Capítulo 15
Tres semanas fueron las que necesité para reunir el dinero y lanzarme al mercado a espulgar la sección de música. Damián me había ayudado a conseguir el nombre del casete apenas le dije algunas partes de la canción. Él era una especie de radio andante.
Había salido a mediados del año pasado, pero tuvo tan buena acogida que no se me dificultó hallarlo. Isabel amaba una canción en particular, una que no era sencillo aún, pero la había escuchado en casa de una de sus vecinas. Al principio la detestaba porque hacía retumbar sus paredes antes de dormir, mas terminó hallándole el gusto hasta convertirla en su favorita.
Se me había ocurrido, la loca idea, de colocar la canción justo en su estadía antes de regalárselo.
Encontré el casete a muy buen precio en el puesto del amigo de mi tío, bajo la excusa de su compañerismo me hizo un descuento.
—Me gusta el helado —me comentó Susana camino a casa. La gente que poblaba el mercado cargando canastas y pacas descendía al alejarnos. Había llevado a Susana, que corría de un lado a otro mientras yo arrastraba la bicicleta, aprovechando mi día libre y sus ganas de no quedarse en casa. Además, prefería que el misterio se acabará antes de que a ella se le ocurriera soltarlo—. ¿Qué compraste para ti? —me preguntó al notar que no traía nada para comer. Saqué el casete para enseñárselo—. ¿Y eso qué es?
—Es música. Ya sabes, como los casetes que tiene tío Amelio —le expliqué porque así le sería más fácil identificarlo. Aún recordaba la vez que hizo una pila con ellos y se vinieron abajo cuando ya estaba superando su propio récord, a mi tío casi le dio un infarto.
—¿Compraste música del flaco de oro?
Estaba acostumbrada a ese nombre que pensaba que todas las canciones del mundo pertenecían a él. Hasta a mamá le preguntaba eso cuando la escuchaba cantar algún sencillo de Yuri.
—No. Este es otro tipo de música. Más... No sé cómo describirla... ¿Moderna?
—Yo prefiero una hamburguesa a la música —me dijo con inocencia mientras se encogía de hombros.
—Ya me di cuenta.
—Prefiero todo lo que sea comida —siguió su debate—. ¿Para qué quieres algo que no se pueda comer?
—En esta vida no todo es comida, Susana. Hay otras cosas importantes —le expliqué aunque sabía no lo entendería. Sentí de pronto que intentaba escucharlo de mí mismo. Cuando pasas tantos meses luchando solo por conseguir pan cuesta creerlo.
—¿Más que la comida? —se horrorizó ante mi atrevimiento—. Lucas ya no quiero ir a la prepa si voy a decir esa cosas tan raras. Mejor trabajaré con Don Tito para que siempre me regale hamburguesas.
Luego se echó a reír antes de correr como si hubiera hecho una travesura al pronunciarlo en voz alta cuando era un secreto. Negué con la cabeza, no tenía remedio, pero no podía culparla.
Extrañaríamos ese lugar, el sonido de la tabla de cortar viniéndose abajo por un descuido, el agua brotando de las llaves, los chistes de Sergio y la bondad de Don Tito detrás de la coraza. En verdad esperaba les fuera tan bien como ellos habían sido con nosotros.
Palmeé el casete al guardármelo en el bolsillo antes de alcanzar a mi hermana que ya me llevaba una calle de ventaja. Estaba demasiado feliz como para dudar y pensar en el pasado. Estaba tan emocionado por mi presente que sentía que los malos recuerdos se estaban diluyendo por los buenos de ese último par de meses.
Isabel llegó al local a la hora de siempre cargada de energía y útiles que desparramó en la mesa sin ganas. Apenas me vio me acerqué para saludarla como de costumbre, tenía que actuar normal y no echar todo a perder antes de tiempo.
—¿Puedes creer que la profesora Roberta tenga tal mal genio? No sé quién le hizo tanto daño. —Su mano chocó con la mía, en un saludo que se había inventado—. Nos encargó un ensayo de diez páginas sobre un acontecimiento que consideremos trascendental en la historia de México. Primero era de cinco, después de siete, al final de diez. Al paso de los minutos se fue inspirando, o yo qué sé.
—Le gusta improvisar, pero es buena en lo que hace, parece un libro cada vez que habla. —Literalmente conocía de pe a pa los gruesos ejemplares de la biblioteca, era envidiable la manera en que podía intercalar charlas de los libros con las clases, aunque eso en realidad se debía a que no tenía con quién comentarlos y según ella así nos contagiaría su amor por la lectura—. Por cierto, su favorito es la creación de la SEP.
—¿En serio? Gracias por la recomendación, yo pensaba escribir sobre la llegada de los refrescos a México —se burló de su propia idea tachando el título que estaba plasmado en su cuaderno. Negué divertido antes de marcharme para recibir a una mujer con sus hijos que exigían atención.
—Ya te traigo lo de siempre.
Ella asintió con una sonrisa antes de volver a lo suyo. Entre ellos estaba su tarareo, de manera inconsciente, del casete que resguardaba en un cajón detrás de la barra.
Lo había dejado ahí para no perderlo. El día anterior mi tía me prestó la radio para ubicar la canción y dejarla preparada. Era la octava y fue un verdadero milagro que la cinta no se rompiera de tanto ir y venir hasta hallar el momento exacto.
Le eché un vistazo a alrededor para comprobar que las personas que nos acompañaban estaban demasiado distraídas como para ponerme atención. Si algo salía mal, lo cual significaba que los planes dieran un revés, significaba que tenía muy mala suerte, porque la lista de cosas negativas que podían acontecer eran mínimas.
Limpié mis manos sobre la tela del pantalón en un deseo de controlar mis nervios. El aparato emitía unas luces de colores que indicaban la emisora que sintonizábamos y la hora. Fueron minutos que me parecieron interminables los que esperé para colocar el casete. No sabía que las canciones de Mijares duraran tanto. Los nervios me estaban jugando una mala pasada, hasta creí que las notas de la canción coincidían con el latir presuroso de mi corazón. Cuando la voz cesó para empezar con los anuncios aplasté el botón y con cuidado cerré la cubierta al depositar la pieza.
Volví mi vista a los demás, pero nadie se percató de ese momento de silencio. Todos excepto mi tía. Ella, y su capacidad para detectar el mínimo cambio en lo que la rodeaba, estudió el recorrido de mis dedos hasta el play. Comprobé que Damián no mentía cuando aseguraba que su madre tenía la mano pesada, la mirada también.
Pero ya no había tiempo para hacerse para atrás y mientras más tardara me pondría en evidencia con mayor facilidad.
Play.
Suspiré al compás de los primeros golpes de tambora, seguido de una mezcla de nervios e instrumentos que mi nulo conocimiento me impidió reconocer. En un reflejo involuntario giré para contemplar la primera reacción de Isabel y enseguida me arrepentí de darle la espalda a la barra. No sabía con exactitud qué esperaba, tal vez el gesto confundido en la primera estrofa, sus ojos buscando la fuente de sonido para toparse con mi mal intento de calma o su sonrisa que apareció con el perfecto encaje de los engranes de su cabeza.
Eso lo veía venir, incluso estaba listo para ello. Lo único que no prevé fue que Isabel se levantara de su asiento para caminar en línea recta hacía mi dirección. Y no era un caminar sencillo, había tanta seguridad en sus pasos que me fue fácil saber lo que traía en la cabeza. Una locura que no estaba preparado para enfrentar, así que buscando una tonta excusa quise cruzar la barra para perderme tras la seguridad de la madera, pero la mano de mi tía cerrando la puertita del otro lado me detuvo.
—¿Querías fiesta? Ahora hágase cargo de sus invitados —me reprochó para que dejara de acobardarme. Las palabras ocultas en su advertencia ponían claras las cosas: ya no podía huir, tenía que empezar a darle frente a todo eso que me mantenía al final de la fila.
Los ojos negros de Isabel, parecidos a dos trozos de carbón después de arder en el fuego siempre fueron una señal de que era una mujer vivaz, de esas que te van consumiendo de apoco hasta que ya estás en llama con ellas. Había que tenerle un poco de miedo a la manera natural que me hizo adorarla, sin advertirlo, casi como el canto de una sirena que salía a la superficie para tentar mi resistencia.
Y la comparación le caía a la perfección a la figura de Isabel que estaba ese día frente a mí. Extendió su mano a la par de una sonrisa, más radiante que las de costumbre. Me congelé observándola. Pasé saliva lastimándome la garganta. Intenté buscar otro significado.
¿Bailar, en serio? ¿No podía ser algo que se me diera mejor?
Mis dos pies izquierdos terminarían dando un verdadero espectáculo. No sé qué estaba pensando cuando no percibí que la canción no era precisamente una balada para los torpes como yo, sino una mezcla de adrenalina que había despertado el lado aventurero de Isabel. El problema es que no estaba pensando.
—Yo no...
—¡Vamos, Lucas!
Isabel no esperó mi tonta excusa, soltó una carcajada antes de tomar mi mano y jalarme al centro sin darme tiempo de detenerla. ¿La hubiera rechazado? No. ¡Era Isabel! Ahora sé que para ese entonces mis defensas contra ella ya no valían nada.
Cuando decía que bailaba terrible era porque en realidad lo hacía. No sabía ni qué demonio se hacía después de que nuestras manos se unieran. ¿Por qué subestimé los festivales de la escuela? Al menos hubiera perdido la pose de estatua que Isabel se había propuesto romper.
Las miradas de más de uno sobre nosotros provocaron que mis pies parecieran estar cubiertos de concreto. Su sonrisa fue lo único capaz de opacar todo lo que estuviera alrededor.
Isabel ignoró al resto y me indicó, como si supiera el pánico que se estaba apoderando en mi cabeza, cómo hacerla girar del brazo.
No sé ni qué estábamos haciendo, parecíamos un par de locos en medio del negocio dando vueltas con torpeza, sin gracia ni coordinación, más similar a un juego de niño que a una coreografía. El sonido de la música a unos pasos de mí se asemejó al eco de las olas ante la furia del viento en una noche de tormenta.
La risa llena de vida de Isabel siguiendo el ritmo de la canción, el movimiento de sus pies barriendo con los míos, sus ojos que contagiaban esperanza sin proponérselo provocaron que algo cerrado en mí se abriera.
Isabel sonreía. Y juro que jamás me había sentido tan vulnerable.
Dejó de importarme por unos minutos el murmullo de la gente, las risas que en veces anteriores perforaban mis oídos, mi nula gracia y desenvolvimiento para abrazarme a la sensación de mi pecho golpeteándome el corazón.
Estaba vivo. Vivo de verdad.
No supe en qué momento empecé a reír sin razón, avivando una emoción olvidada. No sé qué era, pero sí cómo se sentía, como una fuente que brotaba agua de a chorros en medio de un desierto.
Reí todo lo que en años pasado me había negado a llorar. Ese sentimiento que nació en mi alma, y se extendió por cada vena, era felicidad, pura, sin sentido, pero felicidad al fin. Fue la señal perfecta para descubrir que lo que antes había vivido era solo una buena imitación de alegría porque esa tarde lo que me invadía por completo era el sentimiento genuino.
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