Los «Supérrimos» y el Reino Inferior
Cuentan que, al principio, todo era polvo en suspensión que se fue posando sosegado, con la paciencia en la que fluyen los elementos, ignorantes de la existencia del tiempo. De aquellas motas de polvo primitivas nacieron criaturas amorfas que sufrieron caprichosas mutaciones.
Los primeros años de luz en la Tierra fueron inaugurados por unos seres tan opuestos que se dividieron, como tamizados por una mano divina, en dos reinos. Eran completamente diferentes, pero tenían una cosa en común: el carácter bélico; razón que propició que pronto quedaran enfrentados entre sí por la dominación del Mundo.
Las más elevadas montañas fueron habitadas por los supérrimos, quienes miraban con desdén al resto de seres desde la comodidad de los balcones de sus estrambóticos y opulentos palacetes.
Eran gigantes guerreros, que no creían tener rival. Hacían gala de una desmesurada fuerza, fruto de su colosal musculatura. Eran hermosos según unos particulares cánones de belleza de rasgos desmedidos. Para ellos, todo, cuanto más grande, mejor.
Luchaban por la soberanía sobre cada uno de los habitantes de la faz de la Tierra, pues estaban convencidos de que no existía más verdad que la suya. Se jactaban de actuar siempre según dictaban sus leyes y todas ellas se fundamentaban en un solo dogma:
«LA SUPREMACÍA ES DEL SUPERIOR».
Con este emblema grabado en las armas, ejecutaban a los enemigos sin piedad y mantenían a raya cualquier acto de sublevación. Ellos estaban por encima de todos, pero desconocían que justo bajo sus pies habitaba el peor enemigo: el Reino Inferior.
Los inferiores eran unos seres minúsculos, de facciones afiladas y piel cubierta de una capa de vello pardo. Un solo soplido de un supérrimo era capaz de derribar a todo un escuadrón de ellos. Al lado de los habitantes de las montañas eran débiles, frágiles, ridículos e inapreciables; sin embargo, contaban con una ventaja sobre ellos: una asombrosa capacidad de reproducción. No necesitaban una gestación eterna como la de sus descomunales vecinos de arriba y, además, en un solo parto, una hembra daba a luz con facilidad a una docena de ellos. Así pues, aunque sus huestes fueran a menudo diezmadas, se reponían con extrema celeridad.
Durante siglos, habían excavado infinitos túneles bajo tierra, forjando así lo que ellos llamaban el Inframundo: una sucesión de urbes interconectadas entre sí por pasadizos tan intrincados como una madeja de lana. Se organizaban igual que un enjambre colaborativo, por el bien común, era la forma de compensar su debilidad como individuos.
En solo una noche fueron capaces de robar, grano a grano, todas las existencias de azúcar y de sal de las bodegas de los gigantes. Saquearon las despensas del propio capitán de la guardia, dejándolo sin sus «hierbas de la risa suprema». Pero el colmo fue cuando ingeniaron un minucioso sistema de riego, que drenó todos los barriles de vino de la taberna hasta unos minúsculos grifos instalados en cada uno de los hogares inferiores.
La ira de los supérrimos había sido desatada. Ellos eran seres superiores y no iban a consentir que aquellos enanos los desvalijaran. Organizaron a las tropas y excavaron los suelos hasta dar con diminutas calles, plazas, colegios... Pero desde las profundidades de la corteza terrestre emergieron hordas de inferiores que se defendían atacando con alfileres en los ojos del enemigo para frenar su avance. Algunos gigantes vertieron tarros de miel por las galerías de sus menudos enemigos, que morían a miles atrapados por la dulce viscosidad. Los inferiores fueron masacrados en una lucha desigual.
Mas un secreto aguardaba en las profundidades del Inframundo. Un grupo de supervivientes se atrincheraban en los abismos custodiando con sus vidas al que estaban seguros de que iba a ser el salvador. Había llegado la hora de sacar la última y más mortífera arma: el guerrero Ínfimo.
Llegó el gran día. Ínfimo se despidió de sus padres, así como de los devotos guardianes protectores, para emprender el viaje que liberaría al Reino Inferior de la opresión de los supérrimos. Montó en un palanquín tirado por cuatro pulgas domesticadas y, en unos cuantos brincos, llegó a las puertas del Consejo Supérrimo.
Sabía que no le permitirían la entrada, pero él había sido entrenado en muchas disciplinas, entre ellas «el vuelo en diente de león» y aquel era el momento de exhibir su destreza. Se colgó un irrisorio alfiler al hombro y se encaramó con pericia a una de las semillas de esta planta. Sopló con la intensidad justa hacia el blanco vilano y empezó a volar suspendido en la corriente de aire que iba a colarse directa por una de las ventanas del ilustre edificio.
La fortuna estaba de su lado, uno de los vetustos gigantes del Consejo de Sabios Supérrimo se encontraba en pleno bostezo, con lo que le fue de gran facilidad introducírsele por la boca, abierta de par en par. Ínfimo contaba con vastos conocimientos de anatomía y había desarrollado la hipoxia hasta límites desconocidos para cualquier inferior, por lo que se encaminó hasta los pulmones del anfitrión y se escabulló por la arteria pulmonar hasta el mismo centro del corazón. Una vez allí, sin que el viejo enemigo se hubiera percatado de nada, comenzó a clavar el alfiler en un sinfín de microestocadas maestras, consiguiendo matar a su enemigo desangrado por dentro, sin remedio y en unos instantes.
El resto de sabios acudieron prestos al auxilio de su colega, sin comprender qué podía haberle pasado a un tipo en apariencia tan sano. En ese momento, y ante los ojos estupefactos de todo el Consejo Supérrimo, Ínfimo emergió triunfante a través de una de las fosas nasales, bañado en la sangre de la víctima.
Ya iban a darle caza con un matamoscas, cuando él los detuvo a todos con una frase demoledora:
—¡Apelo a la ley dogmática de los supérrimos: LA SUPREMACÍA ES DEL SUPERIOR! —gritó a pleno pulmón con el aplomo que solo tienen los héroes en tamañas tesituras—. Soy superpequeño, ultraminúsculo, con creces el ser inteligente de menor tamaño de nuestro Mundo. En esto soy muy superior a vosotros, así pues, reclamo mi supremacía.
Aquel alegato no tenía fugas y los supérrimos tuvieron que rendirse a la evidencia. Una nueva raíz abría una grieta en el sólido dogma que sustentaba la forma de vida de los titanes y aquello derrumbó los cimientos de su sociedad.
Aquel mismo día los dos reinos firmaron un tratado de paz que les permitió convivir en armonía. Se borraron las diferencias entre ellos y, siglo tras siglo, sus aspectos físicos se acabaron fusionando dando lugar al humano, tal y como lo conocemos hoy en día. Determinados antropólogos defienden, en sus teorías sobre la evolución del homo sapiens, que el vello axilar y el púbico no son más que vestigios de los inferiores y que, a su vez, las ansias de poder, el egoísmo y el afán de superioridad son la marca genética imborrable de los antiguos supérrimos.
***FIN***
Sí, es una rayada de cuento🤣, pero dejadme que os explique.
Se trataba de la participación a un concurso que al final no se llevó a cabo cuyo tema central era el concepto "SÚPER" en todo su abanico de significados y aplicaciones.
Espero que os haya entretenido. Yo me lo pasé genial escribiéndolo, fue como un viaje a mi infancia.
¡Muchísimas gracias por pasaros por aquí!
¡¡¡BESAZOOOOS!!!
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