Capítulo 11

La buena noticia era que había encontrado un espacio perfecto entre una columna y la mesa de la comida. Llevaba casi dos horas en la misma posición, recargado en la pared viendo cómo se movían todos. Debí suponer que no era una fiesta sino un baile. Debí hacer muchas cosas, pero ya no había vuelta atrás. Bueno, al menos la comida era buena. Era lo único bueno que había colocado en mi lista de cosas positivas para no salir corriendo. El otro lado era más extenso, pero daba igual no podía irme sin que Damián quisiera, y para eso faltaba un siglo. Y no podía culparlo, él la estaba pasando bien.

Después del encuentro con Isabel, él se perdió. Nos encontramos un par de veces, pero apenas intercambiamos palabras. Me regaló una lata para beber, después hizo un chiste que no entendí, pero eso fue porque cada vez estaba más borracho. Y volver a casa sin él no era una opción porque tendría que regresar a pie y toparme con las preguntas de mamá.

No, era mejor soportar un poco más.

Tomé otro molote de papa de la bandeja a la par de inicio de la siguiente canción. Había perdido la cuenta de cuántas iban, pero esa me llevó a preguntarme si existiría la sopa de caracol. Supuse que sí, de todo hacen sopa.

En mis debates internos contemplé a Damián de la mano de una chica, no la reconocí porque solo alcanzaba a verle su sombrero de lana, este último más por curiosidad. Nadie usaba ese tipo de tela en esa época, por la temperatura, pero ella llevaba puesto uno que la hacía sobresalir del resto. Algunas personas la observaron con detalle al pasar a su lado, pero pareció que las miradas no les importaban, caminaron apresurados por la multitud.

Mi atención se dividió en una mordida y sus cuerpos que cada vez se apreciaban menos.

—Buenas noches. —Casi me atraganté con la última parte del bocado cuando la música desapareció y fue sustituida por una grave voz que sonó conocida. En una de esas era Dios que me hacía un favor—. Gracias a todos por venir.

No, Dios no diría eso.

Por cómo se trasladaban todos al centro di con el punto el reunión. No veía bien desde donde estaba, por lo que una carga de curiosidad me impulsó caminar para saber de qué se trataba. Ser un poco más alto del resto me regaló el dato y enseguida me arrepentí. Mis pies no cooperaron para volver a mi cueva, permanecieron estáticos al igual que mis ojos que veían a Isabel sonriendo al lado de su padre que lanzaba un discurso.

No quería toparme con Isabel. Estaba molesto, no con ella, sino conmigo mismo por lo tonto que podía ser.

Me tomó por sorpresa cuando los primeros sonidos de un acordeón se hicieron oír, caí en cuenta que Isabel estaba acompañada no solo por su padre sino también por otro hombre. Este último era el que tocaba el instrumento. Me costó reconocer la tonada de la canción pese a lo conocida que era.

Las mañanitas.

Pronto se le unieron las voces de todos los invitados que cantaban como si estuvieran en un concierto. Isabel estaba en medio de ambos, sonriendo y acomodándose un mechón de su cabello tras su oreja. Mi voz no la escuchaba ni la persona que estaba a mi lado, pero moví mis labios para soltar entre susurros las palabras que todos entonaban.

Siempre me había preguntado si todas las personas odiaban que les cantaran las mañanitas o es de esas cosas raras que tenía yo. La melodía acarició la última estrofa cuando Isabel y yo coincidimos, la vi sonreí con más fuerza pero no fue hasta que agitó su mano hacia mi dirección que noté que saludaba a alguien. Volteé a los lados para ver quién era la persona que robaba su atención, pero nadie le respondió.

No puedo ser yo.

Me negaba a creer que estaba teniendo un gesto conmigo después de magnificar todo lo de esos días. Al menos mi cerebro compartía esa posición, es una pena que mi cuerpo reaccionara de manera automática sonriéndole. Por si las dudas. Isabel correspondió y no supe cómo sentirme al respecto. No entendía lo de hace un rato, tal vez fue un mal momento, o existía la posibilidad que le avergonzara hablar conmigo cuando estaba con sus amigos. Y no sé, eso era comprensible, pero no dejaba de dolerme.

—¡Felicidades a mi niña! —Su padre la abrazó, ante los ojos de todos. Pude distinguir lo mucho que la quería mientras la envolvía en brazos. Isabel dijo algo que no logré escuchar, pero debió ser algo importante porque sus ojos se cristalizaron.

La imagen me hizo pensar que tanto hubiera amado mi papá a Susana, nunca tendré la respuesta a esa pregunta porque la muerte le arrebató el derecho de verla crecer. La muerte que tiene nombre en mi cabeza.

El sonido del acordeón volvió a la carga cuando estaba a punto de sumergirme en las telarañas que se formaban en mi mente, agradecí en silencio su intervención. Muchas personas jamás sabrán que son la cuerda que me saca a la superficie cuando el bote se está hundiendo. Esa vez la voz de una mujer fue la ancla que mantuvo mi atención al filo del barranco, alejándome de saltar. Esa voz que reconocí aunque jamás la había escuchado así.

La gente comenzó a mecerse de un lado a otro, pero yo permanecí inmóvil con los ojos clavados en el inicio del espectáculo que estaba ante mí. El padre de Isabel tocaba con gracia el pequeño tambor y su acompañante presumía con el acordeón. Isabel, en cambio, jugueteaba con ellos al centro cantando y bailando. Tenía una fuerza magnética para que las miradas recayeran sobre ella. Era una artista sin saberlo. No sé qué sentirán los cazatalentos al estar frente a uno, pero Isabel estaba destinada a brillar, de alguna u otra forma. Lo supe esa noche mientras la veía danzar e interpretar. Tenía magia dentro de ella y desprendía un poco en cada paso que daba.

No era una estrella fugaz, Isabel era una constelación. Y yo era el loco que permanecía inmóvil, intentado descifrar su significado.

Damián estaba medio borracho en la escala en la que se puede distinguir un dos de un cuatro, pero no un cinco de un cuatro. Los invitados ya estaban abandonando el recinto cuando apareció con llaves en manos. Ese fue el segundo mejor momento de la fiesta, saber que ya nos íbamos. Damián parecía ni recordar a qué había venido, yo prefería olvidarlo.

Quizás Damián estaba más borracho de lo que aparentaba, pensé al ver cuánto le costó colocar la llave para abrir las puertas.

Esperaba llegar a casa con vida.

Para nuestra buena suerte las calles se despejaban pasada la medianoche por lo que las posibilidades de estrellarnos contra otro auto eran muy bajas, lástima que las casas no pusieran de su parte.

—¿Estás seguro de que puedes manejar? —Esperaba dijera que sí porque teníamos que llegar con la camioneta sí o sí. Y ahora que lo pienso a fondo estábamos siendo unos irresponsables, pero en esa etapa uno no se piensa los peligros sino en cómo evitar problemas.

—Si no manejo yo, tú lo haces. —La risa de Damián resonó con fuerza. Las posibilidades de chocar no eran tan altas con mi primo al volante, conmigo era una garantía. No sabía conducir más que bicicletas, y si con ellas resultaba letal y casi me llevaba de encuentro a media ciudad, no quería imaginar con un motor.

Damián maldijo cuando la llave se resistió a entrar. Yo también lo hice porque estaba condenado. Ya podía escoger la hora de mi funeral.

—Estás mal, Lucas.

—Dijo el que no puede encender la camioneta.

—No hablo de eso —mencionó—. Has hecho muchas idioteces en tu vida, pero esta vez te has superado... —aseguró serio, lo más que le permitían sus neuronas. No sabía en qué había errado esta vez, pero debió ser grande—. Mira que enamorarte de Isabel, es otro nivel de estupidez.

—No estoy enamorado de ella —contradije—. Déjame ayudarte. —Le quité las llaves para desviar su atención.

—Sería lo mejor que podrías hacer —escupió sin creerme del todo—. Isabel sería la última persona en el mundo de la que tendrías que ilusionarte. No sé cómo no los has predicho, siendo tan... Pues, así como eres tú.

—Somos amigos, solo eso —le aclaré para que dejara el tema de lado, porque en el fondo sabía que tenía razón—. Y quién sabe, tal vez ni eso, medios amigos. Conocidos. Qué sé yo, quizás le sobraba una invitación —propuse como una opción viable, aun así Damián no borró ese gesto de extrañeza. Lo vi alborotarse el cabello antes de hablar.

—Algo se trae entre manos. —No sé cómo Damián podía pasar de la seriedad a reírse como un desquiciado. Me gustaría pensar que por el alcohol, pero era una característica de su estado natural—. Sabrá Dios qué idea loca se le habrá metido en la cabeza, es bastante testaruda. Te lo digo yo que la conozco.

—¿A qué te refieres exactamente?

—Lucas, sabe de ti desde hace años y siempre le has valido lo mismo que un rábano.

—¿Gracias? —agradecí el cumplido.

—No te has ganado nada, nadie te conoce, eres el mismo de hace unas semanas. ¿De dónde viene el nuevo interés, eh? Tal vez se dio cuenta que estás enamorado de ella desde hace un tiempo.

—Que no estoy enamorado de ella.

—Debe estar jugando o no tiene nada qué hacer —dedujo, ignorándome. Palpó los bolsos de su pantalón hasta hallar una caja de cigarro que encendió con ayuda de un encendedor. El humo que expulsó me cegó un poco, pero aun así mantuve la atención en él—. Pero te estás clavando con ella y se nota que te va a mandar al diablo. No creo que Isabel sepa que te lo estás tomando tan en serio.

—Y tú no le vas a decir nada.

—¿Quién te dijo que le diré algo?

—Damián siempre quieres ayudarme, y eso implica muchas veces que abras la boca de más.

—Alguno de los dos tiene que hablar, ¿no? —intentó hacerme ver. Tenía razón, pero lo ideal sería llegar a un punto medio—. Bien, no me meteré. Pero escúchame, ándate con cuidado porque algo raro pasa.

Asentí por compromiso. El lado paranoico de Damián estaba fuera de lugar. Aceptaba que Isabel se había comportado extraña durante la fiesta, pero de ahí que existiera un plan detrás era una exageración de esas que adoptaba Damián cada que visitaba el cine.

Si me apegaba a la lógica la respuesta cercana era que le apenaba hablar conmigo en público. Y eso no dejaba de ser raro de cierto modo, no por mí, sino porque Isabel no era de las personas que se dejara guiar por opiniones ajenas, ni le afectaba lo que otros creyeran de ella.

Desde que comenzó la secundaria la gente inventaba cosas, cada una más descabellada que la otra. Los rumores están a la orden del día, se transforman en una colmena embravecida que ataca si se les perturba y el brillo de otros molesta. Jamás creí nada de lo que hablaban. No por ella, a la que no conocía, sino porque tenía la desgracia de compartir aula con los de la imaginación saturada.

Pero a Isabel nunca pareció importarle, ignoró el cuchicheo de otros con una maestría que envidiaba, o al menos eso supuse por la manera en que se comportaba, como si tuviera un caparazón donde rebotaban las balas.

Tal vez me equivoqué. Me creé una novela en mi cabeza que en ese momento tenía tantos baches como la calle en la que andábamos.

La camioneta se balanceaba en cada trecho como una cuna, a mí la espalda me dolía pero a Damián lo arrullaba provocando que cabeceara una decena de veces ante el volante. Cada dos metros tenía que despabilarlo para que volviera a la realidad antes de estrellarnos. Si no nos habíamos matado era por la velocidad con la que conducía. Cualquier persona caminando podía superarnos sin esfuerzo, aunque era una hipótesis, no había ninguna para comprobarlo. La calle principal estaba desierta, los negocios cerrados y la única alma que vagaba se tambaleaba en la esquina sin poder dar un paso. Debía estar más perdido que nosotros por lo que su avance no era un punto de comparación.

Mientras nos acercábamos su figura se aclaró, era un hombre que se sostenía de la pared antes de apoyar la suela de su zapato en el piso y al que el suelo parecía temblarle cuando el otro buscaba hacerle compañía. No llegaría muy lejos.

Le di un golpe en el hombro a Damián para indicarle que teníamos que dar vuelta en ese cruce.

—Tranquilo, el conductor soy yo —me regañó más por haberlo despertado que por orgullo.

—Por desgracia —susurré recargándome en el vidrio.

Los faroles eran tímidos, desprendían apenas una tenue luz que daba la sensación de estar en un pueblo fantasma. Fue un milagro, llamado paso de tortuga, lograr visualizar al hombre. El sonido del vehículo debió asustarlo porque en un reflejo de hacerse hacia un costado perdió pisada.

—¿Manuel?

Sí, era él. La caída dejó al descubierto su cansado rostro. Un fallido esfuerzo por ponerse de pie terminó en una caída aparatosa sobre la banqueta.

—Detén el coche —le pedí a mi primo sacudiéndolo para que me escuchara—. Anda ya —insistí sin despegar mis ojos del espejo. No quería perderlo de vista a sabiendas que era imposible.

Damián obedeció sin entender qué me pasaba, yo tampoco. No pensé, me amparé a esa carga de adrenalina para abrir la puerta de copiloto.

—¿A dónde vas? —me gritó desde el interior.

No sé.

Mis pasos resonaron en el silencio, levantando polvo en el acorte de distancia. Ya no era una mancha en la oscuridad, se convirtió en una imagen que adquirió color y aroma.

Tomé una bocanada de aire cuando descubrí lo qué estaba haciendo. Estaba en una calle solitaria, con mi primo más dormido que despierto y un hombre que podía hacerme papilla con quién sabe cuántas botellas encima. Una locura digna de mí. Me pregunté por qué conociendo mi falta de sentido común no frené y regresé a mi cómodo asiento. No, mi cuerpo no paró hasta quedar a su altura.

Manuel levantó la cabeza con torpeza y en un acto de defensa soltó un manotazo que logré esquivar. Esperé que fallara el que siguiera, de no ser así, tendría que explicar a mi madre que había bailado mucho en la fiesta y por ello mi aspecto despeinado.

Los ojos de Manuel se entrecerraron intentando enfocarme. No importaba si me reconocía, era probable no lo hiciera por más que se esforzara. Si es difícil recordar mi nombre estando sobrio más lo era mi rostro.

—Yo a ti te conozco —arrastró las palabras antes de soltar una carcajada que inundó el ambiente a mezcal. Hice una mueca de disgusto, pero no me aparté—. Eres el chico de la barra —comentó para mí sorpresa. Asentí con un intento de sonrisa—. Por cierto, a ti te di mi esclava. ¿Dónde está? ¿La traes contigo? ¿Dónde? —me cuestionó en una especie de laguna mental. Tardé unos segundos en reaccionar al verlo pronunciar la misma interrogante una decena de veces, sus palabras me marearon lo suficiente como para no contestar.

—Aquí la tiene —lo frené tomándolo de las manos y mostrándole el brazalete que llevaba en la muñeca. Una sonrisa que evolucionó a una sonora carcajada retumbó en el silencio.

—Gracias por cuidarla —me agradeció con sinceridad. Negué con la cabeza sin ocultar una sonrisa. Estaba loco.

—¡Lucas! ¿Qué demonios haces? —Me encontré con un Damián confundido, de pie, a mi lado. Sus ojos se posaron en mi compañero, aún en el suelo, y luego me dedicó una mirada desesperada. Yo también lo estaba.

—Lo conozco.

—¿Qué?

—¿Cómo llegó aquí? —me dirigí al perdido Manuel que cerraba los párpados como si decidiera que la vía pública no era un sitio tan terrible para una siesta. Repetí la pregunta para que no se durmiera mientras estrujaba levemente su brazo.

—¿A dónde?

Esto no va a funcionar.

—Déjalo y vámonos —me aconsejó Damián tirando de mi camisa para que me pusiera de pie.

Tenía razón, debíamos irnos.

Daba igual de dónde venía, lo importante era a dónde iría.

—Supongo que iba a su casa —deduje con cuidado para no hacerlo enfadar. Un cabezazo que di por un asentimiento fue la respuesta—. ¿Puede decirme dónde queda?

—Ay, no, Lucas —se lamentó Damián al notar cuál era mi idea. Cierto, era terrible teniendo un conductor como él al volante y un copiloto sensiblero como yo. Un pésimo dúo.

—No puedo dejarlo aquí.

A mí tampoco me gustaba mi plan, pero era inhumano abandonarlo a su suerte en la calle. Podían golpearlo, morir o llevarlo a prisión. Yo qué sé.

—Sí que puedes —contradijo al verme apoyar su brazo en el mío para intentar levantarlo—. Olvídalo, Lucas, yo no voy a subir a este tipo a mi camioneta.

—Para ser tan delgado pesa mucho.

—¿En serio, Lucas? No tienes amigos y cuando haces uno te escoges al tipo zafado del pueblo —se quejó Damián mientras acomodábamos a Manuel en la parte trasera de la camioneta. Cuidé que la cabeza quedará de lado por si vomitaba. Por Dios, que no lo haga, por favor. Si lo hacía ambos tendríamos que regresar a pie a casa—. Si mi tía se entera...

—No tiene por qué saberlo.

—Cualquiera que nos vea pensará la estamos secuestrando —atacó molesto. El sueño había migrado, en su lugar la negación no cedía. Miré hacia los lados para ver qué tan cierto era, nadie. Todo mundo dormía.

—Tú conduces —le dije mientras cerraba la puerta y me encaminaba a mi asiento. Damián resopló fastidiado, cuando una idea entraba en mi cabeza sacarla era una tarea titánica—. Despacio para que no nos estrellemos.

Fue un milagro que entendiera la dirección que Manuel me dictó. Estaba lejos, sin embargo, la senda era de lo más sencilla. Una vuelta a la derecha y una decena de calles más. Damián habló durante todo el camino, sobre todo cada que Manuel escupía alguna tontería sin sentido. La mitad de lo que decía tenía razón, la otra mitad también solo que el alcohol me regalaba algunos puntos a mi favor.

—Olvida los gatos, si sigues así terminarás en prisión, muerto en alguna riña —exageró—, o recogiendo borrachos de la calle.

—Tranquilo, pasaré por ti primero cuando eso suceda.

—Golpe bajo.

Revisaba que Manuel siguiera con vida cada cinco minutos, el cuello me dolía de girar tanto la cabeza del camino a él.

—Manuel, sé que es complicado, pero dígame cuál de todas estas casas es la suya —le pedí al ingresar a la zona que nos había indicado. Las construcciones eran semejantes al grado que parecían haberse elaborado en base de moldes, grisáceas y con la pintura resquebrajándose en las paredes. Era un barrio oscuro que daba mala espina. Damián pensaba lo mismo, me miró para advertirme que si algo le pasaba a la camioneta yo me convertiría en la camioneta de su familia.

—Esa se parece a mi casa —señaló Manuel cuando con pesar logró acomodarse en el asiento. Su cabeza se golpeó con el vidrio al no percatarse del cristal—. Y esa también. Y esa. Y esa. Y esa.

—Maldita sea —chistó Damián dándose un golpe contra el volante, su confusión no le hacía nada de gracia—. Te juro que si tengo que gastar más de cinco pesos buscando la dirección voy a...

—Esa es —interrumpió su amenaza dándole pequeños golpeteos a la ventanilla. Suspiré aliviado de su acierto. Quería marcharme rápido o en casa me esperaría otro problema.

La casa de Manuel no era una casa en sí, más bien se trataba de un pequeño cuarto con pinta de abandonado. De la tierra removida en el exterior brotaban jóvenes tallos de alguna planta y un alto manto de pasto reseco. La luz de las estrellas eran lo único que iluminaba la acera y el frío de la madrugada alborotaba el césped sonando como el siseo de una serpiente.

Debo reconocer que Damián se portó como imaginé lo haría. Quejándose cada minuto pero sin dejarme solo. Ese era Damián. Tuve suerte al nacer con un lazo compartido porque de lo contrario no habríamos cruzado palabra, algo trágico teniendo en cuenta la importancia que jugaba en mi vida.

—Un paso y luego otro —le expliqué a Manuel. La angosta puerta impedía la entrada de los tres por lo que fue mi trabajo conducirlo hasta el otro lado. Nada sencillo teniendo en cuenta mi complexión física y los kilos que se agregaban a su peso al soltar su cuerpo. Tuve que arrastrarlo apoyado en mi hombro hasta tumbarlo en una especie de colchón que consistía en un bulto de cobijas una sobre otra—. Ya, ya quedó.

Manuel balbuceó palabras incomprensibles en su guerra por mantenerse cuerdo. Le di un vistazo sin disimulo a su alcoba, un pequeño refrigerado en la esquina acompañado de una estufa de un par de quemadores y un fregadero con una decena de platos mal apilados. No había mesas, ni sillas, sola la cama que reposaba en contra esquina y una pequeña puerta a su lado. El olor a alcohol y humedad revolvió mi estómago. Pobre hombre.

Se acomodó para dormir, lo ayudé para que quedara apoyado a su costado, así evitaría que se ahogara si regresaba todo lo que había bebido. Damián también estaba tentado a quedarse dormido recargado en el umbral de la puerta. Genial, mejor irnos ya a que no pudiera ni encender el motor.

—Oye, muchacho. —Escuché que Manuel me llamada al ponerme de pie. Pensé que me pediría un favor, pero solo agregó entre murmullos—. Gracias por la ayuda. Te pagaré.

¿Por qué todo lo quería arreglar con dinero? Negué con la cabeza, me daba igual el dinero en ese momento, solo quería volver a mi cama.

—Solo intenté no morir, ¿de acuerdo?

No recibí una respuesta, Manuel perdió la lucha de sentido que llevaba desde que lo habíamos encontrado varado. No sabía que tan seguro estaría sin llave, pero al menos estaría mejor que tirado en la vía pública donde podían arrollarlo. Intenté convencerme de que había hecho lo correcto pese a la sensación que quedó en mi pecho al darme un último vistazo a su hogar.

Cuántas personas estaban solas en el mundo. Yo a veces sentía estar en el grupo, pero me engañaba porque tenía conmigo a Susana, Damián, a mi madre y mis tíos para cuando la vida intentaba tirarme abajo. Otros no tenían a nadie. Y eso es lo más triste, en un mundo poblado por millones de personas en él, aún existen seres que están completamente solos, que dormirán sin nadie que piense en ellos y despertarán para comprobar que nadie lo hará.

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