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2016 – Edad de veintiséis años
La abuela de Austin era una señora encantadora y exasperante. Nunca antes había recibido tanto afecto como en su casa, y la verdad era que me conmocionaba bastante. Al comienzo, mi amigo no estaba de acuerdo con que ella me conociera; solía decir que no era bien visto que un adulto fuera amigo de alguien menor, pero eso me daba igual.
Un día aparecí muy preocupado en la puerta de su casa, porque el niño había faltado al colegio, tampoco hizo su aparición en el Central Park ―donde solíamos encontrarnos cuando yo no pasaba por él en el instituto―, y ni siquiera contestaba mis mensajes o llamados, así que omití sus reglas sobre eso de que nadie podía vernos juntos y fui hasta la casa en donde en múltiples ocasiones lo había acompañado.
Me sorprendí al enterarme que no vivía con sus padres, como solían hacerlo los niños de su edad, sino que vivía con una señora que decía ser su abuela, y que también pensaba que yo era un compañerito del gimnasio en donde practicaba kick boxing, cosa que no desmentí, a pesar de no tener idea de que Austin hacía ese tipo de actividades.
―¿Quieres algo de comer? ―cuestionó, ni bien puse mi culo en el sillón de la sala, pero me negué porque ni siquiera estábamos a horario de la cena; me quedé mirando en dirección a las escaleras, tratando de descubrir dónde podría estar mi amigo―. Austin está durmiendo, está bastante enfermo desde anoche...
Me sentí demasiado culpable por aquel dato, no por la aflicción en su tono; creí que podría tratarse de una gripe adquirida por quedarnos hasta tarde, sin resguardarnos del intenso frío de la noche. En ese momento lo único que quería hacer era volver el tiempo atrás, para que él no se sintiera mal y pudiéramos pasar tiempo juntos, como lo hacíamos siempre. Incluso tenía ganas de llorar pensando que, si no hubiese sido mi amigo, en ese momento estaría sano y en la escuela, como debería ser.
«Deben estar juntos en las buenas y en las malas, porque así son los amigos»
―¿Qué tiene? ―pregunté, angustiado y al borde del llanto―. Es por ir desabrigado todo el tiempo, ¿verdad?
―Oh, no cariño. No es eso ―aseguró la señora―. Aunque sí, es cierto que ese jovencito siempre anda sin abrigos, aunque se lo diga.
―¿Entonces qué tiene? ―cuestioné impaciente, yo solo quería ir corriendo y buscar su habitación, y lo habría hecho en otras circunstancias, pero sabía que Austin iba a estar muy enfadado conmigo, y no podía permitir que se alejara de mí.
―Lo que pasó es que anoche recibió una llamada de sus padres ―comentó la abuela, creando un aire de confidencialidad que estaba seguro que yo no merecía, pero me importaba―. No sé qué le dijeron, pero terminó muy nervioso y con vómitos, pude bajarle la fiebre, pero está muy agotado...
―Necesito verlo ―solté, mientras me levantaba y mandaba a la mierda la vocecita de Austin en mi interior diciéndome que la anciana no iba a permitir nuestra amistad.
«Ojalá sea así de fácil mandarme a la mierda»
―¡Oye! ¡Tranquilo, cariño! ―dijo apresuradamente la abuela, llegando hasta mí en el momento que tuve que apoyar mis manos sobre mis rodillas chirriantes antes de perder el control de mi cuerpo, ayudándome a retomar mi lugar sobre el sillón―. Espérame, voy a traerte un vaso de jugo.
«Pero nosotros sí te podemos hacer mierda»
―¿Qué pasó, abuela? ―preguntó la voz de Austin desde las escaleras, y rápidamente me enfoqué en él, olvidando a los fantasmas arremetiendo contra mi cordura. Él estaba descalzo, con un pantalón de franela, una enorme sudadera y su cabello alborotado. Su voz y su cara adormilada me decían que recién se había levantado, y lo había hecho sin ánimos, pero su preocupación lo mantenía de pie; pasaron unos segundos antes de que lograra verme―. ¿Sam? ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Y mi abuela?
―Oh, cielo, despertaste ―dijo su abuela, apareciendo nuevamente en la sala y entregándome un vaso con jugo de naranjas, que bebí, aunque lo que necesitaba era vodka―. ¿Necesitas algo?
―No, gracias abuela ―dijo Austin, en medio de un bostezo―. Solo te escuché gritar, y pensé que te pasó algo. ―Terminó de bajar las escaleras, mientras me observaba fijamente, haciendo que mi corazón se precipitara―. Vamos al jardín, Sam.
―¿Seguro que estás bien? ―preguntó, dirigiéndose a mí, y yo asentí rápidamente, para poder alejarme de su presencia junto a Austin―. Está bien. Los llamaré para la cena, jovencitos.
Esa tarde nos pasamos toda la tarde bajo el tranquilo sol, sin decirnos nada, y cenamos los tres juntos; fue la primera de muchas veces que convivimos así, y parecíamos unas de esas familias que aparecían en las películas que contaban la vida de madres solteras con hijos adolescentes... o así se sentía.
La señora Marga nunca cuestionó nuestra amistad, y estaba seguro de que en algún momento descubrió que no íbamos a ningún gimnasio juntos, pero tampoco dijo nada. Ella era el único adulto que me gustaba en todo el mundo, y es por eso que le tomé mucho aprecio, aunque no me gustaba cuando nos mandaba a limpiar o a mover los muebles.
Por todas esas razones fue que no dudé un solo segundo en acompañar a Austin esa madrugada en la que me llamó desesperado porque ella se había descompensado; el hospital que cubría su seguro era el PrairieCare, pero aun así conduje hacia allí, y llegué antes de que arribara la ambulancia con ambos.
―¿Qué ha pasado? ―le pregunté angustiado, una vez que ya la alejaron de nosotros―. ¿Qué tiene la abuela?
―¡No lo sé! ―contestó desesperado―. Escuché un ruido y salí a ver, la encontré a mitad de las escaleras... se desmayó, no llegó a rodar por ellas, pero, ¿y si se fracturó algo?, ¿y si se lastimó la cabeza? No quiero que se muera.
―No se va a morir, Austin.
―Pero, ¿y si sí? ―preguntó, con los ojos llorosos, y al no tener respuestas de mi parte, comenzó a caminar de un lado a otro, hasta llegar al pentágono de entrada donde se encontraba una secretaria charlando con lo que parecía ser un joven doctor―. Necesito saber cómo está Margaret Reed...
―¿Uhm? ― cuestionó la chica que estaba más interesada en su compañía que en nosotros, pero el doctorcito, que estaba al tanto de que la abuela había recién ingresado a emergencias, terminó diciéndonos que solo debíamos esperar.
Esperamos durante un par de horas, hasta que en el parte nos dijeron que la abuela había despertado, ella había sufrido un pre-infarto, y se había fracturado el tobillo, por lo que la habían dormido nuevamente. Solo uno de nosotros se podía quedar con ella, así que dejé a Austin en la habitación, mientras yo me quedaba paseando por el pasillo.
No quería estar allí, pero tampoco quería dejarlos solos. Sentía que, por haber ingresado a ese hospital, no tendría oportunidad de salir de nuevo.
«Tú deberías estar internado aquí» me recordó una de las voces de mi mente, haciéndome reír por el tono de mierda que tenía, pero sonreí incomodo cuando vi pasar a una enfermera, quien me miró de reojo; no me gustaba estar en ese lugar, porque me daba miedo, pero mi curiosidad y mi cabeza nublada de ideas me hicieron ir para investigar el otro ala del hospital, en donde yo debía estar.
Como hice tantas veces años atrás, me escabullí por los pasillos, escondiéndome de nadie en concreto, porque ya ni siquiera había alguien en el pentágono. Cuando me sumergí en el pasillo que dividía los consultorios de las salas comunes, pensé que iba a morir de miedo, o que mi cabeza no lo soportaría y terminaría explotando, pero no pasó.
Crucé la sala de juntas y miré, a través de las paredes de cristal, la habitación vacía. Lejos de sentirme nervioso, me sentí nostálgico. Era como volver a la casa vacía de mi niñez, claro que en ese entonces había omitido muchos recuerdos, pero así estaba bien. Incluso mis fantasmas me motivaron a buscar el consultorio de MonterWoods, y así lo hice.
Cuando encontré la puerta, quise abrirla, pero una voz fuera de mi cabeza me detuvo.
―¿Necesitas algo?
Volteé a ver al doctorcito que había conocido en la entrada, y en su bata médica pude ver una tarjeta con su nombre y su especialidad. Me volví a enfocar en su rostro, era incluso más joven que yo; tenía ojos azules, una patética sonrisa que dejaba ver unas marcas en sus mejillas afeitadas, y un jopo peinado con gel.
«¿Quién se peina así?»
―¿Disculpa? ―cuestionó, dejando atrás su sonrisa amigable y mirándome confundido.
«Ups»
―Que qué doctor se encuentra aquí ―terminé aclarando, tras haber perdido la compostura, y dándome cuenta que en la placa de la puerta no estaba el nombre del doctor MonsterWoods.
―Oh, este es el consultorio del doctor Johan Darrel, mi compañero ―contestó, volviendo a su sonrisa y pasando distraídamente su mano por su cabello―. Pero en este horario no se encuentra nadie, así que puedo acompañarlo hacia la salida.
―No es necesario, sé por dónde vine ―contesté imitando su sonrisa y alejándome de ese lugar.
Después de todo, parecía que ya no quedaba nada de Damon allí.
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Channnnn, ¿quién vrgs es Damon? Uf, los próximos capítulos tan potentes.
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