Fuegos artificiales


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Fuegos artificiales.

Pese a que Lucerys le había afirmado que estaba bien y no lo culpaba por nada pues lo sucedido únicamente era responsabilidad de su tío, Aemond no podía dejar de sentirse mal cuando lo veía tropezarse con algún mueble o fallar en tomar algo, aun acostumbrándose a solo tener un ojo para ver. O cuando a veces su prometido adolecía por la herida todavía sanándose, su esencia Alfa había sido lastimada y no se recuperaría del todo por esa mutilación.

—Hey —Lucerys tomó su mentón, alzando su rostro— No caritas tristes.

—¿Cómo seguirás siendo capitán así?

—Como muchos otros lo han hecho antes, mi amor, no soy el primero ni seré el último. Ya no te sientas así, no te va, prefiero escuchar tus gruñiditos.

—Sé serio.

—Lo estoy siendo, no me importa esto, Aemond, de verdad. Puedo pagar cualquier precio con tal de que tú no seas lastimado.

Había algo en esas palabras que lo impulsaban a abrazarlo y reconfortarlo con su propio aroma, no era un ingenuo para saber lo difícil de una carrera militar estando tan desvalido, pero ahí estaba ese necio Alfa dispuesto a todo por él. Semejante muestra de cariño, además de sus cortejos ya estaban teniendo un efecto contundente en su persona. Ahora no solo soñaba con Lucerys, también en el día lo buscaba de forma inconsciente, estar más cerca de él o hacer algo como tirar un guante o fingir que se había atorado para que lo tocara. Había que ser muy astuto teniendo a Vhagar observándolos de cerca, así que los pretextos pronto se le iban a agotar.

Rhaenys celebró un baile, más para distraer a todos de la situación con Daemon que otra cosa, aprovechando que ambos ya estaban mejor. Aemond le pidió un diseño a su hermana Helaena, que Rhaena hizo el favor de traer al palacio, un lindo vestido como todos los de la tienda. Mientras estaban preparándose, recordó el sobre que había hurtado del palacio de Westeros, solo que no le pareció buena idea comentarlo todavía, eso era un as bajo el manga que bien podía servirle para humillar finalmente a su tío, lo mejor era guardarlo en secreto.

Como siempre, el baile fue agradable, más o menos los mismos invitados, solo una variante de que verían fuegos artificiales como un espectáculo extra. Aemond suspiró un poco, caminando junto a Lucerys a quien observó de reojo, esa noche él había sido quien buscara tener más contacto con su prometido, pegándose más a su cuerpo mientras bailaban o retener unos minutos más la mano en su cintura. Estaba vuelto loco, a decir verdad, con eso de tener a su Alfa tan cerca por largo tiempo a como diera lugar. Claro que el joven príncipe no se hizo el ciego con esos avances, su agarre era más posesivo y su mirada más oscura.

El espectáculo inició con todos aplaudiendo y admirando las figuras formadas en el cielo con tantas luces que pareció de día. Lucerys alcanzó su mano, tirando apenas de él para que le viera, guiñándole un ojo y sacándolo de entre la multitud con algo de prisa antes de que todo el alboroto por los fuegos artificiales se terminara. Aemond no supo qué pretendía, se dejó llevar con gusto, mirando por encima de su hombro hacia donde sus guardianes quienes de momento estaban prestando atención al cielo. Fueron preciosos minutos que aprovecharon para correr tan rápido como pudieron, perdiéndose entre las columnas y enredaderas a un lugar menos concurrido.

—Luke...

—¡Por aquí!

Tuvo que levantar sus faldones para no tropezarse, riendo junto con su prometido al dejar atrás ese jardín y bajar hacia la parte trasera del palacio, donde estaban los carruajes sin los caballos pues solían separarlos para que descansaran en las caballerizas hasta que sus ocupantes necesitaran volver a sus hogares. La pareja corrió entre ese laberinto de carruajes, hasta que encontraron el que era de ellos, Lucerys abriendo la portezuela y ayudando a Aemond a subir, levantándolo en vilo por su cintura con un beso en sus labios.

—¿De qué se trata todo esto, Lucerys Velaryon? —buscó quejarse con un falso tono de voz ofendido.

—Se trata de nosotros.

—Tendrás que explicarte mejor.

—Por supuesto, mi príncipe.

Bajando las cortinillas, aquel atrevido le sonrió entre las penumbras, acercándose a él con sus ojos depredadores. Aemond sintió cosquillas, su corazón latió aprisa y antes de que se pusiera a pensar lo que estaba haciendo, sujetó el rostro de Lucerys entre sus manos para estamparle un beso apurado, algo torpe que hizo reír bajito al príncipe, unos brazos lo rodearon, recostándolo apenas sobre el asiento del carruaje al tiempo que una lengua abrió camino entre sus labios, enredándose de inmediato con la suya.

Fue como si él estuviera hecho de leña seca y alguien le prendiera fuego. Las manos en el rostro de su prometido fueron a su nuca y espalda, atrayéndolo por completo hacia él al caer de lleno sobre el asiento, gimiendo por el peso de su cuerpo cubriéndolo que se sintió tan bien, tan reconfortante como nunca. El beso se hizo ansioso, acalorado, sus lenguas danzando y las manos de ambos recorriendo sin pudor los costados de su cuerpo. Aemond se sintió extraño, desesperado por algo y le fue claro que estaba humedeciéndose. Su piel se erizó al sentir una de esas manos exploradoras colarse debajo de las finas telas de su blanco traje con la boca de Lucerys lamiendo su cuello como si fuese un caramelo.

—¿Puedo tocarte?

—Esa pregunta viene muy tarde.

—¿Puedo?

—Si no lo haces, te arranco el otro ojo.

Lucerys rió, no como usualmente lo hacía tan bobalicón, era más bien... ronca. Sus cabellos se habían despeinado gracias a las manos de Aemond recorriendo esos rizos, tirando de ellos cuando la mano traviesa alcanzó su entrepierna, tocándolo como ni él mismo lo había hecho, abriendo sus piernas para que se acomodara mejor.

—¿Te gusta?

—No pares... no lo hagas...

Estaban yendo muy rápido... o recobrando camino si lo pensaba mejor. Tenían mucho cortejándose y conteniéndose. Aemond buscó los labios de Lucerys, gimiendo contra ellos cada vez más excitado dejando que sus feromonas hablaran por él, complaciéndose al olfatear las de su prometido en la misma sintonía. De pronto el espacio dentro del carruaje se hizo muy pequeño, la temperatura subía o fue su cuerpo necesitando más y más. Llevó esa mano tocándolo más abajo, que sintiera su humedad, mirándolo fijamente.

—Aemond...

—Hazlo.

—Esto... no tiene vuelta atrás.

—No me gusta repetirme.

La risa de su prometido cambió rápidamente a un gruñido posesivo que le encantó, peleando con esas telas como la estúpida cantidad de botones en la chaqueta de Lucerys, queriendo ver más de su piel, los dos ya dejándose llevar por la atracción y el deseo. Para no acobardarse, Aemond no quiso mirar cuando escuchó un cinturón caer, sintiendo el roce claro entre sus muslos de algo muy duro y caliente, más que su piel. De solo pensar a dónde iría ese trozo de carne firme se humedeció más, sujetándose a los hombros del joven Alfa con un asentimiento para que lo hiciera porque estaba a nada de soltarse a llorar si no lo tenía dentro de su cuerpo ya.

Dolió, no lo suficiente para arrepentirse, convirtiéndose en una incomodidad y luego, en la más increíble sensación que el Omega hubiera podido haber experimentado. Se sintió como si todo su cuerpo fuese un chocolate derritiéndose en leche caliente, arañando la espalda de la que se sostuvo, una lágrima corriendo por su mejilla por el inicial dolor, suplicando con una voz que desconoció que su Alfa lo tomara. Lamiendo esa mandíbula cuadrada, gimiendo contra su piel a las embestidas que vinieron cada vez más profundas.

Una mano de Lucerys cubrió su cabeza al acelerar, impidiendo que fuese a golpearse contra la ventanilla, lamiendo su pecho, mordisqueando su piel moviendo sus caderas de una forma que hizo rodar los ojos a Aemond, arrancándole gritos que se ahogaron en su hombro. No había vuelta atrás, por supuesto, ninguno se arrepintió, menos cuando el Omega ofreció dócilmente su cuello a su Alfa al llegar al orgasmo, pidiendo algo que le fue concedido casi enseguida, una fuerte mordida mientras un Nudo terminaba de reclamar todo de él.

Solo hubo respiraciones agitadas, erráticas, el aroma de sexo dentro del carruaje y ellos hechos un completo desastre. Los fuegos artificiales ya habían terminado. La pareja se miró, sin arrepentimientos en sus miradas, solo esa clase de felicidad que se da cuando hay un completo entendimiento, cuando se saben el apoyo el uno del otro. Aemond se sorprendió de ello, porque lejos de sentirse apenado o angustiado, había disfrutado ese enorme desliz, entendiendo mejor a su hermano Aegon cuando hacía sus desmanes. Se sentía muy bien hacer algo malo.

—Te amo —murmuró Lucerys, lamiendo su Marca.

—Lo sé —bromeó, ronroneando descarado con sus piernas todavía apretándolo.

Hubo otro poco de dolor cuando se separaron, el vestido de Aemond claramente manchado era la prueba fatal de lo ocurrido. Estaban terminando de arreglarse lo mejor que podían cuando la portezuela se abrió de golpe, haciéndolos respingar. Meleys estaba ahí, viéndolos como si fuesen su siguiente cena. Lucerys tragó saliva, tartamudeando un poco, quedándose con las palabras en la boca porque la dama azotó la portezuela, dejándolos solos unos minutos más.

—Terminen de arreglarse —fue todo los que les dijo.

Cuando salieron del carruaje, los esperaban Arrax y Vhagar, esta con una expresión que Aemond juró iba a dejarlo viudo antes de casarse. Se interpuso entre Lucerys y ella, mirando con toda la resolución que podía ante esos fieros ojos.

—Yo lo quise y no me arrepiento.

Venciendo la vergüenza inicial, fueron separados para cada uno ir a darse un baño y luego ver a la princesa Rhaenys. Ya a la luz de las velas es que Aemond se dio cuenta por qué Vhagar estaba hecha una furia, lejos de que su traje estuviera arruinado por telas desgarradas quien sabe cuándo, la mancha de sangre era una afrenta a su celosa protectora.

—Por favor, Vhagar, no te enojes —le suplicó una vez en la tina, sujetando las manos de su dama— No fue un momento de estupidez.

—¿Ah, no?

—Lo necesitaba.

Vhagar entrecerró sus ojos, suspirando luego al soltarse con cuidado.

—Esto debió ser en la noche de bodas, no antes.

—No todo debe ser al pie de la letra, tú misma me lo dijiste.

—Y Su Alteza tomó mis palabras de la forma que mejor le convino ¿cierto?

—Vhagar...

—Ya no hay nada por decir —ella negó, sonriéndole al fin— ¡Pero no vuelven a tocarse hasta la boda!

Rió, más tranquila ahora de verla a su humor usual, poniéndose su bata para ir a recibir el consabido sermón de Rhaenys que le supo más falso que la inocencia de Daemon. Solo estaba llamándoles la atención porque tenía que hacerlo, pero a leguas se notaba que estaba feliz porque hubiera sucedido, aprovechando para adelantar la boda pues no quería habladurías lo que en realidad quiso decir que no deseaba que los volvieran a buscar por todo el palacio y los encontraran follando. Lucerys le sonrió, apretando su mano y robándole un beso de buenas noches, feliz de ver su cuello inflamado por la Marca que tardaría en sanar.

Afortunadamente, esa herida había sanado cuando les dieron el anuncio de la muerte de Lord Targaryen. Vestir de luto sirvió mucho para que nadie notara su cuello, si bien Helaena pareció notar algo en él, la tensión por la presencia de Daemon ayudó a distraerlos a todos, sobre todo a su hermano mayor quien si se hubiera dado cuenta habría armado un escándalo en plena procesión fúnebre. Aemond resintió esa partida de su padre, después de todo, ahora sabía que nunca dejó de pensar en ellos, pero lo tomó con calma porque Viserys ya descansaba al fin.

Quedaba la pelea final contra su tío.

Una vez más, pensó en la carta, pero le pareció mal momento, tenía que ser en otro momento. En su lugar recibió una carta de su padre, cada uno de sus hermanos tuvo una. Un regalo póstumo que lo sorprendió, dejándolo con un mejor humor para pelear nada menos que frente a la reina en su mesa dentro de su jardín privado. Pero ella se carcajeó, dejándolos hacer sin detenerlos o amonestarlos, esperando que pudieran visitarla de nuevo. Lo prometieron, porque ahora sabían que ella estaba de su lado con lo de Daemon.

—¿Qué es eso? —preguntó Lucerys cuando regresaban.

—Una carta de mi padre.

—Oh, cielos.

—¿Puedes... estar mientras la leo?

—Seguro —Vhagar le gruñó, su prometido riendo apenas— No haré nada.

Pese a ser solamente una carta, Aemond necesitó compañía, porque algo le dijo que su contenido iba a dejarlo vulnerable si la sola vista de esos dragoncitos con la foto de sus padres lo había golpeado emocionalmente, saber de primera mano lo que su padre pensaba y le había dedicado lo sacudía por dentro. Con algo de ansiedad, fue a su salita, rompiendo el sello real de los Targaryen, olfateando el aroma paterno en aquel papel que comenzó a leer bajo la mirada de su dama, de Lucerys y su lacayo.



"Mi querido dragoncito fiero, Aemond,

Cuando leas esto, ya no estaré en este mundo, y te habrás dado cuenta de que hay cosas que no sabías si todo ha funcionado como tu madre y yo esperábamos. Hijo mío, mi más aguerrido cachorro, debes saber y vivir con la certeza de que tu padre siempre te amó y siempre estuvo orgulloso de ti. Fui feliz cuando ganaste ese concurso de caligrafía en el colegio, fui feliz cuando mudaste sus colmillos de leche, cuando lograste montar por primera vez y antes que todos tus hermanos un caballo real y no un pony. Fui muy dichoso de saber que aprendiste otras lenguas, que devorabas los libros de tu tío Gwayne, siempre buscando respuestas cuando la mayor parte de las personas prefieren vivir en la ignorancia.

No puedo sentirme más orgulloso de saber que nunca permitiste que las contrariedades te vencieran, peleando con el último gramo de tus fuerzas con tal de no ceder. Te convertiste en un hermoso Omega, pero también en uno que no era fácil de convencer, mucho menos de someter. Espero que la daga te haya servido tanto como hubieras querido. Sí, fui yo quien la envió en secreto para ti cuando tu madre me contó tu pasión por hacerle cortes a la gente si te contrariaban. Está bien, mi tesoro, no permitas que dicten tu vida ni tu futuro, eres el amo absoluto de tu destino.

Sigue así, no dejes que te controlen ni tampoco cambies por alguien más, un dragón no es un esclavo. Cuando sea el tiempo y conozcas a alguien que se haya ganado con su esfuerzo tu cariño, lucha por eso, Aemond, pues yo te puedo decir con tristeza que no existe mayor infierno ni tormento, que pasar una vida sin amor. Eres uno de mis tesoros obsequiados por tu madre, un pedacito de nuestro cariño, una joya que nunca debe perder su valor. Querrán hacerte creer lo contrario, pero cuando eso pase y tengas dudas, vuelve a esta carta, recuerda que tu padre bien no pudo estar contigo en vida para que tú pudieras tener un camino lejos de peligros y traiciones, más estaré ahí desde los cielos protegiéndote y sonriendo a tus logros.

Porque eres mi dragón de fuego bravío, mi hermoso cachorro de lengua de serpiente, una llama que sin duda cambiará el mundo cuando llegue tu momento. Y así como puedes romperles los dientes a los niños impertinentes, así habrás de hacer lo correcto para ti y los que amas. No dudes de ti, porque yo nunca lo hice. Vuela alto, hijo mío, vuela y no temas, en el cielo está tu padre despejando las nubes para ti.

Te amo, mi niño.

Tu padre, Viserys."



—¿Aemond?

Se levantó de golpe, caminando a la ventana, repasando esas letras y luego buscando los brazos de Lucerys que le recibieron, llorando en su hombro, no tanto de dolor, era de paz y ese alivio de ya no sentir el hueco en su pecho dejado por un abandono. Aemond apretó la carta contra su pecho, separándose de su prometido, mirándolo con una sonrisa.

—Necesito ir con la reina.


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Los novios fugitivos de sus chaperones.

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