MÁLAGA, 29 DE DICIEMBRE, 05:04 (II).

Alex se adentró en el oscuro vestíbulo sin poder saludar a Carlos Iglesias, el vigilante que cubría el turno desde las doce de la noche hasta las ocho de la mañana. Él comenzaba su jornada justo cuando Carlos era remplazado por una bella y rubia señorita de poco más de veinte años llamada Alicia. Alex había estado interesado en ella hasta que sus compañeros —haciendo un gran trabajo de inteligencia— le informaron que tenía novio. «Una pena». Se conformaría con verla todos los días y recibir su cordial sonrisa, esperando la posible ruptura. «Yo no seré el culpable de que su relación termine».

Se estremeció al encontrarse en el edificio pobremente iluminado por las luces de emergencia. En el centro de Málaga estaba habilitado otro edificio como contingencia en un caso así. Toda la información estaba dentro de los servidores que eran igualmente accesibles desde cualquier lugar habilitado. «Esperemos que estén trabajando para solucionar este tema». Por fortuna, había otro equipo en Manila con quienes se coordinaban en esas tareas. Si bien no eran los responsables de todos los pasos de la migración, podrían completarla. «Y así nos quitarán el contrato y se lo darán exclusivamente a ellos», suspiró.

Levantó la cabeza y distinguió en el primer piso una fuente de luz que parecía luchar contra el corte. Aquello lo sorprendió. Al parecer aquella empresa tendría su propio generador en funcionamiento. Advantage Consulting —la empresa para la cual Alex trabajaba— tenía también uno que se había averiado unas semanas atrás. «Y que todavía está esperando la aprobación del gerente de turno». Alex no podía comprender cómo era posible que una multinacional como aquella no lo hubiera arreglado aún. «Tienen burocracia hasta para ir cagar».

—¡Qué cojones pasó con las putas luces de emergencia! —exclamó enfadándose por momentos.

Había tres escaleras para subir las distintas plantas: la central y una en cada uno de los costados. La central era impracticable. Ni los leds para esos casos estaban activos. En cambio, la de los costados eran escaleras metálicas abiertas que estaban iluminadas por las farolas exteriores. No lo pensó dos veces que caminó hacia el ala izquierda arrastrando los pies.

A-Dos decidió intervenir cuando vio al civil ir hacia las escaleras del extremo izquierdo del edificio. Apuntó su DC556 a la cabeza de aquel desdichado y abrió fuego justo cuando Alex se agachaba para recuperar su móvil que se le había escapado de la mano. El golpe del aparato en el suelo no fue suficiente para esconder el sonido del arma ni de la bala al estrellarse en un cristal.

Reaccionando de forma automática, se ocultó tras una esquina de la fría pared madera. Un par de proyectiles impactaron en las placas, confirmándole que no había sido una ilusión. Alguien al otro lado de la esquina le había disparado. Pensó en que Carlos se habría asustado, pero recordó que su pistola era una automática sin supresor y que antes de nada lo habría alertado. «¿Qué coño está pasando?».

A unos metros estaba la puerta de madera de un banco que, si la pateaba lo suficientemente fuerte, podría abrirla. Se escondería en sus oficinas y aguardaría a que la policía llegara al saltar la alarma. Aunque desarmado como estaba, poca resistencia podría ofrecer.

Mientras tomaba impulso, una bala perforó su hombro derecho. Aun así, consiguió abrirla, tiró al interior y buscó algo para bloquear la entrada. Cerró la puerta y la atrancó con una de las sillas de aluminio que estaban frente a un escritorio.

Al otro lado de la puerta, A-Dos no podía ocultar su sorpresa. Era inaudito que aquel tipo siguiera vivo. «Esto no le va a gustar a A-Uno». El ruido de los disparos asusta a la gente. Por lo general, se quedaban congelados o se tiraban al suelo. Este había reaccionado como sólo un profesional habría hecho. «¿No será policía?».

A-Dos extrajo unos explosivos de su cinturón y los repartió entre las bisagras y la cerradura. Luego se alejó un par de metros y los hizo detonar, haciendo más ruido de lo que esperaba. Al instante se activó su intercomunicador, con A-Uno pidiendo explicaciones.

—¿Qué coño está pasando, A-Dos?

—Se está complicando el civil...

—No quiero excusas. Termínalo, ¡ya!

—Sí, señor.

La puerta había saltado volando por los aires dejando la estancia cubierta de humo. Alex, oculto tras una columna, estaba armado con un pisapapeles. Había concluido en que no tenía otra opción que sorprender al operativo. «Otra alternativa es un suicidio».

Un cilindro sibilante rodó por el suelo hasta el centro de la oficina. Alex temió que fuera una granada de fragmentación. Instintivamente se cubrió la cara en el momento que explosionaba liberando un poderoso haz de luz.

Pasado el fogonazo de la granada, Alfa 2 levantó el arma y trató de reconocer el cuerpo del civil en el suelo, sin éxito. No le quedó más remedio que internarse en la oficina. En su interior no encontró más que una silla con el logotipo del banco —descosido por la explosión— y tirada en el suelo cerca a la destrozada puerta. Por lo demás la oficina parecía intacta con sus mesas y sillones esperando por los banqueros y los trabajadores de la zona.

Antes que pudiera reaccionar, recibió un fuerte golpe en la nuca que lo tiró al suelo. El civil armado con un pisapapeles se le acercó y le pateó la cabeza haciéndolo perder el sentido.

Alex no entendía qué estaba pasando. Si seguía vivo era por tantos años de experiencia... No quería recordar eso ahora. «No cuando mi vida pende de un hilo», resolvió. No sabía si aquel tipo estaba solo o acompañado. Empezó a buscar alguna identificación, pero fue en vano. Si aquel era un comando profesional, no cometerían un error semejante. Ni siquiera tenía un móvil.

Cuando terminó de cachearlo se halló con un interesante conjunto de herramientas bastante útiles. Usó una resistente cuerda para inmovilizar al soldado. Recuperó las gafas de visión nocturna y, con ciertas reservas, tomó la pistola. Se había prometido no volver a sujetar una en su vida. «Pero ahora la necesito», se lamentó.

Recuperó el audífono del operativo, conectado a un walkie y se lo puso. Aquel aparato le confirmaba que no estaba sólo. Había más gente y Alex necesitaba conocer todos sus movimientos. Le quitó el seguro a la automática y rogó no tener que usarla.

***

A-Uno estaba muy enfadado a la par que preocupado. A-Dos debería de haber aniquilado a ese civil nada más tenerlo en el punto de mira. Ellos eran unidades antiterroristas con miles de horas de experiencia en misiones de alto riesgo, tales como rescate de rehenes y asaltos. Una sola persona no podía complicarles la vida de esa manera. «Salvo que ese tío no sea lo que parezca», concluyó. Aun así, ellos tenían que estar preparados para todo tipo de eventualidades.

Recordó que los otros grupos habían activado los inhibidores de frecuencia —sólo sus radios estaban habilitadas para ser usadas. No había que temer ningún tipo de comunicación externa que no pasara por ellos. Aquel idiota no saldría vivo de allí.

Se enfocó en la sala que se abría ante ellos: un conglomerado de cubículos equipados con estaciones de trabajo conectados en red a un mismo dispositivo con los distintos puertos desactivados que hacían imposible el robo de información clasificada. Carecían de ventana o cualquier placa translúcida. La confidencialidad era obligatoria y no escatimaban en gastos para asegurar la asepsia.

Nada salía de allí. No había teléfonos fijos. Las máquinas no tenían acceso a Internet. Y los anuladores digitales e inhibidores hacían inútil cualquier intento de comunicación con el exterior por medio de móviles o radios. Si había algún problema, tenían que apretar un botón y la seguridad del IEF se encargaría de hacer el resto.

Los pasillos que recorrieron apenas tendrían más de un metro de ancho. Era un lugar claustrofóbico. El trío dejó atrás varios cubículos hasta que llegaron al que ellos buscaban. Dotado con medidas de seguridad adicionales sólo dos personas tenían acceso a él: el jefe de seguridad y el director de las instalaciones. Era necesario pasar cuatro nuevos niveles de verificación para poder sentarse en su interior.

A-Tres sacó de su mochila dos pequeños receptáculos refrigerados a temperatura constante: uno frío y otro a treinta y siete grados exactos. Abrió los recipientes: en el refrigerado encontró un ojo y en el otro un dedo. La secuencia de apertura de la sala era inmutable: primero la tarjeta, segundo el código, tercero el escáner de retina y por último el dactilar —era necesario que el dedo estuviera caliente. El escáner no sólo comprobaba la validez de la huella, sino también que viniera de alguien vivo.

Gracias a las labores de investigación de A-Cuatro descubrieron, entre tantas cosas, que el sistema de alarmas se disparaba si la puerta permanecía abierta más de veintisiete segundos.

A-Uno inició el protocolo de apertura y, una vez el pitido confirmó la identidad del interesado, se introdujo dentro de la cámara cerrando la puerta tras de sí. No salió hasta pasado un par de minutos portando dispositivo metálico de las mismas dimensiones de un portátil de quince pulgadas —aunque este de un grosor de tres centímetros— con una fina pantalla AMOLED en la tapa. Seguidamente, lo guardó en el interior de una mochila acolchada, con tiras reforzadas, que se colgó a la espalda.

Volvió a consultar su cronómetro y descubrió que ya habían consumido veinte minutos. El equipo Charlie seguía en silencio, nadie nuevo se aproximaba. La misión estaba a punto de concluir en un rotundo éxito, y sería ese éxito el que lo catapultaría a un merecido puesto superior. Por fin dejaría de jugarse el cuello para ser quién planeara los asaltos. Lo tenía bien merecido.

No obstante, le vino a la memoria el asunto que A-Dos se traía entre manos. Le enervaba no tener noticias suyas a esas alturas. No pudo evitar preocuparse y se propuso ponerle fin a ese problema. Activó su intercomunicador y trató de contactar con él, pero no recibía mayor respuesta que el silencio. Activó el protocolo de emergencia contra intrusos. «Esto es justo lo que quería evitar».

***

Había sido una gran idea haberse equipado con la radio del comando. Ahora Alex sabía que había nueve hombres que iban a por él. «La experiencia es un grado», resolvió entristecido.

Tenía que escapar y dar la voz de alarma. Algo muy jodido estaba pasando en aquel lugar. Que estuvieran usando inhibidores de frecuencia y disruptores digitales le confirmaba que aquellos no eran unos amateurs en mitad de una travesura.

Escuchó pasos en el piso superior. Los operativos se estaban movilizando y bastante rápido. No le quedaba más remedio que tratar de huir de allí. Por un momento pensó en salir por la misma entrada principal, pero algo le decía que alguien podría estar cubriéndola. «Me dejaron entrar para ejecutarme aquí». Probaría con cualquier otra salida que le ofreciera más garantías de escabullirse con éxito.

Se sacó los zapatos de suela de madera y corrió descalzo hacia el restaurante en el subsuelo. Allí podría decidir cuál de los dos accesos sería el mejor. Uno lo dejaba en el puente a la rotonda de la calle Severo Ochoa; el otro lo llevaba a los jardines del parque, desde donde podría correr hasta cualquier otro lugar para esconderse y alertar a las autoridades.

Al llegar a las escaleras ralentizó su ritmo. No deseaba atraer la atención de sus perseguidores con el ruido que provocaban los crujidos de los escalones metálicos.

El corazón le latía desbocado cuando se adentró en el comedor. La falta de luz lo obligó a ir desesperantemente lento. Chocar con una silla o tirar un salero revelaría su posición a todo el mundo.

Mientras avanzaba, escuchó un sonido tras él. Abrumado se giró y se encontró con un operativo a unos pocos metros apuntándole a la cabeza con su arma. Era el fin.

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