Capítulo 16

—¡No puedo creerlo! —Isabel no dejaba de carcajearse del aprieto en que me había metido para conseguir el casete que ahora portaba en sus manos. Hubiera sido bueno que con unas semanas de trabajo bastaran, aún me faltaba la parte del trato más importante.

—Ahora solo debo preguntarle a una mujer si quiera una cita para esta semana —le conté sin tanto ánimo como ella—. Supongo que le pediré a Doña Gertrudis el favor. No le agrado del todo después de que derribara su puesto con la bicicleta hace tres años, pero espero que esto sirva para dejar atrás los rencores.

Sería difícil lo olvidara, pero tenía que arriesgarme.

—¡Tengo una mejor idea! —dijo de pronto como si una bombilla se encendiera en su cabeza—. Le presentarás a mi abuela. Ella tiene más o menos la edad, está soltera y además es guapísima. —El guiño juguetón en el último punto no logró el efecto deseado, más bien me dio un ligero escalofrío.

—¿Estás segura?

—Totalmente. —Asintió con seguridad antes de ponerse de pie. Su visita había sido breve en comparación a las otras, pero no podía quejarme, el corazón seguía más vivo que de costumbre. Me venían bien unos minutos de calma para asimilar lo que acababa de suceder—. Te espero mañana a las ocho aquí —anunció al señalar la mesa.

Tal vez debí advertirle que Don Tito no era el hombre que se imaginaba, así podía echarse para atrás, pero la vi tan dispuesta a cumplir su plan que no le llevé la contraria.

La ayudé a guardar sus cosas mientras la escuchaba a hablar sobre lo bien que saldría todo, con esa confianza que barría la alfombra de dudas donde siempre caminaba. Sé que suena a una tontería, pero oírla tenía un efecto sanador en mí, como si me despojara de unos gramos de inseguridad para intercambiarlos por unos kilos de esperanza que irónicamente pesaban menos.

—¿Qué se supone que fue eso? ¿Ahora también eres bailarín profesional?

Casi escupí el corazón cuando Manuel ocupó asiento a mi costado, con una sonrisa socarrona que no disimuló. Ni siquiera me había percatado de su sigilosa llegada, menos predije que se sentaría a mi lado porque jamás había abandonado su tradicional sitio por otro. El espectáculo debió atraerlo como abeja a la miel. Esperé avergonzarme por hacer el ridículo en público, pero el sentimiento no reclamó la silla vacía, el recuerdo de Isabel se negó a cederle su espacio.

—Lo añadiré a mi experiencia laboral: lavaplatos, mesero y bailarín. Suena prometedor —reconocí con una chispa de gracia. Manuel trasformó su sonrisa burlona en una carcajada. Un poco de orgullo nació cuando lo escuché, era la primera vez que lo oía reírse sin esa pizca de ironía o sarcasmo que eran sus aliados fieles.

—Compartimos oficio —escupió. Levanté una ceja confundido, no sabía si había vuelto a su faceta de tomarme el pelo—. Uno de tantos, no te preocupes que tu puesto de bailarín no pienso quitártelo, mi coordinación es peor que la tuya. Fui auxiliar de cocina muchos años, y no hablo de partirme la cara en un sitio con diez personas sino en un infierno con decenas de clientes diarios.

—¿En serio?

—Ajá. Bastante años... —me contó en una charla casual que cuidé no interrumpir. Saber tan poco de Manuel provocaba que cada dato que soltara lo retuviera—. Bastante hasta que los cerraron por una idiotez que hicieron los dueños y tuve que regresar hace apenas unas semanas. Hubiera preferido quedarme por allá, pero ya no daba para vivir.

Eso explicaba porque jamás lo había visto en el pueblo antes. Contuve mi curiosidad de preguntarle el nombre del negocio por una cuestión que me generaba mayor interés.

—¿Y ahora a qué se dedica?

Guardó silencio un segundo.

—Ando buscando respuesta desde que llegué, pero en este lugar las cosas han cambiado mucho en estos últimos años. Parece que ya se repartió todo, por lo que es difícil conseguir algo —escupió con amargura. Le dio un vistazo al local y a cada uno de los clientes—. Aceptaría lo que fuera, no soy demasiado exigente. Eso sí, no pienso quitarte tu puesto que parece que lo necesitas más que yo —añadió en un intento de despejar la pesadumbre.

Intenté sonreírle, pero la intención no llegó a mi rostro, mi cerebro estaba más ocupado gastando energía en pensar lo que había dicho que en hacerlo. No fue un pensamiento fugaz que rechazó el albergue sino uno que se aferró a mí.

Entendía lo difícil que era conseguir un empleo sin experiencia o referencias, buscar y rebuscar en cada anuncio colgado en la vitrina, no desistir imaginando que el siguiente será el indicado. Saber que las ganas de aprender jamás competirán con las habilidades. Estar en medio del océano, sin formar parte de nada, sin las posibilidades de hundirte en él o llegar a la orilla.

Tener un empleo para ocupar tu tiempo, sentirte útil y ganarse la vida, era una necesidad. El que contradijera que formaba parte de la lista urgente jamás habría pasado horas recostado en una cama sin motivaciones para levantarse, con el eco de las voces que te repetían tus fracasos, ahogándose con la duda de que si mañana tendrías algo que comer o la ansiedad sería lo único que se alojaría en tu estómago.

Si no fuera por mis tíos yo estaría en la misma situación.

Observé a Manuel. No tener alcohol encima no lo convertía en un hombre que gritara estabilidad, era claro que su vida era un constante vaivén. El exterior era testigo de sus guerras perdidas. Pero sobrio lucía capaz de enderezar su sendero, tal vez solo necesitaba una oportunidad para retar a su voluntad. Y odiaba entenderlo, odiaba hacerme una idea de lo que podía sentir porque era tan blandengue y patético que conocía cuál sería mi siguiente paso.

—¿Conoce Tito Burger? —pregunté, en uno de mis ataques donde no retenía mis ideas. No supe si su confusión se debió a mi repentina ocurrencia o a que ignoraba la ubicación. Por si las dudas arranqué una de las hojas del libro de comandas y tracé un croquis. Lo bueno de dibujar con regularidad era que las líneas me salían precisas sin necesidad de consumir muchos minutos. Me aseguré de que fuera imposible que se extraviara si seguía las instrucciones—. Está cerca de la plaza principal.

—¿Yo para qué quiero esto? —se atrevió a decir con aire de indecisión mientras revisaba la hoja que le había entregado.

—Ahí hay un hombre llamado Don Tito. —Manuel esbozó una sonrisa que me encargué de borrar—. Sé que no suena como un hombre de cuidado, pero lo es. Es suyo el negocio que atiende así que no le gusta perder el tiempo. Le agrada la gente responsable y tampoco le caen bien las bromas —añadí más como un recordatorio que como una advertencia—. Tal vez debería preguntarle si necesita ayuda, tengo entendido que tienen mucho trabajo y poco personal. Les vendría bien una mano.

Aprovecharme de la buena voluntad de Don Tito era injusto, sin embargo, ahora que yo había dejado el puesto tal vez podría tomarlo Manuel. No era un empleo fijo, ni tenía un salario para sobrevivir de manera digna, pero le sería un buen salvavidas mientras conseguía algo más. De igual manera no sabía si Don Tito lo aceptaría, nada perdía haciendo el intento.

Manuel estudió mi propuesta, pasó su mirada tormentosa del papel a mí como si dudara de la veracidad de mis acciones. No lo culpo, carecía de lógica, falté el día que la repartieron.

—¿Debo decirle que voy de parte tuya?

—Sí... No, mejor no —dudé. Terminé por aconsejarle que mencionara mi nombre si lo consideraba necesario, no sabía cuál de las dos a Don Tito le haría menos gracias: que un desconocido le pidiera un favor o que un conocido estuviera otorgándolos a su nombre.

Estaba arriesgándome a que Manuel terminara regalándole más enojos que alegrías, que faltara a causa de alguna borrachera o que le resultara imposible mantenerse sobrio para cumplir con el horario. No sé por qué en ese entonces me resultaron invisible los riesgos y me centré únicamente en la posibilidad de acertar. Ni todas las caídas acumuladas con el paso de los años habían conseguido que me librara de mi absurda esperanza, al contrario, tenía la sensación de que acostumbrarme a fallar me había preparado para seguir equivocándome sin detenerme.

El silencio se volvió pesado, como un muro que creí jamás se rompería hasta que el arrastre de la silla lo sustituyó. Manuel se ahorró el discurso, abandonó su lugar y caminó a la salida sin pronunciar palabra. Me quedé en blanco, digiriendo su actitud. ¿Molesto, confundido, feliz?

Cuando estaba a punto de rendirme lo vi levantar el croquis. Alzó la voz para hacerse oír con un gesto que no descifré en su momento.

—He perdido la cuenta de cuantas te debo, pero un día te las pagaré.

Esa era su manera de decir gracias, lejos de lo convencional, y mi encoger de hombros era sinónimo de que reconocía no haber hecho nada aún. Y no mentía, faltaba que Don Tito cediera y que Manuel se permitiera empezar de nuevo. Porque, tal como lo veía, estaba tan roto que no había opción de pegar los pedazos, tenía que renacer o rendirse para terminar de consumirse.

De mesero a cliente. Sentado en el lugar que Isabel me había indicado la tarde anterior esperaba que ella y su abuela aparecieran después de casi diez minutos de retraso. Confiaba en que no me dejaría plantado, la certeza con la que me había hablado ayer no hacía espacio para dudas, la cuestión era que Don Tito no era un fiel creyente a mi palabra.

Mis tíos me habían dado una mano, aunque sospechaba que más por el deseo de ver el espectáculo que por apoyarme.

Ya no sabía si estaba en el negocio o en una granja de tanto bufido que soltaba Don Tito para exponer su molestia cuando los temas de conversación se nos terminaron. Lamenté el menú no fuera más largo para seguir sacando charla de él.

—Que buena vista conseguimos, ¿no?—Rompí de nuevo el silencio con una bobería en busca de que me siguiera el juego, no parecía querer hacerlo.

—No. Por cierto, recuérdame cuándo te nombré el encargado del personal de mi maldito negocio —escupió brusco. Pasé saliva porque confiaba que Manuel esperaría, una tarde al menos, antes de seguir mi sugerencia.

—Pues... Yo pensé que... —me armé de una excusa que no me dio tiempo de exponer.

—Da igual —me calló fastidiado antes de volver su vista a la nada—. Aguanta bien las órdenes y eso sirve.

—¿Lo contrató?

—Tú dejaste el trabajo tirado, ¿qué se supone que hiciera? Sergio me da más problemas que ayuda.

Sonreí incrédulo ante su falso reproche. Cada vez estaba más sorprendido con la benevolencia del hombre que parecía no querer dejarla a la luz. Quise decirle lo que pensaba, agradecerle aunque no le gustara, pero no tuve tiempo porque justo nuestras invitadas aparecieron a lo lejos.

Suspiré aliviado cuando Isabel se acercó, del brazo de una mujer mayor, a nuestro lado. Su abuela era una mujer de cabello plateado corto, de pequeña estatura y ágil caminar. No podía creer que esto fuera a salir bien. Repasé el rostro de la mujer intentando captar algún signo de molestia, pero no lo hallé. Debí relajarme, pero verla lo único que provocó fue que naciera una sensación extraña en mi interior. Estaba confundido y no sabía la razón. Tenía la impresión de que ya nos conocíamos aunque no recordaba jamás haber cruzado palabra con ella, ¿la vería en la calle alguna vez camino a la escuela? Pudiera ser, la mayoría de las personas que relacionaban eran por esos efímeros encuentros, jamás les tomaba importancia, ¿por qué ella sería diferente?

—Lamentamos la tardanza —habló Isabel mientras arrastraba una silla a la par de su acompañante. Sacudí mi cabeza para despejar mis pensamientos. Isabel, contrario a la imagen formal de la mujer, llevaba un conjunto de mezclilla y el cabello alborotado con sus rizos disparados para todas las direcciones. La sonrisa delataba su energía. No parecía nerviosa, incluso su manera de sonreírme me hizo creer que el éxito estaba asegurado. Al menos hasta que su abuela habló.

—Bueno, ya estamos aquí. Dígame, profesor, ¿qué fue lo que hizo mi nieta esta vez? —preguntó la mujer, sin ocultar su reproche. Mi rostro se transformó con una velocidad que Isabel disfrutó. Abrí los ojos y señalé con la cabeza a Don Tito en búsqueda de una explicación, pero aquello solo logró que ella enganchara su sonrisa—. Por cierto, me parece de muy mal gusto citarnos en un lugar así para charlar sobre calificaciones.

—¿Qué demonios hiciste? —me reclamó enseguida Don Tito que creyó le estaba jugando una broma. Una que no le daba nada de gracia. Abrí la boca, pero la cerré de inmediato, no existía una repuesta.

—Te mentí, abuela —me salvó Isabel rompiendo la tensión. Su abuela endureció la mirada porque ahora ella era la que no entendía nada—. No es un profesor el que está frente a ti, en realidad es tu admirador.

—¿Admirador? —La voz de ambos coincidió, y no me uní a la duda colectiva solamente porque no hallé la mía a tiempo.

—Wow... ¿No notan cierta química aquí? —dijo mientras dibujaba un lazo imaginario entre ellos. Deseé golpearme contra la mesa—. Abuela, no te molestes, después de pensarlo mucho creo que no es bueno que estés tanto tiempo sola cuando tienes tanto amor para dar a un novio.

—¿Novio? Isabel, yo no quiero un novio —sentenció frunciendo el ceño.

—¿Dije novio? Quise decir compañero de vida, de aventura, amistad y sueños —corrigió la primera descripción que no parecía del agrado de la mayor—. Además, Don Tito es un tipazo, un verdadero tipazo —remarcó como si estuviera vendiéndole algo. Sentí al hombre algo abochornado por los elogios y a mí confundido por su estrategia—. Pero el que sabe de él es Lucas. Vamos, cuéntale a mi abuelita, que no se ve tan decidida, razones para que no dude ante un partido así.

Siempre me tocaba lo más difícil, Isabel podía convencer a su abuela, pero domar a Don Tito era otro cuento. Si agregaba algo que no le gustaba me cortaría el cuello. Las miradas de todos los presente recayeron en mí. Empecé a sudar frío.

—Pues... —titubé ante la expectativa de los presentes, acomodé mi garganta a juego de mis palabras antes de atreverme a exponer. Esto era peor que hablar en clase—. Don Tito es alguien peculiar... —comencé inseguro—, pero eso no significa que sea un mal hombre. Sí, es cierto que es tosco al hablar. Y brusco en sus quejas —continué más para mí que para el resto. Isabel transformó su risa en una sonrisa nerviosa y dedicó una mirada breve al otro par. Estaba tomando el tema equivocado—. Pero... No conozco a alguien tan generoso como él. Al principio no lo parece, pero sí que puede competir con cualquiera. Yo creo que es una buena persona, al menos conmigo lo fue. Me ha ayudado mucho, aunque no tenía obligación por hacerlo, simplemente porque le nació. ¿Eso es bueno, no? Y lo hace más seguido de lo que le gusta reconocer. Actúa más de lo que habla, no le gusta la palabrería, pero si un día necesitas una mano él es la mejor persona que puedes toparte.

Tal vez no era lo que querían escuchar, pero era lo que sentí la necesidad de decir. Observé a Don Tito para verificar qué tal había le habían caído mis palabras, me sentí aliviado al hallarlo menos duro, igual de serio que siempre, pero sin esa cara de pocos amigos que a menudo portaba. Esperaba percibiera que no mentía. Al final sí había tenido que decir lo que pensaba.

—Wow... —Isabel fue la primera en decir algo—. Se me hace que te quieren bajar el novio, abuela. No te dejes —murmuró Isabel a su oído lo suficientemente alto para romper el silencio.

—¡Isabel! —la regañó sonrojada.

—Tienes razón. Si amas a alguien, déjalo ir, si vuelve es tuyo, si no nunca lo fue —repitió en señal de apoyo. No pude evitar sonreír al ver a su abuela cubrirse la cara en señal de derrota. Su nieta era impredecible, y eso era una de las cualidades que más me gustaba de ella. No había camino seguro con Isabel porque no perdía el tiempo pensando cuál sería el correcto, ella prefería construir su propio sendero—. Oye, Lucas, deberíamos ir por algo de beber —me invitó con la intención de dejarlos solos.

No creí fuera razonable, pero mis pies ya estaban siguiéndola hacia la barra cuando me di cuenta.

Pocas veces consumía en el local, me sentí ajeno al ver a mi tío atendiéndonos. La mezcla de fruta y alcohol de caña inundó mis pulmones cuando me giré en la silla alta para observar el panorama. No sabía si había sido una buena idea, había una alta posibilidad de ser un fiasco, pero de intentos se hizo el mundo. Lo único que esperaba es que ambos pasaran un buen rato, así ninguno desearía asesinarnos al salir de ahí.

—Oye, eres un buenísimo actor. Casi me creí todo lo que dijiste del señor —me felicitó Isabel al codearme de manera juguetona. La observé con una sonrisa. No recordaba haber mantenido ese gesto tanto tiempo antes de conocerla—. Por poco me enamoro yo de él también —bromeó.

—¿Actor? —reí de buen humor porque una roca lo haría mejor que yo—. No mentí. Es lo que pienso —reconocí.

—¿En serio?

Repasé todas las palabras que había dicho buscando algo fuera de lugar, quizás me había inspirado demasiado.

—Sí, dije la verdad. Don Tito me dio trabajo hace unas semanas porque necesitaba comprar unas cosas —le expliqué sin muchos detalles mientras golpeteaba nervioso un pie contra el suelo— ¿Puedes creer que también a un amigo mío? —agregué recordando el detalle.

—¿Un amigo?

—Ajá. De verdad necesitaba el trabajo así que estoy feliz por él —acepté con sinceridad. Observé a un Don Tito zapateando bajo la mesa, debía estar tan ansioso como yo—. Le debo muchos favores.

—No conozco a muchos de tus amigos —dijo sin ocultar la curiosidad. Sonrió juguetona al verme pasar mi mano por mi cabello, incómodo.

—No suelen pasar por aquí muy seguido —confesé con torpeza—. Pero a él sí lo has visto.

—Déjame adivinar. ¿Damián? —Negué, mi primo no necesitaba preocuparse por eso. Sus padres lo dejarían a cargo del negocio el día que deseara. Fingió pensárselo rozando sus dedos en su barbilla y acertando en su segundo intento—. ¿Es el cliente que siempre anda por aquí? —Dejó escapar una carcajada ante mi mueca de perplejidad. Terminé imitándola al verla feliz—. Fue fácil, solo conozco a Damián y a...

—Manuel.

—Manuel —repitió desconcentrada—. Y dime, ¿tú se lo pediste?

—No, solo le dije que le preguntara. Pensé que no lo aceptaría, ya sabes... Por su problema con la bebida, pero quizás no se dio cuenta o simplemente lo ignoró. Sus decisiones son un enigma —le conté. El motivo de darme trabajo sin razonarlo era otro misterio.

Visualicé desde lejos a la abuela de Isabel reír y busqué su mirada para mostrarle que quizás no era un desastre del todo.

Me encontré con una sonrisa distinta a las que le conocía. Distinta al grado en que no le hallé un nombre. Me observó por unos largos segundos sin añadir más y cuando sentí la necesidad de cortar el silencio, que empezaba a calar, ella levantó su vaso de cristal a mi dirección.

—Tenemos que brindar —propuso con alegría alejando un poco su aura pensativa. No conocía cuáles eran la razones para hacer un brindis si el triunfo no estaba declarado, pero al igual que ella levanté el vaso para que el tintineo del cristal reinara—. Brindemos por la gente buena del mundo, Lucas. Y por la suerte que tenemos de encontrarnos con ellas.

Era una dedicatoria confusa, pero que no me atrevía a cuestionarla. Yo había tenido suerte de toparme con muchas personas como las que ella describía. El problema era que estaba acostumbrado a mirar el mundo con el lente opaco, con una capa grisácea que impedía se filtrara la luz. Era un buen momento para recordar que en el mundo por cada persona que estropeara tus pasos había una decena que servían de faro.

Isabel sabía que tenerlo presente era un remedio infalible para ser feliz: festejar por cada pequeña cosa positiva con la que se tropezaba, beber esos sorbos de esperanzas para no flaquear. Una fórmula mágica que me vendría bien tomar de ejemplo.

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