la mesa tres.

—Necesito una limonada para la mesa del fondo, por favor —le pedí antes de abandonar el sitio, buscando más excusas para ocupar mi tiempo en lugar de arreglar el lío que se estaba armando por mi retraso.

Aún me faltaba seguridad para poder hablar abiertamente de Isabel ante los demás, porque me conocía lo suficiente para saber que en el primer comentario dejaría en evidencia lo que sentía hacia ella. Si no fuera tan transparente, si pudiera maquillar mis expresiones tras una barrera de indiferencia no sería tan complicado fingir que había sido tan inocente para entusiasmarme por un poco de atención de Isabel.

Tal vez así sería más interesante que el chico que recoge los desperdicios de las meses y se conforma con una mirada a distancia, con observar la naturalidad de sus expresiones al leer algún cuaderno o al disfrutar del primer trago de una bebida helada.

Las chicas buscan a chicos decididos y con iniciativa, esos que le dan un nuevo soplo a su vida, no los que las mantienen retenidas en el aburrimiento.

Seguí saboreando el sabor amargo de ese pensamiento hasta que noté el ingreso de un nuevo cliente. Y como las sorpresas siempre vienen acompañadas, descubrí que se trataba de Manuel, el tipo de la esclava de hace unos días apareció como si fuera un fantasma, sin saludar, ni hacer ruido, para situarse en la mesa de la vez anterior.

Suspiré de alivio al volver a saber de él, así podría devolverle sus cosas, que no me hacía mucha gracia estarla cargando de un lado a otro. En una de esas alguien descubría que no era una baratija y me daban la golpiza de mi vida.

—Pensé que ya no vendría —reconocí en voz alta al trazar un camino hacia él. Lucía igual que la ocasión anterior, incluso portaba la misma ropa, pero sus ojeras eran cada vez más presentes, eso último no me resultó tan esperanzador.

—Tuve algunos problemas. —El tono seco que utilizó dejó claro que no deseaba más interrogantes. Sí, debí suponer que no era una charla con mucho futuro.

Como tampoco estaba interesado en más líos decidí que no lo presionaría, pero eso no significaba que me quedaría con sus pertenencias todo el santo día. Si tenía que cortar de tajo que fuera ahora.

—Te dije que no te encariñaras con ella —dijo con cierta gracia al verme luchar por quitármela.

—Eso sería lo último que haría. No me van este tipo de cosas.

—¿De plata?

—Las que me pueden regalar unos días en prisión —confesé para que entendiera que sustituir las tareas de una casa de empeño no me agradaba—. No se ofenda, pero aquí se paga con dinero, las garantías están prohibidos y me pueden meter problemas. Ya sé qué a usted le viene dando lo mismo y no sé por qué se lo digo, pero no vuelva a hacerlo.

Ridículo, así me escuché, como un niño que pensaba le harían caso.

—¿No se supone que trabajar con el público debería hacerte más carismático? —curioseó fingiendo nulo interés en mi respuesta, apoyando su cara de aburrimiento sobre su puño.

—Podría ser, pero aquí todos rompemos las reglas. Yo suelo hacerlo con frecuencia, la vez pasado aceptando garantías cuando está prohibido —remarqué para no desviar el tema. Dejé la esclava sobre la mesa con cuidado para que pudiera tomarla.

—Ya quedó claro, niño. En lugar de trabajar en un sitio así deberías hacer un intento como cobrador. Tienes todo para triunfar. —Rio alzando una ceja. Quizás era mi imaginación, pero tuve la sensación de que se estaba divirtiendo conmigo, y no sabía si ofenderme o relajarme—. En una de esas te va bien.

—¿Se está burlando de mí? Espere, no me conteste —lo frené—, claro que lo está haciendo. Y no sé por qué. Si es para desquitarse porque la esclava esté opaca déjeme decirle que el jabón de platos arruina cosas, y no pensaba quitármela y ponérmela cada cinco minutos, porque si no lo noto ese es mi trabajo.

—¿Qué? —Rio como si lo que dijera fuera lo más gracioso del mundo—. Ese pedazo de plata me importa muy poco, es una baratija que ahora no debe valer nada, si la conservo es por puro recuerdo —contó despreocupado mientras hacía girar la esclava que había dejado en la mesa.

—Es bueno saber que no vale mucho —hablé más para mí que para el resto—. Porque parecía buena. Ya sabe, de esas que son caras...

—Eres curioso, eh —me echó en la cara con una sonrisa discreta. Y era verdad, pero no quise darle la razón por un simple comentario.

Fijé mis ojos en la mesa que se hallaba a su espalda y encontré a Isabel que tenía su mirada clavada en nosotros, con más intensidad que de costumbre. Cuando pareció ser descubierta solo agitó su mano y volvió sus ojos a su libreta.

—¿Va a querer algo para comer? —cuestioné volviendo mi concentración a Manuel. Primero tenía que terminar aquí antes de ir a buscar su bebida, tal vez Isabel no era tan paciente y estaba viendo cómo solía perder el tiempo.

Manuel repitió el pedido de la ocasión anterior. Me mostré algo incómodo porque no me gustaba la idea de repetir el círculo, pero no tuve otra opción porque éste sacó un par de billetes que colocó sobre la mesa para demostrar que tenía con qué pagar.

Y aunque no me refería a eso, no me quedó de otra que volver sobre mis pasos para buscarle una botella de alcohol.

Ese día Isabel ocupó aquella mesa un par de horas antes de guardar sus cosas con calma y marcharse a paso lento observando los detalles sin perder la sonrisa. Giró sobre sus talones cuando llegó al filo del local y se despidió de mí con un ademán de mano mientras yo recogía un par de vaso al otro lado de la barra.

—¡Lucas, gracias por todo! —gritó haciendo que todos giraran la vista hacia su dirección, pero ella ni se inmutó permaneció con esa alegría que parecía no dejarla descansar ni un segundo.

—A ti por venir. Espero verte más por aquí —me atreví a responderle sin que me importara alzar un poco la voz para que me escuchara.

No estaba seguro de que esa fuera la mejor contestación del mundo, pero se sintió hacia cuando la sonrisa de Isabel se enganchó con una gracia peculiar, como si le hubiera sorprendido que por primera vez no le respondiera en voz baja.

—No me digas eso o no me sacarás de aquí —jugueteó antes de montarse de nuevo en la bicicleta.

Entonces lo repetiría todos los días para intercambiar a diario algunas frases, un roce sencillo o un gesto amigable. Para seguir haciendo un camino que probablemente no iría hacia ningún sitio.

Después de un largo día de trabajo lo único que deseaba era echarme a la cama y no saber nada del mundo hasta que tuviera la obligación de encenderme de nuevo. Pero tal parecía que mis planes de desconectarme del mundo quedarían en eso, simples planes, porque cuando llegué a casa esa noche teníamos visita.

Damián abandonó el suelo y el vaso con gaseosa que estaba bebiendo para recibirme de un salto con esos abrazos que casi me hacía puré los intestinos. Reí ante su efusivo recibimiento, típicos de él, antes de volver a respirar.

Damián había nacido un año antes que yo, en plena temporada de huracanes, causa a la que le atribuíamos su carácter implacable. El único hijo de los Morales Martín no se parecía a nadie, tenía más personalidad de la que yo tendría en cientos de vida y se había ganado el cariño de muchos por la sencillez de ver la vida.

—Lucas, vine por ti para sacarte de este agujero —anunció mientras dejaba caer uno de sus brazos en mi hombro en señal de compañerismo.

—¿A dónde iremos? —pregunté divertido por el entusiasmo que mostró pese a las condiciones de la aventura.

—A donde sea. Tu madre me encargó sacar el demonio de perdedor que traes dentro. No me la dejó nada fácil, eh.

No me sorprendió que a mi mamá le diera la idea de salir por ahí, sus deseos incontrolables por reincorporarme a la sociedad nunca cesaban, y nadie mejor para esa tarea que mi primo mayor, que por algo era bien conocido.

—Será otro día, vengo muerto —me sinceré porque lo último que me apetecía era salir en pleno martes cuando al día siguiente madrugaría. Si a duras penas lograba ponerme en pie cuando me iba temprano a la cama con un par de horas menos no me levantaría ni Dios.

—Tú ya estás muerto —declaró sin perder el buen humor. Le tenía que dar la razón—. Oye, si no pones de tu parte vas a terminar solo y con mil gatos comiéndose lo poco que tengas.

—A mí me gustan los gatos —comentó ilusionada Susana desde la mesa donde luchaba por ganarle la batalla a un trozo de mango que se resbalaba por su plato con dibujos—. ¿Puedo quedarme con uno, Lucas? Anda, di que sí —me rogó con un mohín infantil.

—Ya eres libre. —La distrajo Damián mientras le robaba el último trozo de la cena para que mamá la dejara marchar a jugar sin reclamarle por no terminarse todo lo que le había servido. Pronto perdió el interés por los animales y saltó de la silla para llevarle el plato limpio a mamá en señal de victoria.

—No digas esas cosas frente a Susana que se las toma en serio. Muy en serio —dicté recordando todos los comentarios que había repetido sin saber su significado—. Ahora cada que llego tarde me pregunta si me golpearon —le conté mientras caminábamos a mi cuarto, a tan solo unos pasos de la sala. Nuestra casa era demasiado pequeña para abarcar más de dos líneas en el ir y venir entre ellas.

—¿Y no lo hicieron? —se mofó antes de dar un portazo.

Esperaba mi madre no lo escuchara porque vendría a darme un reclamo del valor de cuidar las cosas.

Ese viejo chiste de la paliza se debía a una disputa que tuvimos con unos chicos más grandes en una desastrosa salida.

Damián ocupó una silla que de hallaba contra la pared. Se ató en una coleta el cabello largo que no le daba tregua y sacó un cigarro a la par que el encendedor. Me entregó uno, pero lo dejé a un lado mientras trataba de hacer un lugar entre tanto papeleo que atascaba mi único escritorio.

Era un cambio de planes, sino podía dormirme hasta perder la conciencia aprovecharía la noche para algo productivo.

—¿Aún sigues con eso? —me preguntó al verme sentarme frente a mi pequeño escritorio donde mis bocetos se apilaban de manera desordenada sobre la madera. Apenas cabía una lámpara y un par de imagen que me servían de base para no perderme en los detalles.

—El señor Mauro iba a botar una fotografía que halló en una revista —le conté mientras le pasaba el trozo de papel que pintaba en tonos grisáceos un rinoceronte de otro continente. Damián se levantó de la silla y ocupó un espacio en la cama mientras observaba con un semblante serio de la captura a mi boceto.

La gente había adoptado la costumbre de regalarme imágenes de animales que encontraban en cualquier ejemplar para no tirarlas en la basura con el resto de las páginas. Las palabras de mi tío al mencionar mi interés por capturar nuevas imágenes habían invitado a algunas personas a obsequiarme más inspiración, más allá gaviotas, crustáceos o el océano, de los que ya me había cansado.

—Parece una vaca enorme con una navaja en la frente —concluyó Damián al darle un vistazo a la imagen que apenas comenzaba a asomarme. Quizá debí ofenderme por su comentario, pero no lo hice porque en realizad viéndolo de otra manera sí le daba un aire similar y aquello era más gracioso que penoso—. ¿De verdad cree que esto te servirá de algo?

No había malicia en su voz, Damián pocas veces se daba cuenta del significado de sus palabras cuando las dejaba salir de su boca. Nunca había intentado echarme a bajo, solo que le resultaba difícil entenderme y no podía culparlo.

—No —reconocí mientras le daba un estudio rápido al montón de hojas que se hallaban por todos lados. Paredes, cama, sillas, en todos lados había intentos. Intentos por lograr algo que parecía lejano—. Pero es algo que gusta hacer, lo único a decir verdad.

Porque en ese momento donde solo existía el papel y el lápiz no necesitaba llenar expectativas más allá de las mías. Ahí no podía fallarle a nadie.


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