La cena de un rey

—Ya no aguanto las ansias de comer pescado —le dijo su esposo.

Brisa lo miró con nostalgia. Él solía ser un caballero de la compañía del rey. Pero, durante la última batalla, justamente por salvarle la vida al rey, sufrió una herida en la rodilla, que lo dejó no del todo inválido, pero con un gran dolor.

—¡Qué poco agradecida es la vida! —seguía quejándose él, como todos los días. Consideraba que su lesión debía tener el mismo tratamiento que las del rey.

El pescado que su esposo apetecía, ese que él pretendía como agradecimiento por parte del rey, no era tan fácil de hallar, ya que poseía propiedades mágicas. Se rumoreaba que solamente el rey tenía acceso a él, pues su castillo estaba sobre el acantilado. Y allí era donde moraba este fantástico pez. El rey, con sus ochenta años, se volvía cada vez más fuerte, a pesar de batallas interminables con los reinos lindantes.

Cansada de los improperios, Brisa salió raudamente de la casa. El día era particularmente húmedo, y el humor de su marido era insoportable a causa de su herida.

Caminaba lento: ya no era esa chica agraciada, sus mejores años habían quedado atrás. El tiempo había hecho estragos con su piel, su cabello y su cuerpo. Grandes y oscuras ojeras deslucían aquellos ojos soñadores. Trabajaba el doble para cubrir los gastos. Ni siquiera podía sugerirle a su esposo que encontrara un trabajo: eso sería deshonra. Quien había sido alguna vez un caballero andante, ahora tomaba más de lo debido y había desarrollado una pronunciada barriga cervecera. A veces, Brisa lo descubría conversando animosamente con las mujeres de la aldea. Aunque nunca lo había sorprendido con ninguna en particular, tenía sus sospechas; pero con tanto trabajo, le era difícil saber. Ella seguía amándolo como el primer día, cuando se conocieron, varios años ya, a la orilla del mar.

Volvió por la tarde con una mano envuelta en vendajes y cargando en la otra un trozo de pescado.

Lo preparó con mucho amor, y surtió el efecto esperado: apenas su esposo lo probó, desapareció el dolor de su rodilla.

El problema residió en que el sabor de ese pescado era celestial. Y eso llenó de energía pero también de malicia al excaballero. Por lo tanto, sin considerar el pobre estado en el que se encontraba Brisa, fingió no sentirse recuperado.

—Si tan sólo, ¡oh! —clamaba, preso de su gula—. Si tan sólo pudiera probar otro pedazo, tal vez me curaría por completo.

Y ella, presa de su inocencia, desapareció varias veces tras el acantilado para traerle pequeños pedazos de ese manjar indescriptible.

Con cada viaje, el excaballero se hacía más fuerte, y su esposa reaparecía con un nuevo vendaje en la mano, en la pantorrilla, en el pie. Hasta que un amanecer, ya no regresó a su hogar.

La última vez que su esposo vio a Brisa fue a los ochenta años de edad, cuando el rey por fin exhibió el tesoro nacional, la fuente de su poder, con mucha fanfarria y cierta tristeza: el cuerpo de la sirena era ahora un conjunto de huesos raídos por el tiempo y, en varias partes, por el propio rey.

El excaballero se quedó mirando ese esqueleto que sólo conservaba unos ojos soñadores. Aquellos mismos ojos que varios años atrás lo enamoraron a la orilla del mar.

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