Tú decides

—La mayoría de la gente huele mal. Si todos los cuellos olieran como el tuyo, todo el mundo sería vampiro. Pero por suerte nena, eso no es así —Gabriel decía esto mientras me apartaba el pelo del cuello y, dejando su fría mano en mi nuca, acercaba la nariz a pocos milímetros de mi piel y aspiraba profundamente con los ojos cerrados—. Los muerdes porque tienes que chupar sangre para vivir, pero solo a uno entre cien te lo comes con cierto placer.

Él seguía hablándome como si nada, rozándome con su letal boca. Era la primera vez que lo sentía tan cerca.

Con cada palabra, su aliento helado me quemaba peligrosamente. Era magnético. Menos mal que mi lado racional, siempre presente, hizo que me apartara de él. No era momento de dejarse llevar, por mucho que lo estuviese deseando. Necesitaba aclarar mi mente. Esa noche era demasiado decisiva y se nos escapaba furtiva. Estaba hecha un lío.

Me senté en uno de los bancos de aquella estación de tren abandonada y abracé mi mochila como aferrándome a lo poco que me quedaba de mi vida anterior. El frío se calaba ahora en mis huesos.

Este chupasangres había vuelto mi mundo patas arriba. Jamás lo hubiera imaginado y aún me resistía a hacerlo, pero muy dentro de mí sabía que estaba colada por él hasta la médula y eso ya no tenía vuelta atrás. ¿Sería esa atracción propia del encanto vampírico o era algo que solo nos ocurría a nosotros?

—Igual simplemente yo no nací para ser una criatura de la noche y punto —continuó explicando él, dejándose caer a mi lado, un poco demasiado lejos para mi gusto, con la vista perdida en las oxidadas vías—. Yo solo pido comerme una pizza a gusto, con su queso fundido y su salsa napolitana, pero, por desgracia, cuando alguna vez le doy un bocado a alguna, la tengo que escupir al acto porque me sabe a cartón mojado. Tú igual lo ves una estupidez, pero a mí esto me repatea. ¡Qué mierda de inmortalidad es ésta en la que no te dejan ni disfrutar de un inocente placer como ese!

—Creo que puedo entenderte —le respondí yo por fin—, ya sabes que a mí los de tu especie nunca me habéis gustado. Siempre tan tristes y siniestros, somos totalmente opuestos. Pero, después de conocerte, veo que puede que no seáis todos iguales. Imagino que muchos de vosotros fuisteis convertidos contra vuestra voluntad. Como la mayoría de nosotras, engañadas por la promesa de algo idílico.

—Daría lo que fuera por algo tan tonto como ir a la playa y pasear tranquilamente al sol... —confesó él casi solapando mi última frase—. Me encantaría broncearme y dejar de tener este aspecto tan siniestro como tú dices, pero, chica, esto es lo que me ha tocado. Asumo que tengo cierta tendencia al dramatismo, pero a ver quién es el guapo que después de cerca de un siglo viviendo solo, de noche y condenado a morder mínimo un cuello extraño al día, no lo ve así —y sentenció—: Nena, estoy cansado. Prefiero vivir lo que me quede de vida y morir como un humano más. Necesito evolucionar, aunque eso implique hacerme un viejo y cascarla por alguna estúpida enfermedad.

Sus palabras eran duras, pero verbalizaban mis mismos pensamientos. Yo también estaba desencantada con mi vida inmortal que, aunque no era tan lúgubre como la de un vampiro, no dejaba de ser una cárcel con barrotes de oro.

Con la insinuación del amanecer en forma de leve resplandor en el horizonte, se dio la vuelta y clavándome las irresistibles pupilas que a tantas almas habían robado su voluntad, me susurró con voz ronca:
—Bebamos nena, el final de nuestra agonía está cerca. Ya no podemos esperar más, sabes que el hechizo solo funcionará esta noche y esto es lo que ambos más deseamos en este puñetero mundo.

Abrí mi mochila y saqué las dos botellitas de cristal que contenían la tan codiciada poción de la mortalidad. Me quedé una y le pasé la suya.

Él la destapó y olió el interior. Yo empecé a temblar de los nervios.

—¿Y si no funciona? ¿Y si hemos llegado hasta aquí para nada? —dije yo casi tiritando. Tenía lo que tanto había ansiado al alcance de mi mano y era un mar de dudas. 239 años dando guerra dejan ciertas secuelas en todo carácter, por templado que este sea. Pero al fin formulé en voz alta la pregunta más difícil de todas—: ¿Y si nos arrepentimos?

—Lo averiguaremos juntos, cielo. Si me dejas, me comeré a besos cada arruga que surque tu piel. 

Y sin apartar sus ojos de mí, se llevó la botella a la boca vaciándola de un trago.

Aquella frase tan cursi salida de un tipo al que no le pegaba nada decir eso, me sirvió de empujón. Cogí la poción y me la tomé lentamente. Tenía un sabor muy amargo, como amarga debe ser la muerte, pensé irónicamente.

Con el último sorbo, como poseída por una fiebre salvaje, lancé mi mochila al suelo, haciendo añicos los frascos vacíos y me senté a horcajadas encima de Gabriel. Sabía que, si esto no había funcionado, le iba a perder con el primer rayo de sol que le rozara el cuerpo, así que no podía desaprovechar ni un segundo.
Él me acercó sin pudor hacia sí cogiéndome de las nalgas y por fin sentí que estaba donde siempre había querido estar. Entrelacé mis dedos con su pelo y detonamos el beso más intenso y deseado que se pueda imaginar. Nos mordíamos, nos chupábamos y nos comíamos, a veces rápido y otras lento.

Poco a poco, el sol empezó a lamer nuestros cuerpos y continuamos besándonos un buen rato sin atrevernos a abrir los ojos.

Él seguía vivo y yo me sentía viva por primera vez.

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