Capítulo 5

No conocía la diferencia entre las coincidencias y el destino hasta que conté ochos días seguidos la figura de Isabel saludándome mientras yo limpiaba una de las mesas. Era ella, con esa energía que lograba transmitir aún a la distancia, con el cabello rizado y su sonrisa que me paralizaba. Era tan real como todo lo que a mi lado sucedía, y pese a los problemas y pensamientos mi cabeza se negaba a dejar en segundo plano a la chica de la bicicleta que se había llevado entre las ruedas mi concentración.

No debí hacerme líos mentales por ese recorrido, pero me fue inevitable cuando aquella trayectoria se repitió día tras día sin falta. Se convirtió en costumbre que Isabel cruzara por la orilla de la costa a la misma hora y repitiera la misma acción: pronunciar mi nombre acompañado de un saludo. Y aunque estaba seguro de que inventarme cuentos era una pérdida de tiempo no pude evitar hacerme la trilogía completa en mi cabeza.

A veces me preguntaba si era una casualidad o algo hecho a conciencia, porque de ser lo segundo Isabel debió haber averiguado que trabajaba en el local y tampoco creía que invirtiera tanto tiempo en un loco que casi la arrolló. Al menos que quisiera hacerme pagar por el golpazo que le di a su bicicleta... Eso sí que sería un pésimo inicio.

Por mi parte la cordura no formaba parte de la lista de cualidades que poseía.

A partir de ahí cada tarde al salir de la escuela hacía un esfuerzo para llegar más temprano. Siempre hallaba una excusa para situarme en el mismo sitio, ni siquiera sabía que podía ser tan creativo. Mis tíos solían bromear sobre mi esfuerzo por limpiar con tanto empeño la mesa del final o hacerle preguntas tontas a los cliente buscando ganar un poco de tiempo.

Y era algo ridículo que siguiera aquel juego de apenas unos segundos, ni siquiera sé qué demonios creía que significaba, si bien podía ser una muestra de cortesía, la idea de que a Isabel le agradara un poco me hacía decir cosas estúpidas y sin sentido. No pensaba en algo romántico, no me pasó por la mente la posibilidad de algo así porque no era su tipo, pero la idea de que fuéramos amigos sí que surgió.

Una lucha contra mi capa de indiferencia, todo por tan solo un saludo lejano que me sacara unos segundos de la realidad para luego volver a hundirme en ella.

—Menyul veracruzano—me ordenó el hombre que acaba de ocupar la mesa en la que perdía el tiempo. Asentí mientras lo apuntaba, pero mi escritura mal hecha no robó tanta atención como el reloj que colgaba en una viga del local. Faltaba un minuto, necesitaba ganar tiempo.

—¿Veracruzano? —pregunté distraído siguiendo el caminar del segundero. ¿Por qué iba tan lento?—. ¿Habla del veracruzano? —agregué cuando el reloj marcó justo la hora de siempre. Ya no faltaba nada—. ¿De Veracruz? ¿O se refiere a otro tipo?

—Oye, ¿tú te caíste del chiquito o qué te sucede? —me preguntó confundido por mis incoherencias. Definitivamente actuar así no ayudaría al negocio en nada, pero antes de que pudiera arrepentirme observé lo que estaba esperando.

—Ahora se lo traigo —solté deprisa ignorando su maldición antes de abandonar la mesa y correr hacia la entrada que tenía vista al mar. Poco me importó el resto del mundo, me dediqué a agitar mi mano hacia su dirección como si tuviera un resorte e imitar su gesto cuando me dedicó una sonrisa. La mía al tener un colmillo disparejo no era digna de un comercial, pero era en esos segundos cuando no me importaba lo que pensaran los demás.

Era como si ella me permitiera ser parte de algo, cosa que yo no me permitía, me inyectaba el suficiente valor para vencer un poco mis inseguridades y pensar más en el presente.

—¿Cree que podría darme la salida un poco más temprano? —curioseé al volver a la barra. Seguro llevaba una expresión extraña en el rostro porque él no retiró su atención de mis palabras—. Necesito terminar algo del colegio —le expliqué sin dar más detalles. Tardaría un buen rato en contarle lo de mis planes a futuros y no quería charlar mucho antes de estar seguro de tener la capacidad de aprobarlos.

El profesor me había prestado el manual y le había echado una hojeada durante el día, fue ahí cuando me di cuenta de que lograr un pase no sería fácil. Si tan solo fuera un poco más listo no había de que preocuparme, pero estábamos hablando de Lucas, el chico más despistado de la región, apenas sabía dónde estaba mi brazos porque los tenía pegados al cuerpo. Las buenas notas se debían a que me partía la cabeza tratando de entender. La cosa estaba en que estaba vez sí competiría con gente inteligente.

—¿Y por qué no adelantaste antes de llegar? Ya sabes que siempre te doy permiso de llegar tarde, más no de salir temprano —me recordó mirándome con actitud sospechosa.

—No me acordaba —mentí tratando de convencerme a mí mismo de ello. Eso dije para no confesar que de llegar tarde me perdería del saludo de Isabel. Viéndolo de esa manera sí que sonaba patético mi caso.

—No te creo nada —soltó sin quitar sus ojos oscuro de mí como si con ello lograra sacarme la verdad. Sabía lo fácil que era presionarme y llevarme a revelar todo. Era un pésimo mentiroso—. Pero te dejaré ir con la esperanza que hagas algo ilegal y al fin puedas presumir pasar unas horas en prisión.

—Si mi tía te escucha te matará —comenté feliz por haber conseguido su aprobación—. Ambos compartiremos celda, lo cual no es tan mala idea.

—¿Tú y Micaela en una celda? Lucas, yo pagaría por ver eso. Así que si un día pasa debes prometerme seré el primero al que llames —me pidió gozando con la sola idea.

Y se lo prometí sin pensar que un día de esos se la pensaba cumplir.

Fue mi día de suerte, no solo había logrado llegar antes de que cerraran la papelería, sino que de camino a casa, mientras recorría las calles, casi atropellé a un hombre. Sé que es difícil verle la parte buena a eso, pero para mí fue un golpe de suerte. El señor no dedicó ni un segundo a recordarme a mi madre, ni siquiera se quejó, estaba demasiado concentrado en huir que solo sorteó las llantas y siguió su camino sin mirar atrás.

—¡Tú, maldito holgazán, vuelve aquí! —Apenas tuve tiempo de girar al frente y frenar para no llevarme de encuentro al otro que no había visto.

¿Me decía a mí? No puedo creer que apenas salía dos horas antes y ya me caía el saco para cada indirecta que un extraño lanzaba.

—¡Sobre advertencia no hay engaño! —se burló el otro a lo lejos antes de soltar una risa escandalosa—. Mañana volveré para acabar lo que dejé botado, viejo amargado.

—Malagradecido de... —siguió mascullando el hombre—. Oye, tú, ¿cómo te llamas y qué tienes que hacer hoy por la noche?—. Para mi desgracia esta vez sí se refería a mí.

Estudié al protagonista del suceso, un varón de unos sesenta años, la edad la deduje por su cabello cubierto de canas, no por su apariencia. Alto, de bigote grueso y ojos desafiantes. No se veía muy amigable, sobre todo cuando lo único que iluminaba la calle eran las débiles lámparas mercuriales y la luz que salía del negocio que se hallaba a su espalda.

—¿Yo?

—No, le hablo a la bicicleta. Te pregunté tu nombre y qué vas a hacer ahora —insistió con menos paciencia. Conocía secuestradores más amigables que este tipo. Apenas ordené mis ideas descubrí que aquellos datos no estaban en su interés—. Sabes qué, me importa un bledo tu maldito nombre, ayúdame a lavar unas cosas y luego podrás marcharte. —Y cómo no me vio muy convencido de la idea, no le quedó de otra que añadir—: Te pagaré.

No sé cómo sea la vida de las personas que no tienen necesidad, pero alguien como yo no podía desaprovechar la oportunidad de ganar un dinero extra. Siempre hace falta.

Al final el trabajo no era nada de lo que no estuviera acostumbrado y para mi sorpresa Tito, que resultó ser el dueño del local de hamburguesas que acababan de abrir hace un par de semanas, pese a su rudeza al hablar resultó un tipo interesante. El local estaba vacío, pero me pareció que el último cliente se había marchado hace poco porque aún se podía percibir el olor de la carne, o eso pensé hasta que me explicó que quitar ese aroma de la parrilla era una odisea. Mientras la esponja se remojaba en el jabón el hombre contó que en un viaje al norte había visto el buen recibimiento de esa comida y decidió probar suerte aquí para ver si corría con suerte. Era una buena idea, era el primer local de ese tipo en toda la zona, había más pescado y frutas que casas en mi pueblo.

El tipo al que había maldecido era su hermano que le ayudaba, pero que se había ido a festejar dejando todo a medio terminar. Yo esperaba que se divirtiera tanto como yo al recibir la paga de esa noche.

—Gracias por todo, si no fuera por tu ayuda mañana tendría que abrir temprano y limpiar todo yo solo, porque ya conozco a ese zángano, no podrá ni ponerse de pie de lo crudo que estará —me agradeció antes de entregarme el dinero sin mucho formalismo, tal como lo había sacado de la caja registradora—. Por cierto, una regla de este local es que los empleados tienen derecho a una hamburguesa al día. Así que te preparé una y después desaparécete.

—¿Habla en serio? —pregunté incrédulo con una sonrisa provocada por la sorpresa, y no jugaba.

—Ya cierra la boca sino quieres que piense que eres un barbero de lo peor —me despidió tratando de ocultar una sonrisa mientras le agradecía por su generosidad.

Sí, tal vez me había emocionado de más, pero es que cuando te pasan cosas buenas, una tras otra, empiezas a perder el sentido. Yo estaba a punto de enloquecer.

—¡Lucas, llegaste! —Conocía esa voz a la perfección, y por si había alguna duda los pequeños brazos de Susana me buscaron en su abrazo cuando me vio de vuelta en casa—. Llegaste tarde, ¿te golpearon?

Reí porque ese monstruito siempre pensaba que las desgracias no me dejaban descansar ni un rato.

—Te traje algo —le anuncié sin contestar lo anterior al entregarle la bolsa que resguardaba la comida que había ganado. La vi abrir sorprendida sus ojos al percatarse de su contenido.

—Una hamburguesa —susurró como si fuera un secreto—. ¿La robaste?

—Oye, ¿crees que si la hubiera robado te lo diría? —le pregunté divertido ante su conclusión. Ella negó con la cabeza al darse cuenta de que tenía razón.

Nos sentamos en la pequeña mesa que estaba inundaba de su cuadernos repletos de dibujos, cada uno ocupó una silla de las cuatro que había y ordenamos todo para que hubiera espacio para la bolsa.

—¿No trajiste una para ti? —me preguntó deteniendo en el aire la primera mordida cuando notó que yo la observaba. Seguro confundió mi interés por verla con hambre, en realidad, lo había hecho inconscientemente. Me gustaba formar parte de su felicidad, aunque fuera momentánea.

—No tengo mucha hambre —le dije para que no se preocupara. Cuando me la dieron pensé en ella, así que no me costó decirlo—. Además, ni siquiera sé si me gusten. Aquí entre nos, no se veían muy buenas. —Me encogí indiferente de hombros, pero ella no quedó contenta con mi respuesta, agudizó sus pequeños ojos para sacarme la verdad.

—¿Cómo vas a saber si te gusta o no si jamás lo has probado? —me cuestionó usando un viejo argumento de mamá—. No como si tú no comes —decidió mientras cruzaba los brazos para que notara que hablaba en serio.

Al final terminé partiéndola a la mitad y la parte que me tocaba la volví a dividir en dos para guardar una parte para mamá cuando volviera.

—¡Dijiste que no te gustaban y sí te gustan! —me acusó divertida cuando me la terminé antes que ella—. Eres un mentiroso, Lucas.

—Te lo dije porque si no comes te quedarás enana para siempre —me burlé de ella mientras le desacomodaba el cabello en dos coletas que siempre traía consigo. No había peine que lograra domar la melena que se cargaba. Anudarla era el remedio de mamá para que no la confundieran con un león—. Y si eso pasa dependerás de una silla para alcanzar todas las repisas. En una de esas puedes caerte y te quedará la cabeza más grande —le hice ver para que dejara de buscarle explicaciones y terminara de comer.

No protestó porque sabía que había cierta verdad en mis palabras. Ver el rostro emocionado de Susana era para mí un aire de esperanza. Era ella la única razón para levantarme y seguir con mi vida cada vez que mi voluntad flaqueaba. No podía dejarla como papá lo había hecho, no merecía padecer el mismo calvario dos veces. Yo, en cambio, haría un esfuerzo para mantenerme para ella. Solo para ella.

Mi vida se resumía en mi hermana y mamá, en cumplir en el colegio, traer dinero a casa y en ese momento en el saludo que me regalaba Isabel por las tardes. Qué ironía, no tenía idea de lo importante que era y en lo fácil que se había colado en mi lista de vida.

—¿Por qué sonríes como tonto? —cuestionó mi hermana antes de regalarle un último mordisco a su presa.

—Yo no solo sonrío como tonto —admití con buen semblante—, hago todo como uno.

Es común que en Veracruz, específicamente en Tecolutla, nos visiten los aguaceros con más frecuencia en Septiembre, pero siempre hay una nube perdida que decide jugarnos bromas en pleno verano.

Para que esos chubascos no nos agarraran de sorpresa usábamos la tecnología a nuestro alcance, una vieja televisión que descansaba en un pequeño cuarto trasero del negocio, ahí observaban el clima por las mañanas. Jamás se perdían el noticiero. Mi tío Amelio porque tenía un flechazo con la chica que daba el clima y mi tía con el tipo de los deportes. Pero también les sirve para hacerse una idea de cómo estaría el cielo.

Lo malo de creer en los pronósticos es que son eso, pronósticos, nunca será una apuesta segura. Nada de lo que comentan es certero, porque el clima está tan loco que ni el mismo sabe qué hará. A veces me imagino que se levanta y piensa: Hoy será un gran día, soleado... Ahora, ahóguense, a ver si así aprenden a no tirar basura. O tal vez solo es indeciso como yo. Nunca lo sabremos.

Gracias al cielo, literalmente, llegué un momento antes de que se viniera el aguacero. El día no pintaba mal para ir apenas a la mitad, en una de esas la marea traía consigo un cofre con monedas de oro y dejaba mi medio turno.

—Volverán en un rato —comentó mi tío al hacer referencia al negocio vacío. Sí, aquí el agua desparecía de un momento a otro—. Mientras, para no perder el tiempo, iré a ver la televisión.

—Qué cosa más productiva —soltó mi tía ante su idea, pero también se apuntó para acompañarlo en el momento de ocio—. ¿No vienes?

Tuve que negarme porque debía aprovechar el tiempo para terminar un proyecto. Me estaba costando un poco darle el punto final a todo, me arrepentí de pensar que el inicio era cosa de unos minutos.

Además, gustaba de escuchar llover desde la protección de un techo, no había paredes que encerraran el sonido por lo podía oír a la perfección el golpeteo de los chorros resbalando por las hojas de palma para morir al contacto con la arena.

Me despedí de ambos al mismo tiempo en que dejaba caer sobre la barra mi mochila y saqué el libro del que estaba transcribiendo la información, tenía aún un par de días para devolverlo así que podía hacer la letra presentable y no entregarlo mis jeroglíficos como la mayoría de las veces.

La intención es lo que cuenta, no les miento cuando les digo que traía ganas de adelantarle al trabajo, pero es que cuando un sonido como el de esa tarde aparece en medio de una tempestad es imposible pensar en líneas y conceptos.

No pude identificar con exactitud de qué se trataba en un primer instante porque el eco del agua lograba ocultar toda clase de ruido que intentara ganarle la partida, pero yo sabía que había algo ahí. Abandoné la silla, los cuadernos, los lápices y la seguridad de mi caparazón para buscar el origen de mi distracción.

A lo lejos un pequeño punto, que cada vez se hacía más grande, luchaba contra la lluvia que le dificultaba el avanzar. ¿Qué clase de loco se arriesgaba de esa manera? Solo uno que no apreciara su vida porque de lo contrario... ¿Isabel?

De no ser porque lo estaba viendo lo último que hubiera pensado era que ella estuviera ahí, pedaleando con fuerza y luchando contra su cabello que le cubría por completo la cara impidiéndole ganarle a la tormenta que claramente le llevaba ventaja. No había roto su rutina, ni siquiera cuando el cielo sí lo hizo con su estabilidad.

Yo no solía meterme en problemas, recuerden que yo era el chico que prefería mantenerse al margen de cualquier lío, pero esa ocasión fue diferente. Algo dentro de mí se avivó. Fue como si encontraras un buen libro, ya no solo te conformas con lo que ves, sino que deseas ser partícipe de lo que acontece. Ese fue el momento en que dejé de ser un secundario en mi propia historia, en el que tomé valor para vivir mi vida. En el que dejé solamente pensar y comencé a actuar.


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