𝓡| 13. SISTEMA LÍMBICO (II)
Soñó que tenía la piel impecable. Sin un solo granito en la cara, lisa y suave, con un poco de contorno marcando los rasgos y escaso colorete rosa en las mejillas. Llevaba los ojos maquillados con una delicada sombra de ojos marrón clarito. Algo discreto, elegante. Como Lucía.
Echó a caminar y a cada paso escuchó el eco de sus zapatos de tacón chocando contra el suelo. Frunció el ceño. Ella solía llevar sandalias o zapatos de tela. Agachó la cabeza y ahí estaban: un par de exuberantes tacones de punta y tacón finos rojo pasión. Como los de Lucía.
Rebeca empezó a sentirse incómoda. Se detuvo a mitad de camino y miró a la derecha. A su lado había un gigantesco espejo. Se vio reflejada y no puedo creerlo: vestía una blusa holgada de un blanco inmaculado y una falda de tubo ajustada marcándole la cadera y su plano abdomen. Su cabello era liso y estaba recogido en un coleta, con una pinza dorada decorándola. Tal y como solía vestir Lucía.
Rebeca dio un respingo. Esa no era ella. Veía su rostro, pero no su esencia. Rebeca casi nunca se alisaba el pelo, pues le gustaba su aspecto rizado e indomable que le venía identificando desde bien pequeñita. Sus caderas reales eran bastante más anchas y desde luego tenía una bonita barriga que siempre le abultaba un poco las camisetas. ¿Por qué veía su rostro en el cuerpo de Lucía?
Retrocedió, preocupada. Se pasó la mano por la boca y el pintalabios rojo se esparció por la mejilla. Con dificultad intentó descalzarse esos horribles zapatos. Casi perdió en equilibrio.
Una voz la llamó desde el final del pasillo:
—¡Lucía! ¿Vamos a cenar?
Ella se giró y vio a Adrián. La miraba sonriente, encantado con su presencia. Se había puesto tan guapo con esa camisa azul sin abotonar completamente y los pantalones de traje negros... Llevaba un ramo de flores entre las manos y se lo ofrecía directamente a ella. Rebeca sonrió y luego cayó en la cuenta.
—Yo no soy Lucía.
Se despertó de sopetón. Tardó unos pocos minutos en acostumbrarse a la oscuridad y comprender dónde se encontraba y qué acababa de ocurrir. Frente a ella la televisión permanecía encendida proyectando los créditos de una película. La banda sonora apenas se escuchaba y las luces estaban apagadas.
Rebeca sintió una aguda molestia en la espalda y el cuello. Claro. Se había quedado dormida en el sofá viendo Los Vengadores: End Game. Ya lo recordaba. Después de cenar una pizza con la ruidosa compañía de Manu, ambos habían decidido hacer algo de tiempo viendo una película. Recordaba al chico haberle propuesto bajar al bar a tomar una cerveza con Carla. Al parecer, la malagueña había tenido una buena bronca con su compañera de piso británica y estaba deseosa de posponer su regreso a casa todo lo posible. No obstante, Rebeca había declinado la oferta. Se sentía demasiado nerviosa y sabía que la cerveza le iba a sentar fatal. Odiaría volver a posponer la conversación pendiente con Adrián por un dolor de estómago. Le había dicho a Manu que fuese él sin ella.
«No te voy a dejar aquí sola comiéndote las uñas. ¿Vemos Los Vengadores: Infinity War?».
Lo cierto era que a Rebeca le alivió mucho que Manu no se marchase. Agradeció su compañía y consiguió abstraerse durante las dos horas de película sin pensar en Adrián. Los comentarios de su compañero de piso durante ese tiempo fueron tan divertidos que ella no hizo otra cosa que desternillarse o darle golpes con el almohadón cada vez que Manu se pasaba de original con las bromitas y acababa soltando barbaridades. Pero luego, cuando terminó, la ansiedad volvió a apoderarse de ella con más fuerza que nunca.
El reloj marcaba las once y media y ni rastro de Adrián.
En aquel momento, su imaginación perdió el control. Lo había dejado hacía ocho horas con Lucía. ¿Qué demonios pasaba? ¿Por qué todavía no había vuelto? Era muy tarde. No podían seguir hablando de sus cosas, ¿verdad? ¡No hay conversación que dure ocho horas! Comprobó las notificaciones del WhatsApp. Nada, ni siquiera un mísero emoticono. Se desesperó y Manu percibió el peligro antes de que estallase el caos.
«¿Vemos la segunda parte?», propuso. «¡No nos podemos quedar con esta tensión en el cuerpo, Rebe! ¡A por Thanos! Ves poniendo Los Vengadores: End Game que yo traigo helado...»
Así que gracias a Iron Man, Capitán America y, especialmente, Manu, Rebeca había conseguido pasar una hora más distraída, engullendo helado de chocolate, mientras Los Vengadores salvaban el mundo otra vez. En algún momento se había quedado dormida. No era de extrañar, pues, al fin de cuentas, había transcurrido un día demasiado largo y cargado de emociones; su mente necesitaba descanso urgente.
Ya despierta, Rebeca miró el salvapantallas de su móvil. Tenía un foto con Nuria de fondo. Las dos sacaban la lengua, llevaban gafas de sol y tras ellas solo se alcanzaba a ver el cielo azul celeste y completamente despejado de nubes. Sonrió levemente al ver la imagen y, acto seguido, sus labios se fruncieron en una mueca de disgusto cuando comprobó la hora: eran las dos de la madrugada.
—¡Qué coño...! —Se levantó del sofá, se enredó con la manta y cayó al suelo.
Entre tanta oscuridad y, principalmente, por culpa de su mente adormilada, no había visto que estaba tapada con una sábana roja. No recordaba haberse tapado para ver las películas. Supuso que al quedarse dormida, Manu debió hacerlo para evitar que tuviera frío y se despertase a mitad de noche.
Se puso en pie y a tientas encendió la linterna del móvil. Los cuencos donde Manu había servido el helado no estaban sobre la mesa, lo que indicaba que él lo había recogido todo. Otro dato a tener en cuenta: su compañero de piso no yacía dormido en el sofá de al lado. ¿Dónde se había metido aquel sinvergüenza? Encontró la pista que andaba buscando justo cuando dio con el mando de la tele para apagar la pantalla. Manu le había dejado una nota en un post-it resolviendo el misterio.
«Rebe, te has quedado dormida a los veinte minutos. Carla me ha escrito unas quince veces al WhatsApp para que baje al pub y me apetece mucho tomarme algo fuera. Salgo un rato con ella, pero volveré antes de que termine la peli que mañana trabajo».
Así que Manu la había traicionado. No podía reprochárselo, en condiciones ordinarias él era el primero en poner un pie fuera de casa para acoplarse a cualquier plan que se le propusiera. Quedarse viendo una película con Rebeca había sido un noble sacrificio por su parte. Además, teniendo en cuenta que se había dormido enseguida, ella ni siquiera había notado su ausencia.
Se dirigió al cuarto de baño masajeándose el cuello con una mano. Manu había dicho que volvería antes de que terminase la película, pero Rebe sabía que el pub cerraba a las tres y que seguramente al chico se le haría tarde entreteniéndose con cualquier cosa. Entró en el lavabo y se cepilló los dientes.
¿Y Adrián? ¿Dónde estaba? ¿Habría regresado a casa mientras ella dormía? ¡Menudo fastidio! Estaba ansiosa por hablar con él y entender qué ocurría entre ellos dos de una vez por todas... ¿Pero y si no había vuelto? Eso quería decir que estaba pasando la noche en otra parte. El corazón le dio un vuelco ante la perspectiva. Poco a poco, su mente empezó a dar forma a una horrible historia en la que Adrián, de alguna manera, acababa teniendo la noche perfecta de sexo y romance reconciliador en la cama de Lucía. No, no, no. Más pesadillas, no.
Pero era imposible, no conseguía quitarse la idea de la cabeza y estaba demasiado cansada para razonar como una persona normal y no fantasear con todos sus temores a la vez. Las dos de la madrugada no es hora para pensar en cosas importantes.
Acabó de cepillarse los dientes, lavarse la cara y ponerse una crema de noche que le había vendido por un sablazo económico en un momento de debilidad. Rebeca siempre caía en comprar cosas como cremas, jabones y productos faciales para tener la piel perfecta. No obstante, había quedado plenamente probado que por mucho dinero que se gastase, siempre lucía el mismo aspecto pero más hidratada. Por ahora, no veía milagros. Quizá iba siendo hora de prescindir de tanto producto y quedarse únicamente con crema hidratante y el jabón facial neutro asequible que vendían en el supermercado.
Mientras se dirigía a su habitación para ponerse el pijama escuchó unos sonoros ronquidos provenientes del cuarto de Manu. ¿Estaba en casa? Creía que se quedaría en el pub con Carla hasta que cerrasen... Caminó de puntillas tratando de ser lo más silenciosa posible y abrió la puerta de la habitación de Manu con cuidado. A veces chirriaban un poco las bisagras y no quería despertarlo.
Le costó verle con claridad, pues solo entraba la escasa luz que cabía por la puerta entreabierta. Rebeca distinguió el cuerpo musculoso de su compañero de piso tumbado boca abajo y sin camiseta. Se le cruzó un pensamiento sincero pero vergonzoso: «Madre mía, qué espalda». Sacudió la cabeza, como si sentirse maravillada por el aspecto de Manu fuese el mayor pecado que podía cometer.
—Qué asco, ¡no! —murmuró.
Rebeca retrocedió y cerró antes de que Manu despertase y la pillase mirándole dormir. Si una lo pensaba, lo que acababa de hacer ella podía malinterpretarse con mucha facilidad...
Sus ojos se posaron en la puerta de Adrián.
Podía contar las veces que había estado dentro de esa habitación con los dedos de la mano. La primera fue hacía tres días. Rebeca prácticamente le salvó la vida a Adrián cuando se percató de que era casi las ocho de la mañana y el chico no se había despertado todavía para ir a trabajar. Hubiera llegado muy tarde si no fuese por ella. Llamó a su puerta un par de veces, pero al parecer Adri era de los que viaja al mundo de los sueños sin dejar un ápice de conciencia en el real. Así que Rebeca entró en la habitación y lo vio enredado entre las sábanas, con una pierna destapada y los brazos alrededor del almohadón como un bebé. Le había tocado ligeramente el hombro con la mano y Adrián se había despertado de un salto, pegándole un susto de muerte.
En esa breve estancia en su cuarto, Rebeca se había quedado con tan solo tres detalles: Adrián tenía la cama más grande de las tres habitaciones, había una bicicleta plegable apoyada en su pared y su ordenador parecía un monstruo de tres pantallas que bien podría ser propiedad de un agente de los servicios secretos.
La segunda y ultima vez que entró, no tuvo tiempo de descubrir muchos más secretos de la vida de Adrián. En aquella ocasión, realmente solo abrió la puerta para pasarle su móvil. Se lo había dejado tirado en el salón y no dejaba de sonar. Rebeca había visto, accidentalmente, por supuesto, que era la madre de Adri quien no cesaba en su empeño de contactar con su hijo, y el tono de llamada era tan estridente que había puesto a Rebeca de mal humor. Abrió la puerta del cuarto de Adrián preguntándole a gritos si estaba sordo o qué. Él se quitó los cascos con cara de no entender por qué tanto revuelo y la miró con el ceño fruncido. Estaba sentado en su escritorio frente al gigantesco ordenador de tres pantallas. Atrapó el móvil con ambas manos cuando Rebeca se lo pasó y enseguida descolgó. Evidentemente, ella salió y cerró la puerta para darle intimidad, pero en sus cinco minutos dentro de esa desconocida habitación, tuvo tiempo de ver un libro de Ken Follet —le pareció que se trataba de Los Pilares de la Tierra— apoyado justo al lado del ratón del ordenador y una foto de Adri con varios chicos en la plaza de un pueblo —supuso que amigos suyos de Valencia o del trabajo— encima de la mesilla de noche.
Volviendo al presente, aquel lunes a las dos de la madrugada tras comprobar que Manu la había dejado durmiendo en el sofá y, en consecuencia, partiéndose el cuello, mientras él se iba a descansar plácidamente a su cama y roncaba como un animal salvaje, Rebeca se preguntó qué habría dentro del cuarto de Adrián. ¿Por qué no echaba un ligero vistazo? No. No, no, no. Se negaba a invadir su privacidad como una vulgar acosadora... ¡Pero es que se moría de curiosidad por saber si estaba ahí dentro o no! Tan solo abriría un poco la puerta, ni siquiera se permitiría cruzar el umbral. Solo para quedarse tranquila, nada más. Juró que no husmearía.
Caminó sigilosamente hasta esa habitación. Cada paso que daba se transformó en mil millones de puñaladas de culpabilidad. Sus ideas se entremezclaban: eso no está bien, tampoco es tan grave, pero no debería, aunque es apenas una ojeada... De pronto se halló frente a la puerta y el corazón le latió a una velocidad vertiginosa.
«Hazlo, Rebeca», se dijo. «No conseguirás dormir otra vez hasta que no veas la verdad por ti misma».
Agarró el picaporte, apretó los labios y, suplicando al universo no hacer ruido, abrió con mucho cuidado. Tal y como se había prometido a sí misma, únicamente permitió que la luz luna que se filtraba por el pasillo desde las ventanas del salón iluminara un estrecho hueco casi imperceptible del cuarto de Adrián.
No vio nada. En esas condiciones tampoco es que fuera posible observar con claridad. Se concentró en el silencio y lo único que escuchó fueron sus propios latidos bombeando con la fuerza de diez timbales. Pero ni rastro de la respiración de Adrián. Así que abrió un poquitín más la puerta, lo justo para que cupiera su cabeza en el hueco. Metió su rostro en el cuarto y, de nuevo, no vio nada. Casi no había luz, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad pero tampoco podían hacer milagros. Desesperada, abrió todavía más y entonces las cosas sucedieron muy rápido.
Consiguió descubrir un cuerpo abultado sobre la cama y casi al mismo tiempo las bisagras de la puerta crujieron tan estruendosamente que no había manera de que Adrián no las hubiese escuchado. Sintió pánico, vergüenza y rabia por haber sido tan patética.
Sacó la cabeza y cerró la puerta, pero no con cuidado para pasar desapercibida. No, la cerró de un portazo como haría una persona aterrorizada que lo único que desea es que la Tierra le trague y no hablar de lo que acaba de suceder en toda su penosa existencia.
Ya está. Oficialmente era patética.
Lo había hecho y Adrián la había pillado. Estaría en aquel instante despertándose, mirando a su alrededor completamente desorientado y tratando de entender qué cojones hacía Rebeca observándole desde las sombras. Dudaba que lo interpretarse como un gesto de protección romántico como hizo Bella Swan cuando descubrió que Edward Cullen adoptaba una conducta por las noches muy semejante a la de Rebeca aquel lunes a las dos de la mañana.
Rebeca cundió en pánico, huyó a su habitación cual cobarde incapaz de enfrentar las consecuencias de sus actos y esperó a escuchar los pasos confusos de Adrián saliendo de su habitación.
Y extrañamente no pasó nada de eso.
Silencio.
Solo entonces comprendió que estaba tan nerviosa que ya no se fiaba ni de sus sentidos. Adrián no estaba en casa. Lo que había visto no era un chico durmiendo, sino alguna mochila o ropa sobre la cama. De pronto estaba tan segura que hubiera puesto la mano en el fuego para demostrarlo.
Se sintió idiota, tonta y estúpida por actuar de esa manera, por enamorarse de un chico en dos semanas, por buscar cualquier excusa para justificar sus decisiones y por sufrir en lugar de disfrutar su estancia en Madrid. Se odió por ser todavía tan inmadura.
Salió de su escondite de niña pequeña, respiró hondo y abrió la puerta del cuarto de Adrián de par en par.
Encendió la luz y las sombras desaparecieron.
👩🏽🔬🧡👮🏼♂️
Escuchó perfectamente cómo su corazón se quebraba. Sonaba como el ruido del hielo resquebrajándose tras soportar mucho más peso del que era capaz.
Adrián no estaba en casa.
Rebeca no lloró. Se negaba a perder una sola lágrima por él y a sentirse todavía más imbécil de lo que ya se sentía. Notó que le escocía la mirada. Se le había hecho un nudo en la garganta. Aun así, aguantó, con los puños cerrados y el peso de la decepción a su espalda. Respiró con cuidado, esforzándose para no desmoronarse entre sollozos.
Por primera vez pudo ver la habitación de él sin prisas y sin miedo a que la mirase mal por husmear. Adrián no era tan desordenado como Manu, pero lo era de todos modos. Tenía la ropa sucia apilada en una esquina, dentro de una cesta de paja cuya capacidad había sido rebasada.
En contra de lo que se había prometido, Rebeca entró en la habitación. Olía a él.
Vio la única estantería que había repleta de cosas. Una foto con sus amigos. Otra con su familia. No había ninguna con Lucía, pero Rebeca se imaginaba que eso pronto cambiaría. También encontró archivadores con apuntes de la carrera. Manuales de programación apilados unos sobre otros y bastante maltratados. Distinguió un par de botes de perfume, la cajita de los auriculares inalámbricos con una funda roja y los enormes cascos con los que se aislaba de todo justo al lado. También encontró una caja enorme de cartón con una etiqueta que rezaba: «Cargadores y cables».
La cama estaba bien hecha. Las sábanas eran de un naranja apagado. Sobre ellas encontró la bolsa del gimnasio, la que había confundido con el cuerpo tumbado de Adrián.
Rebeca se sentó en la silla giratoria frente al escritorio. Si tan solo las cosas hubiesen sido de otra manera... Ojalá le hubiese confesado la verdad desde el principio. Ojalá su imaginación no le jugase malas pasadas tan a menudo. Ojalá no dudase tanto de los demás hasta destruir las oportunidades. ¡Joder, solo tenía que haberle preguntado! «Adrián, ¿tienes novia?» Él hubiera dicho que no. «¿Y por qué Lucía tiene una foto tuya en tu despacho?» Adrián le hubiese explicado su pasado. La preocupación de Rebeca se habría desvanecido. Y luego, quién sabe.
Se puso en pie. Todavía no era tarde. Mañana hablaría con él. Estaba dispuesta a preguntarle directamente por qué había pasado la noche fuera y hasta que no oyera de sus labios que había vuelto con Lucía, Rebeca no volvería a sacar conclusiones precipitadas sobre él.
Y entonces escuchó la cerradura de la puerta principal abrirse. Sálvese quién pueda.
A poco estuvo de sufrir un infarto. ¡Así que Adrián llegaba ahora! ¿Y dónde estaba ella? En su puñetera habitación husmeando. ¡No, no, no!
Movida por una ansiedad abrumadora, Rebeca salió de la habitación de Adrián, cerró la puerta y apagó la luz en apenas un segundo. Qué productivas somos las personas cuando tenemos miedo de que nos pillen.
Oyó que la puerta se abría justo en el mismo instante en el que ella se internaba en la oscuridad de su cuarto y se dejaba caer sobre su cama para fingir que dormía. Si Adrián se enteraba de lo que había estado haciendo hacía pocos segundos, pensaría que estaba loca y que le acosaba.
Se quedó inmóvil, escuchando. La puerta principal se cerraba con llave. Luego pasos por el pasillo y risas casi inaudibles.
Espera, ¿qué? Risas. En plural. Pasos de varias personas. ¿Qué estaba pasando?
Rebeca se acercó a la puerta de su habitación y apoyó la cabeza en ella. Sí, habían al menos dos personas, estaban hablando, pero no alcanzaba a entender nada. Solo distinguía murmullos. Estaba segura de que una de las voces era de Adrián. ¿Con quién había subido?
—¡Qué bueno que estás, joder!
—¡Shhh!
Había una chica con él. Enseguida supo que se trataba de Lucía. O eso o Adrián venía de algún bar y había ligado con una desconocida. Dios... ¿Estaba temblando? Así era, Rebeca estaba temblando, aterrorizaba. Nunca en su vida había deseado equivocarse tanto como en ese momento.
Los murmullos cada vez estaban más cerca. Rebeca comprendió al instante a dónde se dirigían. Él iba a su habitación con ella, quienquiera que fuera. Rebeca no era imbécil, sabía lo que estaba pasando. Iban a follar, claro que sí. El tío por el que estaba a punto de romper a llorar iba a meterse en la cama con una tía, Lucía posiblemente. Unos gritaría de placer aquella noche y otros callarían de tristeza en la habitación de al lado.
Solo cuando supo que ambos ya no estaban en el pasillo, Rebeca se atrevió a salir. Caminó descalza hasta la habitación de Adrián. La puerta estaba cerrada. Dos personas se reían dentro. Solo por confirmar, esperó. ¿Que si estaba loca por permanecer frente a la habitación del tío que le gustaba mientras él se follaba a otra? No. Quería oír cómo su corazón se partía en mil pedazos, quería llorar y llorar hasta que le doliera la cabeza, quería no olvidar nunca la sensación de sentirse estúpida esperando a una persona despreciable.
Tal y como predijo, pronto les oyó gemir. Y entonces las lágrimas cayeron por sus mejillas como un río salado. Estaba triste. Estaba enfadada. Estaba destrozada. Se sentía totalmente humillada. Era la segunda vez en su vida que sufría por un gilipollas. Y esta vez había intentado ser precavía, había desconfiado de todo hasta el final... Aun así, no había podido evitar el padecer el mismo resultado: dolor.
Pasó por el cuarto de Manu y volvió a mirar dentro. Ahí seguía él durmiendo como si no hubiera un mañana. Los gemidos de Adrián y su amiguita no parecían molestarle.
Rebeca volvió a su habitación, cerró la puerta y se puso los auriculares. Se durmió media hora después habiendo escuchado cuatro baladas tristes y empapado su almohadón con lágrimas.
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