Capítulo 4

Dividiría mi vida en dos etapas: antes y después de la muerte de papá.

No hubo algo que mantuviera el mismo ritmo con ese suceso. Fue como si a la mañana siguiente del sepulcro despertara en el cuerpo de alguien más, en uno que no me correspondía y me aprisionaría por el resto de mis días, obligándome a recordar con amargura que no era un hecho fuera de lo común.

Era Lucas, seguía viendo la misma imagen cada vez que me miraba en el espejo para acomodar el cabello negro alborotado que parecía robarse toda mi dosis de rebeldía, era yo porque las ojeras en mi piel no se marcharon como lo hicieron mis ganas de vivir. Pero no me sentía así, todo aquello que me agradaba perdió sabor, me quedé encerrado en un círculo vicioso cargado de rutina y obligación. Luchaba todos los días por ser el Lucas de antes, sin embargo, por más que lo hacía no lograba cogerle el gusto a la historia que ahora me obligaba a sobrellevar.

Necesitaba hallarle un nombre a todo eso, pero no lo encontraba. Otro más de mi lista de fracasos que solían alargarse. El punto en el que estaba en ese momento de mi vida era preocupante, y yo lo sabía, lo sabía al grado de sentirme culpable por no lograr esforzarme un poco más para arreglar el problema.

El maestro repitió las instrucciones aunque la mayoría ya estaba abandonando el aula pequeña.

—Lucas, si quieres podemos trabajar juntos. —Se acercó Bernardo mientras yo guardaba mis cosas antes de arrojar la mochila sobre mis hombros.

Me sorprendió que considerara volver a los viejos tiempos en los que todos los legajos que entregábamos tenían ambos nombres, cuando nuestra amistad me hacía más fácil el subir de la cuesta.

Desde el lunes pasado algo le había picado, ahora solía buscar charla de cualquier cosa o trataba de unirme a los grupos.

Bernardo y yo nos hicimos amigos en secundaria, cuando ninguno teníamos más mortificaciones que sobrevivir a las burlas, por nuestro aspecto o personalidad. Con el paso de los años las ofensas dejaron de afectarnos y la amistad que habíamos trazado por ser víctimas del mismo diluvio quedó fortalecida por nuestra manera de afrontarlas. El hecho de tener con quien compartir nuestras vivencias nos alejó del foco principal y logramos pasar desapercibidos los últimos años.

Todo caminaba perfecto hasta la tarde en que arruiné mi vida.

—Por mí estaría bien. Podemos trabajar en el negocio, mi tío no tendrá problemas —propuse al pensar en el único lío que se presentaba siempre en los trabajos de equipo. No podía moverme de Bahía Azul porque la responsabilidad me obligaba a no separarme de la barra.

Estaba seguro de que desde ahí nadie nos molestaría. Mis tíos eran comprensivos con el tema e incluso me recordaban que las puertas de Bahía Azul estaban abiertas para todos mis conocidos que estuvieran interesados en visitarme. Tal vez porque eran apenas un par.

Desde que me puse a laborar las cosas se complicaron en el colegio. Me fue muy difícil mantener mis calificaciones, pero tras mucho esfuerzo logré encontrar un balance. Lo malo era que no solucioné del mismo modo mis otros enredos. Vamos, en la escuela puedes sobrevivir con un pase de panzazo, pero en la vida real no es tan sencillo.

Al principio cuando papá murió todo mundo nos llenó de comprensión y atención, creí que lo que pronunciaban con total seguridad sería realidad, pero con el paso del tiempo me di cuenta de que el consuelo en momentáneo, que el único que puede salvarse es uno mismo.

—Ya sabes que mi madre me tiene prohibido ir a Bahía Azul —comentó Bernardo despertándome antes de hundirme en un horrible recuerdo. Suspiré aliviado de su oportuna intervención—, desde que vio a un borracho clavarle un tenedor a otro en el ojo.

—Fue divertido —reconocí teniendo presente el incidente. Recordaba muy bien las oraciones de agradecimiento a Dios que se aventó mi tía, alabando los buenos reflejos del otro y por contar con cubiertos de plásticos. Hasta recorrimos la calle principal de rodillas para llegar a la Iglesia en señal de devoción—. Pero tú no deberías preocuparte, quién va a hacerte algo con esos lentes.

—Ya la conoces, es una amante de las estadísticas, sobre todo de las que tengan más de un porcentaje de riesgo —me contó con naturalidad. Sí, y de ese porcentaje, por mínimo que fuera, siempre lograba colocar a Bernardo entre los posibles muertos—. Tendré que hacer el trabajo con Azucena —concluyó cuidadoso de no lastimarme con su última decisión.

No podía hacerme daño algo que ya esperaba y había asimilado antes tan siquiera él tuviera el valor de decírmelo. De igual manera agradecía el gesto de tratar de integrarme de nuevo al grupo pese a que fuera un engaño, más de mi parte que la de él.

—Te entiendo —solté para que se relajara. Yo sabía que las personas no podían estar haciendo malabares para que las cosas me resultaran, ellos tenían una vida—. Haré el trabajo solo.

Así era desde que entré a la preparatoria, incluso los tutores lo sabían y no se sorprendían en absoluto al hacer las presentaciones sin compañía. Por un parte era mejor, siendo honesto mis tareas daban aspecto de ser realizadas a la carrera, porque estaba hechas así. Entre tanta gente y ruido apenas podía concentrarme y si a eso le sumamos la letra que tenía, que parecían ramas de cilantro mal cortadas, no había mucho que argumentar.

—Creo que le gusto —comentó Bernardo mientras cruzábamos la salida. Lo miré extrañado porque tenía la costumbre de cambiar de tema suponiendo que el otro lo captaría de inmediato—. A Azucena. ¿La has visto? Se pone nerviosa cuando le hablo —me platicó sus ideas locas. Yo no estaba seguro de que eso fuera una señal clara, yo siempre me ponía nervioso y no por eso me gustaba todo el mundo, pero supongo que necesitaba una excusa.

—¿Y a ti te gusta? —pregunté porque no se me ocurrió otra cosa.

—Nee, a mí me gusta Isabel. Seguro la has visto, todo mundo la conoce —soltó casual mientras esquivábamos a un grupo de estudiantes.

—¿Qué? —Tuve que disculparme con alguien que empujé por error al escucharlo.

—Es broma, solo quería ver tu cara al decir eso —se burló con una carcajada de mi expresión—. Estás colado por ella desde que íbamos en la secundaria.

—Ni sabía que existía en ese entonces —inventé de buen humor al visualizar mi bicicleta justo donde la había dejado.

Me despedí del grandulón de Bernardo para no seguir poniéndome en evidencia. Ya suficiente tenía con aquella manía de jugar con cualquier cosa entre mis manos para no delatarme, a ese paso la agarradera de la mochila terminaría hecha un manojo de hebras.

—¡Como tú digas!

Era verdad, no sabía de dónde se había sacado ese cuento de mi amor por Isabel cuando apenas y la conocía.

Como era lunes tenía permiso de descansar, según mi tía el inicio de la semana no resultaba atrayente para la multitud, aunque yo sabía que la razón era que solo ella reunía el valor de atender a un montón de crudos que buscaban la cura milagrosa para su bienestar. Fuera una u otra agradecía poder quedarme en casa a cuidar a Susana, a la que no veía tanto como me gustaría.

Aparqué la vieja bicicleta azul contra la pared, la revisé como de costumbre quitándole la arena que la cubría para que no la dañara más y cuando las ruedas quedaron casi limpia y la cadena giró sin complicaciones, la dejé de lado para entrar a casa. Ahí ya me esperaban dos cosas que me hicieron sonreír sin proponérmelo. El olor a caldo de camarón que salía de la cocina inundando mi nariz, y los ojos alegres de Susana que abandonó la mesa donde se encontraba para envolverme en un abrazo con fuerza.

—¡Lucas, llegaste! —celebró ella con esa voz de bebé que se cargaba. La levanté apenas unos centímetros del suelo para hacerla gritar, y la risa que soltó pidiéndome que la bajara me hizo imitar su gesto—. Mamá está muy feliz.

—¿Por? —pregunté confundido.

—Me porté bien.

—No, ya en serio, ¿por qué?

Mi hermana se alejó deprisa para tomar un cojín que descansaba en el sillón y arrojármelo directo a la cara. Quise quejarme en medio de sus carcajadas, pero el sonido de la puerta nos interrumpió.

Mamá salió de la cocina, sus mejillas estaban rojas por el calor de la estufa y su cabello envuelto en una coleta baja le daba un aspecto cansado. Se limpió las manos con un paño sin percatarse de mi llegada. Tardó unos segundo en hacerlo, me pidió distraída acudiera a la mesa porque ya todo estaba listo. La obedecí enseguida, ocupé el asiento libre al costado de mi hermana.

Susana había mentido porque mamá estaba tal como de costumbre, ninguna sonrisa fuera de lo normal, ningún comentario cariñoso de por medio. Tal vez yo la había puesto de mal humor, tenía una habilidad especial para hacerla rabiar sin hablar.

El silencio era habitual, una espantosa melodía que conocía de memoria desde hace años. La única capaz de romper la coraza de indiferencia de mi madre era mi hermana y esa tarde estaba más concentrada en su sopa que en nuestra presencia.

—La comida está muy buena. Ya la extrañaba —intenté halagar a mamá que no había pronunciado palabra desde que se sentó. No exageraba, el sabor de casa era el mejor que había probado. Ella alzó la mirada un segundo, pero pronto volvió a la mezcla caliente que había servido.

—Podrías probarla siempre si te quedaras en casa —dijo sin esconder el reproche.

—Tengo que trabajar.

«Maneras de echar a perder la tarde, parte uno». Un nuevo bloque se agregó a la barrera que existía entre los dos.

—¿Por qué no te consigues mejor un trabajo de verdad? —curioseó, dejando a la luz su queja, haciendo énfasis en las palabras de verdad. No importaba donde comenzara la plática, siempre tenía el mismo cause. Me había propuesto no afectarme por su insistencia, pero seguía fallando—. Si dejaras de perder el tiempo con esa tontería de la preparatoria tendrías oportunidades de sobra para hacer algo que sí valga la pena. Podrías irte a trabajar como la mayoría de los hombres de este pueblo, eso nos serviría de más ayuda. Ya no eres un niño, Lucas, tienes que dejar de comportarte como uno...

—¿Puedo llevar a Susana a la playa? —la interrumpí fingiendo que había ignorado lo último.

Quería desaparecer, cavar un agujero que me dejara varado incluso en el centro del mar, pero pese mis deseos de huir no quería abandonar a mi hermana. Ya suficiente tenía con mi madre todos los días para seguirle reforzando la imagen de blandengue que tenía de mí.

—Haz lo que quieras —me respondió molesta porque ignoré el foco que a ella le preocupaba, considerando mi cobardía como un reto. Solía hacer oídos sordos a sus consejos tal como ella lo hacía con mis palabras.

Tomé eso como un sí, corrí de ahí como la gallina que era para no seguir escuchando lo que fueran a decir de mí y de mis nulos deseos convertirme en pescador como mi padre, mi abuelo y toda mi familia. Para no recordar que a miles de personas les pasan cosas malas y las superan. Yo era el único que no lo lograba, que tal vez no le ponía el empeño suficiente para cambiar de hoja. Seguía abrazándome a algunos garabatos de tinta sin atreverme a escribir la primera palabra.

El cansancio nos tenía tumbados en la arena, el aire refrescaba la piel impregnada por el contacto del mar y el sol que había dejado de pegarnos directo en la cara ahora estaba preparándose para marcharse a la cama. Su turno se había terminado como lo habían hecho mis fuerzas. Susana podía ser un verdadero terremoto si se lo proponía, a veces me preguntaba de dónde sacaba tanta energía, era capaz de correr de punta a punta sin perder el aliento.

Nos habíamos pasado horas de un lado a otro porque no le hallaba gusto a esos juegos donde uno tenía que sentarse unos segundos para respirar. Al final, después de miles de pasos veloces, se había compadecido de mí y me había permitido echarme un rato a descansar.

—Oye, Lucas, ¿tú crees que papá esté viéndonos ahora mismo?

La risa, que empezó por el paseo de una gaviota que revoloteaba, cedió su lugar a la curiosidad. Siempre se interesada en confirmar que él no la había dejado del todo.

—Estoy seguro de que sí —le respondí aún con la mirada clavada en los tonos anaranjados que adornaban el cielo—. Debe saber lo mucho que batalla mamá para que te laves los dientes. Y también conoce lo malo que se me da la química. Él sabe muchas cosas —le aseguré fingiendo que también lo creía con certeza.

Aunque dentro de mí esperaba que no fuera una realidad, no deseaba que viera en lo que me convertí. No quería que conociera al Lucas que había quedado cuando él se había marchado.




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