Recordando



Esa noche había despertado más descansado, apenas le dolían los miembros y sentía una mayor vitalidad. Comió algo de carne y salió de la oquedad. Se desperezó y remontó el vuelo desde lo alto de la colina. Volvió a localizar al joven pastor de cabras y lo siguió hasta el poblado. Durante las siguientes cinco noches se dedicó a estudiar el comportamiento de los humanos.

Vagos recuerdos recorrían su mente, algunos más claros que otros, pero no conseguía distinguir si estos eran verdaderos o ficticios. En algunos de ellos él era muy joven y jugaba con niños humanos en la ribera de un río. Pescaban peces con improvisados arpones cuando una gran llama surgía del agua y la cabeza de un dragón asomaba a través de ella. En otros era ya adulto, un humano se sentaba a su lado y le ofrecía una pipa encendida mientras conversaban plácidamente bajo la luz de la luna.

Pero la mayoría de las imágenes reflejaban una crudeza asoladora. La sangre y el fuego corrían por el campo de batalla, donde millares de hombres se enfrentaban entre sí. Él sobrevolaba aquel infierno pero el viento le empujaba hacia abajo, obligándolo a luchar. Una y otra vez trataba de retomar el vuelo pero no había suficiente corriente tan abajo. Se abría paso a base de mandobles de espada y los hombres caían despedazados ante él. Un jinete combatía a su lado, el mismo que le ofrecía la pipa en la pradera y el mismo hombre que se enfrentaba al oso en otras de las imágenes.

Durante el transcurso de la tercera noche, mientras acechaba a una manada de corzos, oyó un ruido en la lejanía. Era un rugido que no se le hacía familiar, ronco y continuo. Corrió por el bosque hacia el acantilado y saltó al vacío sin vacilar cuando llegó al borde del mismo. Desde el aire vio una carreta que iluminaba varios metros hacia el frente. Avanzaba velozmente aún sin ser tirada por caballo alguno. La siguió durante un par de estadios hasta que se detuvo. Las luces se apagaron y dos hombres salieron de su interior.

Se adentró entre los árboles para evitar ser visto, y siguió vigilándolos. Vio cómo se internaban en el bosque y los siguió de lejos hasta la orilla del río. Allí se detuvieron, apoyaron sus bastones sobre una roca y comenzaron a mirar a través de ellos. Estuvieron así un buen rato, quietos y en silencio, hasta que un ciervo se acercó al río a beber agua. Tras él, varios ciervos más se acercaron a la orilla. Los hombres acercaron los bastones al hombro, y dos estruendos ensordecedores hicieron que los ciervos escapasen a galope tendido en todas direcciones. Uno de ellos, el que ostentaba mayor cornamenta, cayó abatido. Otro de los ciervos cojeaba mientras corría, y la sangre manaba de su costado. Era curioso pues no había visto salir dardo ni flecha alguna de los bastones.

Los hombres se acercaron satisfechos hacia su trofeo. Decidió dejarlos y seguir al ciervo herido, sin preocuparse por el ruido que hacía al remontar el bosque ya que lo confundirían con otro de los ciervos. Corrió lo más rápidamente que pudo pues los ciervos huían despavoridos. El que estaba herido comenzó a quedarse atrás, y sería capaz de alcanzarlo en poca distancia. Cuando lo hizo el ciervo casi no podía caminar, y en pocos metros comenzó a tambalearse hasta que cayó al suelo sangrando a través de las fosas nasales y la boca. Aún estaba vivo, se agachó a su lado y acarició su cabeza. Susurró unas palabras y cogiéndola con las dos manos lo desnucó con un rápido movimiento. Al mirar hacia su costado vio un orificio ensangrentado de unos tres centímetros de diámetro. Abrió el vientre del animal con el cuchillo y buscó a tientas entre las vísceras. Apartó las asas intestinales y el estómago y retiró el hígado y el diafragma para ver la cavidad torácica. Toda ella estaba llena de sangre. Algo había perforado el pulmón izquierdo y un gran vaso sanguíneo y después se había alojado en el pulmón derecho. Lo extrajo y sacó de su interior una punta metálica achatada de unos dos dedos de longitud. Nunca antes había visto algo así, esa pieza metálica había atravesado al ciervo casi en su totalidad tras haber sido disparada a una distancia de más de veinte pasos, y la velocidad con la que había alcanzado a su presa era increíble, no la había visto surcar el aire en ningún momento. Pensó que difícilmente sería capaz de esquivar una de aquellas puntas si se dirigía hacia él, por lo tanto habría que exponerse el menor tiempo posible y volar lo más alto que pudiese para evitar ser visto.

La siguiente noche volvió a ver a los hombres que le habían ahorrado la molestia de tener que cazar durante las siguientes dos jornadas, pero esta vez no hostigaban a ningún animal. Parecía que la presa que codiciaban era el joven pastor de cabras. La noche anterior lo habían seguido hasta los límites del poblado sin que se percatara, y esta noche habían comenzado a seguirlo mucho antes. Posiblemente pretendieran robarle su ganado, aunque no veía la necesidad de que portaran los bastones que disparaban puntas de metal para enfrentarse a un niño que iba acompañado únicamente por su perro pastor. Ni siquiera les harían falta el machete y la daga que colgaban del cinto de cada uno de ellos.

Los dos hombres siguieron al muchacho hasta un pequeño claro. Allí, esperaron a que se acercase escondidos tras dos robustos árboles.

El joven pastor llegó al claro seguido por el rebaño de cabras, que era conducido por su perro desde la parte posterior.

- Hola pequeñajo, ¿vuelves a tu casa? – la voz de un hombre sonó unos metros más adelante. Estaba apoyado en un árbol y se limpiaba las uñas con un afilado cuchillo.

- ¿Quién eres? – contestó atemorizado el muchacho – Si no llego pronto a casa mi padre saldrá a buscarme, déjame en paz.

El perro comenzó a ladrar desde detrás del rebaño, y se fue acercando al muchacho. El hombre, sonriente, guardó el cuchillo en su funda y comenzó a acercarse.

- Uuuh, qué miedo! Parece que tienes a un fiero guardián, tendré que destriparlo y colgar su pellejo en una rama para que se seque al sol, al lado del tuyo y del de tu padre, si por casualidad aparece por aquí. – volvió a sacar el cuchillo y se acercó caminando tranquilamente, con los ojos muy abiertos y tarareando una sombría melodía.

El muchacho corrió hacia atrás pero vio que un segundo hombre lo esperaba con los brazos abiertos. Lo esquivó milagrosamente y corrió hacia la oscuridad de la espesura.

Los hombres lo siguieron y no tardarían en alcanzarlo, estaba cansado de haber caminado por el campo durante gran parte del día y sus piernas eran mucho más cortas que las de ellos. Tras pasar por al lado de una roca giró bruscamente con el ánimo de poder despistarlos y chocó contra un tercer hombre. Cayó hacia atrás, estaba perdido. Oyó ladrar al perro pero estaba demasiado lejos para ayudarle, posiblemente ocupado con los otros dos.

El que se erguía ante él era alto y fuerte, y no iba armado. Los otros aparecieron tras sobrepasar la roca y se detuvieron a unos metros, armados con cuchillo y machete, mirándolo fijamente.

Uno de ellos comenzó a reír, hincó el machete en el suelo y extrajo otro cuchillo de la parte posterior de su cinto. El otro se adelantó dos pasos y mirando al tercer hombre dijo:

- Vaya, chico, este grandullón debe ser amigo tuyo. ¿Ves, Sewar? Te dije que esta noche nos íbamos a divertir.

El muchacho vio pasar fugazmente al tercero de los hombres por encima de él. Se giró rápidamente pero para entonces el hombre que había hablado se encontraba tendido en el suelo con uno de los cuchillos clavado en la garganta, y el otro volaba de espaldas hacia la roca, contra la que golpeó violentamente dejando un reguero de sangre sobre su superficie mientras caía al suelo.

El perro apareció por el otro lado de la roca, saltó sobre su dueño y comenzó a lamerle la cara mientras agitaba la cola alegremente. No parecía asustarse del que recogía las armas de los muertos unos pocos metros más adelante, ni siquiera le ladraba.

El hombre, o lo que quisiera que fuera, se acercó y se puso de cuclillas ante el chico. Acarició al perro, quien le correspondió dándole varios lametones en la mano. Después se la tendió al muchacho, este la tomó y pudo comprobar lo enorme y dura que era. Todo en aquel ser era enorme, quien de cerca tenía el aspecto de alguien parecido a una persona sin llegar a serlo.

"La gente es más pequeña, tiene menos fuerza y no corre tanto." – pensó el muchacho – "Además la gente no tiene alas".

El niño se levantó y se quedó de pie ante él, pálido y tembloroso, y dijo algo, tan solo una palabra, tan breve pero tan llena de significado que iluminó uno de los oscuros rincones de la mente de aquel ser:

- ¿Túgmot...?

El ser alado puso un dedo sobre los labios del muchacho y sonrió. Supo en la mirada del chico que este había entendido lo que quería expresarle, "no se lo cuentes a los demás".

Se irguió y se alejó de aquel lugar rápidamente. Sonrió de nuevo, él no era un Túgmot, un demonio, pero le habían llamado así antes. Siguió corriendo mientras las imágenes se sucedían en su mente. Se veía a sí mismo surcando el aire, sonriendo de la misma manera, y llevaba a un niño agarrado entre sus brazos. Las risotadas del chico resonaban entre los árboles colmándolo de alegría:

"¡Más rápido, Gílam! ¡Corre, corre!"

Esa noche decidió cambiar de guarida. Debía explorar y el sitio donde más información podía recaudar, aunque fuese más peligroso, era el gran foco de luz que se divisaba en la lejanía, más allá de las montañas.

Durante la siguiente noche alcanzaría una gran cueva con numerosas galerías que había localizado dos jornadas antes. Le serviría como base ya que desde aquel punto podía ir al foco y volver en la misma noche sin grandes esfuerzos. Había metido leña en una larga y estrecha galería situada en el lado más alto de la cueva. La localizó fácilmente, simplemente se guió por algo parecido a recuerdos difusos, parecía conocer aquellas oquedades de antemano, supo escoger el camino correcto en las bifurcaciones y llegó a un lugar donde la galería se anchaba. Allí podía ocultarse durante el día.

La noche siguiente salió de su refugio y voló hasta la colina más alta de las que circundaban el gran foco de luz. Desde allí, una ciudad entera se presentó ante sus ojos. Cientos de edificios de piedra, suficientes para albergar a miles de almas. Muchas de las calles y construcciones estaban iluminadas por lámparas situadas en lo alto de postes verticales. Había docenas de pequeños estanques y abrevaderos para el ganado. La ciudad era una curiosa combinación de edificios altos y lujosos y maltrechas casetas que se situaban entre los huertos de árboles frutales y hortalizas, esparcidas en las zonas más oscuras y periféricas.

De vez en cuando uno de aquellos extraños carros que avanzaban sin ser tirados por caballos o bueyes surcaba algunas de las calles portando a varias personas en su interior. Sería difícil que uno de ellos lo sorprendiese pues el ruido que hacían se oía mucho antes de su llegada.

Decidió comenzar a explorar por las zonas donde menos luz había. No había visto a mucha gente caminando por las calles, pero sería lo más prudente. Todo en aquel lugar le era desconocido: Desde el tipo de construcción, el material usado para unir las piedras y los ladrillos entre sí, algunos de los materiales elásticos del que estaban fabricados muchos utensilios de trabajo, la masa negra y continua con la que estaban hechas algunas partes de la calzada... incluso los animales eran extraños. Perros de diferentes tipos dormitaban cerca de las casas; la mayoría de los caballos eran oscuros, y no grises o blancos como los que él estaba acostumbrado a ver; las aves que ocupaban las jaulas colgadas de la pared en los balcones de las casas también le resultaban desconocidas, nunca antes había visto aves grises con la cola roja ni algunas otras que eran blancas y portaban una cresta amarilla en el centro de la cabeza. Las gallinas eran mucho más grandes que las que él conocía y curiosamente algunos de sus huevos eran de un color rosáceo uniforme, en vez de blancos.

Las que no habían cambiado eran las ocas. Valientes y escandalosas defensoras de aquello que consideraban su territorio, le obligaron a escapar rápidamente por entre las estrechas y oscuras calles. Si su carácter era el mismo que el de las ocas que él había conocido, también su sabor debía ser igual de agradable una vez asadas a fuego lento. El menú de aquella noche estaba decidido y volvería antes de marcharse a escoger al más rechoncho de los ruidosos pajarracos para llevárselo a su guarida de las montañas.

Siguió caminando con cautela, escuchando y analizando cada ruido que surgía a su alrededor por pequeño e imperceptible que fuera. Tuvo que esconderse varias veces para no cruzarse con gente que entraba o salía de las casas.

Los arbustos y plantas entre los que se escondía rara vez le resultaban familiares, pero debía reconocer que algunas de las flores mostraban una belleza que nunca antes había admirado en ninguna de ellas.

Poco a poco se fue acercando a la parte más iluminada de la ciudad. Allí había más carros y más personas circulando por las calles, pero sería fácil escalar hasta una de las azoteas por la fachada que daba hacia un oscuro callejón. Localizó una escalera de mano al final de un callejón sin salida y subió al tejado de un edificio de cuatro pisos de altura. Le llamó la atención comprobar que en casi todas las azoteas, y también en alguna de las ventanas, la gente colocaba algo parecido a un árbol seco realizado en metal. Desde luego, era el más horrible de los ornamentos que había en aquella ciudad y no se le ocurría para qué podrían ser usados si no era para tender ropa o asustar a los niños. Por si acaso, decidió no tocar ninguno de aquellos complejos artilugios.

Desde la azotea donde se encontraba no tenía una panorámica completa de la zona, algunos de los edificios de alrededor eran más altos y tapaban parte de su campo de visión. Allí arriba estaba oscuro, y sería imposible que nadie le viese desde abajo pues aquel que se encuentra en un lugar iluminado difícilmente puede ver algo que se encuentre fuera del alcance de la luz. ¿Y si alguien le veía desde la lejanía? Volar era demasiado arriesgado, más aún a sabiendas del tipo de armas que utilizaba esa gente, lo alanzarían fácilmente desde una de las ventanas o desde otra azotea.

Unos doscientos pasos hacia el frente, un alto edificio en fase de construcción se encontraba sin iluminar. Bajó de nuevo al callejón y se encaminó hacia él. Saltó sin dificultad el muro que lo rodeaba y comenzò a ascender por su interior hacia la azotea. El edificio era de los más altos de la zona y estaba deshabitado, desde allí podría observar el centro de la ciudad sin perder detalle durante el tiempo que quisiese sin peligro de ser visto. Subió a través de la escalera que recorría el edificio por su parte central, la parte a la que menos luz entraba. Desde el último piso la vista era magnífica. Miró hacia muchos lugares sin saber exactamente lo que buscaba. Localizo más estanques, plazas adornadas con esculturas de hombres montados a caballo, calles y más calles, y algunos jardines de tamaño considerablemente grande. Fijó la vista en uno de los parques, algo en él le atrajo, alguien se había tomado la molestia de ordenar decenas de piedras blancas de manera que formaban una figura que solo se distinguía desde el aire:



v

"Recuerda". Reconoció el símbolo y su significado y se vio de nuevo a sí mismo volando con un niño entre sus brazos, este giraba la cabeza y mirándolo fijamente le repetía aquella palabra una y otra vez. Se giró y bajó un par de pisos a toda velocidad, paró en seco y se vio otra vez, sentado junto a un hombre que le ofrecía un vaso lleno de néctar de frutas. El hombre tenía una cicatriz en el mentón, igual que el niño que llevaba en brazos, y supo que esa marca había quedado ahí a consecuencia de una herida que se había hecho al caerse cuando trataba de escapar de su casa. Al igual que el niño, el hombre giraba la cabeza y repetía la misma palabra, "recuerda".

Volvió a subir al último piso y saltó al vacío, el afán por llegar cuanto antes al parque le hizo desdeñar el peligro que corría exponiéndose de esa manera. Bajó al lado del símbolo tras asegurarse de que nadie le podría ver, e instintivamente comenzó a recolectar algunas de las piedras siguiendo un orden preciso que murmuraba entre dientes:

"6 de 1, 3 de 2, 4 de 7, 5 de 8, 3 atrás y lo mismo. 6 de 1, 3 de 2, 4 de 7, 5 de 8 y cambiar".

Alguna vez, no sabía cuándo ni para qué, él mismo había ordenado piedras blancas de manera que formasen símbolos que únicamente podían ser reconocidos desde muy lejos. Un ser humano, o incluso un Gárgol podría pasear a diario entre las piedras sin darse cuenta de que formaban una figura a no ser que se elevase por el aire y las observase a gran distancia. Ordenando y girando algunas de esas piedras se podía descubrir cierta información adicional. Juntó unas veinticinco de ellas, formó un cuadrado poniendo unas al lado de las otras como si se tratase de un puzzle y comenzó a girarlas. El corazón le latía a toda prisa y los dedos le temblaban. Giró la última de las piedras. No era un símbolo lo que se veía allí representado, sino un dibujo, la cara de un Gárgol con el ceño fruncido y la boca entreabierta dejando ver sus cuatro poderosos colmillos en un gesto de feroz enfado. El corazón le dio un vuelco, era Órador. El fragor de la batalla volvió a resonar a su alrededor. Hombres peleándose, multitud contra unos pocos que sin embargo resistían con valor, y entre ellos un puñado de Gárgol hacía retroceder a los atacantes dirigidos por Órador, el guerrero más temible al que uno podía enfrentarse en el campo de batalla.

De pronto, todo se oscureció de nuevo. Voces de personas sonaban en un lado. Se escondió y observó, solo era un grupo de adolescentes jugando a buscarse en la noche. Avanzó sigilosamente entre los árboles, cuya sombra se proyectaba sobre él cubriéndolo con un manto de oscuridad, y salió del parque para adentrarse en los callejones. Corrió cuanto pudo para salir de allí cuanto antes. Los recuerdos se sucedían uno tras otro, debía buscar a sus amigos, debía atravesar el lago y cruzar por entre los dos picos para llegar a la fortaleza de Alisa, su hogar.

Salió de la ciudad y se adentró en el bosque. Allí se detuvo y miró a su alrededor. Alisa, llena de colorido y luz incluso en la más oscura de las noches. Hombres, mujeres, niños y Gárgol caminaban entre las calles por igual. La ciudad rebosaba alegría y bienestar la noche siguiente a la unión de un hombre a una mujer. Los veía a todos ellos riendo, bailando al son de las canciones de los bardos. Caminaba entre ellos pero no era capaz de recordar sus nombres ni sus rostros. Al fondo, un ariete atravesó el grueso muro que rodeaba la plaza y prendió fuego a los tejados de las casas adyacentes. Multitud de guerreros, ataviados con oscuras pieles, entraban por la brecha creada por el ariete y atacaban a las personas. ¿Y los Gárgol? ¿Porqué no hacían nada para evitar esa matanza? Simplemente no podían, descansaban convertidos en piedra. Trató de ayudar a una mujer que corría con su niña en los brazos, le dijo que se guareciese tras él, pero no le oía. Corrió hacia él y lo atravesó como si fuese un fantasma. Extrajo uno de los machetes que había conseguido la noche anterior y avanzó hacia los atacantes. Entonces, el gran oso le atacó por la retaguardia. Lo esquivó y golpeó su hocico con el machete, pero este se había transformado en una humilde espada de madera, pequeña y quebradiza, que estalló en miles de pequeñas astillas bajo las garras del animal.

De pronto las imágenes y el ruido cesaron. Volvía a estar solo, pero esta vez sabía dónde. El bosque había cambiado pero conocía cada elevación de la tierra, cada una de las grandes rocas le era conocida, y era capaz de localizar mentalmente decenas de galerías que ni siquiera había encontrado en ninguna de las noches anteriores. Debía volver a la gruta, descansar y viajar a Alisa la noche siguiente. Allí habría respuestas, no debía precipitarse.

¿Y la señal en el jardín del parque? Alguien la había escrito, alguien que conocía el lenguaje y la escritura de los Gárgol.

Aún tardaría unas horas en amanecer y decidió sobrevolar la ciudad desde una gran altura para no ser visto. Quizá habría más señales.

Al sobrevolar la ciudad, confirmó sus sospechas. Localizó al menos otras dos, pero su significado era siempre el mismo, "recuerda". Y lo hacía, recordaba decenas de situaciones aunque no era capaz de ordenarlas ni entender el significado de muchas de ellas.

Al encontrar la tercera de las señales, se dio cuenta de que había cometido un error. Se había descuidado y el estupor había hecho que se fuese sin deshacer la figura que había creado combinando y girando las piedras blancas. Voló hacia el parque guiándose por el edificio en construcción, y cuando llegó pudo ver a una persona vestida con oscuros ropajes deshaciendo la figura. Lo vio terminando de esparcir las piedras blancas en un radio de unos veinte pasos, lanzándolas a lo lejos de manera aleatoria. Después, lo vio entrar a los árboles y cubrirse con una toga de color claro antes de entrar en las calles.

La siguió durante un rato, hasta que la persona se adentró en una muchedumbre que estaba presenciando un teatro callejero. La vestimenta de la gente era muy homogénea y perdió su objetivo entre los cientos puntos blancos que llenaban la calle. Apretó los puños con rabia, le había perdido la pista y se enfadó consigo mismo por ello.

La voz de un Gárgol, grave y profunda, resonó entre sus oídos: "Despeja la ira de tu mente, no te permite pensar, hace que te ofusques en seguir un camino y te ciega ante la entrada de los demás que podrías tomar". Recordaba esa voz, pero no el rostro al que pertenecía.

Viró en redondo y tomó el camino que le llevaría a la galería. Para bien o para mal, no estaba totalmente solo, alguien conocía su existencia y se había comunicado con él. Debía reunir más información, buscar la fortaleza, si es que seguía estando en el mismo lugar.

Alisa era la respuesta a sus preguntas, o por lo menos era eso lo que esperaba. Después volvería y buscaría a la persona que se había comunicado con él.

Su estómago le hizo recordar que alguien más en la ciudad conocía su existencia, alguien que desplumado y asado tendría un mejor aspecto. Decidió hacer una visita a las ocas antes de irse.

Cuando despertó la noche siguiente, salió rápidamente de la galería y se desperezó agitando con fuerza sus alas. Escaló a lo más alto del acantilado y remontó el vuelo. Viajó lo más rápido que pudo hacia la lejana silueta que formaban las Torres de Tevunant, como conocía él a los dos picos simétricos situados entre Alisa y el lago Odei. Los alcanzó antes de cuatro horas. Una vez allí, rodeó uno de ellos y se situó en uno de sus lados para inspeccionar la zona. Lo que vio lo llenó de espanto y tristeza. Alisa, la ciudad que recibía a sus visitantes con inigualable hermosura, rodeada de esplendorosas torres adornadas con estandartes de colores desde las cuales las tubas anunciaban la llegada de mercaderes y comitivas de otros reinos, era ahora un polvoriento lugar ocupado por ruinas sin vida. Nada quedaba de sus orgullosos muros más que piedras esparcidas. Nada de sus palacios excepto columnas caídas y rotas, gastadas por la edad. Nada de sus gentes menos el vago recuerdo de quien los había conocido, ¿quién sabe cuánto tiempo atrás?

Donde antes hubo una poderosa fortaleza, ahora yacía un montículo terroso. Aún moraba algún alma en la ciudad, varios humanos guardaban la entrada a la torre Este, que se encontraba parcialmente desenterrada.

¿Cuánto tiempo había pasado convertido en piedra? ¿Cuánto desde que compartió la cena con sus amigos por última vez?

Sería fácil acabar con los guardianes y entrar, pero no había que dejar pistas. Conocía otra entrada. Saltó al vacío y voló hacia el lago. Una vez sobre él, plegó las alas y cayó en picado al agua desde una gran altura. Buceó unos metros hasta localizar una gruta y se adentró en ella. Sabía que podría respirar en breve. Asomó la cabeza fuera del agua, no había nadie en la galería. Salió y se encaminó por el pasadizo. Por su aspecto, nadie había pasado por allí en mucho tiempo. Apenas había luz pero el camino a seguir parecía grabado como un mapa en su mente. Rápidamente alcanzó la losa en la que terminaba su camino. La empujó con fuerza y abrió una rendija lo suficientemente ancha como para pasar a través de ella. Otro pasillo se abrió ante él. Lo cruzó hasta el otro lado y se dirigió hacia el salón del trono, acompañado únicamente por los lúgubres susurros que se perdían entre las vacías estancias del palacio. Respiró hondo ante la puerta y entró. Todo estaba igual que como recordaba, excepto por la soledad y el silencio que reinaban donde antes hubo vida y calor. Avanzó por el centro y los vio. Sus amigos yacían inmóviles, petrificados. ¿Porqué si era de noche?

Allí estaban, en ambos lados de la estancia, colocados al igual que elementos ornamentales, como si fuesen los trofeos de un cazador.

Se paró ante cada uno de ellos susurrando sus nombres. Reconocía sus rostros, recordaba su voz. No estaban muertos, ya que de lo contrario se hubieran deshecho en finas partículas de polvo. Solo descansaban. Lémik, Ocatras, Atian, Belos, Rédner, Érlik... Ahí estaba también Órador. Su rostro tenía exactamente la misma expresión que en el dibujo que había visto en la ciudad la noche anterior. Siguió avanzando, muchos de sus amigos estaban allí, pero no todos. Las lágrimas recorrieron sus mejillas a medida que caminaba entre ellos. Al fondo vio a Gróndel, el maestro, el más sabio y antiguo de todos. De él era la voz que había oído más de una vez durante las noches anteriores. La oyó en el lago cuando despertó por primera vez, y también le aconsejó que apartara la ira de su mente la noche anterior. No fue la voz sino su recuerdo lo que entonces había captado. Gróndel yacía tan duro e inmóvil como los demás.

Subió las escaleras y vio a un hombre sentado en su trono. Era un conjunto de huesos recubierto por piel seca y acartonada. Fue comprendiendo a medida que se acercaba, su vestimenta, su casco, y el oso que se veía en su peto y en su cetro. Marduk.

La ira comenzó a invadir cada rincón de su mente y su cuerpo. Cogió la pesada espada que había en el suelo delante del rey y la levantó con las dos manos con la intención de cortarlo en dos trozos mediante un poderoso mandoble. Sostuvo la espada en alto durante unos segundos, pensó que no debía dejar signos de su estancia allí y la volvió a dejar en el suelo.

Debía aprovechar el tiempo y dedicó varias horas a leer las inscripciones de las columnas y a mirar los dibujos de las paredes. Leyó la historia antigua de su pueblo totalmente emocionado, aunque a esas alturas recordaba la mayor parte. En los grabados reconoció a muchos de sus amigos, humanos y Gárgol, e incluso pudo ver una representación de su propia imagen acompañado de sus mejores amigos, posando para un pintor. Sobre sus hombros llevaba al muchacho de la cicatriz en el mentón, Erin. A su derecha, Atlas posaba orgulloso junto a varias piezas de caza mayor.

Invirtió el tiempo que le restaba en observar a sus compañeros con la vaga esperanza de que algunos de ellos avanzasen hacia él con los brazos abiertos, riéndose por la broma que le habían gastado. Pero seguían yaciendo inmóviles.

Se sentó un buen rato ante Gróndel, su maestro y también el de multitud de otros Gárgol, esperando que quizá este diese respuesta a sus dudas. Sus interrogantes se perdían entre las columnas sin hallar respuesta alguna, Gróndel estaba igual de rígido que los demás, de pie y con las manos en alto.

Salió por el mismo lugar por el que había entrado y caminó sin prisa hasta su refugio. Tenía muchos recuerdos que debían ser ordenados antes de proseguir su búsqueda. Aunque no sabía qué era lo que debía buscar, estaba claro que alguien iba a ayudarle. Debía encontrar a ese alguien antes de que este lo encontrase a él. Quizá así pudiese ayudar a sus amigos.

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