𝓡| 7. TESTOSTERONA

Testosterona: Es la principal hormona sexual masculina.

Rebeca no era tan imprudente como para decir que sí a la primera. Ella tenía la decencia de hacerlo a la segunda, como mínimo. Antes de comentarle a sus padres que se iba a vivir con dos policías buenorros, se aseguró de preparar una charla convincente que no pudiera ser rebatida: «Mamá, papá, ¿qué preferís: que me secuestren dos psicópatas en un barrio plagado de drogadictos y delincuentes o que me protejan dos agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en un piso céntrico y asequible de Madrid?». Pese a la sobreactuación, sus padres fueron fáciles de convencer. La profesión de Adrián era una buena baza a su favor y el precio del arrendamiento también.

Pasaron toda la semana enviándose mensajes. Durante los cuatro días siguientes, Rebeca amaneció con un: «Buenos días, leona», y anocheció con un: «Sueña con antílopes, zebras y, especialmente, conmigo». Normalmente cada uno de esos mensajes iba seguido o precedido de alguna frase que anulaba completamente al romanticismo: «Esta tarde voy a Ikea, ¿quieres que te compre algo y me lo pagas cuando llegues?» o «El viernes que viene se pasará el casero para revisar un agujero que le hizo Manu a la pared ayer. No te preocupes, la reparación corre a su cuenta por imbécil». Sin embargo, a Rebeca empezaba a pintársele en la cara la sonrisa idiota propia de los enamorados, lo cual era un poco peligroso.

El domingo a las once de la mañana comenzó su gran aventura. Subió al tren de alta velocidad acompañada de una enorme maleta roja con un pañuelo blanco anudado al mango y otra más pequeña verde pistacho. Sus tripas estaban igual de revueltas que una lavadora centrifugando la ropa. Todavía no era capaz de creer lo que estaba a punto de suceder: se mudaba a Madrid a trabajar en una prestigiosa investigación. ¡Parecía irreal! Estaba eufórica, nerviosa y con ganas de gritarle a todo el mundo lo bien que le iba la vida.

Durante la hora y media de viaje, Rebeca intentó leer. Nuria le había regalado un novela romántica al despedirse en la estación con un inquietante dedicatoria en la primera página:

Bebé, te voy a echar tanto de menos que no sé si podré soportarlo. Por eso me he comprado un billete de tren con destino a Madrid para dentro de tres fines de semana, espero que a Adri y a Manu no les importe soportarme un par de días. Mientras tanto, puedes ir leyendo esta historia  y seguir mi sabio consejo de disfrutar el cuerpo serrano de Adrián si él te lo permite (y créeme, lo hará).

Te quiero.

PD: Asegúrate de que nadie lea esta dedicatoria porque podrías sentir bastante vergüenza y maldecir mi existencia.

Nuria en su plena esencia. Aunque Rebe quiso sumergirse en la trama nada más arrancó el tren, no se enteró ni de lo que ponía en las cuatro primeras líneas. Su mente le estaba jugando una mala pasada, pues no hacía otra cosa que anticipar su reencuentro con Adrián. Con veintitrés años, Rebeca ya había superado la fase adolescente de negar sus propios sentimientos y fingir que odiaba a un tío cuando en realidad se moría por acostarse con él. Así que, habiendo reconocido que Adrián le encantaba y partiendo de su experiencia quedando con otros chicos, se forzó a dejar de soñar lo que haría con el policía si lo tuviera para sí solita y a enfrentar lo que podría pasar después si finalmente se liaba con él.

Imaginó que al llegar a Madrid, Adrián y ella seguían manteniendo esa química electrizante del primer día y acababan enrollados entre sábanas. Disfrutaban el uno del otro durante semanas, viviendo una fantasía erótica envidiable y, de pronto, un día cualquiera el sexo dejaba de ser suficiente. Siempre llegaba a ese punto en el que las endorfinas no daban más de sí y la ola del enamoramiento descendía hasta convertirse en un mar en calma. Cuando aquello ocurriera, Rebeca vería la realidad y la venda de excitación que actualmente cubría sus ojos desaparecería. ¿Qué encontraría entonces?  Hasta la fecha, todo había sido decepcionante y no habían razones para presumir que Adrián sería diferente.

Cuando llegó a la Estación de Atocha, Rebeca revisó los mensajes de WhatsApp principalmente para avisar a su familia de que el tren no se había descarriado a mitad de trayecto y que estaba en Madrid sana y salva. Quería revisar también la línea de metro correcta para llegar a casa de Adrián y Manu y luego guardar el móvil en un bolsillo interno del abrigo, protegido de carteristas  —de las desgracias de Nuria hay que aprender, no repetirlas—. Su corazón comenzó a bombear violentamente en cuanto leyó el último mensaje de su nuevo compañero de piso.

ADRIÁN, 12:03
Voy a recogerte.

Se lo había enviado hacía una media hora aproximadamente. ¿Eso significaba que él estaba fuera esperándola? ¿Qué sentido tenía el miedo atroz que acababa de apoderarse de su alma? ¡Si iba a vivir con él a partir de ahora! Lo vería cada día, dormirían puerta con puerta, se ducharían en el mismo cuarto de baño... ¡Por el amor de Dios! ¡¿Pero qué había hecho?!

«Que no cunda el pánico, Rebe, tú puedes. No te agobies, ¿por qué te agobias? ¡Desagobiate ahora mismo!».

En cuanto puso los pies en el andén su mirada se topó con la de Adrián. Él era un imán y ella un simple clavo de hierro incapaz de hacer algo distinto a dejarse atraer por su magnifica presencia. Estaba guapo a rabiar, vestido con pantalones cargo, zapatillas rojas y una sudadera beige. Le dedicaba una de sus socarronas sonrisas ladeadas que provocaban mil aleteos en el vientre de Rebeca.

«Céntrate, Rebe. Ahora mismo estás ciega por culpa de las hormonas y de un largo periodo de sequía sin quedar con chicos, pero puedes quitarte la venda y ver más allá de la cara bonita de Adrián. Sé fuerte, campeona».

—Se ha retrasado el tren —comentó el hombre más atractivo de La Tierra omitiendo el saludo—. Por un momento he pensado que me habías dejado tirado en la estación y te habías marchado tú solita por ahí. Luego te he visto bajar del vagón, con tus rizos de leona destacando entre todos los pasajeros, y ya se me ha pasado el susto.

«Podría ser un controlador», pensó Rebeca, «podría ser uno de esos chicos que parecen perfectos y muy atentos, pero en realidad desconfían de sus novias y por eso las acompañan a todas partes».

—Estoy muerta de hambre —dijo ella apoyando la palma de su mano en el abdomen—. ¿No te apetece almorzar algo? Viajar me deja famélica.

—Claro, ¿qué te apetece? ¿Un antílope, por ejemplo?

Rebeca sonrió levemente y puso los ojos en blanco. «Podría ser un pesado que necesita pasarse el día entero haciendo bromas y al final pierde la gracia», pensó, «podría ser alguien incapaz de permanecer al lado de sus amigos cuando las cosas se ponen feas, tristes o complicadas porque solo quiere pasárselo bien».

—Con el hambre que tengo, me comería hasta un elefante —exageró ella—. Además, visto desde este ángulo, tu cara es muy parecida a la de un antílope. Espero que en casa haya un buen suministro de galletas de chocolate, en caso contrario, corres peligro.

—Cuidado con lo que dices Rebeca. —Los labios de Adrián se curvaron en una sonrisa pícara—. Precisamente que me comas entero es una de mis fantasías eróticas.

Ella se sonrojó, dio un respingo y le miró con una ceja arqueada y la boca abierta. Esta vez ni siquiera encontraba palabras con las que desarmarle. «Podría ser gilipollas». Agarró los mangos de las maletas, una con cada mano, y caminó sin decir nada hacía el metro, siguiendo las señales que tan gentilmente guiaban su camino por la Estación de Atocha.

Adrián aceleró el paso tras ella, sin dejar de sonreír, y con agilidad le quitó una de las maletas. Rebeca se detuvo, le fulminó con la mirada y permaneció en silencio. Él pareció comprender que estaba molesta.

—Al menos déjame que te lleve parte del equipaje —dijo—. ¿Te has enfadado conmigo? Era una broma.

—Yo diría que era un comentario que pretendía hacerme sentir incómoda.

—Rebe, es un juego, no lo digo en serio... —Casi le sentó peor esa respuesta.

—¿Y cómo se juega a esto? ¿Gana el que se atreva a vacilar más al otro? ¿O el que suelte la burrada sexual más descarada? —espetó.

Rebeca se aproximó a una máquina de esas que expedían bonómetros. Antes de que pudiera tocar el panel táctil, Adrián se interpuso en su camino. La obligó a mirarle a los ojos. Menudos orbes verdes tenía el cabrón, si es que mirarle era una trampa... Le atraía tanto que casi era capaz de olvidarse de que estaba enfadada y plantarle un beso en toda la boca allí mismo.

El chico sacó una tarjeta roja de plástico de su bolsillo y la abanicó frente a sus narices.

—En primer lugar, no te molestes conmigo tan pronto, dame al menos un margen de tres días porque sé que puedo ser mucho más insoportable. —Rebeca volvió a arquear una ceja y suspiró—. En segundo, eres tú la chica madura a la que no le gustan los juegos de niños, por eso he apostado por contenido para mayores de dieciocho.

—Adrián, que acabo de pisar Madrid y ya tengo ganas de empujarte a las vías...

—Y por último —le puso un dedo en los labios para silenciarla y Rebeca sintió unas enormes ganas de degollarle por mandarla callar mezcladas con el calor que le producía su tacto—, te regalo este bonómetro como ofrenda de paz. ¿Qué me dices? Te estoy ahorrando diez euros...

Se miraron el uno al otro. «Podría ser de esos que solucionan los problemas comprándole mil regalos a su pareja, pero que nunca dejan de cometer los mismos errores y no hacen un esfuerzo por corregirlos». A pesar de ese pensamiento, Rebeca apartó el mal carácter a un lado y sonrió. Era difícil cabrearse con la carita de niño travieso de Adrián suplicándole disculpas. También contribuía a su poca resistencia el hecho de que le pusiera como una moto tenerle cerca.

El camino a casa, primero en metro y luego paseando por las calles de la capital, fue mucho más relajado. El chico seguía formulando comentarios salidos de tono y cargados de sarcasmo, sin embargo, ninguno de ellos volvió a ser tan directo y sexual como el que le había soltado antes. Fingía que la escueta confrontación entre ambos no se había producido, pero ella podía percibir que pronunciaba las palabras con cuidado y se fijaba atentamente en sus reacciones. Supongo que esforzarse en no volver a incomodarla era una actitud recompensable con veinte puntos para Gryffindor —Adrián tenía más cara de Gryffindor que el mismísimo Harry Potter, al igual que Rebeca encajaba entre los Hufflepuff con una actitud digna de Nymphadora Tonks—. Así que poco a poco volvieron a mantener el mismo tira y afloja de siempre, bromeando y vacilándose mutuamente dentro de unos parámetros aceptables.

—Antes de subir al piso, tengo que confesarte una cosa —dijo deteniéndose frente al portal con el semblante serio. Rebeca, algo sorprendida, se puso recta y le interrogó con la mirada—. Manu no es muy ordenado. Suelo llamarle la atención para que recoja las cosas, pero...

—¿Del uno al diez, cómo de guarro es?

—Es mejor que juzgues tú misma. —Insertó la llave en la cerradura y evitó mirar de frente a Rebeca—. A ver, piensa que es un piso de chicos.

—Lo pienso y soy capaz de distinguir una pocilga de un apartamento apto para humanos —comentó ella entrando en el recibidor—. ¿Huele mal?

—No, no. Manu no es sucio, es desordenado —matizó él mientras pulsaba el botón del ascensor—. Nunca vas a encontrarte con moho en el baño, restos de pizza bajo el sofá o vestigios de una nueva cepa de COVID en nuestro apartamento. Pero es posible que encima de la mesa de la cocina hayan unos calcetines suyos o que en el pasillo encuentres su cazadora vaquera hecha un ovillo... Su móvil también suele aparecer en lugares inesperados. Ayer estaba en una maceta.

—Así que no es una pocilga, es una jungla.

Adrián la miró con los hombros encogidos.

—Pero una jungla acogedora —bromeó, consiguiendo sacarle una sonrisa.

En el breve trayecto de una planta a otra en ascensor, Rebeca comprendió que había estado tan pendiente de su atracción por Adrián que había olvidado por completo a Manu. Manu, el que tenía una cara más dura que el cemento y no le daba la sesera para decir más de dos frases sin soltar una gilipollez entre medias.

Al llegar a su planta el sonido de un altavoz reproduciendo una canción de reguetón se hizo eco por las paredes. Por un instante, Rebeca suplicó que la música no viniera de su futura casa, pero sabía perfectamente que sí.  Adrián se abstuvo de hacer comentarios, aunque ella hubiera jurado que había un ligero rastro de molestia en sus ojos verdes. Abrió la puerta y ambos encontraron a un chico sin camiseta, de torso tonificado, con un cigarrillo entre los labios y el mando de una consola en sus manos, soltando improperios cada cinco segundos. Al parecer, no le iba muy bien en el videojuego.

—La madre que me parió, ¡me han vuelto a matar!

—¡Manu, baja la música o se quejarán los vecinos! —le gritó Adrián—. Y vas a dar tú la cara que yo ya estoy harto de justificarte.

Por suerte, el culpable se dignó a ser obediente. Retirándose el cigarro de la boca se aproximó al ordenador y bajó el volumen. Luego miró a Rebeca, otra vez analizando su anatomía como si fuese un proyecto de investigación médica. Pareció complacido con lo que veía.

—Bienvenida, bombóm.  —Señaló una puerta a su derecha—. Ese es tu cuarto, pero puedes venir a dormir a mi cama cuando quieras. Aunque es posible que no durmamos mucho, ya me entiendes...

Rebeca, que no era la primera vez que trataba con imbéciles, rodó los ojos y miró a Adrián en busca de apoyo. Él se mordió la lengua y prefirió entrar las maletas de ella antes que responder a su amigo. ¿Era cosa suya o estaba enfadado?

—Pues aquí estamos —suspiró Rebeca, observando su nueva morada—: una leona, un antílope y un cerdo compartiendo piso en Madrid.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top