Capítulo 21

Odiaba el sonido que me había obligado a despertar, aun sin conocer de qué se trataba.

Con pereza abrí los ojos para ubicarme de a poco en la realidad. Traté de fijar la mirada en la ventana para calcular la hora por la luz del sol que se filtrara, debía ser temprano porque el cielo apenas estaba clareando. Quise alcanzar el reloj que descansaba en el buró para salir de dudas, pero por la torpeza que cargaba lo tiré hacia atrás.

Solté un bufido de frustración porque el maldito sonido no cesaba. No me quedó de otra que removerme en la cama para ponerme de pie. Entonces fui consciente de lo que acontecía a mi alrededor. Caí en cuenta que el ruido era similar al golpeteo de una puerta, alguien debía estar esperando a que atendieran.

Una sensación amarga me invadió, pocas personas nos visitaban y en un día como ese lo que tuvieran que decirnos no podía ser una buena noticia.

Salté de mi cama provocándome un ligero mareo cuando mis pies tocaron el frío suelo. Imaginé entre mis pasos que mamá estaría ya en la sala, quizás pálida y con el cabello alborotado. Repasé todas las posibilidades, las peores antes de las que podían quedarse en el olvido.

Frené en seco cuando no encontré a mamá, lo más seguro era que fuera ajena al ruido, tenía un sueño pesado y le costaba despertarse después de una larga noche. Pero el sonido seguía así, insistente, por lo que no tardaría en acudir para saber qué pasaba.

Tal vez solo se trataba de algún vecino o mis tíos me habían venido a buscar para acudir más temprano al negocio. Eso no sonaba tan descabellado.

Ahogué un bostezo a la par que giraba la perilla y casi escupí el corazón cuando descubrí de quién se trataba.

—Hola, Lucas —me saludó Isabel con una enorme sonrisa despreocupada. Se veía vivaz, despierta y con un aspecto contrario al mío, como si no fuera mañana sino media tarde. Dios, yo parecía un vagabundo—. ¿Cómo estás? Hoy es sábado así que como no vamos a la escuela pensé que... Oye, ¿estabas dormido? —interrumpió sus palabras cuando pareció percatarse de mi rostro de muerto.

—Algo así —fue lo único que logré articular. No recuerdo si fue un impulso o confusión lo que me echó a un lado para que ella pudiera entrar a casa.

—¿Algo así? —rio como si jamás lo hubiera escuchado—. Se supone que tenías qué decir: no, como crees que alguien va a estar dormido a la siete de la mañana un sábado. Vamos, Lucas, tienes que empezar a decirme lo que piensas sin que te preocupe si eso está bien o no, ya sabes, hablar siempre es sano.

Mi mamá no pensaba igual...

Mi mamá.

Demonios. Si descubría que alguien había osado a interrumpir sus sueños iba a armarse un problema.

—Oye, vamos a mi cuarto —propuse porque en las paredes de la habitación de mamá el sonido resonaba como un eco.

—Tampoco tan directo —se burló mientras yo negaba con la cabeza con una sonrisa de lado. No me refería a eso.

Isabel rio por mi expresión y se dejó guiar por el corto pasillo que daba a mi puerta. Pensé que era una buena idea porque ahí podría preguntarle qué le sucedía sin que nadie nos interrumpiera, aunque apenas entré me di cuenta de que estaba equivocado.

Las sábanas revueltas, la ropa y dibujos regados en el piso, la mochila tirada en un rincón y una silla que solía usar para poner todo lo que no cabía en la cama daba como resultado la imagen perfecta del caos. Definitivamente el pasillo hubiera sido una mejor opción.

—No te preocupes, mi cuarto está peor —me consoló ella con naturalidad. Supongo que había perdido el poco color que tenía y me había convertido en un fantasma—. Mucho peor. Ahora, a lo que vine, quería decirte que como hoy es sábado pensé que sería una buena idea ir a comprar las cosas para la rifa. Ayer conseguí un talonario y le hice unas modificaciones que creo pueden funcionar, pero ya me dirás tú qué tal.

—¿Hoy? —Mi mente había quedado varias palabras atrás. Ella asintió mientras se sentaba en el borde de la cama sin despegar sus ojos de mí, estaba esperando que digiriera la información. Había adoptado esa costumbre, decir algo y esperar unos segundos para escuchar respuesta—. Tengo que trabajar turno completo, tendría que pedir permiso.

—Entonces primero vamos a ver a tus tíos y si te dan un sí vamos a Tuxpan —expuso emocionada mientras me daba el último tiro.

—¿Hasta Tuxpan?

—Claro, debe ser una zona donde la lluvia no afectó. Además, aquí nadie nos compraría nada.

Y tenía razón, pero yo no quería ir a Tuxpan. A ninguna parte. En toda mi vida jamás había salido de nuestro municipio. Mi madre iba a matarme si la despertaba una mañana de fin de semana bajo la excusa de ir a Tuxpan. Ya podía ir eligiendo las flores de mi funeral.

—¿No está un poco lejos?

—No, a cuatro llantas se llega en dos horas más o menos. Por eso vine temprano para estar aquí antes de que anochezca. Demasiado temprano —especificó con una sonrisa traviesa—. ¿Entonces, vienes conmigo?

—¿Irías sola?

—Alguien tiene que hacerlo, ¿no? —Se encogió de hombros, pero no de la manera en que uno dicta que no queda de otra, sino en la que celebra la perfecta excusa que le había regalado la vida.

Al final Isabel se iría conmigo o sin mí. La verdadera pregunta era qué quería hacer yo. Quería alejarme de los líos... ¿En serio, eso quería? Una mezcla entre lo correcto y el deseo se mezcló en mi interior sacando a la luz múltiples dudas que solían mantenerse en fila.

Sabía que si me quedaba seguiría la línea recta de la que no solía salirme, pero tenía que soportar todo el día el pensamiento de haber perdido una posible aventura. De nuevo viviría de anécdotas de otros porque era lo correcto, o lo que yo creía que lo era. La idea de conocer un nuevo sitio, la compañía de Isabel y formar parte de ella, tiró la balanza hacia un lado. Necesitaba escribir mi historia, con todos los errores que surgieran en el camino.

—¿Eso es un sí? —me cuestionó esperanzada mientras su sonrisa crecía, sabía la respuesta desde antes de que yo mismo la pronunciara.

Isabel siempre conocía la respuesta.

—Me doy un baño y nos vamos —concluí. Tenía que encontrar una buena excusa—. ¿Cómo lo haremos? —De pronto había notado que ese dato no lo había mencionado.

—Ya lo verás —soltó como si tuviera una sorpresa respecto a ello.

Podía hacerme una idea de que se trataba del autobús. Bueno, al menos no tendríamos que caminar.

Con torpeza tomé mi ropa que había preparado la noche anterior.

Sentía la mirada de Isabel sobre mí como si estudiara cuál sería mi próximo paso. Y a mitad de mi plan, cuando estaba a punto de abandonar la alcoba, me di cuenta de que no había reparado que ella estaba ahí, en mi habitación. En mi habitación. En medio de un trozo del desastre de mi vida.

—Me puedo quedar aquí, no te preocupes. No tocaré nada. —Alzó la mano como si estuviera haciendo un juramento. Ese no era el problema, pero no tuve una mejor opción que ofrecerle.

No tardaría, me daría el baño más rápido de la historia. Cuando me miré por primera vez en el espejo del baño me percaté de que parecía que la tierra me había tragado y escupido ahí mismo. De tener más tiempo me hubiera lamentado de mis similitudes con el pájaro loco, pero preferí meterme a la ducha porque no podía quitarme de la cabeza que Isabel estaba en mi recámara.

Sí, la misma Isabel que ocupaba gran parte de mi pensamiento, por el que me había atrevido a trabajar tiempo extra, a bailar en medio de la multitud, irme a Tuxpan sin avisar. Porque esa era la solución que decidí mientras me colocaba la camiseta. No podía decirle a mamá, me diría que dejara de perder el tiempo en una tontería como esa, que me preocupara primero por sacar a mi familia adelante.

Porque aunque siempre había sido así, y yo lo había aceptado sin replicas, desde que me había topado con Isabel había dejado de rechazar mi lado egoísta. No por ella, sino por mí.

El pasillo seguía desolado cuando salí con el cabello mojado y tratando de aplacarlo. Al menos nadie se había enterado de que Isabel estaba...

Me sostuve de la perilla como si estuviera sosteniendo mi propia lengua. Observé lo que Isabel traía entre sus manos. La idea de que alguien hurgara en mis cajones era menos catastrófica de que ese alguien estuviera frente a mi escritorio, con uno de mis dibujos entre sus manos. Que me hubiera hallado desnudo no se comparaba con la vergüenza de que viera las tonterías que hacía, porque esas tonterías eran importantes para mí.

—¿Tú lo hiciste? —preguntó Isabel incrédula cuando se percató que había llegado. Hice un esfuerzo por no correr hacia ella y arrebatárselo, supongo que fallé en parte porque cuando lo noté ya estaba a su lado, pero ella seguía con la hoja en su propiedad.

—Algo así —dije tratando de no sonar grosero, pero sí tajante. No me gustaba hablar de eso.

—¿Algo así? —Alzó una ceja mientras escondía una sonrisa juguetona. Eso también se estaba haciendo costumbre. Traté de inventarme una excusa, pero no serviría de nada.

—Sí, solo es para pasar el tiempo —confesé sin darle más vuelo a la conversación, pero Isabel parecía no querer soltar el hilo que aún se mantenía colgando.

—¿Quieres ser dibujante? —preguntó con una enorme sonrisa, más grande que todas las que ese día había soltado. Tuve la sensación de que esperaba un sí, uno que no le di.

—¿Qué? No —reí porque esa idea era muy descabellada. Siendo totalmente honesto ese no era mi sueño, solo lo hacía para distraerme, porque sentía que ahí era yo sin limitaciones.

Isabel no ocultó la desilusión al escuchar mi respuesta.

—Es precioso —señaló el intento de rinoceronte que Damián había comparado con una vaca—. Creo lo harías muy bien —agregó con la mirada fija en las líneas, como si se lo estuviera tomando en serio.

—Pues, gracias. —Fue lo único que atiné a decir—. Pero no quiero dedicarme a esto. Quiero estudiar la universidad, ser contador. Dibujar es solo un pasatiempo. Ni siquiera sé si podría comer de eso.

Me sinceré, más para mí que para ella. Quería una vida tranquila y ser un artista te daba todo menos eso. Además, deseaba entrar a la universidad más que cualquier cosa. Después note que no había seleccionado las mejores palabras para decírselo porque yo solía ser cruel conmigo mismo, pero con ella era diferente.

—Lo mejor sería que nos fuéramos ya —propuse cuando Isabel calló. Asintió sin despegar sus ojos oscuros del escritorio donde abandonó la hoja.

Busqué mi mochila por si la necesitaba, no estorbaba y podía ser de buena ayuda. Le di un vistazo a Isabel cuando el silencio se volvió algo incómodo. Me parecía que se hallaba algo perdida.

Mi ánimo se fue al suelo, descubrí que había dicho algo fuera de lugar para que perdiera su entusiasmo. Quise preguntarle qué pero no me atreví, me ocupé en sacar los libros para colgármela en los hombros.

—Lamento si te dije algo que te molestó.

No me gustaba estar mal con la gente, no después de saber lo que ocasionaba no pedir disculpas a tiempo.

—¿Qué? —Isabel se giró sobre sus talones y me miró sin disimular que no esperaba mis palabras. La vi negar con la cabeza con suavidad y luego pasar un mechón de su cabello oscuro por detrás de su oreja—. No estoy enojada, Lucas. Tranquilo. Es solo que... ¿En serio crees que alguien que se dedica a lo que ama va a morirse de hambre?

No era un reclamo, más bien era una duda, una que se balanceaba entre la cuerda de la desilusión y la realidad. Oh, con que era eso.

—No. Claro que no. Creo que las personas deben hacer con su vida lo que quieran. Y eso implica que se dediquen a lo que crean que hagan bien —respondí sinceridad. A mí me gustaban los números, mucho más que dibujar, y luchaba por convertirlo en parte de mi vida.

Todo mundo debía tener ese propósito, vivir por lo que se quiere. Aunque costara mucho realizarlo.

—¿Aunque sea una locura? —me preguntó Isabel mientras daba vueltas alrededor de la pieza. No entendía a qué se refería exactamente, pero para los cuerdos la vida misma les suele parecer una locura.

—Sí. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Equivocarse. Eso lo hago todos los días y sigo aquí.

—Equivocarse. —Isabel repitió esa palabra saboreando cada una de sus letras. Estaba vagando en otro mundo—. Equivocarse o trabajar en una tienda —se burló con amargura para sus adentros.

—¿En una tienda?

—Olvídalo —me pidió. Descubrí que se refería a ella misma, pero ella fue más rápida, me tomó del brazo para encaminarme a la salida—. Vámonos ya.

—Yo creo que tú podrías hacer todo lo que quisieras —confesé deteniéndola.

Lo decía de verdad, en esa época yo creía fielmente que Isabel podía lograrlo todo. Si soy sincero, aún lo pienso.

Isabel no me dio la razón, permaneció callada tratando de hallar en mis palabras algo que ni yo mismo había encontrado. Fueron unos segundos eternos que terminaron al agitar su cabeza y dibujar una cálida sonrisa.

—Vamos a llegar tarde —me dijo volviendo a sonar animada, no tanto como en un inicio, pero parecía ir recargando energía. Asentí con una ligera sonrisa antes de seguirla en su camino al exterior.

Le di un vistazo a la puerta del cuarto de mamá al pasar a su lado, que estuviéramos en sábado me había ayudado a que no despertara por el escándalo, pero no correría mucho tiempo con esa suerte.

—¿Vas a avisarle a tu madre? —Isabel frenó en seco antes de tomar la perilla entre sus manos, se le había olvidado ese detalle.

—No... Digo, sí. Sí, voy a avisarle —hablé como si estuviera ensayando un diálogo para una obra, probando cuál sonaba más natural. Mi conclusión: el papel del árbol me quedaría de lujo.

—¿Entonces quieres que te espere aquí o afuera? Puedo hablar con ella también. Disculparme por invadir su casa, perpetuar el santuario de su hijo y llevarte a una ciudad lejana —dramatizó mientras parecía pensar que otras cosas aumentaría a su condena.

—Yo hablaré con ella. —Decidí con una sonrisa porque Isabel tenía más imaginación de la que mi familia consideraba sana.

—Entonces te espero afuera.

Sí. Eso era mejor idea. Esperé a que Isabel abandonara la casa, en la que se movía con más confianza que yo.

Era una decisión tomada. No había nada que pensar. No le avisaría a mi madre sobre el viaje. No lo haría porque encontraría la forma de hacerme sentir que estaba por fallar.

Lucas, eres un inconsciente. Lucas, todo saldrá mal. Lucas, cómo puedes creer que vas a arreglar problemas ajenos sino puedes ni con los tuyos.

Y quizás tenía razón, pero por primera vez me arriesgaría a vivirlo antes de lamentarme. Había comprobado que el hubiera era un dolor brutal, necesitaba saber si equivocarse por tomar riesgos lo superaba en la competencia. 

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