𝓡| 14. ENDORFINAS (I)

Endorfinas: hormonas encargadas de crear una sensación de placer, bienestar y motivación.



La playlist de Rebeca el martes a primera hora de la mañana mientras iba al trabajo en metro llevaba por himno cuatro canciones: The Smallest Man Who Ever Lived de Taylor Swift, Vampire de Olivia Rodrigo, emails i can't send de Sabrina Carpenter, y por último, la más importante de todas, Yo Perreo Sola de Bad Bunny.

No tenía ganas de llegar al laboratorio para encontrarse con la cara radiante de Lucía después de haber vuelto con Adrián. Porque eso creía ella que había pasado. Lo único que quería era llamar a Celia y llorar. O llamar a Nuria y poner verde a insultos al capullo de turno que le había roto el corazón. Sabía lo que tocaba: abrazar la tristeza, soltar toda la frustración que se había acumulado en su interior durante los últimos días y después, cuando estuviese curada, renacería como un ave fénix. Porque si algo tenía bien claro Rebeca es que no le dolería el pecho siempre. Solo debía sentir su pena y recomponerse, tal y como hizo cuando pasó lo de Vicent, hacía cuatro años.

Yeah, I say, "I'm done", but I'm still confused

How am I supposed to close the door when I still need the closure?

And I change my mind, but it's still on you

How am I supposed to leave you now that you're already...? —canturreó Rebeca en un murmullo.

La canción se detuvo.

Una llamada entrante. Y no, no era Adrián. Era... ¿Carla? Vaya, qué sorpresa. Desde aquella vez que salió con los amigos de Adrián y besó a Ruy en una puesta en escena improvisada, Rebeca había pasado a formar parte de un grupo de WhatsApp muy movidito llamado «Las Reinas de la Noche». En él solo había tres personas: Carla, Lina y ella misma. Hablaban a diario, pero nunca de cosas importantes. Sin embargo, Rebeca tenía que reconocer que las había abandonado bastante durante los últimos días. No es que se aburriese con ellas ni mucho menos, es que estaba demasiado ocupada entrando en el cuarto de Adrián por la noche, oyéndole tirarse a otra y maldiciendo a la dictadora de su exnovia como para centrar su atención en lo que quiera que hablasen Lina y Carla.

Descolgó la llamada.

—Hola, Carla. —Saludó fingiendo no estar al borde del llanto—. ¿Qué tal?

—¡Rebe! ¡Te echaba de menos! Llevas un par de días sin hablar por el grupo, ¿todo va bien?

No, pero le daba pereza explicárselo.

—Sí, sí...

—Anoche me comentó Manu que estabas un poco triste.

Rebeca puso los ojos en blanco. La culpa era suya por descomponerse delante de él. Ya sabía de antes que Manu no era precisamente la personificación de la discreción. Trató de no enfadarse. Estaba convencida de que lo que hubiera hablado su compañero de piso con Carla había sido desde la buena intención. Quizá se agobió al verla tan deprimida, comiendo helado sin límite alguno en el sofá, y quiso pedirle consejo a otra mujer.

—No te preocupes, ya se me ha pasado —mintió.

—¿De verdad?

Pues no, naturalmente. Rebeca se recordó a sí misma frente a la puerta del cuarto de Adrián. Tragó saliva y parpadeó un par de veces para evitar llorar. No se sentía cómoda narrándole sus patéticas decisiones y humillaciones a Carla. Su amistad todavía no era tan fuerte para confiarle esa clase de vulnerabilidades.

—Sí, te lo prometo. Esta mañana me he despertado contenta y veo el mundo con otros ojos. —Más mentiras.

—Bueno, si necesitas algo, cuenta conmigo.

—Gracias. —Las puertas automáticas del vagón se abrieron y Rebeca se dio cuenta de que esa era su parada. Salió al andén segundos antes de que se cerrasen—. ¡Mierda! Por poco me la salto...

Qué calor hacía aquella mañana. Nadie diría que anoche durmió tapada... Se apretó la coleta y la balanceó a su espalda. Sintió una brisa casi imperceptible refrescarle algo la nuca. Quería llegar al laboratorio porque había aire acondicionado. Al mismo tiempo, no quería porque allí vería a Lucía. Suspiró. Auguraba que aquel iba a ser un día eterno.

—Carla, voy a entrar a trabajar, tengo que colgar ya.

—¡Espera! ¿Me dejas tu top de tirantes naranja? El que se ata al cuello.

Rebeca frunció el ceño. No se hubiese imaginado nunca a Carla pidiéndole ropa prestada. Tenían un estilo completamente diferente. Ella era mucho más roquera, oscura y sexy. Rebeca usaba colores vivos y prendas vaqueras de corte urbano.

—Sí, claro. No sabía que te gustaba.

—¿Y tu falda larga? La vaquera no, la blanca.

Carla vestida de naranja y blanco en lugar de rojo y negro. Eso tenía que verlo con sus propios ojos.

—También, pero...

Un segundo. No recordaba haberse puesto ninguna de esas dos faldas en presencia de Carla. ¿Cómo sabía que las tenía?

—¡Que te lo presta todo, Carla! Déjala ir a trabajar. ¿No ves que su jefa está loca? La van a reñir por tu culpa.

¿Esa voz que se escuchaba de fondo era la de Manu? ¿Dónde narices estaba Carla?

—¿Estás en mi habitación? —inquirió Rebeca.

—Sí, es que... Dame un minuto.

Acababa de salir a la calle esperando sentir el viento de mayo. Se equivocó en sus predicciones: hacía un calor insoportable y apenas soplaba el aire. En un minuto estaría sudando como un cerdo. Empezó a caminar hasta el Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses, soltando un largo y pesado suspiro. No entendía nada de lo que estaba pasando. Seguía queriendo llorar y escuchar música deprimente. ¿No podría haber elegido Carla un día mejor para invadir su habitación? Cualquier otro hubiera valido.

Irritada, se acomodó mejor el móvil en la oreja. Estaba ardiendo. Escuchó una puerta cerrarse. Después Carla murmuró algo casi tan bajito que Rebeca tuvo que pedirle que lo repitiera todo otra vez.

—¡Que anoche me acosté con Manu! —gritó la otra.

Silencio.

—¿Rebeca? ¿Me oyes? —Una sacudida. Carla debía estar toqueteando el altavoz—. Qué raro, sí que tengo cobertura... ¿Me oyes?

Silencio.

Un titubeo.

Y finalmente Rebeca habló:

—¿QUÉ?

—¡No grites, tía! ¡No estoy sorda! —Se imaginó a Carla esbozando una mueca de disgusto—. Lo que has oído. Anoche salimos a tomarnos algo. De hecho estabais todos invitados, pero nadie tenía ganas de salir, así que fuimos Manu y yo solos al pub que está cerca de tu casa. Yo que sé, simplemente pasó.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Dónde?

—Joder, Rebe, no sé por qué te sorprendes. Si no es la primera vez que me acuesto con él. Te lo había contado, ¿no?

—¡¿Dónde?! —Insistió Rebeca. Oyó ruidos, pero no una respuesta clara—. Carla, por tu madre, dime donde.

—¿Dónde qué?

—¡Dónde os acostasteis!

Cruzó los dedos. Que no le dijese que en su casa. Que no le dijese que en el baño del bar. Que dijese que fue en la cama de Adrián.

—Joder, ¿qué mierda de pregunta es esa? ¡Pues en una cama!

Bien, quedaba descartada la opción del baño público. ¿Pero en qué cama? ¡Necesitaba más detalles!

—¿En la tuya? —preguntó con un hilo de voz.

—No, en la suya. —Carla hizo una breve pausa en la que Rebeca se tapó la boca y reprimió un sollozo de alivio—. ¿Por qué crees que estoy en tu habitación?

—No puede ser. Anoche Manu estaba ya durmiendo en su cuarto cuando yo me acosté —dijo Rebeca—. Lo vi con mis propios ojos. Estaba roncando boca abajo.

—No, Rebe, Manu estaba haciendo otra cosa mucho más interesante entre mis piernas. —Se rio.

A Rebeca le hubiera encantado reírle el chiste, pero no había hueco para el humor en su vida hasta que aquello se aclarase.

—¿Seguro que era la habitación de Manu?

—Sí, tía. Era la suya. Las tres veces hemos follado aquí, de verdad. ¿Por qué es tan importante?

—No puede ser. Estoy convencida de que lo hicisteis en la cama de Adrián.

—¿Pero por qué íbamos a hacerlo allí? —Se interrumpió—. Oye, esta conversación está desvariando. Entro a trabajar a las nueve y media en el hospital, no me da tiempo a pasar por mi casa a cambiarme y quería saber si me dejabas ropa limpia. Eso incluye braguitas, por cierto.

—¡Te lo dejo todo! Coge lo que te apetezca —dijo Rebeca—. Carla, cariño, puedes llevarte mi alma si quieres. ¡Pero luego devuélvemelo! ¿Vale? Me voy a trabajar, ¡adiós!

—Por supuesto, gra...

Cortó la llamada sin escuchar la respuesta. En aquel instante, que Carla saqueara su armario era lo de menos. Estaba de los nervios, le temblaban las manos, y no sabría decir si aquello era por emoción o por miedo. La mera sensación de plantearse que todo lo que creyó ver la noche anterior no era tal y como pensaba la mantenía expectante.

Entró en el edificio. Un reloj con más años que Matusalén clavado a la pared le recordó lo tarde que era. Técnicamente se retrasaba diez minutos, pero ya sabía Rebeca lo que pensaba Elena Mayo respecto a la puntualidad. No obstante... ¡Ah! ¡No podía pasar un minuto más sin saber la verdad!

Llamó a Manu. Mientras sonaban los tonos y esperaba escuchar su voz, empezó a caminar en círculos. ¡Qué tensión! ¡Qué ansiedad! ¡Qué...!

—¿Qué pasa, Rebe? ¿Estás enfadada conmigo?

—¿Dónde dormiste...? Un momento, ¿qué? —Suspiró—. ¿Por qué piensas que me tengo que enfadar? ¿Has hecho algo? Perdón, reformulo la pregunta: ¿has roto algo?

—¡Ya estamos con las acusaciones! Pues no es eso, listilla. Anoche te dije que volvería antes de que terminase la película, pero no lo hice. Perdón. Es que no pude evitarlo, me lo estaba pasando muy bien con Carla. ¿Te ha contado que nos enrollamos? Fue genial, Rebe, y se me pasó la hora...

—Tranquilo. Te perdono. —Le restó importancia por razones evidentes: había prisa y le urgían respuestas—. ¿Cuándo llegaste a casa?

—Sobre las dos y media —A Rebeca le dio un vuelco el corazón—. Ya no estabas en el salón. Vi la tele apagada. ¿Seguro que no estás enfadada?

—No. ¿Entonces quién coño dormía en tu cama?

—Adrián.

Al fin.

Rebeca apoyó la espalda en una pared y respiró hondo. Reprimió la necesidad de gritar y saltar de alegría.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfadada, verdad? ¡Lo siento!

—No estoy enfadada. Anoche os oí. A Carla y a ti. Creí que era Adrián con otra chica. ¡Estabais en su habitación!—Se pasó la mano libre por la cara en un gesto de agotamiento mental—. Me fui a dormir llorando y me he levantado llorando.

—Hostia, lo siento, Rebe. ¡No me extraña que estés enfadada! Si hubiese vuelto cuando dije, no te habrías llevado ese disgusto.

—Qué va, no te preocupes. —Rebeca se rio—. ¿Por qué os intercambiasteis las habitaciones?

—Su cama es más grande que la mía —explicó Manu—. Cuando quiero subir a una chica a casa, si a Adrián no le importa, duermo en su cama. Por la mañana lavo las sábanas y listo.

—Qué bonita amistad la vuestra.

—¿A que sí? Bajé al pub y me encontré a Adri en el portal. Le dije que se viniera conmigo, pero él no tenía ganas de salir. Parecía cansado. También le dije que te habías quedado dormida esperándole. Se sintió bastante mal y me preguntó si estabas enfadada con él. ¿Lo estás?

—¡No! No me he enfadado ni contigo ni con nadie. Deja de preguntarlo todo el rato.

La sonrisa de Rebeca se fue evaporando conforme escuchaba a Manu hablar. Si le volvía a preguntar otra vez si estaba enfadada con él, le gritaría y entonces sí que se cabrearía de verdad. Era una noticia maravillosa saber que el de la habitación de los gemidos no había sido Adrián. No obstante, seguían quedando preguntas sin respuesta. ¿Por qué volvió tan tarde a casa? ¿Qué hizo durante tantas horas? ¿De qué habló con Lucía?

—Me tapó con una sábana.

—¿Adri?

—Sí. ¿O fuiste tú?

—No, yo ni de coña.

—Siempre salen palabras dulces por tu boca, ¿eh? —comentó Rebeca cargada de sarcasmo—. ¿Sabes por qué llegó tan tarde a casa?

—¿Por qué?

—Manu, te lo estoy preguntando. Yo no lo sé.

—¡Ah! Pues yo tampoco. La verdad es que no se me ocurrió preguntarle eso. Tenía prisa. Carla me estaba esperando. Creo que venía de casa de alguien, imagino que de Lucía, pero no me hagas caso... —Se dio cuenta de que la estaba cagando porque enseguida se puso nervioso y le espetó—: ¡Pregúntale a él! ¡Hablad de una vez por todas! Yo no sé nada.

Y así, con un único comentario, la felicidad temporal de Rebeca fue arrasada. Desde la hora de comer hasta casi la una de la mañana, Adrián había estado en casa de Lucía. No hacía falta ser un genio para imaginarse qué habrían hecho, ¿verdad? Volvió a suspirar. Miró la hora. ¡Cielos! ¿De verdad era tan tarde?

—¡Joder! ¡Elena me va a matar!

—Vale, pero habla con Adri. ¡Aclara toda esta mierda ya!

—Sí, sí. Esta noche hablaré con él.

—No, esta noche celebramos el cumpleaños de Lina, ¿no te acuerdas? Hazlo antes. O después. No sé.

—¿Qué? ¿Enserio? Ni me acordaba. —Sintió que el reloj de pared la fulminaba con sus manijas y el rítmico tic tac le pareció ensordecedor. No podía entretenerse más—. Mira, da igual, me voy que llego tardísimo. Ya encontraré un momento para hablar con él.

—¿Pero estás enfadada o no?

Rebeca colgó sin contestar. A veces le fascinaba la capacidad con la que Manu podía llegar a convertirse en alguien tan pesado. Si no fuera porque lo conocía lo suficiente bien para asegurar que era un buen amigo, ya habría perdido los estribos con él un par de veces.

Respiró hondo. Se alisó la falda y entró en el laboratorio. Nadie pareció notar su presencia. Cada uno estaba pendiente de sus tareas, ni siquiera la saludaron. Aprovechando la oportunidad, Rebeca dejó sus cosas en una esquina y se puso la bata. Disimuló.

Felipe estaba en la mesa de siempre con un ojo cerrado y el otro observando a través de la lente del microscopio. Sinceramente, podría haber chocado un meteorito contra La Tierra que Felipe ni lo habría notado.

Entonces apareció Elena. Salió de la puerta lateral que conducía al despacho de Lucía. Estaba tan impecable como siempre, pero parecía ensimismada. No miraba a los demás ni corregía a todo el que cometiera un minúsculo error. Era algo tan extraño en ella que resultaba sobrecogedor.

Sus ojos se encontraron con Rebeca casi de inmediato.

«Aquí llega mi bronca por llegar veinte minutos tarde», pensó la de cabellos rizados aterrorizada.

—Buenos días —saludó Elena.

—Buenos días. —Rebeca sonrió con timidez.

—Hoy Lucía no vendrá a trabajar. Anoche se acostó tarde y ha decidido tomarse el día libre. —Se replanteó lo que había dicho, como si fuese consciente de que contar la vida privada de Lucía para justificarla no era muy profesional—. Bueno, que se ha cogido el día por razones personales. ¿Puedes encargarte de esto?

Le tendió unos papeles sin explicar qué eran ni qué tenía que hacer Rebeca con ellos. A Rebeca casi le dio un infarto al ver la pila de documentos.

—Claro. —¿Qué coño era todo eso?—. L-lo que haga falta.

—Si tienes dudas, pregúntale a Felipe.

Ni gracias ni nada que añadir. Elena Mayo pasó de largo y se encerró en su despacho. Rebeca se quedó quieta, en mitad del laboratorio, con el peso de todos esos folios entre las manos y sin saber qué pensar al respecto. ¿Era posible que aquella incorregible perfeccionista no se hubiera percatado de su retraso? Normalmente Rebeca pensaría que no, pero eso significaría reconocer que Elena había optado por no reñirla. Raro.

Dejó el papeleo sobre la mesa y empezó a trabajar. Estaba preocupada. Lucía se fue a dormir tarde y no había venido a trabajar. Adrián también llegó tarde a casa y, según Manu, se le veía cansado.

Otra vez incertidumbre.

Y encima ahora tenía que hacer su trabajo habitual, que ya de por sí era un asco, y enfrentarse a cuatrocientos folios llenos de notas que no sabía ni para qué servían.

Menudo día más largo.

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