3-Una nueva esperanza

La luz del día entraba por un pequeño orificio que había en la puerta de madera. Para hacer ligero el viaje, los legionarios dejaron en el suelo sus armaduras y solo llevaron sus escudos y espadas. Arrio se despojó de su armadura de general y observó a Spurio que no tenía escudo, el general pensó en el la seguridad del político y le entregó el escudo de Quinto. La relación entre el político y el general se fortalecía, y gracias a la situación las diferencias de ambos cesaron.

Los soldados abandonaron la casa marchando en grupo, con los escudos a la mano y con el águila dorada empuñada por Spurio. Arrio comandaba el grupo de los siete, con la mente en frío y atento a cualquier extraño movimiento, caminaba a paso lento por las calles de la pequeña ciudad de los pictos faltaba poco para llegar al bosque y al sendero comercial de ellos, hasta que un pequeño percance le detuvo.

- ¡Ahhhhhh! -gritó Vibio.

Un muerto con armadura romana le mordió el cuello, justo en la yugular. El cadáver estaba oculto detrás de una vieja casa de paja y olfateó el olor la sangre fresca del grupo y atacó al legionario. El centurión Numerio reaccionó de inmediato y se giró para clavar su espada en el cabeza del zombi. Un moribundo Vibio, cayó al suelo con su mano aferrada al cuello y al mismo tiempo fue rodeado por sus compañeros de guerra. Un par de lágrimas brotaron de los ojos de Arrio, pensaba que no ya no tenía la capacidad de liderar un grupo de hombres, su frustración por haber perdido seis mil vidas aumentaba.

-Se... Señor... -balbuceó Vibio. Mientras que era consciente de cómo su vida se estaba extinguiendo.

Numerio no quiso alargar más el sufrimiento de su camarada. Sin vacilar levantó su espada al aire, y con la fuerza de la caída, apuñaló la frente de su antiguo amigo. Ninguno dijo nada y continuaron con el viaje, dejando el cadáver de Vibio en el suelo.

El grupo de ahora solo seis legionarios continuó con su marcha, hacía mucho frío en la mañana de primavera, había nubes en el cielo y en oscuro miedo inundó la mente de Arrio. Se encontraba en frente de aquel sangriento sendero comercial, observó que en dicho camino ya no había presencia de ninguno de sus legionarios.

-Podemos avanzar por ahí -dijo Spurio señalando el sendero.

-El sendero está desolado, podemos correr por él sin problemas -añadió Décimo sin bajar la guardia.

Arrio meditó las propuestas de sus hombres, el hecho de observar las armas y escudos de sus antiguos compañeros le causaba náuseas, no le gustaba la idea de ir pisando aquellas armas por el camino, por los bosques había más posibilidades de escapar. Sin decir ni una palabra y sin mostrar algún gesto con sus manos, escaló la pendiente que conducía hacia el bosque. Sus hombres desorientados lo siguieron sin protestar.

El grupo de seis de cuidaba la espalda de cada uno, Arrio siempre observaba al frente, sus compañeros estaban más alerta a los francos y a la retaguardia. El bosque contaba con enormes robles y no había rastro de animales. El general pensó que no podían asumir el riesgo de correr aún. Tenían que recorrer algunos kilómetros para llegar al viejo campamento que habían levantado tres meses antes.

Los minutos pasaban, el ambiente era más denso, el silencio de aquel bosque encendió el miedo en los hombres. Los nervios de los hombres, hacían que no mantuvieran firme sus escudos. De repente una extraña neblina los arropó y cortó la visibilidad de los hombres.

-Señor, ¿Qué es esto? -preguntó Druso con un tono chillón.

-Los dioses nos han abandonado, no puedo ver mucho hacia el frente... No temas Druso, solo serán tres días de caminata -explicó Arrio tratando de calmar a su legionario.

Los sonidos que emitían los muertos en la niebla, desesperaban a los legionarios. Arrio se mantenía sereno, pero no podía deducir de donde provenían esos sonidos.

-Arrio, parecen muchos, no quiero morir -sollozó Druso consumido por el miedo.

De repente una horda de zombis entre romanos y pictos emergió de la niebla, aparecieron por el frente de aquellos seis hombres.

- ¡Haced tres filas de tres, preparaos para el combate! -aulló Arrio ubicándose detrás de Décimo.

Décimo, Numerio y Livio se colocaron al frente con sus escudos en alto, por suerte no eran muchos muertos, no más de cuarenta. Los cadáveres andantes chocaron contra los escudos de los tres, la fuerza que generaban juntos empujaban a los seis hombres hacia atrás, los primeros tres legionarios atacaron a la primer fila de muertos, clavando sus espadas efectivamente en sus cabezas. Los zombis atacaron por los francos, una zona vulnerable por la poca cantidad de gente.

- ¡Formad testudo! -gritó Arrio a punto de ser atacado.

Un pequeño cuadrado de cuatro hombres se formó, Spurio y el águila se encontraban en el medio junto con Arrio. La horda rodeó a los seis hombres, que apenas resistían con sus escudos. El tribuno aprovechó los espacios de los escudos, para clavar la punta del águila en las cabezas de los cadáveres andantes. Así fue por varios minutos, los zombis iban muriendo poco a poco, el general y el político se sentían aplastados por la presión de sus mismos hombres, pero aquellos muertos contaban con mucha fuerza. Druso seguía resistiendo, solo quedaban cinco muertos con vida, pero un calambre en el brazo hizo que lanzará su escudo al suelo, la carente respuesta del guerrero hizo que los muertos lo devorarán sin piedad.

- ¡Corred con todas vuestras fuerzas!

Arrio aprovechó el momento en que los muertos devoraban a Druso y salió corriendo hacia el sur con sus hombres, al correr un par de kilómetros habían salido a campo abierto. Un lugar donde había grandes Montañas y dónde estaba el antiguo campamento romano, ya el sol se estaba poniendo y no podían seguir corriendo en la noche

Una tienda de campaña se podía observar en medio de aquel campo, algunos riachuelos estaban a poca distancia de la tienda. El grupo de los cinco hombres entró en ella. El cansancio no les permitió hablar por un rato, Décimo se lanzó al suelo para mitigar la fatiga, Arrio se sentó en el suelo a meditar la situación y a los otros les género náuseas por su olímpica escapada.

-Ha sido un suicidio -dijo Décimo y escupió al suelo-, no creo que logre resistir otra batalla contra esos malditos.

-Tenemos que comer algo -añadió Numerio ya recuperado- el hambre nos puede matar.

Arrio escuchó las propuestas de sus subordinados, se levantó del suelo y se asomó por la tienda de campaña, observó que no había ningún animal en la zona y que ya era de noche; esta vez no podrían consumir algo.

-Iré a ver si hay algo que podamos comer, un animal o tal vez alguna fruta -propuso Livio que ya no se notaba fatigado, tenía úlceras y ya no podía soportar sus ganas de devorar un trozo de carne.

-No vayas legionario, puede ser muy peligroso, esas cosas andan por ahí -aconsejó Arrio.

Livio no soportaba más, por primera vez en su vida desobedeció una orden, salió de la tienda de campaña y descendió por la colina hacia el riachuelo de agua dulce, que estaba a pocos metros de distancia.

-Ese incauto no tiene prudencia -espetó Décimo asomando un poco su cabeza por la tienda de campaña.

-Lo mejor es que cierre la tienda de campaña, dudo mucho que regrese con vida -añadió Spurio y se sentó en el suelo que estaba cubierto de muchas mantas. Lo suficiente para cubrir sus cuerpos de una noche fría.

Décimo ató la entrada de la tienda de campaña y aquellos legionarios cayeron cansados al suelo.

Livio buscó por todo el arroyo la presencia de algún venado o tal vez una rata de monte que pudiera consumir. Pero aún no encontraba nada, la luna era su única compañía y la falta de alimentación ya no le dejaba pensar fríamente. Miraba hacia todos los lados en busca de su presa, pero era inútil. El ambiente se tornaba más tenso a medida que caminaba por aquel riachuelo. De repente escuchó que unas ramas se partieron muy cerca de él, se detuvo de golpe y giró su cabeza para ver lo que sucedía.

Un trío de muertos con apariencia de pictos, se hallaban devorando un venado, cubiertos de sangre por todo su pálido rostro, se percataron de la presencia de Vibio. Éste no les prestó mucha atención y se dio media vuelta para salir corriendo, pero una roca le hizo resbalar y cayó al suelo. El fuerte golpe contra el suelo le reventó la cabeza, haciendo un corte profundo en la frente.

- ¡Ahhh, por Júpiter! -gritó Livio. Pero esto significó el comienzo de una lenta muerte. El trío de zombis lo rodeó para dar inicio al festín de carne.

Uno de los muertos le desgarró la túnica para comenzar a morder la zona abdominal, los otros dos a comerle la cara. Livio seguía paralizado por el golpe, y las mordeduras de aquellas criaturas no le hicieron reaccionar. No sentía mucho dolor, pero era testigo de cómo aquel muerto picto le abría el abdomen para tragar sus propios órganos, la constante pérdida de sangre finalmente le había dejado inconsciente; un favor de los dioses pensó él antes de cerrar sus ojos, antes de que cerrara los ojos para siempre.

Los rayos del sol que se filtraban a través de la tienda de campaña, despertó a los cuatro legionarios que quedaban, les dolía el estómago pero a pesar de las circunstancias, Arrio aún tenía bríos para continuar con el viaje.

Los cuatro legionarios caminaron a un paso rápido a través de las montañas, por suerte ya no eran un blanco fácil para los muertos y ya no había nada que pudiera detenerlos. Durante el transcurso del viaje lograron comer algunos frutos del bosque e hidratarse con las aguas cristalinas de un arroyo que encontraron por el camino. La moral de los soldados aumentó, ya estaban muy cerca del cuartel general.

Cuartel general de Britania

Publio Elio Adriano, Imperator de Roma, bebía una gran copa de vino tinto sentado en una gran mesa, decorada con un mantel de fina seda de la China. Se hallaba cara a cara con el gobernador de Britania en una reunión privada. Un hombre con barba muy cuidada, el cabello largo y crespo, y de origen hispano. Había viajado desde Roma hace unas semanas para visitar la provincia de Britania, sector que nunca había sido visitado por un emperador.

-Al parecer no me tienes buenas noticias, Furio -dijo Adriano clavando una mirada intimidante.

-Cesar, un soldado malherido ha llegado al cuartel general, proveniente de la legio IX Hispania y nos ha relatado la masacre total de la unidad -explicó Furio titubeante en sus palabras y con cierto miedo a la presencia del Imperator.

-Esto ha sido una derrota humillante, por los rumores, he oído que una maldición afectó a toda Caledonia, transformado sus vivos en muertos -inquirió Adriano y bebió otro sorbo de vino, se quedó mirando su copa-, he traído conmigo al ingeniero Apolonio y su misión será construir un muro a lo largo de toda Britania, limitado la frontera del imperio. No queremos que esa maldición que traen esos habitantes infecte a Britania y evitar que llegue al sur.

- ¿Qué hará con el soldado y qué le dirá al senado? -interrogó Furio con cierta duda.

-Voy a desaparecer toda información que tenga que ver con la legión -dijo Adriano dejando en la mesa la copa de golpe- nuestros rivales ni el senado pueden enterarse de esta masacre, simplemente comunicaré que la unidad fue desmantelada y enviada a Mesopotamia. Así que mata a ese cobarde y todo aquel soldado que haya sobrevivido será ejecutado.

Furio abrió mucho los ojos al escuchar al Imperator, era una cruel medida pero contradecir al César le podría costar el puesto, así que solo se limitó a asentir y se retiró del comedor.

A cinco millas del cuartel general

Los cuatro hombres marchaban con entusiasmo por el sendero del bosque, ya faltaba poco para llegar a la fortaleza y pronto volverían a ver a sus familias.

-Señor, desde que iniciamos el viaje he sentido algo extraño -dijo Décimo acercándose a su general.

-Yo también he sentido que algo raro está sucediendo -añadió Numerio.

Spurio blandía el águila de la novena pero no sentía que algo raro estaba sucediendo, pero se asustó un poco al escuchar a sus camaradas.

- ¿Qué sucede centuriones, por qué afirmáis eso? -preguntó el político apretando más fuerte el asta del águila.

-He visto rastros de sangre por todo el camino, es posible que legionarios que escaparon de la batalla hayan llegado antes que nosotros -explicó Décimo mirando hacia el suelo; las manchas eran evidentes.

-Eso no es nada malo, mejor que haya un número más alto de sobrevivientes - comentó Spurio con ingenuidad en sus palabras.

Arrio escuchó atentamente la conversación, pero lo que observó volvió a agobiarle la mente, al final del sendero un grupo de muertos con las armaduras de Roma, caminaban hacia ellos con paso lento, la cólera de Arrio no le permitió idear una estrategia de combate. Pensaba que ya estaba aburrido de luchar de frente y lo mejor era correr y al mismo tiempo matar.

-No puedo creerlo, son renegados del Erebo y traen puestas las armaduras de Roma -dijo Spurio, al ver que los zombis se acercaban.

-Somos muy pocos para resistir el ataque -comentó Arrio y levantó su espada con la mano derecha- corred y matad a todo zombi que os atraviese en el camino.

Décimo conocía bien a su líder y por primera vez había hablado pensando en sí mismo, había luchado muchas batallas con él, pero esta vez ya no podía depender del legado de Roma. Esbozó una sonrisa y empuñó su espada.

Spurio lanzó su escudo al suelo y asió el águila dorada de la legión como si fuera una jabalina.

-Siempre he cuestionado todas sus decisiones, pero me ha demostrado que es el mejor general de Roma, espero que algún día logre llegar a ser Imperator de Roma -dijo Spurio colocando su mano en el hombro de Arrio. Éste sólo asintió.

Los cuatro hombres salieron a correr hacía el pequeño grupo de muertos romanos, estaban cansados de cargar sus escudos y ya no tenían fuerzas para llevarlos consigo. Arrio observaba el grupo de muertos, por suerte no iban en conjunto, sino que caminaban de manera individual. Logró reconocer la cara de algunos centuriones conocidos y de grandes amigos de la legión. Antes de chocar de frente con un muerto, enterró su espada en la boca. La carne podrida del muerto le facilitó desenterrar la espada y clavarla en otro zombi que se le acercaba.

Spurio estaba más adelante, pero no corrió con la misma suerte, enterró el asta del águila en el cuello de un muerto, pero al ser tan larga, no pudo desenterrarla con facilidad y tardó más tiempo. Ya era muy tarde y un par de zombis que había al rededor le tumbaron al suelo para devorarlo.

- ¡Spurio! -gritó Décimo y corrió para hacerle el salve.

Sin piedad alguna, cortó las cabezas las cabezas de aquellos dos zombis que devoraban a Spurio. La carne podrida era más fácil de cortar que la fresca; era como cortar margarina. Pensó Décimo. El tribuno estaba gravemente herido en el rostro, ya no se podía reconocerle, las constantes mordeduras de los muertos. Le arrancaron trozos de los labios, oreja, nariz e incluso los ojos de sus cuencas.

-Matadme... Con... Honor -balbuceó Spurio, su propia sangre le había inundado la boca.

Un par de lágrimas brotaron de los ojos de Décimo, esté rápidamente empuñó su espada y la levantó en más alto con sus manos y descendió a tiempo ligero para enterrar la espada en la frente de Spurio. No la quiso desenterrar, en vez de ello. Recogió el águila de la legión y siguió recorriendo su camino.

Numerio quedó acorralado por la mayoría de los muertos que estaban presentes, su espalda dio contra un gran roble y todas sus salidas estaban bloqueadas. El centurión de la sexta cohorte, había recordado su primera victoria cómo centurión hace unos años en Partía. Tuvo el honor de luchar bajo las órdenes del anterior Imperator, Marco Ulpio Trajano. Al haber traspasado el río Tigris, se había sentido como Alejandro Magno. Con esa misma motivación y júbilo decidió lanzarse a luchar una última batalla. Dio una patada muy fuerte al vientre de un zombi que tenía de frente, este cayó al suelo derrumbando en el proceso a otros dos que venían de atrás. Clavó su espada en la cabeza de un muerto que le iba atacar por la izquierda, desenterró su espada para matar a otro por la derecha. El cadáver viviente que había caído en el suelo, no pudo recuperarse ya que Numerio le enterró la espada en el cuello. Un zombi le mordió el tríceps y arrancó un buen pedazo de carne, Numerio no pudo contenerse y le destrozó el rostro con fuerte golpe de codo. Los otros dos muertos que yacían en el suelo, le agarraron con rigor de los pies y derrumbaron al centurión al suelo. Antes de que un zombi le empezara a comer el rostro, le enterró la espada en toda la boca, la sangre del cadáver le empapó el rostro y le cortó la visión. El muerto le cayó encima y no tuvo oportunidad para recuperar su espada, los muertos no tuvieron compasión al devorarlo.

Arrio y Décimo ya se habían alejado varias millas del campo de batalla, estaban bendecidos por los dioses, ningún muerto les estaba persiguiendo. Se detuvieron cuando observaron las atalayas del cuartel general.

-Señor, lo hemos logrado -dijo Décimo eufórico.

-Los arqueros ya no has visto, pronto abrirán las puertas para nosotros -comentó Arrio y se sentó un momento a descansar.

Torre de guardia del cuartel

-Es el legado Arrio y el primer centurión Décimo, señor -inquirió Furio, al verlos sentados a pocos metros de distancia.

-Mandad una cohorte a asesinarlos -dijo Adriano, quien se asomó en la cima de la torre para observarlos.

- ¡Si, señor! -respondió el gobernador con tono militar y sin titubear.

A pocos metros del cuartel

-Vamos, Décimo, las puertas de han abierto para nosotros, iré a hablar con el gobernador primero -dijo Arrio, levantándose y señalando hacia las puertas.

De repente, una cohorte de ochenta hombres salió de las puertas, marchaban marcando el paso y con la disciplina característica.

-Rodead a los hombres en cuadro -ordenó el centurión que los dirigía.

Los legionarios rodearon a los dos sobrevivientes en cuadro, para así cerrarles todas las salidas.

-Soy el general de la novena legión, Arrio Ulpio Celso, ¿Por qué nos estáis rodeando? -preguntó él muy encolerizado.

-Por órdenes del César, ustedes han sido condenados a muerte -respondió el centurión con severidad.

Décimo y Arrio no lo podían creer, se miraron los dos antes de luchar una última batalla.

-Un buen romano nunca se rinde, señor -dijo Décimo, llevándose el puño al pecho.

-Fue un honor tenerte como subordinado -le respondió el legado al oído.

Décimo empuñó el águila de la legión y la lanzó como si de una jabalina se tratara, a la cabeza del centurión. Matándolo al instante. Los legionarios de la centuria atacaron instintivamente asesinado a puñaladas a los dos hombres.

Arrio boca abajo en el suelo, sentía la tierra entrar a sus ojos, recordó que nunca había sido derrotado en una batalla. Dacia, Partía, pero fue derrotado en Britania; y por sus propios compañeros. Antes de cerrar sus ojos para siempre recordó una vieja frase.

"Quien a hierro mata, a hierro muere"

**

Hacia el año 128 d.C se inauguró el muro de Adriano. Con él, lograron resistir a una pequeña bestia negra para Roma; los pictos. Enemigo que fue derrotado trescientos años después gracias al muro. En 1987, el muro fue declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO.

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