𝓒| 12. GLÁNDULA LAGRIMAL (II)

Lina y Carla compartían piso en el barrio de San Blas con una británica amante de la repostería que se pasaba las semanas cocinando muffins y cakes de todos los sabores. El hecho de que vivieran con una extranjera se debía una situación de necesidad y no de voluntad, pues ellas dos solas no ganaban lo suficiente para pagar el alquiler y les urgía un tercer compañero que contribuyera a la economía doméstica. Al principio, Wendy —así se llamaba la muchacha nacida en Bristol y criada en Cambridge—, les había parecido la inquilina perfecta: su afición culinaria era toda una ventaja que Carla estaba deseando aprovechar.

—Qué gusto tener a alguien cocinándonos tartas gratis —había dicho muy contenta.

Sin embargo, la realidad había resultado ser decepcionante. Wendy hacía unos postres deliciosos, de eso no cabía duda, pero en su travesía para conseguir sus espectaculares y artísticos cakes dejaba la cocina con el mismo aspecto que una trinchera de la Primera Guerra Mundial. Carla había lamentado su deseo de tenerla como compañera de piso durante la primera semana de convivencia y las discusiones entre ambas, siempre en spaninglish porque Carla no podía evitar gritar en español, se habían convertido en el pan de cada día. Bueno, quizá en este caso sería más acertado decir que se habían convertido en el bizcocho de cada día.

—¡Wendy! —gritó Carla aquel lunes a las seis de la tarde—. ¡Please, deja de enguarrar todo lo que tocas y pon el lavavajillas de vez en cuando!

La repostera apenas chapurreaba el castellano, así que la miró con el ceño fruncido. No comprendía las palabras de Carla, pero era fácilmente interpretable su tono de voz iracundo.

—¡El dishwasher, leches! —repitió la española remarcando  el vocabulario con su acento malagueño—. ¡Use the dishwasher more often! This is una puta porquería.

—Carla, relájate y no le grites que se va a enfadar... —intervino Lina.

¡I'm not done with all of this! —estalló Wendy señalando el caos de utensilios culinarios desperdigados por la encimera—. ¡Don't yell at me! That tone was quite rude...

—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho la hija de la Gran Patraña esta de rude? —Carla se levantó del sofá con cara de asesina. Se le marcaba la vena en el cuello.

Por fortuna, Lina le estiró del brazo con fuerza y la obligó a sentarse de nuevo. La fulminó con la mirada.

—¡Carla, respira hondo!

Era difícil que lo hiciera. Wendy había explotado con su profundo acento británico y ahora hacía mención a la ferviente hipocresía de Carla. Mucho quejarse, pero luego bien que se zampaba sus tartas sin pedir permiso. Había que reconocer que tenía razón, salvo en que Carla llevaba sin probar bocado desde hacía dos semanas porque empezaba a hartarse del olor a mantequilla como ambientador habitual de la casa.

Estuvo a punto de insultarla, pero en el último momento se reprimió. De nada servía hacer uso de su ingenio para meterse con la inglesita de turno si ella no iba a ser capaz de entender una sílaba y apreciar la amplitud y generosidad del vocabulario hostil español. Así que se levantó del sofá, ignoró a Wendy y a Lina y salió a la calle. Quería fumar, caminar un rato y, con paciencia y mucha suerte, esperar a que su mal carácter amainara.

Bye, bye, idiota —dijo antes de cerrar la puerta.

Deambuló. Hacía un calor de mil demonios que le abrasaba la piel. Era cuestión de minutos que sudase el top granate de escote palabra de honor que llevaba puesto. Mientras pensaba en la cara blanca como la leche y plagada de pecas de Wendy gruñendo como el puñetero enanito de Blancanieves, sacó la caja de tabaco, eligió un cigarrillo al azar y lo sujetó con los labios.

Rude me llama la muy cabrona... —murmuró con dificultad—. Un día de estos le voy a pegar una hostia que la va a mandar, como mínimo, de vuelta al Atlántico Norte.

Guardó la caja en el bolsillo trasero del pantalón, se palpó los bolsillos y después se maldijo a ella misma, a los ingleses, a los españoles y, especialmente, a Wendy Gray por haberse dejado el mechero arriba en el piso con tanto despiste.

—Oye, ¿tienes fuego? —le preguntó al primer chico que pasaba por ahí.

Era un chaval un poco más mayor que ella, pero no llegaba a los treinta, eso seguro. Tenía el pelo rizado, los ojos marrones y pintas de haberse tirado a todas las tías de Madrid. Sonrió ampliamente, mostrando unos dientes blancos y perfectamente alineados.

—¿Qué si quiero o que si tengo?

Carla puso los ojos en blanco.

—Que si tienes. —Alzó la mano con su cigarrillo entre dos dedos y lo zarandeó ante sus narices.

—Claro.

Sacó del bolsillo de su chaqueta un mechero. Carla se alegró, se puso el cigarro en la boca y dejó que él se lo encendiera. El chico se acercó mucho a ella; pudo escuchar con claridad su respiración. A ella le pareció bastante incómoda la innecesaria proximidad, pero no lo manifestó. En cuanto prendió el cigarro, Carla se alejó abruptamente. Inhaló la primera calada sintiendo un placer casi inhumano. Soltó el humo hacia un lado y sonrió.

—Gracias.

—¿Me das? —Se refería al cigarro.

Carla asintió con la cabeza y le ofreció la caja de tabaco. Él agarró uno, lo prendió y, cuando terminó de soltar el humo de su primera calada, dijo:

—Me llamo Pablo.

«¿Y quién te ha preguntado?» No. Estaba feo decirle eso después del amable gesto que había tenido prestándole su mechero. Además, el pobre chico no tenía la culpa de que Wendy le hubiese amargado la tarde. Aunque, por otro lado, le había dado un poco de mal rollo la manera en la que se había acercado tanto... El chaval quería ligar con ella, desde luego. No era cuestión de ser egocéntrica, sino de tener ojos en la cara. A Pablo se le iban los suyos al cuerpo de Carla de una forma un tanto irrespetuosa.

Ella suspiró, cansada.

—Yo soy Carla, pero me están esperando Pablo. Tengo un poco de prisa —mintió—. Lo siento.

—¿De dónde eres? —Ni puto caso. Eso era lo malo de ser malagueña, enseguida identificaban su acento del sur y ¡tema de conversación! Ahora Pablo le preguntaría si era de Sevilla—. ¿De Sevilla?

Qué predecible.

—Málaga. —Y por cortesía siguió la conversación—. ¿Y tú? ¿Eres de por aquí?

—No. Soy de Valencia, pero llevo unos meses trabajando en Madrid. —Esperó, posiblemente a que Carla le preguntase a qué se dedicaba. Como no lo hizo, lo dijo él de todos modos—. Trabajo en una inmobiliaria. Ahora mismo estoy cerrando una venta de un apartamento para el actor Richard Gere en La Moraleja.

Su cara representaba cuan orgulloso se sentía por ello.

Si Carla no hubiese sucumbido al nefasto habito de fumar, nunca habría llegado a estar en esa incómoda tesitura. A simple vista, le pareció que el tal Pablo era de esos imbéciles a los que le encantaba llamar la atención aprovechando cualquier oportunidad para alardear sobre qué actores conocía o dejaba de conocer. Supongo que pretendía impresionarla, pero lamentablemente a Carla le importaban tres pepinos Richard Gere, Antonio Banderas o Shakira —aquí el tal Pablo no perdía un instante y nombraba famosos variados de todas las nacionalidad para ver si alguno la deslumbraba—. Ella asentía y movía la pierna con mucha rapidez, impaciente. El cigarro ya casi se había consumido.

—Qué interesante —mintió.

—¿Tú a qué te dedicas?

—Soy enfermera. —No añadió más, le pareció innecesario. Podría haberle dicho que era bailarina profesional y que había actuado en un concierto de Beyoncé que Pablo no se habría percatado. Estaba demasiado concentrado mirándole el escote como para escucharla.

Por un instante Carla se preguntó por qué cuando Manu hacía exactamente lo mismo no le molestaba. Le costó llegar a un conclusión profunda y concreta en esos escasos segundos, pero de lo que sí estaba segura era de que a pesar de las indirectas, los guiños de ojos y las burradas que salían de la boquita de Manu, nunca se había sentido un puto objeto delante de él. A Manu le importaba lo que decía. La escuchaba quejarse de sus compañeras de trabajo o de Wendy. Le decía que estaba buenísima con la sonrisa pícara propia de su personalidad, aunque mirándola a los ojos, no al escote. Las dos veces que se habían acostado, Carla había sentido que ambos follaban, no que él se la follaba a ella.

Con Pablo estaba teniendo la desagradable sensación de que llegado el caso, sería a la inversa.

—Bueno, pues es un placer conocerte, Pablo. —Apretó los labios en otra sonrisa, esta vez terriblemente forzada, e intentó caminar—. Me tengo que ir.

El tío de pelo rizado le bloqueó el paso. Carla simplemente arqueó una ceja, pero no retrocedió.

—¿Me das tu número?

—No.

—¿Enserio?

Vaya, por Dios, si el chaval estaba absolutamente sorprendido. A Carla se le escapó una risa sarcástica. Había conocido a otros como él. La clase de tío que la veían vestida con su ropa apretada, oscura, corta y seductora y se pensaban que tenían la mamada asegurada. Los cerdos sin cerebro —y que su instinto le decía que no aguantaban una milésima de segundo erectos durante el sexo— que creían que la ropa que Carla llevase significaba una invitación a su cama.

—Enserio, Pablo. —Asintió con la cabeza—. De nuevo, gracias por el mechero y por la charla. Me tengo que ir.

Lo dejó ahí plantado con su cara de gilipollas y el orgullo demasiado herido como para evitar sonrojarse. Se preguntó si  ahora la insultaría y la llamaría puta o guarra. Una vez uno le pegó una palmada en todo el trasero y se lo estrujó con violencia después de rechazarle. Aquella vez, Carla sintió la obligación de responder a su indeseable caricia pegándole ella una hostia en la mejilla tan fuerte que se le quedaron los dedos marcados. Pero Pablo no hizo nada de eso. La miró de arriba a abajo con expresión asqueada. Se giró y murmuró algo inteligible. Luego se marchó.

Todavía tuvieron que transcurrir unos minutos antes de que Carla se sintiese ella misma otra vez. La gente como Pablo le dejaba con mal cuerpo, por muy dura que se creyera ella. Sintió el móvil vibrar en su bolsillo y descolgó sin mirar de quién se trataba. Su mente seguía rememorando la miradita asqueada de Pablo.

—¿Estoy hablando con la tía más alucinante del universo? —preguntó la voz al otro lado del móvil.

—Sí. —Carla respondió algo distraía—. ¿Qué tal, Manu?

—Bien, bien... —Una ligera pausa en la que Carla comprendió que el chico estaba jugando a un videojuego al tiempo que mantenían esa conversación—. Bueno, que te llamaba para saber si la Mary esa que vive con vosotras le hará la tarta a Lina por su cumpleaños o si la tengo que encargar yo.

La chica frunció el ceño. Es verdad, en nada era el cumpleaños de Lina y estaban organizándole una fiesta sorpresa impresionante. Pronto comprendió que la Mary de la que hablaba Manu era en realidad Wendy. Se rio.

—La he llamado hija de la Gran Patraña hace un rato.

El otro explotó en una carcajada.

—¿Por qué?

—Por ser más sucia que tú en tu casa.

—En este caso me tengo que poner de parte de la Mary, nena.

—No esperaba menos del hombre más desastroso de Madrid.

Hablaron un rato más sobre los preparativos del cumpleaños. Ya de paso, Carla le narró con detalles su discusión con Wendy y cuánto empezaba a odiar la repostería. No le contó nada sobre su encontronazo con Pablo. Ambos llegaron a la conclusión de que sería más práctico encargar la tarta que enterrar el hacha de guerra con la británica.

—¿Te apetece si nos tomamos una copa esta noche? —preguntó Carla de sopetón—. Voy a proponerlo por el grupo, algo rápido porque mañana todos trabajamos...

—Guay. —Manu siempre se apuntaba a cualquier salida—. Se lo digo a Rebe y a Adri cuando lleguen a casa... ¡Ah! Espera, que Rebe acaba de entrar. ¡Luego te llamo!

—Vale, ¡adiós!

Carla sacó la caja de tabaco para encenderse otro cigarro. Recordó que no tenía mechero y, esta vez, entró en el estanco y se compró uno.

🧡

👮🏼‍♂️CUATRO ÑOS ANTES👩🏽‍🔬
1 DE AGOSTO

Rebeca no era de las que mentía a sus padres, pero durante aquel verano hizo una única excepción. Vicent pasaba las vacaciones en Calatayud, Zaragoza, una ciudad a tres horas de Valencia. Llevaban apenas una semana sin verse y ya se echaban de menos con tanta intensidad que dolía. Nuria estaba hasta las narices de los dos, pues parecían Romeo y Julieta separados por sus familias cuando en realidad solo eran un par de jóvenes con planes distintos durante las vacaciones. ¿Pero qué podía hacer Rebeca? Era la primera vez que experimentaba un sentimiento tan profundo por un chico y solo había tenido dos míseros meses para disfrutarlo. No quería separarse de su lado tan pronto.

El veintinueve de julio, Vicent llamó a Rebeca para informarle de que sus padres se iban de viaje a Budapest del 1 al 5 de agosto. Decía que iba a estar solo esos días y que le encantaría que ella fuese a verle. Rebeca moría de ilusión por estar allí con él, pero no sabía cómo explicarle a sus padres que se marchaba a casa de un chico que no conocían, a tres horas en coche y durante cinco días. Así que mintió. Dijo que estaría en el apartamento de verano de Nuria.

El 1 de agosto se subió al tren con el corazón bombeando con tanta fuerza que parecía que se le iba a salir del pecho. Llevaba una maleta verde pistacho llena de ropa y el iPad con dos películas descargadas para entretenerse durante el trayecto. El viaje se le hizo pesado, pero valió la pena. Como Rebeca no tenía coche, se vio en la tesitura de ir primero a Madrid y después hacer transbordo a otro tren que la llevaría a Calatayud, ya que no había transporte público directo desde Valencia. Técnicamente, el total del trayecto eran unas cinco horas, aunque con los desagradables retrasos e improvistos de la compañía ferroviaria, al final tardó seis.

Todo esto por ver a un chico. Pero es que no era un chico cualquiera: era Vicent. Y allí la estaba esperando él cuando llegó a la estación, con una sonrisa radiante y una rosa entre las manos. Se la tendió nada más verla y ella, con cara de cansancio pero aguantando la compostura, la llevó todo el día encima deseando que no se marchitase nunca, como si tuviera el valor de un lingote de oro.

—Tenía muchísimas ganas de que llegases —le dijo después de besarla fugazmente en los labios—. Quiero enseñártelo todo.

Y sus ojos brillaron de emoción. Ella solo quería estar con él, compartiendo una felicidad nueva y aparentemente infinita.

Apenas habían puesto un pie fuera de la estación cuando una voz femenina llamó a Vicent a gritos. La pareja se giró sorprendida y Rebeca dio un respingo cuando un chica rubia se lanzó a los brazos de él con una efusividad impactante. ¿Quién era esa y a qué venían tantas confianzas? No, calma. A ver si ahora Vicent no tenía derecho a tener amigas. Celos, no. Inseguridades, fuera.

—¡Acabo de llegar! —decía la desconocida llena de alegría, apuntando con un dedo a dos adultos—. Allí están mis padres con las maletas.

Vicent saludó desde lejos. Habló con la rubia. Una conversación superficial, nada extraña. De hecho, Rebeca dejó de sentirse amenaza cuando él le rodeó los hombros con un brazo y dijo:

—Te presento a Rebe, mi... Estamos juntos. —La miró lleno de ilusión—. Esta es mi amiga Sonia, nos conocemos de toda la vida. Prácticamente somos familia.

Sonia pareció desconcertada durante un instante. Al menos esa fue la impresión que tuvo Rebeca, aunque se recompuso tan rápido que podría haber sido cosa de su imaginación. Tenía el cabello ondulado y muy largo, de un rubio dorado. Sus rasgos eran redondeados y su piel blanca estaba cubierta por un mapa de pecas. Llevaba un vestido sencillo de tirantes que le daba un aspecto tierno. Sonia la saludó con dos besos y una sonrisa estática. Sus ojos grises la estudiaban con curiosidad.

—No sabía que salías con alguien. —Y aunque se dirigía a Vicent, siguió observando a Rebeca.

—Es que hace tanto que no te veo que no he tenido oportunidad de contártelo —se justificó él.

—Hace dos meses nos vimos. —El tono fue algo seco.

—Entonces no salíamos —matizó Rebeca, de pronto sonrojada—. Llevamos poquito.

Vicent la estrechó con más fuerza, acariciándole la parte desnuda de los hombros con un dedo.

—Y cuando nos vimos, fue todo muy rápido. No me dio tiempo a contarte mi vida —rio él—. ¡Oye! ¿Por qué no quedamos los tres esta tarde? Así nos ponemos al día y le explicamos a Rebeca cómo nos divertimos todos los veranos en Calatayud.

Rebeca estaba confusa por culpa de Sonia. No entendía qué problema tenía esa chica. ¿Por qué ponía caras tan raras si la conversación no podía ser más natural por parte de Vicent? ¿Tanto le sorprendía que saliera con alguien? Él actuaba como debía: la había presentado, proponía un plan para pasar la tarde juntos... Lo único que se le ocurrió a Rebeca fue que Sonia tenía algún problema individual con Vicent, pero fuera cual fuera, había ocurrido en aquel instante. En caso contrario, no le habría saludado con tanta ilusión.

—Hoy quiero quedarme con mi familia, hace mucho que no estoy con mi abuela —se excusó.

—¿Y mañana? —insistió el chico—. Podríamos ir a bañarnos a la piscina municipal. Como todos los años.

—Lo pensaré. —Sonia sonrió con timidez—. Encantada de conocerte, Rebeca. Espero que lo paséis genial.

Se despidió de los dos un tanto apresurada y corrió hacia donde sus padres la esperaban con todo el equipaje. A Rebeca no le pasó desapercibida la decepción enfrascada en esos ojos grises. La analizó durante un instante.

—¿Qué le pasa? —le preguntó a Vicent—. Estaba muy contenta y enseguida se ha puesto triste al verme.

—No es culpa tuya. —Él empezó a caminar junto a ella, entrelazando los dedos con su mano libre. Cargaba en la otra la maleta de Rebeca—. Está enfadada conmigo.

Su corazón le decía que lo dejara estar. Lo que le ocurriera a Sonia no era problema suyo. Rebeca no era su amiga y se había desplazado desde muy lejos solo para disfrutar de la compañía de Vicent. ¡Venga ya! Había mentido a su familia por estar con él. No podía permitir que la actitud de Sonia quebrase esa felicidad tan brillante que fluía entre los dos.

Solo que en el fondo, sabía que su alegría no sería real hasta que supiese la verdad. Y también sabía que el único que podía romperla era Vicent, no Sonia. Esa chica podía tener poder para herirle con sus decisiones a él, pero no a Rebeca. El único que le importaba lo suficiente para romperle el corazón era Vicent.

—¿Por qué? ¿Qué le has hecho?

El chico se detuvo. Pareció dudar durante un segundo. Se giró y la miró a los ojos con intensidad. Estaba serio. Rebeca se preocupó.

—No te quiero mentir —dijo con suavidad—. No quiero empezar una relación contigo sin serte sincero.

Y en su pecho, el corazón de Rebeca palpitó con violencia.

—Pues no lo hagas. —Aparentó sentir seguridad para enfrentar cualquier cosa—. Nunca. Dime siempre la verdad porque jamás toleraré otra cosa.

—¿Aunque te duela?

¿Qué narices estaba haciendo? ¿Por qué le iba a doler saber la verdad? ¿Qué pretendía Vicent que le contestase? ¿Que prefería una sarta de patrañas? ¡Ojos que no ven, corazón que no siente! Madre de Dios. Acababa de llegar. Todavía le quedaban cuatro días por delante con él.

—Suéltalo, Vicent. Me estás asustando —espetó.

La Rebeca aterrorizada y la Rebeca herida tenían reacciones muy parecidas.

—Sonia es la chica de la discoteca. La que sale en las fotos de Arnau.

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