Capítulo 3
Cuando a la profesora de literatura se le acababan los temas, las ideas locas y sin sentido, que nadie se atrevía a debatir, se ponían en práctica en plena clase. De entre el centenar de actividades que había presenciado la de esa mañana era una completa tontería.
Me removí incómodo en mi asiento con la mirada perdida en el espacio en blanco. Llevaba más de media hora con la misma tarea y apenas había logrado escribir el título en la parte superior de la hoja con el objetivo de no olvidar las instrucciones. . «Como si fuera posible».
—Recuerden no dejar ningún espacio en blanco —repitió, por millonésima vez mientras recorría las filas inspeccionando nuestras caligrafías.
Había sido clara cuando dijo que no nos preocupáramos por los detalles, lo importante ahí era la sinceridad de nuestras palabras, pero su vena crítica no podía darle tregua. Es como si la vida misma estuviera en pleno examen.
Garabateé la esquina de la hoja en busca de creatividad o algo de suerte, cualquiera de las dos funcionaría, pero mientras más vueltas le daba al espiral que dibujaba tenía la sensación de que abandonaba el papel para hacerse presente en mi cabeza.
Suspiré al comprobar que faltaban diez minutos para que terminara la jornada, solo diez minutos para largarme de ahí. Era una alarma para dejar de hacerme el tonto. Lo mejor de la escuela es que las torturas no son eternas, siempre hay horario de salida.
«¡Lucas, pon a funcionar tu cerebro!»
Remarqué cada letra con la pluma, cuestionándome la manera de llenar la segunda columna. La primera había sido cosa de apenas unos segundos, la otra se resistía a darme un respiro.
A sabiendas que no aceptaría la hoja vacía anoté lo primero que vino a mi mente. No importaba lo descabellado o ridículo que pudiera sonar, incluso en un intento desesperado fisgoneé en las hojas de mis compañeros en busca de inspiración, pero eran recelosos y no la ponían nada fácil.
Menciona seis de tus defectos y virtudes.
—Las hojas sobre el escritorio, ya —ordenó deteniendo su paso al frente cuando las manecillas marcaban cinco minutos antes de la hora de salida. Nadie debatió, estábamos deseosos de acabar con eso.
Fui el último en entregar la plantilla porque había olvidado escribir mi nombre, prueba de mi nula concentración. Me fue fácil comprobar que era el que menos renglones había plasmado en mi escrito, por lo que huyendo de algún reclamo giré sobre mis talones para ocupar mi lugar junto al resto. Tomé mi mochila apenas la campana sonó, aceleré el paso al caminar al lado de compañeros y abandoné el aula no sin antes darle un último vistazo a la hoja que aún descansaba sobre el escritorio.
Menciona seis de tus defectos y virtudes
Nombre: Lucas Morales García.
Defectos.
· Distraído. No sé qué estoy haciendo en este momento.
· Torpe. Es un milagro que aún tenga huesos.
· Aburrido. No creo que sea necesario explicarlo.
· Malo para socializar. Ni tampoco esto.
· Débil. Definitivamente no es necesario explicar nada de esto.
· Indeciso. Tardé más tiempo llenando estas dos filas que en el vientre de mi madre.
Virtudes.
· Sé lavar platos.
· También pisos.
· Siendo honesto puedo lavar muchas cosas.
· Honesto.
· Mi hermana dice que cumplo las promesas, aunque siendo sincero es una mentira.
· Lo que me hace doblemente honesto (tenía que llenar la hoja de alguna manera).
Comprobé esa misma tarde que no exageré al describirme como un distraído de primera, solo así puedo justificar que lograra que un tipo, del tamaño de un orangután, se cayera de sentón mientras barría la entrada principal. No sé qué estaba pensando cuando me puse a perder el tiempo fingiendo que jugaba en una mesa de billar con la escoba. Mi problema la mayoría de las veces era el mismo, no pensaba.
—Nunca falta el imbécil —chistó en el piso.
Se notaba, por la manera en que arrastraba las palabras, que estaba frustrado y con algunas copas de más. Tal vez si me hubiera mantenido callado se hubiera puesto de pie, todo quedaría en un empujón, pero no, mi lengua descontrolada tenía que soltar una idiotez digna de una paliza legendaria.
—Sí, siempre hay uno —susurré refiriéndome a mí, pero él no captó la misma intención. Quise tenderle la mano para ayudarlo a ponerse de pie, pero no hizo falta, de un momento a otro se halló frente a mí, haciendo gala de su metro noventa que me dejaba como un niño a su lado. Definitivamente considerarse alto dependía del oponente.
—¿Te crees muy graciosito, idiota? —Su voz se asemejó a una tormenta, con todo y lluvia incluida. Quise limpiar la saliva que escupió en mi cara, pero no creí que eso lo pusiera de mejor humor.
—No... —Su rostro se endureció por mi respuesta—. ¿O sí? —probé esta vez menos seguro. Cuando me tomó del cuello de la camisa con fuerza supuse que la respuesta correcta era no haber nacido.
—Te voy a enseñar mi chiste favorito —soltó sin una pizca de gracia.
Ya podía sentir el choque de su cabeza con la mía, las estrellas en pleno día y el mareo antes de caer el suelo, pero nada de eso llegó. Antes del golpe, a nuestras espaldas, una voz interrumpió la función.
—Déjalo, Adulfo. —No sonaba como una advertencia, sino como un consejo, uno que no fue suficiente para soltar su agarre.
Pasé saliva nervioso esperando que lo repitiera, ahora con mayor convencimiento. El grandullón dejó de prestarme atención y concentró sus ojos oscuros en los del dueño de la frase, frunció el ceño dejando en evidencia su desconcierto e hizo una mueca de desagrado antes de soltarme.
Debo confesar que para que surgiera efecto su petición esperé encontrarme con un tipo incluso más grande, con decena de kilos y una mirada de asesino que congelara la piel de cualquiera, sin embargo, cuando me giré para conocer al que me había tendido la mano descubrí que era todo lo opuesto.
Era un hombre que rondaba los cincuenta años, o quizás la barba desalineada le sumaba edad, con una apariencia tan ordinaria que no hubiera hecho correr a nadie. Lo único que destacaban eran sus ojos, apagados y sombríos, y el aspecto demacrado que lo hacía lucir algo enfermo. Más que miedo en mi interior nació un sentimiento similar a la pena.
—Vete al infierno, Manuel —le dijo al mismo tiempo que me empujaba para hacerme a un lado.
Mantuvieron un duelo de miradas de apenas unos segundos al quedar frente a frente, era evidente quien las llevaba de perder, pero contrario a lo que esperé el otro ni se inmutó. Un bloque de hielo podía hacerle la competencia sin mucho problema, y supuse que el más grande compartía mi opinión porque decidió no perder el tiempo y marcharse después de partir la escoba en dos de una patada.
«Genial, yo tendría que pagarlo».
Volví a concentrarme en el hombre, que mantuvo su mirada fría y sin emociones incluso después del encuentro, cuando estuve a punto de agradecerle por su intervención este pasó de mí como si no existiera.
—Tráeme lo más fuerte que tengan —me pidió antes de seguir su caminar hacia una mesa del centro. Tardé unos segundos antes de acatar su orden. Al final resolví quedarme con la intención porque supuse que se trataba de esos tipos que odiaban la palabrería.
No sé mucho de niveles de resistencia, pero sé que todos tienen uno. El hombre, al que llamaré Manuel de ahora en adelante para ahorrarme formalismos, resultó ser un amante del alcohol, no le bastó con una o dos rondas, sino que terminé mareado de tanto ir y venir rellenando la copa.
Me preparé para lidiar con su borrachera cuando la bebida empezara a surgir efecto, pero tenía mucho aguante. Debía estar acostumbrado a ese ritual porque sus palabras se mantenían firmes y sin titubeos.
—La cuenta, muchacho —soltó con voz pesada en una de las tantas veces que me hizo ir a su mesa. Tenía la mirada clavada en el vaivén del líquido sobre los extremos del cristal, como si ahí se hallaran todos los secretos de universo.
No debía preocuparme por los clientes, ese era un dicho de mis tíos y solía cumplirlo al pie de la letra, "cada uno que se rascara con sus propias uñas", pero no veía normal ingerir tanto alcohol y luego reanudar camino, como si nada, ¿No es peligroso?
—¿No va a comer algo? —pregunté cuidadoso para que no le molestara mi indiscreción.
—No tengo dinero para eso. Cóbreme ya —repetí sin prestarme atención. Una mueca de desagrado apareció en mi cara al no poder ayudarlo, es decir, yo tampoco tenía dinero para regalarlo.
Me encogí de hombros antes de volver a la barra. «Yo no podía hacer nada por él, ¿o sí? No, no, no». Él había decidido tomar como si no hubiera mañana, si lo hizo era porque asumía las consecuencias y se hacía responsable de ellas... «¿Qué estoy diciendo? ¿Cuántos borrachos piensan en las consecuencias antes de tragarse un tinaco entero?». Bueno, ese no era mi problema. Después de todo, ¿por qué me preocupaba por un tipo que no conocía?
Tal vez no agradecerle a tiempo había sido el error, de ser así el compromiso de saldar mi cuenta pendiente no me hubiera hecho sentir culpable. Y si a eso le sumamos que se veía terrible, las cosas no ayudaban. Sentí lástima, con sus profundas ojeras y la piel algo sumida a los huesos de la cara daba la impresión de estar más muerto que vivo.
—¿Ya se va? —me preguntó mi tío al verme perdido en el silencio. Decidí darle un último vistazo antes de responderle para que la respuesta que le diera fuera certera y no un saco de dudas.
Había millones de personas en el mundo, no tengo el número exacto, que necesitaban ayuda. Millones. A mi alcance había una sola, una como todas las que serían ignoradas en el día, una que tentó a mi indiferencia.
—Paila marina —mencioné a la par que dejaba la sopa sobre la mesa. Mi tía siempre se las ofrecía a los clientes más frecuentes, según ella era buena para volver a recuperar el sentido. «Quizás yo también necesito uno».
Manuel me miró como si hubiera perdido la cabeza en el inexistente golpe de hace un rato. Pasó sus ojos de mí al plato como si la fórmula fuera a completarse de esa manera, mágica y sin explicación.
—Te dije que no tengo para pagar... —dijo mientras la empujaba lejos de él, exasperado por mi insistencia.
—Lo sé. Nunca dije que fuera a cobrársela.
«¿Dije un plato? Una decena de ellos».
—¿La envió el dueño? —preguntó extrañado al observar a mi tío en la barra.
—No, pero eso no importa ¿de acuerdo? Solo trate de no morir. No conozco los números de emergencia y ni siquiera tenemos teléfono aquí —expuse con sinceridad—. No me haga correr diez calles para conseguir uno, por favor.
Manuel alzó una ceja antes de negar sutilmente con la cabeza, supongo que eso le fue suficiente para identificar que estaba ante un caso complicado.
—No me gusta que me regalen las cosas —sentenció para mi sorpresa. «Genial, jamás pensé que podría ofenderlo». Esperé algún discurso cargado de falso orgullo, pero contrario a mis pronósticos en su rostro dibujó una sutil sonrisa mientras sus manos lo despojaron de una esclava de plata que portaba en la muñeca derecha. «Oh, no, no, no»—. Quédatela como garantía de que volveré a pagar mi deuda.
—Esto no vale lo de una sopa —le hice ver alarmado por si hablaba en serio.
—¿Quedo a deber? —soltó un intento de broma que no me hizo gracia—. Vendré esta misma semana por ella, así que no te encariñes —expuso antes de dejarla sobre la mesa.
Yo debería escribir un manual de cómo querer ayudar y terminar empeorando todo.
Dudé un buen rato antes de tomarla, pensé en todos los líos en los que podía meterme si aceptaba el trato. A mis tíos no les gustaban las garantías, ni quedarse con objetos ajenos, pero si había algo que odiaran más era regalar cosas. Yo lo sabía y lo ignoré.
No estarían contentos de que les llevara la contra, pero la moneda ya había sido lanzada al aire. No me quedó de otra que cogerla junto con los billetes que cubrían una parte del monto total.
Esperaba que por primera vez en mi vida la suerte estuviera de mi parte, pero estábamos hablando de mí, así que debía prepararme para el desastre que se avecinara.
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