𝓡| 1. CORTISOL
Cortisol: Hormona esteroidea que se libera como respuesta a situaciones de estrés.
Rebeca recargó la bandeja de entrada del correo electrónico por séptima vez a lo largo de la mañana. Siempre se había considerado una chica paciente, pero empezaba a darse cuenta de que en realidad nunca lo había sido. Veintitrés años viviendo engañada, jactándose de ser una persona tranquila, para terminar comprendiendo que habitaba en su interior el monstruo del ansia y las prisas. Soltó un bufido y apoyó la cabeza encima de las teclas del ordenador.
—¡Por el amor de Dios, que me digan algo de una vez por todas! —exclamó mientras se volvía a incorporar sobre la silla de su escritorio y arrastraba sus manos por el pelo enredado.
El lamento se hizo eco entre las solitarias paredes de la casa. Sus padres, como cada día laborable, trabajaban. Los últimos meses, Rebeca también se había mantenido muy ocupada despertándose a las siete para ir a las clases de la universidad o simplemente para cumplir su turno en la Farmacia Gutiérrez, donde trabajaba como técnica tres tardes a la semana. No obstante, las cosas habían cambiado. Resulta que, tras cinco años hincando los codos y pasando más tiempo en la biblioteca que en su propia morada, Rebeca por fin había terminado la carrera de Farmacia y era libre.
Así es, aquella carismática joven de cabellos castaños, ojos marrones como el chocolate y tendencia a hablar más de la cuenta, había expuesto su trabajo de fin de grado hacía apenas un mes —calificado con un maravilloso nueve sobre diez— y por fin podía llamarse a sí misma farmacéutica. ¿No era aquello motivo de felicidad y satisfacción? Pues sí. Rebeca se había sentido muy alegre al principio porque... ¿quién no lo estaría? Por favor, cinco años de su vida dedicados a aprender términos científicos casi impronunciables —acetilcisteína, dexketoprofeno, etinilestradiol o fenilpropanolamina, por ejemplo— y lo había conseguido: ya era farmacéutica.
¿Y ahora? Bueno, pues el siguiente paso era recordarse a sí misma el principal motivo por el que se había matriculado en la universidad, que básicamente era formarse para optar a un puesto de trabajo bien remunerado. Lo que pasaba era que, hasta que no aprobó todas las asignaturas, Rebeca no se había planteado qué quería hacer el resto de su vida. Habían pasado muchos años en los que su única meta fue aprobar y, ahora que ya lo había hecho, una explanada de incertidumbre se extendía ante ella. Solo sabía que no aguantaría un día más en la Farmacia Gutierrez atendiendo a otro maleducado cliente, cuyo injustificado mal genio derivaba de la negativa de Rebeca a venderle antibiótico sin receta médica.
Entonces, como un regalo caído del cielo, su amiga de la universidad, Celia Pedraza, una belleza de cabellos oscuros como el ébano y ojos azules como el océano que no suspendía ni queriendo, le reenvió la oferta de empleo de sus sueños. Era tan perfecta como imposible, pero aun así Rebeca mandó un extenso correo con su currículum adjunto por si acaso. Hizo clic en el botón de enviar con una mezcla de miedo y emoción revolviéndole las tripas y, tres días después, ahí estaba: embobada frente al ordenador mientras esperaba ansiosamente una respuesta afirmativa.
Ella era consciente de que mirar intensamente la pantalla del ordenador casi sin pestañear no conseguiría que el tiempo transcurriera más deprisa ni que las buenas noticias llamaran a la puerta y se presentasen en su casa como recompensa. A pesar de todo, allí estaba. Se entretuvo ojeando ropa que no necesitaba en tiendas online. En una ocasión llenó el carrito con diez prendas, pero después se negó a pagar la compra porque los gastos de envío ascendían a siete euros. Mejor ir a la tienda física y de paso probarse la ropa y comprobar que le quedaba todo bien. También reprodujo en YouTube el videoclip del último single de Olivia Rodrigo, lo cual luego le condujo a tragarse otros tres de Sabrina Carpenter, una canción de hacía un par de años de Shawn Mendes y, por arte de magia, terminó viendo un vídeo de quince minutos en el que una chica más joven que ella y con gafas de pasta negras explicaba la biografía de un asesino en serie que había aterrorizado los Estados Unidos de América durante los años setenta.
A eso de las doce y media se cansó de ser un parásito vestido en pijama con el pelo sucio. Por quedarse más horas pegada al escritorio no iban a incrementar sus posibilidades de firmar un contrato de trabajo. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, apagó la pantalla y entró en el cuarto de baño. Su mente, imparable, seguía calculando probabilidades, aunque de tanto en tanto se detenía a ser realista y a aceptar que era casi un milagro que la contratasen.
En ese momento, la alerta de la aplicación de mensajería WhatsApp tintineó dos veces seguidas, pero Rebeca estaba demasiado distraída como para prestarle atención.
Cogió el móvil sin mirar las notificaciones, abrió la aplicación de Spotify y seleccionó una playlist compartida con sus amigas del colegio. La música sonó por el altavoz aleatoriamente y ella se desvistió. Como siempre, se miró en el espejo del baño desnuda y su mente se fijó en todo lo que no le gustaba de sí misma: ¿no tenían demasiados puntos negros en la nariz? ¡Por Dios, qué blanca estaba su piel, parecía un fantasma! Ya iba tocando un corte de pelo porque se le veían las puntas abiertas desde el continente de al lado... ¿Era cosa suya o tenía los muslos enormes?
—Desde luego, no hay mayor enemigo que una misma —murmuró, dándose la vuelta. La espalda estaba repleta de granitos—. A ver, algo bonito, algo bonito...
Volvió a repasar su figura de arriba a abajo y se obligó a pensar en cinco cosas que le encantasen de su físico. Tenía los rizos más brillantes y definidos del país —hay que elogiarse a lo grande para asegurarse de que la autoestima de una no decae, aunque con cuidado de no convertirse en una ególatra—; su sonrisa era grande y tenía los dientes blancos y bien alineados; sus senos, preciosos, redondos y proporcionados; las manos, con dedos finos y uñas cuidadas. Se dio la vuelta una vez más. Puede que su espalda fuese un mar de puntitos rojos y pus, pero debajo de ella estaba su culazo divino de la muerte.
Sonrió al espejo y se metió en la ducha.
Una vez bajo el agua, respiró hondo e intentó dejar de pensar en lo mismo todo el rato; reto complicado.
Nunca he sido un lobo feroz
Yo siempre fui este patito feo
Que se escondía bajo un caparazón
—Guardaba su corazón y que creía los cuentos —completó la estrofa de la canción enjuagándose el champú.
Las alertas de notificaciones de WhatsApp se repitieron de nuevo. Ella arqueó una ceja, interrumpiendo sus cánticos. Desde la ducha le resultaba complicado ver quién le escribía con tanta insistencia, por lo que irremediablemente volvió a ignorar los mensajes.
—¡Porque el mundo así me ha hecho, vacío por dentro! Porque ladro, porque muerdo, ¡porque soy muy perro! Soy un delincuente con los sentimientos...
La loca fanática del Pignoise, el grupo pop rock que se hizo hueco dentro de la industria musical española en 2006, en realidad era Nuria Ramos, su mejor amiga. Una chica muy espabilada que vivía a dos calles de la casa de Rebeca, allí en Valencia, España, y a la que conocía desde primero de primaria. Rebeca era consciente de que podía resumir todos los eventos importantes de la cultura popular desde que nació a través de sus anécdotas con Nuria. Por ejemplo, Kanye West se subió al escenario de los MTV VMAs en 2009 y le quitó el micrófono a Taylor Swift para proclamar públicamente que ella no merecía el premio a mejor videoclip del año, sino Beyoncé, el mismo día que Nuria se abrió la barbilla practicando con un monopatín en el puerto de Valencia. El monopatín en cuestión, salió rodando hasta caer al agua segundos después y allí seguía, sumergido en las profundidades, bajo los barcos que diariamente atracaban en Valencia.
En 2013 el chico más guapo de clase, Germán Martinez, le dijo a Nuria que era irritante. Lo que este pedazo de idiota no sabía era que ella estaba locamente enamorada de él. Lloró durante horas, abrazándose a Rebeca y preguntándose qué había hecho mal. Para animarla, ambas fueron al cine por la tarde, pues acababa de estrenarse el remake de la película de terror Carrie, protagonizada por Chloë Grace Moretz. Rebeca lo recordaba perfectamente porque Nuria, después de tragarse la hora y media de sesión todavía con los ojos hinchados de llorar y la nariz congestionada, dijo que se sentía identificada con el personaje principal, es decir, con la niña maltratada por su madre fanática de la religión cristiana y sus compañeros de escuela, que descubre tener poderes telequinéticos y los utiliza para matar a diestro y siniestro. Verbalizó que ella, si hubiese estado en su lugar, probablemente habría actuado igual. Cosas que solo podían salir de la boca charlatana de Nuria Ramos.
El móvil volvió a sonar, esta vez en forma de llamada.
A Rebeca no le gustaba el sonido de las alarmas ni de los teléfonos. Le transmitían una sensación de estrés insoportable, por lo que salió de la ducha malhumorada y se puso el albornoz a duras penas. Cuando cogió el iPhone, el pesado o pesada que no dejaba de escribirle, dejó de llamar. Rebe soltó un bufido y desbloqueó la pantalla con el reconocimiento facial.
Entonces alucinó.
NÚMERO DESCONOCIDO, 12:39.
Oye
Tengo un problema
NÚMERO DESCONOCIDO, 12:46.
Necesito que vengas a recogerme a la Estación de Joaquín Sorolla a la una y media.
Siento avisarte tan tarde, pero no te lo pediría si no me quedase más remedio :(
Videollamada perdida a las 12:55.
Después del último mensaje, la aplicación le preguntaba si quería añadir aquel número de teléfono en la lista de contactos o, por el contrario, bloquearlo. Rebeca tardó en reaccionar. Lo primero que pensó es que había sido un error. Quienquiera que le estuviese escribiendo, lo había hecho accidentalmente, sin pretender realmente contactar con ella. Por otro lado, que se hiciera mención a una de las estaciones de tren de Valencia, su ciudad, le hizo dudar. ¿Y si resulta que sí que conocía a aquella persona y su teléfono había eliminado el contacto sin querer? El iPhone tenía ya varios años y la batería estaba para cambiar, así que...
REBECA, 12:57
¿Quién eres?
De repente la pantalla le devolvió su propio reflejo, con el pelo mojado cayendo a tiras y el cuello del albornoz blanco tapando su desnudez. La joven dio un respingo y dejó caer el aparato al suelo. El desconocido le estaba llamando por vídeo de nuevo y Rebeca se negaba rotundamente a descolgar. No lo haría de normal, mucho menos recién salida de la ducha. Por lo tanto, se quedó quieta, sin desviar la mirada del móvil hasta que cesó la llamada.
Volvió a plantarse frente a la pantalla, esta vez totalmente decidida a bloquear el número y desentenderse para siempre. No obstante, frunció el ceño y se mostró confusa al percatarse de que ahora el extraño le estaba grabando un audio. Si quería saber la identidad del contacto, solo tenía que esperar a que lo enviase y reproducirlo.
Ahí fue cuando sus ojos repararon en la foto de perfil. Era tan diminuta que no había prestado atención al principio, pero ahora que la curiosidad le consumía, pulsó suavemente sobre la imagen en busca de alguna pista.
Definitivamente no tenía ni idea de quién era esa persona. De hecho dudaba que tan siquiera fuera real. La foto era de un chico. Y no uno cualquiera, sino una auténtica escultura de torso marcado, brazos musculosos y piernas trabajadas que parecía estar más cerca del Olimpo, con los dioses griegos, que del mundo terrenal donde habitaban los mortales como Rebeca. Posaba sin camiseta, con un bañador rojo que mostraba el sensual relieve de los huesos de la pelvis. Amplió la imagen con los dedos, buscando una mejor perspectiva de la cara, pero le fue imposible reconocerlo. Miraba hacia la derecha y llevaba las gafas de sol puestas. Lo único destacable era su cabello castaño y rizado.
Si le hubiese contactado por una aplicación de citas, Rebeca habría hecho match con él sin dudarlo ni un segundo. Eso, si es que lo que veía era real y no una imagen retocada con Photoshop o inteligencia artificial. Hoy en día una no se podía fiar de nada...
Justo entonces llegó el audio y, mordiéndose el labio, la joven lo reprodujo. Una vocecita rápida, aguda y desorientada se hizo paso a través del altavoz.
«Bebé, soy Nuria, perdona, que no lo he dicho. Te hablo desde el móvil del chico tan simpático que se ha sentado al lado mío en el tren. Se llama Adrián, es un encanto. Estoy volviendo de Madrid, que he pasado el finde en casa de mis tíos para ir al concierto de Marlon, y me han robado el móvil en la Estación de Atocha, justo antes de subirme al tren de Valencia. Habrá sido un carterista, yo que sé... No me he enterado hasta hace un rato y, ay bebé, ¡qué desastre! De verdad, ¡siempre me pasa a mí todo lo malo! Bueno, necesito que me vengas a recoger a la una y media. No te lo pediría si no fuera una emergencia. Mi madre no me coge el teléfono y el tuyo es el único número a parte del de ella que me sé de memoria. ¡Mil gracias, bebé! Te quiero».
De pronto, todas las piezas del puzzle encajaron. ¿Quién más podría acosar a mensajes y llamadas perdidas a un amigo sin identificarse salvo Nuria? Ella era así, despistada por naturaleza, con la cabeza funcionando a velocidad superior a trescientos kilómetros por hora. No se le podía pedir que hiciera las cosas con coherencia; era un espíritu libre e indomable.
Por otro lado, el misterio sobre la existencia real y tangible del tío buenorro de la foto de perfil también se había desvelado. Adrián, así se llamaba esa criatura divina. Y lo que era más importante: era real. ¿Sería de verdad tan guapo como aparentaba o era todo una ilusión óptica?
Rebeca comprobó la hora. Era la una y tres minutos. Difícilmente llegaría a la Estación de Joaquín Sorolla a y media, pero, si se daba prisa, tal vez pudiera presentarse pasados cinco minutos.
REBECA, 13:03:
Nu, eres un caos.
Me cambio y voy.
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