Alisa, ciudad de hombres y Gárgol. Parte 2
Aior corrió hacia los jardines del Templo de Lithien en cuento terminó de cenar. Cuando llegó a la primera hilera de columnas, se escondió tras una de ellas y asomó la cabeza para vigilar los jardines. Se agazapó y caminó en silencio a través de ellos durante unos minutos hasta que vio a Atlas a lo lejos. El colosal ser se encontraba de espaldas a él, sentado, observando algunas flores que crecían al pie de un viejo tejo.
Aior se acercó sigilosamente, conteniendo la respiración para no ser oído, estaba seguro de que lo sorprendería por la retaguardia. Lo que no podía ver era la sonrisa que se dibujaba en la cara del Gárgol, que se había percatado de la presencia del muchacho hacía ya un buen rato.
Cuando estuvo a escasos tres metros de distancia, Aior aceleró el paso y saltó sobre las espaldas de Atlas gritando:
- ¡Te pillé, maldito! ¡Ríndete, no tienes nada que hacer!
Atlas comenzó a girar dando vueltas por el suelo mientras Aior seguía agarrado a su cuello. El Gárgol no paraba de reír y de gritar:
- ¡No, por favor, no me hagas daño!
Aior se soltó y cogió una larga rama del suelo.
- ¡Desenfunda tu espada, cobarde! ¡Haré que pruebes el filo de la mía!
Atlas tomó otra rama, que en su gigantesca mano tenía más aspecto de un fino junco que de una espada, y se defendió de la primera acometida de Aior.
Después de luchar durante un rato, simuló que el muchacho lo había podido desarmar y dejó que este golpease su abdomen con la improvisada espada.
- ¡Muere, malvado! Esto te pasa por meterte con el guerrero más valiente de todo Alisa!
Atlas se alejó haciendo que cojeaba, semiagachado y con una mano en el vientre.
- ¡Nos volveremos a ver las caras, intrépido guerrero, y esa vez seré yo el vencedor!
Aior corrió tras él hasta que llegaron debajo de un gran roble de más de dos metros de diámetro. Se sentaron bajo él y Aior, jadeando, preguntó:
- ¿Es que vosotros nunca os cansáis? ¡Yo estoy reventado!
- Aún eres joven, cuando seas mayor serás más fuerte, y también más rápido.
- ¿Tanto como mi padre? Dicen que él es el más fuerte de Alisa.
- Tendrás que esforzarte mucho para ello, pero yo te enseñaré, igual que hizo Gílam con tu padre. Vamos, sigamos paseando por los jardines y te contaré más historias de los Gárgol.
Llegaron a una zona ajardinada donde un gran número de crisantemos rodeaban la estatua de una mujer joven, tallada en piedra blanca con una delicadeza exquisita. Atlas se arrodilló ante ella, agachó la cabeza y tras cerrar los ojos dijo unas pocas palabras en voz baja. Aior se arrodilló a su lado y lo imitó.
- Gróndel me dijo una vez que es la madre de todos vosotros. – dijo con curiosidad, esperando que Atlas terminase de contar aquella historia que Gróndel dejó inconclusa.
- En cierta manera. – respondió Atlas sin dejar de mirar a la estatua de Lithien – Ella fue la madre de los primeros de nosotros, hace ya muchos años. ¿Quieres que te lo cuente?
- ¡Sí, sí, por favor! – respondió Aior expectante.
- Verás. Hace mucho, mucho tiempo, el padre sol y la madre luna se reunieron con el propósito de crear la tierra. Ambos quisieron hacerla a su imagen y semejanza, y convinieron el siguiente acuerdo: Cada uno la poseería durante la mitad de la jornada.
El sol se quedó con el día, al que aportó su calor, su alegría, el bullicio de las ciudades, el ir y venir de muchas especies animales y la mirada de las flores.
La luna escogió la noche, y le donó la quietud, la calma, el silencio, la suavidad
y el reposo.
Después, para cerciorarse de que ninguno de ellos trataría de hacerse con la parte
del otro, nombraron a sus guardianes. El sol mandó llamar a Tevunant, el dragón
inmortal, quien era sabio y antiguo, vigoroso y de corazón ardiente. La luna
esperó pacientemente hasta que por fin encontró a su guardián entre los mortales
humanos. Se trataba de Lithien, una bella muchacha que poseía el don de la
tranquilidad, la inteligencia, la cautela y la frialdad a la hora de tomar
decisiones.
El sol no tardó en caer perdidamente enamorado de Lithien, aunque desconocía
que el corazón de esta latía por Tevunant.
El poderoso dragón, quien también desconocía los sentimientos del sol, decidió
unirse a Lithien aún a sabiendas de que el inexorable paso del tiempo acabaría separándolos.
Tal muestra de afecto conmovió a la luna, y otorgó a Lithien el don de la eterna juventud. Tal era su generosidad, que no le importó que ello significara el poder brillar en su plenitud solo una de cada veintiocho noches.
Pero el sol se negó a aceptar que en el corazón de Lithien no hubiese espacio para él. Despechado, la despojó de su inmortalidad y condenó a los hijos que esta había tenido de Tevunant a morar únicamente durante la noche. Creyó que Tevunant, temeroso del poder de su fuego, acataría la decisión con resignación.
Cometió el error de infravalorar el temperamento del dragón, quien desde ese momento supo cuál sería su destino y prometió a Lithien que nunca se separaría de ella.
Cuando el tiempo de Lithien se consumió, Tevunant la enterró en algún lugar de estos jardines. Entonces se enfrentó al todopoderoso sol y con ayuda de la luna le robó parte de su fuego, dándoselo a sus hijos. Quizá los Gárgol no pudieran ollar la tierra durante el día, pero durante la noche no habría ser que los igualara en fuerza y en conocimiento.
Después, el dragón se arrancó cien escamas con sus poderosas garras y las lanzó al aire. Al caer al suelo, de ellas brotaron los cientos de árboles y flores que convierten este lugar en los hermosos jardines que conoces.
Atlas hizo una pausa de varios segundos, algo que las ansias de conocimiento de Aior no pudieron soportar.
- Y Tevunant, ¿a dónde fue después? - preguntó el muchacho con avidez.
- Parte de su piel quedó desprotegida después de que se arrancara las escamas. Los rayos del encolerizado sol penetraron a través del orificio que había en la coraza indestructible de Tevunant y este sintió cómo poco a poco su cuerpo se tornaba rígido como el hierro. Eso era lo que el dragón quiso que sucediera exactamente. Se adentró en su morada bajo las montañas y con la fuerza que aún le quedaba hizo que la entrada se derrumbase. Desde entonces duerme allí, feliz ya que el espíritu de Lithien lo acompaña en su sueño eterno.
La luna y el sol jamás volvieron a acordar trato alguno, y aún hoy somos testigos de la batalla que libran por arrebatar al otro la parte de tierra que le corresponde.
- Es una bonita historia. – dijo Aior con sinceridad.
- Lo es. - Atlas se levantó y cogió de la mano a Aior - Venga, vamos a jugar un rato con tus amigos.
- ¡Bien! ¡Nos esconderemos y tendrás que buscarnos! ¡Súbeme a hombros y corre, deben estar en el baile del mercado!
En la entrada de los jardines, Erin caminaba junto a Gílam y Gásar. La preocupación quedaba patente en sus caras. Había pasado mucho tiempo desde que conversaron los tres juntos por última vez, tenían muchas cosas de las que hablar pero era inevitable que cada pocos minutos la guerra contra los Khúnar ocupase el centro de su atención.
Siguieron paseando hasta el templo dedicado a Yenisei, dios mayor de la fortuna. Gásar y Erin entraron mientras Gílam prefirió quedarse en el exterior, mirando hacia los jardines, apoyado sobre una columna.
Gásar sentía una gran admiración por las sólidas y elegantes construcciones que constituían Alisa, pero de entre todas ellas era el templo de Yenisei el que, en su opinión, gozaba del máximo esplendor.
Las columnas que sostenían el tímpano estaban pintadas en vivos colores y tenían cientos de caracteres formados por incrustaciones de oro labrado. Una espiral de plata las recorría desde la base hasta el capitel, donde se abría en haces para formar figuras de animales de caza mayor. En el tímpano, varias personas ofrecían flores y fruta fresca a Yenisei, quien les otorgaba su bendición iluminándolos con un báculo con cuyo extremo tomaba una parte del fuego del sol cada amanecer, cuando este salía del mar para erguirse después en el centro del firmamento.
Caminaron hacia el altar por el suelo embaldosado y pulido. A sus lados, varias aperturas cuadrangulares en el techo dejaban pasar la luz a los estanques que había tras las columnas, haciendo que la luna se reflejase entre los nenúfares que había en su superficie. En las paredes, esa misma luz junto a la de varias antorchas hacía que las miles de perlas incrustadas en líneas triples tomasen un magnífico brillo refringente, haciendo que las figuras que recreaban pareciesen ir a cobrar vida en cualquier instante. Se podían ver ciervos pastando junto a su prole, perdices, faisanes y urogallos, y hombres y mujeres cosechando la preciada cebada. Al otro lado, una manada de caballos parecía dispuesta a saltar hasta los estanques para refrescarse mientras eran vigilados por varias águilas que volaban entre los rayos del sol, simbolizados por varias líneas rectas realizadas por perlas de mayor tamaño.
El altar, esculpido en cuarzo y adornado con finos hilos de oro y plata, se encontraba siempre rodeado de ofrendas florales de múltiples colores. Tras él, una estatua de Yenisei recibía a los visitantes con los brazos abiertos.
Tanto Erin como Gásar se arrodillaron ante él y permanecieron en silencio durante un buen rato, esperando que hiciese caso a sus plegarias y les ofreciese el don de la fortuna en los duros tiempos que se avecinaban.
Volvieron a salir fuera cuando terminaron, donde Gílam les esperaba pacientemente.
- ¿Vosotros los Gárgol no rezáis a los dioses? – preguntó Gásar desconcertado.
Gílam sonrió y respondió cortésmente:
- El comportamiento y el futuro de los Gárgol no están regidos por dios alguno. A nuestro parecer, somos dueños de los actos que cometemos y el futuro dependerá de tales actos. Si tomamos las decisiones correctas todo irá bien, y si nos equivocamos solo será nuestra la culpa de los males que se nos vengan encima. La moralidad de cada uno de nosotros es la base sobre la cual se cimentan nuestras decisiones.
- Es una suerte poseer tales creencias y no tener que explicar las cuentas ante nadie... – dijo Gásar, aún más extrañado que antes.
- No es del todo así. – siguió explicando Gílam – Cuando uno de nosotros cae en el sueño eterno debe responder a las preguntas que nuestro padre, Tevunant, hará sobre sus actos. Y créeme, el fuego de su ira es tan temible como el castigo de cualquiera de los dioses de los hombres.
Gásar comenzó a reír, se sentía más aliviado, miró a Erin y este, riendo a su vez, le dijo:
- Al que se porta mal le espera una buena chamusquina, ¡me alegro de no ser un Gárgol!
Caminaron aproximadamente un estadio de distancia en silencio y se sentaron en un banco de piedra ante un pequeño estanque rodeado de juncos. Su presencia no hizo que las ranas dejasen de croar, un sonido que a Gílam siempre le había parecido sumamente relajante.
- ¿Y los Thiodáin de las montañas? – Gásar rompió el silencio – Deben contar con varios miles de hombres dispuestos para el combate, y esta guerra les alcanzará tarde o temprano.
Gílam dejó entrever una leve sonrisa, cogió una piedra plana y la lanzó al agua haciendo que diera varios botes sobre la superficie antes de hundirse en el centro del estanque.
- No creo que estén dispuestos a combatir. – sentenció – Explícaselo tú, Erin.
- Los Thiodáin jamás se unirán a nuestra causa. Ellos jamás se inmiscuyen en los problemas de los demás, viven en zonas de difícil acceso y poco interés comercial, no les interesan las riquezas de nadie y a nadie le interesa enquistarse en un enfrentamiento contra ellos del que poco o ningún beneficio obtendrá. Llevan viviendo de ese modo cientos de años, y quizá sea ese aislamiento el que ha conseguido que perduren.
- Y quizá ese mismo aislamiento sea responsable de su supervivencia si no conseguimos derrotar a Marduk. – apuntilló Gílam – En esta guerra tienen todo que perder y nada que ganar.
- Pronto deberé anunciar al pueblo lo inminente dela guerra, – prosiguió Erin – aunque creo que no cogerá a nadie por sorpresa, los rumores corren más deprisa que el agua en los rápidos del río Tar.
Se oyeron unos pasos acercándose desde sus espaldas. Atlas corría hacia ellos con Aior sobre sus hombros.
Al ver a los dos hombres junto a Gílam, Aior pidió a Atlas que lo bajase y corrió a saltar sobre la espalda de su padre.
- ¡Vaya, aquí tenemos al mejor domador de caballos de todo el reino! – gritó Erin sin disimular su júbilo.
- Hola padre, hola Gílam. – dijo Aior, y se quedó callado mirando a Gásar, su rostro le era familiar pero no conseguía recordar dónde lo había visto antes. Erin se encargó de recordárselo.
- Saluda a Gásar, hijo, ¿no te acuerdas de él?
- Era muy pequeño cuando lo vi por última vez, tendría como mucho seis o siete años. ¿Qué tal estás, muchacho? – preguntó Gásar.
Aior consiguió recordar cuándo vio a aquel hombre. Efectivamente, había pasado mucho tiempo desde que estuvieron juntos, fue la última vez que visitó Iriana junto a su padre con motivo de la festividad bianual del otoño. Aquel hombre los había acogido en su casa y se encargó personalmente de su cuidado durante los diez días que duró su estancia allí.
- Me encuentro bien, gracias. ¿Y usted? – Aior se sentó al lado de Gásar – Perdone que no le haya reconocido, es que era muy pequeño, pero me acuerdo de lo bonita que es su ciudad y de lo bien que lo pasé en aquel viaje. ¿Siguen en pie las viejas hayas de la plaza mayor?
- Siguen ahí, tan robustas como siempre. – respondió Gásar complacido.
- Recuerdo los diferentes colores que tenían sus hojas, desde el amarillo claro hasta el rojo fuego, y también el vivo color anaranjado. También me acuerdo de cómo jugaba en los montones de hojas que se acumulaban bajo ellas. Espero que no pase tanto tiempo hasta la siguiente vez que nos veamos.
Después se despidió de ellos y volvió a escalar hasta los hombros de Atlas, quien siguió corriendo hacia la plaza del mercado, de donde provenía un sonoro murmullo creado por las miles de personas que disfrutaban de los cantos de los juglares, las danzas, la comida y las ingentes cantidades de cerveza y vino. Solo por esa noche Erin, Gílam y Gásar decidieron unirse a la fiesta. Solo los dioses sabían si volverían a disfrutar de la alegría de las celebraciones de este mundo.
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