Capítulo 18

La primera gota cayó en silencio seguida de un ejército estruendoso que se perdió en la mezcla de pavimento y arena que cercaban mi casa. Era temprano cuando las densas nubes habían poblado el cielo, anunciando su firme deseo de impedir que un rayo de sol se colara.

Siempre que el cielo se dejaba caer con tal fuerza se observaba el mismo panorama. La bombilla que bailoteaba en el centro de la casa encendida, la radio sintonizando un espacio informativo y la mochila a medio llenar de documentos.

—Quítate de esa ventana ya —le ordenó mamá cansada de ver a Susana pegada al cristal.

Su nariz estaba algo rojiza a causa de la presión que aplicaba para ver el exterior y el cabello esponjoso que no había tenido tiempo, ni interés, en aplacar.

Solo a ella se le ocurría exponerse así cuando el viento golpeaba con tal fuerza. Y le daba miedo ir a la escuela el día anterior. Sí, claro.

Habíamos pasado toda la mañana encerrados entre esas cuatro paredes, ordenando ropa, zapatos y utensilios en cajas por si se presentaba alguna emergencia. Siempre podía pasar, cuando el río se ponía bravo y reclamaba las calles cercanas había que tenerle miedo. Aunque nosotros no vivíamos a orillas de este sí que podía colarse hasta ahí.

—¿Cuándo dejará de llover? —cuestionó ahogando un bostezo que había retenido de su profundo sueño. Ya no parecía tan contenta por la tempestad, algo trágico teniendo en cuenta que apenas eran la una de la tarde.

—No lo sé. —Mamá se encogió de hombros sin darle importancia a su pregunta. No tenía cabeza para suplantar a una adivina, las preocupaciones primordial era mantenernos secos y cuerdos.

Me pasó la caja que había llenado de su ropa para que yo pudiera anudarla con el cordón. Siempre hacía eso porque si el nudo se resistiera a ceder podía decir que no era su culpa. Era una inteligente mujer.

—Aburrido —canturreó Susana, insatisfecha con la respuesta. Se recostó en el sofá cansada de no hacer nada más que estudiar el techo sobre nosotros—. Papá, ya deja de jugar —pidió en voz alta aún con la mirada clavada en ese punto.

Mamá y yo nos miramos unos segundos tratando de procesar la soltura con la que Susana había llamado a papá. Era normal que lo hiciera, para todo, sobre todo después de que mamá le inventara que la lluvia que caía no eran más que chorros de agua que las personas del cielo se lanzaban unos a otros, un juego divertido y violento que había cautivado su imaginación. La inocencia de mi hermana le hacía más fácil todo.

—Vamos a preparar algo de comer —propuso mamá poniéndose de pie de un salto dispuesta a disipar la nostalgia que se estaba acumulando. No sabía cómo entretener a Susana, la lista de cosas por hacer se nos había acabado en menos de cinco horas, y si no se ponía en algo terminaría volteando la casa.

Yo la imité y me paré mientras sacudía los pies algo adormilados después de varias horas en la misma posición. Ya solo había que colocar todas las cosas arriba de la cama para que estuvieran a salvo, pero eso podía esperar porque el clima aún no era señal de alarma.

Al menos hasta que un trueno resonó a la par de la oscuridad que se apoderó de la habitación.

—¡Por amor de Dios! —chistó mamá cuando la luz abandonó la casa y la oscuridad nubló nuestra vista. Me costó un rato asimilar las siluetas difusas que me rodeaban—. Ayúdame a buscar una vela, Lucas —me ordenó al compás del chillido de las oxidadas bisagras de las cómodas.

Asentí pese a que no pudiera verme y seguí con torpeza el recorrido que conocía de memoria para buscar entre todos los platos una vieja vela que apenas contenía cera. Solía usarla en los rosarios en memoria a mi papá, eso en los que Susana se quedaba dormida y yo la escuchaba enredándome con las oraciones.

Al ser una habitación tan pequeña me fue fácil hallarla, palmeé el vaso de cristal y la etiqueta despegada de una esquina antes de concentrarme en identificar exactamente de dónde provenía el susurro de mamá. En mi camino choqué con algo causando un buen escándalo.

—Auch. —Reconocí la voz de Susana quejándose con dolor.

—Lo siento. Lo siento —repetí mientras sobaba el lugar del impacto que resultó no ser la melena rebelde de mi hermana sino la madera roída de la silla de ella—. Muy graciosa —escupí al oírla reírse—. Solo deja que prenda esta cosa y verás...

—Lucas —interrumpió mamá menos paciente para que dejara de perder el tiempo. Resoplé antes de entregarla. No sabía cómo una niña podía salirse siempre con la suya—. Bien, lo más probable es que la luz no regresa hasta mañana, si es que tenemos suerte, ¿saben lo que eso significa, verdad?

—¡Acabarnos toda la comida del refrigerador para que no se eche a perder! —celebró Susana a la que de solo imaginarse que podía acabarse el litro de leche ella sola la ponía eufórica.

—Juntar agua por si también desaparece —la ignoró para no tenerle que decirle que no.

Mamá no podía decirle que no a Susana. Nunca. Era como si todos nos concentráramos en hacerla feliz porque la vida le había arrebatado algo muy importante y deseamos compensarla. Estábamos en deuda con ella, sobre todo yo.

—Al menos tenemos casa —dijo mamá intentando, como era costumbre, recordarnos que no estábamos tan mal. Habíamos terminado de llenar los recipientes y nos concentrábamos en la comida. Tenía razón, es decir, estábamos aún en un nivel aceptable.

Al menos nos manteníamos secos y peleándonos por hallar las ollas en lugar de la comida que habría en ellas. Me preguntaba si las demás personas correrían con la misma suerte, ya saben si estarían en casa maldiciendo al clima o algo así.

Había escuchado que algunas disfrutaban de la lluvia, pero yo no era uno de ellos. Es decir, nadie ahí disfrutaba de que el agua le llegara hasta el cuello. Buenos, los pescados tal vez, aunque no estaba seguro de que ellos tuvieran cuellos...

Agité mi cabeza para alejar esos pensamiento y centrarme en cosas importantes. En un acto egoísta repasé solo en la gente que conocía y un nombre titubeó en mis labios.

—Espero que la casa de Manuel no tenga tantas goteras —hablé para mí, en una de esas veces en las que mi boca soltaba cosas que no debía. No tenía pinta de invertir mucho en mantenimiento.

—¿Manuel? —Mamá sí que había reparado en el nombre más de lo que me hubiera gustado.

—Sí, lo conocí en el local —respondí con simpleza concentrado en el sonido del cuchillo estrellarse contra la madera al rebanar las zanahorias. El arroz ya estaba en la mecha.

—Oh, me alegro de que estés haciendo buenos amigos —comentó dejando a la vista su sorpresa.

—¿Amigo? —Reí porque ya podía hacerme una idea de la imagen que mamá tenía, dos muchachos hablando de música y televisión mientras se carcajeaba de tonterías de la edad—. Tiene como cuarenta años.

Tal vez más. No se lo había preguntado porque ya no visitaba el negocio con tanta frecuencia, desde que había comenzado a trabajar lo hacía apenas cuatros veces a la semana, un par de horas. Aunque eso no lo hacía beber menos. No hablaba de problemas, pero era fácil reconocer que le estaba costando mucho llevar el ritmo. Solo esperaba no dejara el trabajo.

—¿Qué?

—Sí, es un buen tipo—le conté mientras me encogía de hombros para que no perdiera los nervios—. Bastante ingenioso pese a que ahora no la está pasando del todo bien.

Esperé que mamá me preguntara el porqué, pero no lo hizo. Permaneció callada y con una mueca de desagrado. No sabía qué le había molestado y era mejor no preguntárselo, en una de esas, la tarea de sazonar bien el arroz me favorecía y lo olvidaba.

—Lucas, no me agrada que te hagas amigo de personas mayores —soltó al cabo de unos minutos. Mamá nunca aguantaba más de cinco minutos sin decir lo que pensaba, era como si la presa se rompiera apenas con algunos litros—. La gente gana experiencia con los años. Tú en cambio eres demasiado ingenuo y sepa Dios qué ideas pueden meterte en la cabeza.

—Tampoco es como que nos fumemos una pipa mientras hablamos de las catástrofes del mundo —bromeé, pero no le hizo gracia—. Apenas hablamos, es de pocas palabras.

—¿Conoces a su familia?

—Ni siquiera tiene familia. Y él tampoco conoce a la mía. Estamos a mano.

El burbujeo del agua hirviendo empezó a calar en mis oídos.

—¿Qué hombre decente no tiene una familia a esa edad? —Resopló dejando clara ese camino inalterable que esperaba, y exigía, para todos.

—Tal vez yo en un futuro —puse de ejemplo en un intento fallido de desviar la atención y lo logré, casi pude sentir el revoltón de su estómago al oírlo. Una de las pesadillas de mamá se avivó consumiéndola a fuego lento y a mí me enmudeció al analizar lo que su cabeza maquiló—. No te preocupes por mí —retomé la conversación anterior—, Manuel viene de fueras, tal vez pueda aprender cosas con él y yo pueda ayudarlo con su problema.

El sonido de otro trueno haciendo vibrar los cristales le ganó a la curiosidad de mamá. Preferí alejarme de la cocina para buscar a Susana que ya estaba al ras de la ventana de nuevo.

Al ras como yo del precipicio. Ella esperando que el sol saliera, yo a que la nube que estaba sobre mi cabeza explotara de una buena vez.

El tema de Manuel no apareció durante la comida, mamá se perdió fácilmente en la conversación de nuestra hermana y yo me dediqué a hablar sobre el negocio de mis tíos y su lucha por sacarlo a flote. Fue una tarde tranquila mientras estuvimos en la mesa, pero con el paso de las horas la furia de la naturaleza empezó a hacerse notar.

El viento meciendo las ventanas, que sonaban como huesos al romperse, y el choque de las gotas contra la lámina que usábamos de cobertizo para mi bicicleta eran una entrada de lo que se venía.

Todos sabíamos que si la lluvia se prolongaba durante varias horas con esa intensidad era capaz de inundar algunas calles y aunque nosotros no estábamos al roce si nos hallábamos lo suficientemente cerca para que el agua se infiltrara dentro de casa. Era por ello por lo que siempre cargábamos los documentos en mi mochila, en una gruesa bolsa de plástico, por si nos pedían desalojar la zona y aunque eso era una costumbre arraigada por años nadie estaba preparado para que la posibilidad se volviera una realidad.

Susana se acurrucó en el regazo de mamá mientras los rayos iluminaban, en breves periodos, la habitación en la que la flama no era un rival digno.

No se escuchaba nada más de lo que el cielo quería. Fue un milagro que oyéramos el sonar de un puño impactar la puerta. No sé a qué golpe logramos percatarnos del llamado, lo último que pasó por nuestra cabeza es que alguien nos visitaría en medio del fin del mundo.

Los ojos de mamá se abrieron y le costó más credibilidad que fuerza llegar a la entrada y recibir al extraño. No, no se trataba de un mago para la decepción de Susana, ni de un villano a punto de lanzar una maldición para mi fatídica imaginación, incluso para un chico algo desubicado como yo le fue fácil reconocer de qué se trataba y qué estaba haciendo ahí.

Había que desalojar la zona porque la lluvia no apaciguaría, todo lo contrario, se volvería más peligrosa al llegar la noche. Según el voluntario ya habían desalojado a varias personas. Ahora tocaba a nuestra calle, y era mejor en ese momento cuando aún podíamos cruzar y llegar al refugio sin problemas. Antes de que la corriente se infiltrara e hiciera imposible dar un paso fuera de casa.

—No, no, no —repitió mamá al que la idea de abandonar su hogar no le agradaba—. Yo no quiero dejar mi casa. Necesito estar aquí para sacar el agua y cuidar mis cosas.

Esperaba estuviera bromeando pese a que su humor no se prestara para eso.

La escuché hablar con el hombre en una batalla de argumento que tiraban la balanza para el lado opuesto, pero que ella jamás veía, incluso cuando el peso contrario estaba a punto de aplastarla.

Eso se lo había heredado, la manera de ver solo el lado que nos correspondía hasta que todo estaba viniéndose abajo, cuando no hay más que hacer que cerrar los ojos y desear desaparecer.

En parte podía entenderla. Mamá trataba de proteger su hogar, estar ahí para velar por él y no perderlo, como todo lo que había perdido antes. Sin embargo, no estaba tan seguro de que una persona pudiera sostener lo que la naturaleza tuviera preparado. Era un adversario grande, el más grande a decir verdad. La vida es todo, nuestro escenario y villano al mismo tiempo, imposible amarla y odiarla en su totalidad sin perder la cordura.

Un rayo estremeció el suelo que estábamos pisando y un rugido escapó de cielo. Susana me abrazó cuando la luz dibujó la silueta del hombre. Quise decirle que no pasaba nada, pero no podía mentirle.

No podía hacerlo como lo hice con papá.

No podía permitir le pasara algo malo.

—Tenemos que irnos —interrumpí a mamá mientras cogía la mochila. Ella me miró confundida por mi repentina valentía fingida, no era otra cosa que terror.

—¿Qué? No, Lucas. Yo aún no decido nada —sentenció.

—Entonces me voy a llevar a Susana —concluí en un intento desesperado de hacerla entrar en razón. No pensaba abandonarla a sabiendas que algo podía pasarle, solo utilizaba el recurso seguro para hacerla cambiar de opinión—. Hazlo por ella.

Me sostuvo la mirada por unos segundos que me parecieron eternos. Dudó, pero no me equivoqué. Mamá cedió y abandonó la casa con el alma descociéndose.

Pude ver en sus ojos una mezcla de emociones que no podía compararse ni con el agua turbia a nuestros pies.

Tal vez me equivoqué, al final qué iba saber yo si no era capaz ni de reconocer lo que aturdía mi propia cabeza, pero creí ver a través de ellos el miedo de dejar lo que amaba atrás, vulnerable y con coraje porque la habían orillado a eso.

La misma mirada que me dedicó el día que papá murió.

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