El fin de una era
Odnumel sobrevolaba el campamento Khúnar en busca de algún indicio que señalase la localización exacta del lugar donde Marduk se ocultaba de los gárgol durante la noche. Apenas quedaba una hora para el amanecer y las oportunidades para seguir buscando serían escasas a partir de esa noche. Los Khúnar no tardarían en asediar la ciudadela, y nadie tenía muy claro cuál sería el momento en el que el inquebrantable ánimo de los Alisios sería insuficiente para detener la toma de la ciudad.
Los Gárgol habían atacado el campamento cada noche, habían desmantelado miles de tiendas en busca del escondite del rey de los Khúnar. Incluso habían registrado el bosque y las oquedades en la roca a las que Marduk habría podido tener acceso. Todos los esfuerzos habían sido en vano. Poco podía sospechar el obstinado rey de los Gárgol que, tan solo dos noches antes, él mismo había derribado una tienda de campaña que se encontraba a escasos metros de la que albergaba la trampilla que daba acceso al escondrijo subterráneo del rey de los Khúnar. En su interior los Hurones, armados hasta los dientes, repasaban mentalmente todas y cada una de las plegarias que habían dirigido a sus dioses durante los últimos días para que llamasen la atención de los Gárgol y los enviasen hacia otro lugar. Tras ellos, Marduk contenía la respiración mientras sentía cómo los pelos de su cuerpo se erizaban cada vez que la profunda voz del Gárgol rugía su nombre.
“¿Y si no está aquí?”, pensó Odnumel, “ ¿Y si se encuentra escondido en algún lugar de la propia Alisa, algún lugar que cree impenetrable para los Gárgol?”. Hizo una señal a Rédner y Érlik, quienes sobrevolaban el campamento Khúnar a su lado, y se dirigió de nuevo hacia Alisa seguido por ellos. Los Gárgol tomaron altura hasta que su rey fijó el objetivo de su ataque. La Torre de Diobel era sin duda una de las estructuras más protegidas por los Khúnar, para cuya logística era muy importante mantener el control de la misma. Órador, Lémik, Kan y Skólem se unieron al terceto comandado por Odnumel.
Quizá Marduk no se ocultase en el interior de la torre, pero esta estaba ocupada por multitud de Khúnar y el número de bajas sería más que notable.
Odnumel y Rédner entraron al primer piso de la torre a través de un ventanal que los Khúnar habían tratado de cubrir con dos puertas de madera clavadas la una sobre la otra. La planta estaba repleta de soldados que descansaban a la espera de que el amanecer señalase el comienzo de su turno de lucha, los cuales se sobresaltaron cuando los portones estallaron haciéndose añicos con la entrada de los Gárgol. Odnumel desenvainó a Orlon y segó la vida de varios Khúnar que saltaron sobre él armados con las únicas dagas que encontraron a su alrededor en aquellos momentos de confusión.
Rédner tomó posición ante una rudimentaria estructura de madera, fabricada por los Khúnar para apoyar sus lanzas separadas y con la punta hacia arriba evitando así que su filo se mellase. Desde allí comenzó a lanzar las endiabladas picas contra los desconcertados soldados, atravesando a varios de ellos a la vez en algunos de sus certeros disparos.
Al otro lado de la estancia, varios hombres habían llegado al estante donde decenas de arcos se guardaban ordenados, apoyado cada uno sobre un carcaj lleno de flechas. Un Khúnar comenzó a repartir las armas, pero antes de que pudieran ser utilizadas otro ventanal se abrió bruscamente para dejar entrar a Érlik. Este desenvainó su espada de filo curvo y no tardó en acabar con los que trataban de usar sus arcos contra Odnumel y Rédner. Después derribó los estantes, haciéndolos caer sobre la escalera que daba acceso al exterior. Así nadie más podría acceder al torreón, por lo menos por tierra.
Los Khúnar, lejos de correr como gallinas descabezadas y viéndose atrapados junto a tres Gárgol en la misma estancia, decidieron atacar en masa. Odnumel se agachó y tomó impulso para derribar de un golpe a los primeros hombres que osaron desafiarle. Después cortó las dos piernas a un Khúnar y con un mandoble descendente atravesó la cabeza y la mitad del tronco de otro hombre, mientras derribaba a dos más mediante un fuerte empujón con su escudo cubierto de largas púas.
Rédner había utilizado más de quince picas antes de desenfundar su espada e internarse entre los Khúnar derribándolos con rápidos y ágiles movimientos. Al otro lado de la planta, Érlik hacía caer a cuanto soldado le atacaba utilizando técnicas menos sutiles pero igual de devastadoras.
El piso quedó limpio en pocos minutos, y el silencio que provenía de las dos plantas superiores era signo inequívoco de que Órador, Lémik, Kan y Skólem habían pasado por allí.
Odnumel ascendió hasta la tercera planta, donde se reunió con el resto de los Gárgol. Habían buscado en cada recoveco del interior del edificio sin dar con su codiciada presa.
- Nada. – dijo Órador disgustado y enfadado a la vez – ¿Dónde te ocultas, miserable?
- Tendremos que seguir mañana. – añadió Lémik mirándose las manos, en cuya piel comenzaba ya a sentir el cosquilleo que precedía al amanecer que irremediablemente las volvería a convertir en piedra – Si es que existe un mañana para nosotros.
- Acabemos con los hombres que guardan la azotea y retirémonos, está a punto de amanecer. – ordenó Odnumel resignado – A no ser que queramos tener la certeza de que no habrá un mañana.
Los Khúnar habían cerrado la trampilla por la que se accedía a la azotea, y esperaban la salida de los Gárgol apuntando con sus arcos y sus picas. El ataque no llegó desde el lado que esperaban, ya que Gílam tomó tierra en lo alto de la torre acompañado por su equipo. Así los Gárgol, protegidos por los últimos minutos de oscuridad, comenzaron a retomar el vuelo para poner rumbo a la atalaya de la ciudadela de Alisa.
Odnumel fue el primero en saltar y tomar altura, y decidió dedicar un último esfuerzo, una última mirada al campamento de los Khúnar en busca de alguna pista sobre el paradero de Marduk. Entonces lo vio, el culpable de la infamia a la que los suyos habían sido condenados abandonaba el campamento montado a caballo, vestido con su coraza de marfil, y dirigiendo a varios cientos de soldados de élite que atacarían sin piedad a los Alisios a lo largo del día que seguía. Odnumel miró hacia el Este y vio a la claridad abriéndose paso entre las nubes que cubrían las nevadas cimas de los montes. Demasiado tarde. No había tiempo, ni siquiera para acercarse a menos de dos estadios de la presa antes de caer al suelo en forma de roca.
El sentimiento de impotencia se convirtió en cólera incontenible, y Gróndel había enseñado a los Gárgol que tal condición obnubilaba los sentidos de los seres pensantes. Odnumel no se percató de que una gigantesca flecha, lanzada por varios Khúnar que manejaban un enorme arco anclado sobre los restos de un torreón cercano, se acercaba peligrosamente hacia él.
El proyectil entró por un costado del Gárgol hundiéndose varios centímetros en su carne. Odnumel emitió un quejido y comenzó a perder altura.
Gílam, horrorizado ante lo que acontecía, se dejó caer en picado y tomó al rey por un brazo, equilibrando ligeramente el vuelo. Aún así los dos Gárgol seguían cayendo y no les iba a ser posible remontar el vuelo para poder llegar a la ciudadela. Solo la intervención de Órador, quien asió el otro brazo del rey herido, hizo que pudieran llegar a la atalaya. Condujeron a Odnumel al templo y lo tendieron sobre un altar dedicado a Tevunant. Tras ellos, las figuras de piedra de un dragón y de una bella mujer asistían como testigos mudos al final de un glorioso reinado.
Ocatras tomó tierra en la azotea segundos después. Se resistía a creer lo que sus ojos habían visto momentos antes desde el aire. Corrió hacia el interior de la edificación por entre los entristecidos Gárgol llamando a gritos a su padre y solo calló cuando estuvo delante de él. Odnumel aún estaba vivo cuando se arrodilló ante él y cogió su mano.
- ¡Padre, no! – suplicó.
- Ocatras…he de responder a la llamada de nuestro padre, ya que ha dispuesto que acuda a él en este día…- dijo el rey dejando que un hilo de sangre corriera desde su boca hacia el blanquecino altar. Después miró a Gílam y Órador y les pidió que los dejasen a solas.
Los dos Gárgol besaron la frente de Odnumel a modo de despedida, y el rey devolvió el gesto tomándolos por el antebrazo. Después salieron y cerraron las puertas.
- Toma a Orlon, Ocatras, tuya es ahora. – siguió el rey tras toser y esbozar un gesto de dolor, haciendo que más sangre brotase de su boca – Conoces el compromiso que su posesión exige, hijo, jamás deberá ser alzada contra un amigo.
Odnumel acercó la espada de los reyes a su hijo y este la tomó con una entereza admirable.
- He sido un buen rey, y sé que los Gárgol me recordaréis con cariño. Tan solo me falta saber una cosa. Mírame a los ojos y dime que darás un buen final a esto, Ocatras. – dijo el rey antes de soltar la espada de sus manos.
Las miradas de los dos Gárgol se fundieron en una mientras sentían cómo el amanecer endurecía sus cuerpos. Odnumel sonrió.
- Ya puedo irme tranquilo y recorrer con orgullo la senda que cruzaron nuestros antepasados…
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