La melancolía de Uriel
El Equinoccio es una fecha mágica en la que día y noche pintan las mismas horas de luz que de oscuridad, lo que nadie sabe es que, en esa parte no visible de la Tierra, donde la magia existe, el Sol se encuentra con su amante, el hijo de la Luna. Funden su pasión en un abrazo iridiscente y exprimen cada segundo de su única cita anual, antes de continuar su solitario vagar por el espacio etéreo.
Cuentan que, hace mil ecuenios, cuando el mundo era un oscuro desierto de hielo olvidado por el Sol, tras un largo eclipse, un bebé apareció en la torre más alta del castillo de unos reyes sin descendencia, envuelto en una capa que reflejaba las estrellas. Aquel niño se convirtió en un hermoso príncipe de piel nívea, iris plateados y cabellos pálidos como rayos lunares. Se llamaba Uriel y, aunque lo tenía todo para ser feliz, vivía preso de una extraña melancolía. Tumbado en su cama de mullidas pieles cerraba los ojos, exhausto, pero jamás dormía.
Los mejores médicos estudiaron su caso. Le analizaron los niveles de las sustancias del sueño: melatonina, serotonina... y un sinfín de parámetros más. Los hechiceros fracasaron con sus pócimas, y así pasó varias vueltas al Sol, torturado y sin encontrar una cura.
Ahogado en un mar de atenciones, cogió la capa estrellada y escapó del palacio a lomos de su corcel para buscar por sí mismo una solución. Atravesó océanos de tristeza, llanuras inhóspitas y bosques de árboles helados, hasta que la primera noche de verano, cuando el Sol está más cerca de la Tierra, todo cobró sentido.
Como si unas fuerzas magnéticas los hubieran arrastrado hasta el centro del planeta, a orillas del lago Jano, en cuyas aguas todo da comienzo y a la vez encuentra su fin, sus dos caballos coincidieron en el deseo de abrevarse.
Uriel sintió calor por primera vez y se sumergió en aquel líquido templado. Entonces emergió el hombre más bello que jamás hubiera visto. Elián lucía un bronceado dorado, en su pelo refulgían hebras de cobre y hierro fundido, y sus ojos vestían una mirada tostada que al acto le calentó el alma. Unieron las manos y su angustia desapareció, estaba curado. Dos pieles de tonos opuestos se complementaron, absorbiendo cada detalle, y pronto sus labios tuvieron sed. Se amaron tan intenso que el amanecer los encontró empapados sobre la capa mágica.
—Debo irme, mi amor —Elián derramaba lágrimas de oro—. Moveré el universo por ti y prometo visitarte una vez al año.
Uriel regresó al castillo y vivió un reinado bendecido por la luz. De día los rayos de sol le besaban la cara y de noche dormía acariciando la veragua de las costuras de su capa, el único recuerdo de su amado. Cada equinoccio ansió el encuentro con la fuente de su felicidad, hasta que su vida humana se consumió. Ahora disfruta de un verano eterno, suspendido en una estrella, a la vera de su madre, la Luna.
***
Relato escrito para la Antología 4 Estaciones organizada por el perfil AntologiaLight
El reto consistía en incluir las palabras resaltadas en negrita dentro de una historia que evocase al verano.
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