𝓡| 8. TENSIÓN MUSCULAR (II)
Nunca imaginó que tendría un talento innato para la interpretación, pero así pareció serlo después de sonreír y asentir como una muñeca mecánica durante el largo rato que Lucía estuvo dándole la bienvenida. Decidió casi al instante que le caía fatal aquel bicho con tacones y pintalabios rojo por mentirosa, engreída y, especialmente, por destrozar sus sueños. Bueno, en realidad, ¿a quién quería mentir? El único responsable de su malestar era Adrián. Él se había mostrado interesado en ella y ahora descubría que todo era una enorme mentira.
Al salir de su despacho, Rebeca tuvo que hacer un esfuerzo gigantesco por no echarse a llorar. ¿Por qué le afectaba tanto que Adrián saliera con otra? ¿Había sido una desilusión? Sí, pero tampoco era como para llorar desgarradoramente en su habitación como Aurora en La Bella Durmiente. ¡A buscarse a otro más guapo, más listo y más sincero! El mar está plagado de peces, aunque Rebeca siempre pescaba fantasmas en lugar de fauna acuática. Algo fallaba en su caña.
—Oye, ¿qué haces ahí parada? —le espetó la vocecita estridente de Elena—. ¡Venga! A trabajar.
Rebeca se recompuso en cuestión de segundos. Odiaba que la viesen vulnerable en público. No iba a permitir que un desengaño amoroso condicionara su futuro; ella era una mujer fuerte e independiente, podía lidiar con eso de sobra. Antaño, cuando era más niña, había derramado muchas lágrimas por situaciones parecidas. Adrián no era el primer chico falso con el que se topaba. Rebeca todavía recordaba el disgusto que se llevó con Vicent hacía cuatro años, en la universidad. Había aprendido la lección, por eso se mostraba siempre precavida con los hombres. Aunque también sabía que ciertas cosas estaban fuera de su control: sentirse decepcionada era inevitable.
No obstante, no era momento de pensar en su vida sentimental. Estaba en Madrid para labrarse un buen futuro, ¿no? Pues eso haría. Crecería como persona, se convertiría en una mujer de armas tomar y algún día conocería una buena persona y tendría lo que una vez tuvieron Iván y Celia.
Eso si es que el amor realmente existía. Empezaba a dudarlo.
—¿Qué tengo que hacer? —Pésima pregunta para mostrar su productividad en el ámbito laboral.
La joven de cabello castaño puso los ojos en blanco, se dio la vuelta y empezó a caminar. Rebeca se preguntó si debía seguirla. No lo hizo en voz alta porque temía recibir otro comentario mordaz por parte de Elena recordándole lo patética que le parecía su presencia.
—¡Ven! —la llamó. Qué mujer más borde.
—Voy, voy...
A punto de tropezar con sus propios pies, Rebeca pensó que nada estaba siendo como lo había imaginado. Si se detenía a meditarlo con paciencia, las razones que le habían impulsado a mudarse a Madrid cada vez perdían más fuerza. Frente a ella, Elena empezó a darle instrucciones. Hablaba muy rápido y todo sonaba a reproche, por lo que Rebeca se sintió soberanamente inútil mientras anotaba cosas de importancia en su cuaderno. A pesar de todo, puso su mejor cara y se las apañó para enterarse de lo indispensable.
—Como es tu primera semana, quiero mantenerte bajo la supervisión de alguien con más experiencia. —A Rebeca le pareció una idea estupenda—. Te encargarás de separar muestras.
La condujo hasta una esquina del laboratorio donde descansaba un enorme refrigerador. Al lado había una mesa blanca caóticamente cubierta de utensilios. Un hombre bastante mayor que ella observaba a través de un microscopio. Era alto, aunque mantenía una postura encorvada todo el tiempo. Llevaba gafas redondas y un gracioso bigote muy poblado. Levantó la cabeza, anotó algo en una libreta y después las miró a ellas como si fuesen un par de marcianos recién aterrizados en La Tierra. Ese señor no parecía ser muy sociable, pero al menos su cara era más agradable que la permanente mueca de Elena.
—Este es Felipe —dijo la mencionada—. Está analizando muestras de orina.
—Hola —saludó enérgica Rebeca—. Yo soy Rebeca Mendes, la nueva.
—Encantado. —Sonó como un gruñido. Felipe retomó sus asuntos con el microscopio y las ignoró a ambas.
Genial. Estaba rodeada de gilipollas. ¿No había una mísera persona amable en todo el edificio? ¿Alguien solidario dispuesto a ayudarla encajar en aquel ambiente laboral tan lamentable? Iba a ser un suplicio acudir a ese lugar alejado de todo lo conocido cinco días a la semana.
—Tu tarea es sencilla. —Elena abrió el frigorífico. Dentro había una barbaridad de tarros de plástico con tapa roja llenos de líquido amarillento. Estaban etiquetados y ordenados con mucha diligencia—. Solo tienes que separar los botes según el aspecto que presente la orina. Cuando sea transparente, ponlo a la derecha; si está rojiza o amarillenta, ponlo a la izquierda. No debería tomarte más de unos minutos hacerlo.
Rebeca asintió. Pues claro que le iban a poner en su primer día de trabajo clasificar el pis de otras personas. ¿Qué había esperado? ¿Experimentos con probetas y tubos de ensayos? ¡No! Su suerte no podía permitirlo. Además, podría haber sido mucho peor; podrían haberla puesto a analizar heces.
Sobre la mesa había una caja de guantes de látex. Elena se dio cuenta de que Rebeca la miraba y sonrió.
—Sí, coge un par y empieza ya. A veces la gente se mea fuera del bote, aunque se supone que luego se limpia el exterior con papel antes de guardarlos, aunque quién sabe...
Qué asco. Ojalá pudiera volcar todo el contenido de esos tarros en la cabeza de Adrián por mentiroso. O en la de Lucía por falsa. O en la de Elena por borde. ¡O en la de Manu por guarro!
—Muy bien.
Rebeca se puso los guantes, fingiendo ser una profesional y no una joven cabreada empezando a desarrollar instintos homicidas. ¡A tomarse el trabajo con calma y alegría!
—Cuando termines con eso, haz la prueba con varilla indicadora en todas las muestras. —Se alejó un par de metros para abrir un armario blanco. Señaló un estante y se aseguró de que Rebeca la observaba—. Aquí están las tiras reactivas. Lo único que debes hacer es coger una y mojarla en la orina durante unos segundos. Cuando la tira cambie de color, anota los resultados en tu cuaderno. Si detectas alguna irregularidad que te haga creer que hay indicios de infección, pásale la muestra a Felipe para que la analice en el microscopio. Él sabe lo que buscamos.
No se cercioró de que Rebeca hubiese comprendido las instrucciones. Tampoco le explicó que finalidad tenían las muestras de orina. Simplemente, se marchó y la dejó allí sola con su bata blanca, los guantes del látex y la nefasta compañía del silencioso Felipe que solo hacía que gruñir cuando algo no salía como a él le hubiese gustado.
«A ver, Rebeca, calma. ¿Es el trabajo de tus sueños? No. Pero por algún lado tienes que empezar, aunque sea mirando en el pis de los demás. Hace unos días no tenías nada, ahora tienes meados, que no mierda, así siéntete afortunada de que te paguen», se dijo.
Empezó a separar tarros. Francamente, no hacía falta un grado en farmacia para realizar dicha tarea. Al menos eso suponía que Rebeca no podía meter la pata. La verdad es que tenía pánico de montar un numerito en el laboratorio, así que en cierto modo se alegraba de que su función fuera tan simple. Todavía no estaba preparada para complicarse la vida con experimentos más elaborados. Elena Mayo debía de saberlo, por eso le había asignado el trabajo más sencillo y aburrido de todos.
Trabajó al principio dedicando su absoluta concentración, aunque pronto sus movimientos fueron mecánicos. Una vez hecha la separación fue al armario que le había indicado Elena y cogió un bote gris lleno de tiras reactivas. En la etiqueta decía que había unas cien en su interior, pero la tapa estaba abierta, por lo que imaginó que en realidad habría unas cuantas menos. Las tiras reactivas era palitos de plástico muy delgados que al sumergirlos en el pis cambiaban de color según hubiera o no determinadas sustancias en la orina. Era fácil manejarlas, por eso se vendían en farmacias libremente como tests para detectar infecciones comunes del tracto urinario.
Rebeca repetía los mismos pasos metódicamente: abría el bote de pis, mojaba la tira unos segundos, luego consultaba la guía de colores para saber interpretar los resultados y los anotaba en su cuaderno. Fácil, simple, metódico. Cuando detectaba signos de posible infección, separaba el tarro y lo marcaba con una etiqueta.
—Felipe, voy dejando aquí —señaló una balda del frigorífico con la cabeza— las muestras que tienes que analizar tú, ¿vale?
Felipe gruñó. Rebeca dedujo que en su idioma eso significaba que le había quedado clarísimo el mensaje.
Iba con bastante cuidado, pero al final, de tanto hacer lo mismo, su mente se abstrajo. De alguna manera, la imagen de Lucía y Adrián se plantó entre sus pensamientos dispuesta quedarse para siempre. Rebeca se sintió dolida, muy triste. Joder, es que le gustaba tanto Adrián... No era ni consciente de cuanto hasta que había visto la foto. Él había sido muy dulce curándole el labio esa mañana y hablando con ella casi todos los días por WhatsApp. ¿Por qué no le había contado que tenía novia? Porque era un infiel de mierda, naturalmente. ¡Menuda idiota había sido al ilusionarse tan deprisa!
«¡No pienses en eso, Rebeca! ¡No lo hagas mientras estás manejando el pipí de otros con las manos!», se reprendió.
Pero era difícil pensar en otra cosa. Se sentía tonta de remate y no podía evitar reñirse por no haberlo visto venir. Tenía la foto pululando por su mente como si fuese un recuerdo traumático. Se le retorcían las tripas, el corazón le bombardeaba el pecho como si quisiera escapar de él y dejar de sentir. Dios mío, que se iba a poner a llorar delante de todos...
Ya notaba el ardor de las lágrimas recién nacidas acumulándose en sus ojos. En cualquier momento derraparían por sus mejillas y se humillaría frente a tantos desconocidos. Lo mismo Felipe ni se daba cuenta, tan concentrado en el microscopio. Pero Elena... Esa le cortaba la cabeza si contaminaba las muestras de orina con sus lágrimas.
Paró.
Apretó los labios y respiró hondo. No iba a llorar, ¿vale? No. Iba. A. Llorar.
Sus ojos discreparon.
Finalmente decidió que lo mejor sería excusarse un segundo para ir al servicio, soltar el llanto del siglo al lado de un váter, ponerse un poco de corrector en las ojeras y volver fingiendo que no había pasado nada. Así que anotó los últimos resultados, tiró la tira reactiva a la basura y cogió la muestra para cerrarla y devolverla a la nevera antes de delatarse.
Se giró para coger la tapa del bote, pero primero se estampó de pleno contra el fornido cuerpo de Felipe que, por algún motivo que no pudo alcanzar a comprender, se había situado sigilosamente tras ella.
La orina de la muestra se desparramó por toda la bata de Rebeca. Un poquito hasta le salpicó en la mejilla. ¿Se podía ser más desafortunada? Sabía que sí.
A punto de llorar, con el corazón roto y mojada de pis. Una broma del universo. Si existía Dios, se estaba partiendo de risa a su costa.
—¿Pero por qué te has puesto en medio? —gruñó Felipe—. ¿No has visto que estaba detrás tuyo cogiendo muestras de la nevera?
Rebeca se miró, asqueada. Y las lágrimas escaparon como un torrente. Alguien se rio de la situación. Lo cierto es que no lo culpaba. Si no hubiera sido porque tenía el meado de otra persona sobre ella, seguramente Rebeca también lo hubiese encontrado todo muy cómico. No obstante, se sentía una desgraciada, así que no se rio.
—No, Felipe, no te he visto detrás mío precisamente porque estaba de espaldas a ti. Por ahora no me han salido ojos en la nuca, ¿a ti sí?
Felipe no hizo ninguna expresión que diera a entender que se sentía ofendido. Solo asintió como si le diera valor al argumento de Rebeca y luego continuó con su análisis. Ella, sin embargo, ni se atrevió a pasarse las manos por la cara para secársela. Le daba cosa mezclar sus propias lágrimas con el meado ajeno.
—Límpiate —murmuró su compañero con otro gruñido—. Hueles raro.
«Sí, Felipe, huelo a Eau d'urine, una fragancia desagradable que no me gustaría haberme puesto, pero que por tu culpa ahora impregna toda mi bata». Rebeca salió disparada hacia la puerta, se quitó la bata sucia y la tiró a una cesta de limpieza que vio junto a una mesa. No se atrevió a mirar a nadie por el camino, pero sintió los ojos del resto clavados en ella. Era humillante.
—Rebeca.
La tirana de Elena Mayo la retuvo justo cuando abría la puerta. La víctima de Felipe le dirigió una intensa mirada. Se le habían esfumado las ganas de fingir y de tomarse con filosofía todos los infortunios del día. Rebeca era una mujer comunicativa y diplomática hasta que alguien le tocaba las narices.
—Tienes que tener más cuidado —la regañó—. Acabas de perder una muestra.
—Estoy segura de que —consultó la etiqueta del bote— a Judith Vallecas no le supondrá un sacrificio abrumador volver a mear en un tarro de plástico. Te aseguro que no era mi intención tirarme por encima la orina de una desconocida.
Elena la miró realmente sorprendida por su impertinencia, pero no dijo nada. Supongo que supo leer en la expresión iracunda y humillada de Rebeca que no era recomendable presionarla. Quizá Elena Mayo era capaz de sentir empatía.
Sabía que tenía los ojos rojos. Sabía que su voz se quebraba al hablar. Sabía que todo el equipo veía su vulnerabilidad. Rebeca apretó los labios. ¿Se había distraído pensando en el capullo de Adrián? Sí. ¿Había cometido un error por no estar pendiente de lo que tocaba? También. ¿Había pagado las consecuencias de aquello? Bueno, consideraba que tener sobre ella el pis de Jutih Vallecas era ya suficiente condena, no le hacía falta la actitud de mierda de Elena para rematarla.
—¿Puedo ir a limpiarme al baño? —preguntó con el ceño fruncido y las mejillas sonrosadas.
—Claro.
Se marchó llorando mares y se juró a sí misma que no le contaría lo que acaba de ocurrir a nadie nunca. Nuria se partiría de risa. Celia la compadecería. Prefería fingir que no había ocurrido, aunque seguramente soñaría cosas relacionadas con pis durante los próximos días.
Lo que pasaba en el laboratorio, se quedaba en el laboratorio.
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