Capítulo 6
Después de una vida aparentemente tranquila había descubierto que uno no puede dar por hecho que pensar cada paso te dará control total del futuro. De hecho, existe la posibilidad que produzca el efecto contrario. Al final la vida es la única qué decide qué papel quiere verte interpretar.
No estaba seguro de cuál rol me tocaría, pero estaba claro que no sería uno que estuviera seco.
Había oído hablar del impacto de la lluvia en las historias, pero déjenme decirles que hay un buen porcentaje de exageración en aquellas fantasías. O tal vez solo se trató de un conjunto de elementos que no jugaron a mi favor en ese momento. Con decirles que en mi intento de llegar rápido casi me voy de cara, fue una suerte que mis pies se sostuvieran, y un milagro que Isabel lograra visualizarme y frenara junto antes de echarme las ruedas encima.
Cuando alcé el rostro para observarla visualicé su cara de horror, no sé si a causa de hacerme daño o por qué no sabía qué demonios estaba intentando. Y no la culpo, esto de hacerse el héroe no era precisamente para lo que había nacido.
Lo único que se me ocurrió hacer fue una seña apuntando al negocio. Isabel era lista, lo suficiente para entenderme, así que no esperó a darle más largas al asunto y me siguió al local. Dejó botada la bicicleta en el exterior y de un salto entró para resguardarse. Suspiró aliviada cuando comprobó que la tempestad ya no podía alcanzarla.
Sentí pena al verla abrazarse para entrar en calor. Si que el destino le había jugado en contra, que cayera tremenda tempestad en julio y además se viniera topando conmigo para darle una mano, eso sí que era mala suerte.
—Dios santo, no pronosticaron que el cielo se caería. —Eso fue lo primero que escuché de su parte esa tarde. Aún no lograba acostumbrarme al tono de voz, la seguía asociando con una alarma que me indicaba ser cuidadoso. Una que ignoraría porque no tenía remedio.
—Nunca lo hacen —reí por la manera en que me dio la razón, como si tratara de encontrar un argumento en contra y no lo hallara hasta encogerse de hombros—. Te traeré algo para que puedas secarte, no tardaré.
No le di tiempo de añadir algo, me apresuré a entrar al cuarto donde estaban mis tíos, que se encontraban tan ocupados frente al televisor que no me prestaron atención. Solían perderse cuando una telenovela empezaba. Tomé un par de toallas gruesas, de esas que vendíamos a los turistas despistados que no preparaban su equipaje y salí de nuevo con prisa para encontrarme con una Isabel estaba de pie en el mismo lugar donde la dejé como si sus pies estuvieran pegados al piso.
—No te preocupes por eso —comenté cuando le entregué la tela para que pudiera secarse. Estaba hecha un charco, su cabello que solía ser rizado ahora parecían fideos hervidos y la ropa se le pegaba al cuerpo como una capa de piel—, puedo trapear después.
Me pareció que no me escuchó porque estaba demasiado ocupada tratando de alejar las gotas que cubrían sus brazos.
—¿Cómo te quedaste varada? —me atreví a preguntar temiendo verme entrometido mientras yo también imitaba su ejemplo. El viento que se colaba por todos lados no era recibido con la misma amabilidad que a diario.
—Me gustaría saberlo —me dijo mientras se anudaba el cabello negro con una liga que llevaba en su muñeca—. Se supone que mis planes era salir del colegio y llegar con mi madre antes de las tres. Aclaro que la palabra suponer no es un decir.
—¿Quieres que te preste el teléfono para que puedas llamarla? —propuse para caminar, esperaba así disminuiría el hormigueo que nacía en mis piernas a causa de los nervios.
—No, ella supondrá que estoy bien —me contó relajada mientras terminaba de secar las puntas—. Apenas pare la lluvia iré a avisarle. Seguro que ya me espera con la chancla en la puerta —bromeó y yo asentí porque fue lo único que se me ocurrió hacer. Era divertido porque no pasaría. Cuando era más chico y llegaba tarde a mí no me daba gracia ver a mi madre en el portal antes de darme una paliza.
Si es que lograba verla porque en ocasionas solo la lanzaba y se encomendaba a Dios para tener buena puntería. Yo rezaba por lo contrario, pero mi oración llegaba tarde.
Esperé que comentara algo más, pero no lo hizo. Seguro se había dado cuenta el sentido de humor inexistente que me cargaba.
Siempre había odiado ese preciso momento en que la conversación no da para más, cuando se estanca y es momento de mover otra pieza, ahí es cuando uno debe verse ingenioso y encontrar ese tema que reviva o mate el encanto. Busqué un tema de conversación presionado por el silencio que me molestaba los oídos, esta era una oportunidad importante para relacionarme, si tan solo encontrara algo interesante en mi corta lista de temas comunes. Descarté el clima.
—Así que trabajas aquí —soltó ella cuando aún buscaba las palabras adecuadas. Gracias al cielo me había salvado de inventar lo qué seguía. Sus ojos chocolates me miraban con curiosidad, con tanta intensidad que me hacían sentir vulnerable—. No me haré la sorprendida porque sí que lo sabía. Damián me contó que trabajas con sus padres.
—En realidad, mis tíos me dan un apoyo con esto —le expliqué no sé con qué intención. Apenas pronunciando esa frase analicé lo que estaba pasando y cuando eso sucedió mi inseguridad tentó con visitarme. ¿Por qué tenía que dar tantos detalles? Si ni lo básico me salía con cordura—. Algo así... En realidad no hago mucho... Creo que lo hacen más para ayudarme... A mi mamá sobre todo.
No podía construir una oración sin titubear. No era solo con ella, era con todo el mundo que me preguntara algo más de lo básico. Nunca fui bueno conversando. De niño tartamudeaba un poco, de hecho, aún tenía secuelas, y de grande me pensaba todo para no equivocarme obteniendo el efecto contrario. Sin embargo, Isabel no me miró como esperaba, se mostró natural, soltó una risita, no de burla, sino de alegría.
¿Qué?
—Eres gracioso —respondió antes de sentarse en una de las sillas que descansaban frente a la barra. Esperé ese fuera un halago— ¿Estudias también la preparatoria? —preguntó con interés al observar el grupo de libros que descansaban sobre la madera. Llevábamos en el mismo edificio por casi dos años.
—Sí, curso el tercer semestre —le comenté. Me esforcé por no reír de la expresión que puso cuando me escuchó mencionar el mismo que ella cursaba—, en el salón B —agregué para tranquilizarla.
—Nunca te había visto, soy una despistada de lo peor —soltó tratando de justificarse, pero no era mi intención buscarle una explicación a algo que no la tenía. Tampoco era como si caminara con un letrero de luces.
—No lo creo. Es que no hago mucho escándalo. La mayoría no me conoce —mencioné para que se diera cuenta que no era solo cosa de ella, sino algo en general. Seguía siendo menos conocido en la zona que el pangolín—. Por fortuna no a todo mundo lo he arrollado con la bicicleta —dije más para mí que para ella—. De lo contrario tendría una deuda que ni volviendo a nacer cubriría.
Su risa inundó el lugar con la misma fuerza que el viento, colándose sin pedir permiso, pero refrescando las heridas.
—¿Tienes muchos años con ella? —quiso saber con genuino interés mientras le dedicaba una mirada a la bicicleta que descansaba en una columna al exterior, por fortuna el lugar donde se había quedado la mantenía a salvo.
—Cuatro años, parece de más, pero es que no soy muy cuidadoso con las cosas. Fue el último regalo de papá —le conté rememorando el hecho. Ese día papá me dijo que me haría falta, me hubiera gustado saber que no solo hablaba de la bicicleta.
—Tenía que cobrarme lo de la vez pasada —comentó divertida al verme perdido, creo que para que dejara de pensar en lo que me estuviera haciendo daño—. Buen susto me pegaste, eh. ¿No te golpeé, o sí? —cuestionó deprisa al pensar en la posibilidad de haberlo hecho. Negué porque había frenado justo a tiempo.
—Últimamente pasas por aquí —mencioné, tratando de sonar lo más casual que pude, deseaba matar un par de dudas. Esperaba que no se notara el interés que tenía en la respuesta que lanzara.
—Sí, desde que están reparado la calle no me queda de otra que rodear todos los negocios. Espero que tanta bicicleta me haga más pierna, sino vaya suerte la mía —comentó sin perder la buena actitud mientras jugaba con uno de mis lápices.
Y fue ahí donde al fin me llegó la explicación que necesitaba para completar la incógnita. ¿Se dan cuenta de lo que la imaginación logra? Mezclar cosas y crearse historias que no tienen lógica. ¿Cómo había dejado de lado ese detalle? Por eso había más tránsito de personas, ese grupo que ignoré para centrarme únicamente en la aparición repentina de Isabel. La última pieza del rompecabezas se colocó, debí suponer no era yo.
—Oye, ¿estás bien? —me preguntó enseguida. Ahuyenté las ideas de mi cabeza para no clavarme en ellas, aunque a esas alturas ya estuvieran incrustadas en la piel—. De repente te quedas callado.
—Discúlpame, soy algo torpe con las palabras —le confesé con sinceridad—. ¿Quieres algo de tomar?
No sé, es una tontería, pero debo confesar que me sentía bastante tonto y desilusionado.
—Lo que sea está bien —respondió con sencillez aún al pendiente de mi estado—. No te preocupes por eso.
Busqué las cosas para usurpar el puesto de mi tío, con mi nula experiencia lo único que se me ocurrió para preparar sin fallar fue una limonada. Isabel, según sus palabras, no podía beber nada con alcohol porque su madre la mataría si llegaba tarde y con alcohol encima. Guardé mis útiles y ocupé el área por los vasos de cristal y los ingredientes. Chef profesional después de esto...
Apenas estaba exprimiendo los limones cuando noté que Isabel que llevaba unos minutos clavando su mirada en mis acciones, cosas que no ayudaba mi destreza, abandonó el sitio para caminar por el lugar. No era muy espacioso por lo que tardaría en aburrirse, pero no requirió de mucho tiempo antes de encontrar algo en qué ocupar su tiempo.
Un segundo después ya se encontraba con el trapeador en la mano fregando el piso donde hace un rato había estado. Sí, limpiando con el intento de trapeador.
—No, no, yo lo hago —repetí para que dejara de lado el trabajo. Memorable era que en nuestra primera charla terminara con una pulida de piso—. Termino de hacer esto y me pongo en ello —insistí, pero ella se negó a mi pedido.
—¿Cómo se supone que vas a hacer las dos cosas? No voy a cargarte la mano. Eso sí que no, yo puedo arreglar lo que hice. Además, tú te encargas de la barra —mencionó animada mientras ella seguía en su trabajo.
Genial, esto sí es un buen inicio. Nuestra historia no empezaba con rosas o esas cosas, sino con trapeadores.
—Yo más bien me encargo de limpiar y de levantar los pedidos. Pero creo haber aprendido algunas cosas de tanto verlo. M tío no me deja ayudarle por miedo a que envenene a alguien —bromeé, pero pronto noté que lo hice en un pésimo momento porque justo le estaba tendiendo la bebida—. Pero nunca ha pasado... Al menos que yo recuerde.
—Espero no ser la primera —prosiguió antes de acercarse y darle el primer trago sin miedo. Yo también la imité para comprobar si a causa de la tensión no había hecho un desastre, suspiré aliviado cuando ella levantó un pulgar en señal de aprobación—. Me hubieras dicho que estabas exagerando, pensé que hablabas en serio. —Me codeó juguetona. Sí, yo era todo un bromista.
Reí con ella en una manera de soltar los nervios, pero su sonrisa se fue desdibujando con sutileza cuando sus ojos repararon en la esclava de plata que traía conmigo.
Acostumbraba a portarla en el negocio por si algún día el hombre se dignaba a aparecer por ella, pero ya había pasado varios días de esos y no había señales de él. De igual manera nunca la dejaba botada por miedo a perderla y nadie pareció extrañarse, de lejos parecía falsa. Excepto Isabel que la analizaba con detalle, seguro le había llamado la atención el adjetivo tallado en ella. Bravo. Podía hacerme una idea de cómo era el sujeto con tal descripción, sería mejor cuidársela muy bien.
—No es mía, es de un cliente —le aclaré antes de lanzar una broma, pero mi voz la sobresaltó, casi tuve la certeza que había olvidado mi presencia—. Si fuera mía diría algo como... —La expresión de Isabel permaneció intacta, incluso creo que perdió un poco de color al escucharme—. ¿Estás bien? Te ves algo pálida...
—Sí, sí. —Agitó su cabeza como si con eso pudiera acomodar el interior y con esfuerzo volvió a dibujar una sonrisa. Aunque era diferente, como si las mejillas apenas pudieran mantenerse arriba—. Es que recordé cuando mi abuela me pegó una santa regañada porque perdí una esclava que me regaló. Esa mujer tiene buen brazo —me contó divertida mientras se sobaba dramáticamente el suyo. Mi mamá también—. Cuéntame más de lo qué haces aquí —curioseó mientras entrelazaba sus manos bajo su barbilla.
Negué divertido porque ahí a unos metros de mí parecía una niña a punto de ver una película. Era extraño, yo era el libro más aburrido de toda la costa.
No puedo explicar con palabras exactas la manera en que Isabel sacaba temas de conversación de la manga, de manera espontánea, salteando de uno a otro como si fuera lo más normal del mundo. Hablamos de pocas cosas porque el tamborileó de la lluvia fue cesando, anunciando que todo volvería a la normalidad en pocos minutos, pero al menos descubrí que su color favorito era el celeste, que andaba en bicicleta desde los diez y que las clases de español no eran lo suyo.
No hablé mucho sobre la pregunta inicial porque referirme a papá aún me ponía mal, creo que ella lo captó porque desvió la conversación a alguna tontería que me hizo sonreír.
La última gota cayó en silencio cuando Isabel ya estaba alistándose para volver a casa mientras yo buscaba las palabras para una buen adiós. Me costaba un poco aceptar que el buen momento había terminado.
—Te seguiré molestando hasta que terminen de reparar el desastre de la otra vía —se despidió con una sonrisa. Ese gesto provocó que, de manera inconsciente, la imitara.
Ese era el efecto de Isabel en mí.
Mi padre solía decir que existen tres razones por las que las personas volvieran sobre sus pasos: por obligación, coincidencia o porque eras capaz de dejar una huella en ellos que los invitara a regresar presos del recuerdo. Quizás Isabel había vuelto por las dos primeras, pero al final quedaba en mis manos lograr que jamás se marchara, ser la huella en la arena que se resistiera a borrarse.
La lluvia se había llevado las dos cosas importantes en mi vida: mi padre hace unos años y la soledad esa tarde.
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