Azul de mar y cielo


**********

Aemond detuvo el caballo para admirar el paisaje de un verde perfecto que corría a lo largo de la colina y más allá, preguntándose si acaso le podrían salir alas y volar hasta la Casa de la Alegría. Extrañaba más que nunca a sus hermanos, sabía que estaban bien porque Rhaenys se lo dijo en un almuerzo junto a su nieto, otra de las citas de cortejo. Lucerys era un idiota, era la única etiqueta posible para alguien tan insistente con ese optimismo que le hacía preguntarse si acaso no estaba corriendo una enfermedad mental en todos esos príncipes.

—¡Aemond! —Rhaena le alcanzó, sonriente— Tengo muy buenas noticias.

—¿Lucerys se murió?

—Ja, ja, ja, ja. No, eso no, mi abuelita ha dado permiso para que vayamos a tomar el té afuera.

—Supongo que ya elegiste el lugar.

—Claro, es mi favorito, se llama El Club de la Suerte.

—Algo me dice que no es parte de las propiedades Velaryon.

—No —la princesa rió cual chiquilla— Por eso sé que te encantará.

—Bueno, hay que volver, si tengo que pasar por toda la tortura de volverme a cambiar para ir a tomar el té, es mejor que comience de una vez.

—Oh, vamos, yo sé cuánto te complace la forma en que Vhagar te consiente.

—Hm.

No olvidaba lo que Daeron le había comentado en la cena, sobre lo cambiado que estaba, no lo sentía de esa forma, si se miraba al espejo no notaba el cambio. Otro que también opinó igual fue Lucerys cuando salieron a cabalgar juntos, sonriendo embobado diciendo que su traje negro le quedaba fabuloso, con sus ojos Alfa clavados en su cintura pensando quien sabe qué perversiones. Compitieron en una carrera, la lluvia los tomó desprevenidos en el camino de regreso, por lo cual tuvieron que buscar refugio en una suerte de casita abandonada, esperando ahí, él titilando porque fue una de esas lluvias frías.

Lucerys se quitó su chaqueta, colocándose en los hombros con Aemond frunciendo el ceño y gruñéndole bajito por el atrevimiento, pero aceptando la prenda porque sí tenía frío. El príncipe lo sorprendió haciendo una fogata improvisada, alzando sus cejas al ver que el fuego encendía con los palitos que juntó muy al estilo salvaje.

—¿Eso lo enseñan en la academia militar?

—Claro, ¿te imaginas? Un soldado que no sabe hacer un fuego es como un Omega que no sabe gruñir.

Aemond entrecerró sus ojos. —No me hace gracia.

—Lo sé —rió aquel tonto— ¡Listo! Ven, debes calentarte o enfermarás.

—¿Te gusta la academia?

—Mm, no me quejo, al principio era un dolor en el trasero eso de levantarse todos los días tan temprano con una trompeta en los oídos, pero luego te acostumbras igual que hacer todo bien porque de eso dependen muchas vidas.

—¿Y no extrañas tu hogar... a tu madre?

—Bueno —Lucerys miró a la lluvia, pensativo— Amo a mi madre, si alguien intentara hacerle daño tomaría mis armas y la defendería, eso tengo que decirlo, pero cuando entré a la academia también me di cuenta de que no era tan perfecta como yo me lo supuse de cachorrito. Tiene sus defectos, me supongo igual que todos nosotros.

—No he visto que vayas a visitarla.

—Porque estoy contigo, eres mi prioridad. Un Alfa siempre será hijo de su madre, pero su Omega está primero.

—Hm —Aemond hizo como que eso no le gustó, sentándose mejor sobre el tronco que el príncipe limpió para él— Entonces, ¿cómo está su relación ahora?

—Difícil, la verdad. Cuando le expresé mi deseo de casarme contigo me dio una bofetada.

—No estés jugando.

Lucerys negó. —Lo digo en serio.

—... ¿ella...? Lo siento... ¿y continuaste pese a que ella no quiso?

—Claro, porque una cosa es mi amor por ella y otra mi vida.

—Dijiste que me habías visto en un momento malo por primera vez. ¿Fue cuando mi madre murió?

—Así es —los ojos del Alfa se clavaron en los suyos— Estabas ahí, desafiando todo, bajo una lluvia igual vestido de luto. Lejos de cualquier casta, es un momento demasiado cruel para cualquiera. Pero ahí estaba firme ante una tormenta y me dije que yo quería una pareja así, alguien que no me necesitara para nada, y de todas formas eligiera estar conmigo.

Aemond lo miró largo antes de girar el rostro, acomodándose de nuevo sin responder a eso, jugando un poco con uno de los botones de la chaqueta de Lucerys.

—¿No te duele no tener la aceptación de Rhaenyra?

—Seguro que me duele, es mi madre y quisiera que compartiera las cosas importantes de mi vida, pero no puedo mandar en su corazón ni en sus decisiones, debo seguir a pesar de todo o tú serás el que sufra y eso no me lo puedo perdonar.

—Es difícil para mí creer eso ¿lo entiendes, no?

—Lo hago, tendría las mismas dudas en tu lugar, aunque... ya no me miras igual.

—¿Ah?

—Antes querías tomar el primer jarrón cercano y estrellarlo en mi cabeza, ahora solamente haces gruñiditos y te sonrojas.

—¡Idiota!

—Y me dices idiota todo el tiempo.

Se quedó callado dedicándole una mirada un sonriente príncipe, cerrando sus ojos unos momentos, negando con su cabeza y luego mirando el fuego que entibió sus manos y pies. Aemond recordó su anillo de compromiso en su mano izquierda, viéndolo al hablar de nuevo.

—Si yo te pido ayudar a mis hermanos ¿lo harías?

—No dudes eso ni un segundo.

—¿Con todo y que podría ganarte un castigo de tu abuela?

—Valdría la pena.

—Estás siendo demasiado optimista.

—Porque lo necesitas, te han lastimado tanto que ya no sabes lo que es confiar. Mi deber como tu futuro esposo es probarte que al menos yo, voy a estar siempre ahí sin importar lo malo o bueno que sea ese camino.

—Eso... no me gusta que hables así.

—¿Por qué? —Lucerys ladeó su rostro, atento a él.

—Yo no... no quiero eso... duele.

—¿Porque Lord Targaryen los abandonó?

Aemond asintió, abrazándose. —Si me dejaba caer, no habría nadie para defenderme, tenía que protegerme, proteger a mis hermanos. No podía... siempre envidié a esos cachorros siendo cuidados por su padre. Yo quería uno, pero jamás lo tuve.

—Te puedo decir algo que puede ayudarte con eso, pero no es tampoco lo mejor.

—Dilo.

—Lord Targaryen siempre los tuvo en mente, Aemond. Quizás no lo expresó abiertamente, pero más de una vez yo me di cuenta de cuánto los extrañaba.

—No seas mentiroso.

—Yo te prometí no decirte mentiras, no lo estoy haciendo ahora.

El Omega se encogió un poco. —Él no... él no hacía eso. Jamás quiso...

—Solía tallar en madera unas figuras, al principio yo creí que eran juguetes para nosotros, siendo un cachorro es lo que puedes imaginar ¿cierto? Hoy me doy cuenta de que esos dragones que talló eran ustedes. Cuatro dragones. Los guarda en una cofre con candado en su recámara.

—Lucerys, no quiero mentiras.

—Es la verdad. Te los podría traer, pero no tengo la llave, la lleva siempre con él.

—No es posible.

Lucerys se levantó, quedándose en cuclillas a su lado, tomando esa mano con el anillo que besó por los nudillos, mirándolo.

—El poder corrompe, Aemond, eso también lo aprendí en la academia. Durante un ejercicio uno de mis compañeros murió porque yo me sentí demasiado confiado de mis habilidades. Era un simple ejercicio y envié un féretro a una familia. A partir de ahí me prometí no ser tan ingenuo y sobre todo, no permitir que mi apellido ni mi casta de Alfa me cegara de nuevo porque no quiero volver a ser culpable de una muerte ni de provocar dolor en alguien. Yo creo que el abuelo se sintió igual cuando se dio cuenta de que su hermano le tuvo tanta rabia por ser quien tuviera el poder de la familia Targaryen, el heraldo de la reina cuando todos habían jurado que sería él.

—Siento que no me gusta lo que vas a decir.

—Yo no voy a defender a nadie, pero te digo esto, Daemon siempre ha querido ese título y desde que tengo memoria mi madre se cuidó de él con uñas y dientes. Se casó con Laenor para tener la protección de mi abuela Rhaenys o Daemon quien sabe qué hubiera hecho. Creo, y puedo equivocarme, que si Lord Targaryen no quiso moverlos de Oldtown fue para que Daemon no les hiciera daño. Recuerdo a mi abuelo como alguien amoroso y de carácter noble pese a ser un Alfa, alguien así no podría dejar a sus cachorros, no a menos que tuviera una razón. ¿Esto justifica todo lo que viviste? No, pero quiero que lo sepas para que no vivas en la oscuridad de la ignorancia, no hay peor cosa que la duda.

—¿También por eso le pediste a tu abuela que me trajera?

—Sí.

Aemond tuvo muchas ganas de romperle los dientes al príncipe, más no era a él con quien guardaba rabia. Se quedó callado, mirando el fuego con el corazón estrujado, sin percatarse de cuan fuerte estaba sujetando la mano de Lucerys.

—Lo siento.

—¿Por qué?

—Lo que te pasó en la academia.

—Oh —la mirada del Alfa bajó al suelo— Gracias.

—Gracias por decirme esto.

—Solo quiero que estés bien.

—La lluvia ha pasado.

La charla se uniría a lo que ya Rhaena le había contado en una de sus muchas pláticas nocturnas, sobre su padre. Daemon era toda una figura, porque a ojos del público era el príncipe valiente, astuto y que procuraba por el bien del reino, en casa la situación era diferente. Rhaena terminó por quedarse con su abuela para ya no vivir más rechazos paternos, ni escuchar los constantes regaños por no ser "suficiente" en los términos de Daemon pues ella se había negado ser una moneda de cambio que usar para ganar lealtades a través de un matrimonio. No solo eso le había contado, también que estaba constantemente criticando la labor de su hermano Viserys, no se diga dejar siempre en evidencia ese desliz de Rhaenyra.

—¿Vhagar?

—¿Sí, Alteza?

—Tú cuidaste de la princesa Laena ¿no es así?

Su dama sonrió apenas. —Sí, Alteza.

—¿A ti te agrada el príncipe Daemon?

Vhagar se quedó quieta, luego terminando de acomodar los broches de su traje.

—Yo cuidaré de usted, ahora, debe ir Su Alteza Rhaena, tiene una cita.

¿Había sido venganza lo que brilló en los ojos de su dama? Lo averiguaría más adelante, saliendo con la princesa a ese club de té que estaba en una mansión adaptada para ser ahora un restaurante con salitas privadas donde se reunían más que nada, artistas de todo tipo, haciendo el ambiente muy particular. Aemond quedó fascinado, riendo ante los espectáculos improvisados de algunos bailarines o de actores que ya con un vino ilegalmente colado en el restaurante, les daba por interpretar algunos diálogos.

—Esto para nada es algo digno de una princesa, Rhaena.

—Por eso me gusta mucho.

Cuando volvieran, un mensaje le esperaba. Aemond lo leyó con el ceño fruncido, jadeando al ver a todos lados, buscando a Lucerys.

—¿Aemond? ¿Qué ocurre?

—Mi hermano... mi hermano Aegon... está desaparecido...

—Sshh, déjame leer —el Alfa tomó de su mano el mensaje, usando sus feromonas para calmarlo al sentirlo tan nervioso— Espera, daré con él, ¿de acuerdo? Tengo una idea de dónde preguntar.

—Por favor.

—No te voy a fallar.

Para la noche, su prometido ya tenía una respuesta que lo tranquilizó aunque lo confundió también. Aegon estaba en Harrenhal, custodiado por el hermano mayor de Lucerys, el príncipe Jacaerys. Habían intentado lastimarlo durante una presentación, pero la oportuna intervención de aquel príncipe lo había salvado, ahora solo estaba recuperándose y lo ocultarían por el bien de Aegon, pues no dudaban que ese ataque fue obra de su tío Daemon.

—Dime que no es así de cruel —Aemond se alteró— Helaena, Daeron...

—Van a estar bien, tienes mi palabra.

—Alteza —llamó Vhagar, arqueando una ceja.

El Omega parpadeó, no entendiendo hasta que notó a dónde miraba su dama, jamás se percató de cuando se había acercado a Lucerys, aferrándose a las solapas de su chaquetón. Aemond lo soltó en el acto, tosiendo un poco y regresando a su distancia habitual.

—Gracias.

—No tengas miedo, vamos a protegerlos.

—¿No hay forma de detenerlo?

—Si pudiéramos encontrarle una falla que lo hiciera perder su reputación.

—Oh, vaya.

—Descansa, ¿quieres?

—Está bien.

El incidente le dio el valor para ir a buscar al día siguiente a Rhaenys en su oficina, necesitaba saber, no le gustaba estar a ciegas y no tener el control de su vida. La princesa viuda parecía esperarlo, sonriendo apenas al dejarlo entrar, señalando una silla frente a su larga mesa.

—Aemond, ¿qué puedo hacer por ti?

—Quiero acabar con Daemon.

Rhaenys rió bajito. —¿Y qué estás dispuesto a hacer para ello?

—Lo que sea. No quiero que siga lastimando a mi familia.

—Eres el prometido de mi nieto, puedes ir a tus anchas al palacio de Westeros a buscar a Tyland Lannister y preguntarle sobre el último testamento de tu padre. Solo y solo un hijo de Viserys Targaryen tiene la potestad para solicitar su lectura estando él enfermo en cama.

—¿Qué no lo ha hecho Rhaenyra?

—Oh, mi cachorro tierno, ella no puede, porque... ¿cómo decirlo? Es viuda.

Una mujer casada ha perdido derechos sobre los bienes paternos, eso lo entendía Aemond, bien podía esperar por la herencia más no tener poder sobre la misma. Cosa diferente a él que todavía no estaba casado, seguía siendo el hijo de Lord Targaryen... siempre y cuando quisiera ir a su palacio. Algo que había evitado desde la muerte de su madre. Hizo a un lado ese rencor para hacer lo que Rhaenys le sugirió, controlando tantas emociones que le provocó el pasar por las rejas, ser recibido entre reverencias que jamás había recibido así, pidiendo ver a Lord Lannister.

—Alteza —este le saludó cortés, entre aliviado y sorprendido de verlo— ¿Qué puedo hacer por usted?

—Quiero ver el testamento de mi padre.

Fue extraño ver sonreír aquel Alfa. —A sus órdenes, Alteza. Mientras es traído, ¿quisiera usted saludar a su señor padre?

Aemond iba a negarse, pero cierta necesidad lo hizo asentir, caminando detrás del lord hacia la recámara de Viserys, quedándose a solas con él en un silencio pesado, tanto que escuchó el crujido de sus guantes sobre el mango de su sombrilla al estrujarla de solo mirar al Alfa por el cual habían llorado tanto ahí tendido en la amplia cama, agonizando lentamente. Apestaba a muerte, parecía más una estatua que un ser vivo. Un brillo llamó su atención, acercándose más a la cama para ver la fina cadena en el cuello de Lord Targaryen, una pequeña llave de plata colgando de ella. Sintió que sus ojos se le llenaban de lágrimas, rechinando sus dientes al estirar sus manos para quitársela.

—Con tu permiso, padre —murmuró con voz quebrada.

Sus ojos buscaron ansiosos el cofre que le mencionara Lucerys, dando con él en un escritorio antiguo tallado con cabezas de dragones y escamas. Aemond miró por encima de su hombro a su padre, sentándose en la ancha silla de madera barnizada, tomando el cofre pequeño en color verde esmeralda, de metal. Lo abrió con el corazón latiéndole aprisa, jadeando al ver primero un marco de fotografía. Un sollozo se le escapó al levantarlo y ver en la luz nada menos que la fotografía de Alicent sujeta del brazo de un sonriente Viserys. Las manos del Omega temblaron, dejando sobre el escritorio esa fotografía que vio todavía unos segundos antes de seguir con el resto del contenido.

Esta vez, Aemond no pudo evitar el llorar, ahí dentro, debajo de aquella fotografía estaban cuatro dragoncitos de madera blanca, cada uno atado en el cuello con un listón verde que sujetaba también un mechoncito de cabello platinado. El cabello de cada uno de ellos, a pesar del tiempo guardados, todavía conservaban el aroma de sus hermanos y él mismo. Se encogió sujetando las cuatro figurillas contra su pecho, no creyendo lo que estaba viendo.

—¿Por qué? —sollozó contrariado— ¿Por qué?

Tardó en recuperar la compostura, mirando esos dragoncitos que volvió a colocar en su sitio, notando que el fino terciopelo del fondo no estaba fijo. Aemond frunció su ceño, dejando a un lado las figuras, inspeccionando ese cofre. El fondo estaba suelto, levantando la tapa falsa, viendo un sobre con el sello de Su Majestad. A juzgar por el estado del papel, también tenía tiempo ahí guardado. Parpadeando, abrió el sobre para leer un documento, un decreto real que lo dejó estupefacto.

Su padre había nombrado a su hermano mayor Aegon, su heredero. La reina había aprobado y decretado esa decisión.

—¿Alteza? —tocó Lord Lannister con suavidad— Tengo el testamento.

Casi resbaló de la silla al respingar por aquel llamado, guardando todo aprisa, escondiendo ese decreto en su chaqueta con el corazón casi saliéndosele del pecho. Aemond dejó todo en orden, volviendo a la cama, puso la cadena de nuevo en el cuello de su padre a quien miró unos largos segundos antes de alejarse, saliendo con la más neutral expresión en la cara.

—Gracias, Lord Lannister.

—Podemos abrirlo al fin, si me acompaña.

Ese testamento no era tan apabullador como el que estaba robándose, si bien también lo dejó boquiabierto. Viserys los reconocía como sus hijos legítimos y además los nombraba príncipes, todo aceptado por Su Majestad Imperial.

—¿Desea Su Alteza que se publique este testamento?

—Sí.

—Hay otra cosa, Alteza.

—¿Qué sucede?

—Su hermana vino hace poco, también visitó a su padre.

—¿Helaena? ¿Sucedió algo?

—No, aunque si me permite, sería bueno para Lord Targaryen si los otros dos príncipes pudieran hacer lo mismo —Tyland apretó una sonrisa, haciendo una reverencia— Él quiere partir en paz, Alteza.

—Veré qué puedo hacer.

—Gracias, Alteza. Y felicidades por su compromiso.

Aemond solo asintió, retirándose, todo el camino mirando ese sobre entre sus manos pensando en una sola cosa: Aegon estaba en muy grave peligro.


**********

Aemond y Rhaena de paseo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top