2-La huida
Caledonia, actual Escocia
Inicios de primavera del año 121 d.C
Tres meses después
Valerosos guerreros de mil batallas, marchaban a paso ligero hacia una nueva pelea. Un combate que expandirá el imperio a niveles jamás vistos, pisando territorio que nunca había sido explorado por un romano. La caminata de la legio IX de Hispania por un interminable sendero en medio del bosque, un camino fabricado con rocas de color perla. Más de seis mil hombres con la frente en el alto y con sed de gloria, marchaban con la moral demasiado alta.
-Señor Arrio, desde lejos puedo notar un grupo de pictos que se acercan a gran velocidad; vienen corriendo -dijo un pretoriano que estaba oteando hacia el final del sendero y se mantenía sentado en su caballo.
- ¿Cuántos creéis que son? -interrogó Arrio observando al pretoriano, al mismo tiempo reducía el paso de su caballo.
-No más de 200, pero...
Arrio pensó en una estrategia rápida, pero la duda que tenía su fiel guarda le incomodaba, no le gustaba la inseguridad en sus hombres.
- ¿Ibas a decir algo?
-Logré acercarme un poco hace unos minutos y todos vienen manchados de sangre, presentan un estado de composición severo, en pocas palabras; son muertos andantes -explicó el pretoriano.
Arrio notó que las manos le temblaban a su guarda, en sus ojos podía ver su miedo. Algo que le parecía extraño, ya que sus hombres nunca habían sido vencidos en batalla y un rival menor como los pictos no tenía posibilidad contra ellos. Pero en su mente diseño una estrategia perfecta.
-Decidle a la Décimo, que esté listo para luchar. La primera cohorte de la legión acabará con ese grupo de rebeldes, ve -ordenó el general con tono militar.
El pretoriano se colocó su puño al pecho y asintió. Le dio la espalda su general para galopar hacia la dirección de Décimo que estaba a pocos metros. El primer centurión marchaba esbozando una firme sonrisa.
-Por órdenes del general, la primera cohorte luchará contra el grupo de pictos que se acerca, suerte -comunicó el pretoriano al primus pilus.
Décimo se llevó la mano al pecho y esperó la señal de Arrio. El general seguía cabalgando a paso lento y no tenía aún la intención de dar órdenes, seguía con un interrogante grabado a fuego en su mente. De repente, levantó su mano derecha y con mucha sincronización, todos en la legión se detuvieron. Décimo caminó un par de pasos al frente y dio media vuelta para que todos en su unidad lo observarán con claridad.
-Camaradas de Roma, se acerca un pequeño batallón de pictos en busca de vuestra carne, tendréis que luchar con el corazón. Esta será nuestra primera batalla en campos de Calcedonia, no os podéis perder. Nuestra legión ha luchado en los campos de Partía y en la Dacia, bajo el nombre del gran Imperator Trajano -dijo Décimo en un discurso de motivación, desenvainó su espada y la levantó en lo alto-. Es una hermosa mañana de primavera, hoy vamos a triunfar. Estos renegados del Hades, han sido maldecidos y abandonados por sus propios dioses, convirtiéndolos en criaturas en atado de descomposición y carentes de razón. Os debéis atacad a sus cabezas, clavad sus hojas en ellas. No podemos perder ante un pueblo primitivo y vulgar. A luchar.
Décimo y todos los legionarios de la primera cohorte, avanzaron a paso rápido por entre la guardia Pretoriana y su general. Con sus escudos a la altura del pecho, su indumentaria bien colocada y sus lanzas en mano. Estaban listos y motivados para la batalla, a menos de un estadio de distancia de aquellos pictos.
- ¡Alistad vuestras pilas! -ordenó Décimo levantando su jabalina por encima del hombro. Los legionarios obedecieron a su superior.
En cada columna a lo largo del sendero habían veinte legionarios, organizados en cuatro filas, para un total de ochenta; la cantidad de hombres de una centuria. Detrás de ellos estaban acomodados las siguientes diez centurias, para un total de 800 hombres en la cohorte.
La primera y la segunda centuria alzaron sus lanzas, ya que estos eran los que estaban más cerca de los pictos. Las centurias de más atrás no hicieron lo mismo ya que si lanzaban sus pilas, posiblemente alcanzarían a sus propios compañeros.
- ¡Lanzad vuestras pilas! -aulló Décimo quien hizo el lanzamiento de su jabalina con mucha fuerza. Su lanza atravesó la cabeza de una mujer picto que no era consciente de aquella lanza; una muerte instantánea.
Las demás jabalinas impactaron a muchos zombis, pero no el cabeza. Algunos seguían corriendo con las lanzas clavadas en su pecho, brazos, piernas e incluso en el estómago.
- ¡Mantened la falange, escudos en alto, atacad por pequeños espacios! -ordenó Décimo con todas las fuerzas de su ser.
Los romanos se detuvieron con sus escudos en alto, todos amontonados en filas como si fuera una multitud encerrada en un pequeño cuarto. El casco le apretaba un poco a Décimo, pero podía ver con claridad a los pictos. Ninguno de ellos tenía armas, solo eran materia orgánica en descomposición andante y muchos de ellos eran mujeres y niños. Pero ya no eran humanos, eran muertos con capacidades motoras, eso pensó Décimo sin introducir un pensamiento de compasión para ellos.
Los muertos pictos chocaron con fuerza contra los escudos de los romanos. Usaron sus brazos para intentar rasgar los cuerpos de los soldados, pero no los lograron alcanzar. Los cadáveres estaban mordiendo con desesperación los escudos de metal de los romanos, pero todo era inútil.
- ¡Atacad a la cabeza!
Décimo atacaba directamente al cráneo, enterraba su espada a través de los ojos y boca. Livio y Druso hacían lo mismo. Livio pensaba que la carente estrategia de los muertos les estaba costando. La primera columna de veinte legionarios donde estaba Décimo, resistía el constante ataque de los muertos, mientras tanto el resto de soldados de la cohorte, resistía el empuje de los muertos que hacia retroceder a los primeros hombres de la cohorte. Luchar era difícil en aquel sendero, ya que era muy angosto y por los francos había rampas de tierra que conducían al bosque. El primus pilus analizó esas particularidades del campo de batalla y decidió emplear una nueva estrategia.
- ¡Centuria cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez! ¡Atacad a los francos, los pictos no poseen armas defensivas! -Ordenó Décimo, dando un grito con fuerza y se quejó porque la garganta le dolía un poco.
Los centuriones de las seis centurias, que estaban en la retaguardia sin hacer nada, salieron a la batalla. Tres cohortes por el franco izquierdo y tres por el derecho. Los hombres con espadas en mano salieron a la batalla, escalando los tumultos de tierra que rodeaban el sendero, luego correr por entre los árboles y finalmente bajar por los tumultos de tierra para atacar por los francos a los muertos. Que solo contaban con sus manos y dientes para defenderse. Durante el ataque demostraron su superioridad inquebrantable contra ese grupo de maldecidos pictos. La victoria fue inminente, en menos de dos horas la cohorte había derrotado a la horda de muertos pictos; por suerte, los romanos no sufrieron ni una baja.
- ¡Hemos vencido! -Gritó al cielo Décimo levantado su espada.
Los ochocientos hombres de la cohorte celebraron la victoria saliendo ilesos. Arrio y el resto de la legión se alegraron de la hazaña que estaban a pocos metros observando la batalla. El general cabalgó hacia donde estaba Décimo y su cohorte con la intención de felicitarlo.
-Excelente trabajo primer centurión -dijo Arrio con una sonrisa de orgullo.
-Gracias, general. Ha sido un honor ganar nuestra primera batalla -respondió el colocando su puño al pecho.
-Por ahora no vamos a continuar, ordenad a tus hombres levantar el campamento, yo me encargo del resto de la legión -indicó el general señalando a los hombres de su subordinado.
-Será un trabajo difícil levantar un campamento en un camino tan estrecho, pero no voy refutar las órdenes de mi general -añadió Décimo y se inclinó en señal de respeto.
Y así fue. Gracias a la destreza y disciplina de los romanos, lograron levantar el campamento en menos de una hora. Aquel sendero estaba repleto con tiendas de campaña romanas y muchos legionarios estaban haciendo turno de vigilancia a las afueras de estas. Algunos soldados jugaban a los dados en sus tiendas, otros solo discutían y unos pocos simplemente dormían. Todos se encontraban felices por la victoria.
Al caer la noche, una vez más se reunió Décimo, Arrio y los tribunos en la tienda de campaña del general, para hablar asuntos de guerra mientras disfrutaban de un banquete. La iluminación no era problema, las lámparas de aceite era el invento más innovador del momento.
-Hay una duda que tengo presente que me ha estado estresando todo el día -dijo Spurio y bebió un sorbo de su copa de vino, este no quería demostrar su alegría en frente de Arrio.
-Adelante tribuno, puedes decirla -objetó el general levantado su brazo y acomodándose en su silla.
-No es necesario que escondáis vuestras dudas -añadió Décimo que estaba cruzado de brazos en la mesa.
-El día de hoy he oído las constantes dudas de la apariencia de los pictos y por qué no llevaban armas -comentó el político colocando sus dedos en la boca y dubitativo sus palabras.
-Es posible que Caledonia haya sido maldecida por la ira de los dioses, y el resultado fue este -explicó Décimo mirando a Spurio.
-He hablado con el médico de la legión y es más probable que hayan sido infectados por una plaga, creada por sus dioses -añadió Arrio dando una explicación más razonable.
-En fin, ¿Cuántos poblados tenemos que atacar para anexionar Caledonia al imperio? -preguntó Spurio mirando a Arrio y descantando de su mente aquellas dudas.
-Son cinco tribus, mañana arribaremos a la primera -respondió Décimo, molestando al político que esperaba respuesta de Arrio.
-El primer centurión tiene razón, no se moleste, mañana será un día de gloria.
-Deberías enseñarle un poco de respeto a tu primer oficial -reprochó Spurio, se levantó de su silla y se marchó.
Los dos hombres rieron a carcajadas solos en la tienda de campaña. Décimo le pensaba que ese político era inútil e irritante y que lo mejor era que estuviera lejos del legado.
A la mañana del segundo día de primavera, los romanos ya habían recogido sus tiendas de campaña. En total, la legión era de seis mil hombres, pero no todos eran guerreros. Habían unos mil que caminaban al final del ejército, entre ellos habían: cocineros, ingenieros, arquitectos, historiadores, algunos filósofos y músicos. Personal muy importante para una legión de Roma y para futuras ciudades.
Arrio galopaba muy optimista, con una sonrisa de oreja a oreja, pronto el sendero iba llegar a su fin y al terminar se encontrarían con la primera tribu. De repente un extraño hombre veía corriendo a través de los árboles desde el este; franco izquierdo de la legión y tropezó con una rama de un árbol, como consecuencia rodó por el tumulto de tierra pendiente abajo y fue a dar con la segunda cohorte. Un habitante picto con prendas de cuero sin cuidar, con múltiples tatuajes en su rostro y un miedo en sus ojos que hizo detener a la legión. Arrio volteó a mirar para observar lo que estaba pasando, aquél picto estaba sentado en suelo sin decir nada, todos los legionarios lo observaban con duda. Arrio cabalgó unos pocos pies atrás para buscar a Décimo y hablar con él.
-Primer centurión, ve y habla con ese picto, no creo que sea mensajero, ve a escucharlo -ordenó Arrio inclinado su cabeza para que su subordinado pudiera oírlo.
Décimo no dijo nada, solo asintió y luego se dirigió caminado por la pendiente de tierra para hablar con el picto. Los legionarios y demás centuriones observaban con detenimiento la conversación entre Décimo y él.
- ¿Por qué corres habitante picto? -preguntó Décimo en un fluido britano y se agachó para ver mejor al hombre.
-Muerte... Muerte... Muere -respondió el hombre muy tembloroso.
-Explícate, si no lo haces, vas a caer prisionero -amenazó Décimo clavando una afilada mirada.
-Corred... Corred... -dijo el picto con un tono de voz soprano que estremeció a Décimo.
El primer centurión se levantó de suelo y se dirigió a contarle lo que había dicho el picto. No tenía fin seguir hablando con él, el miedo y pavor arropaban la conciencia de aquel lacayo.
-Señor, dice que tenemos que correr -informó el centurión siendo conciso.
-Pero.... ¿De qué?
De repente, una gran horda de muertos pictos apareció por el este. La misma dirección por donde venía el lacayo picto, eran demasiados. Niños, niñas, mujeres y hombres de todas las edades y tamaños, una caterva de seres orgánicos en descomposición se acercaba a la legión completa.
Los ojos de Arrio quedaron muy abiertos al ver la cantidad de muertos que había, todos bajaban abrumados en busca de la carne de los romanos. El general del ejército no pudo reaccionar, el miedo por primera vez lo atormentaba en su vida, la guarda Pretoriana de quince hombres, rodeo en un círculo a Décimo y al general.
Instintivamente todos los legionarios acumulados en aquel pequeño sendero, se giraron para evitar el ataque de los muertos que venían bajando por la pendiente; una columna entera de 500 hombres dividida en 20 filas. La estrategia de los romanos fue la misma, mantener la falange mientras que atacaban a los zombis con sus espadas; pero esta vez no funcionó. Algunos muertos vivientes saltaban desde lo alto de la pendiente para caer encima de la cabeza de algún legionario; esta vez la nueva estrategia de los zombis funcionó. Varios muertos a lo largo y ancho de la legión alcanzaron las cabezas de los legionarios, atacaban al cuello y hacían que estos se desangraran pero aquellos zombis no habían durado mucho tiempo con vida. Idiotamente eran masacrados por los legionarios que estaban alrededor, pero los daños fueron colaterales, muchos romanos que eran víctimas de las mordidas de los pictos, eran consumidos por la maldición y atacaban a los suyos. Luchar en aquel angosto sendero fue la perdición, los soldados no lograban levantar sus escudos para evitar el ataque de los muertos por el aire, bastantes centuriones y unidades de la legión ya habían muerto y habían resucitado a causa de la plaga. Era difícil reconocer a un muerto viviente romano, ya que la armadura cubría su aspecto, muchos soldados eran mordidos a las espaldas sin darse cuenta y luchar. Poco a poco la legión de los seis mil estaba sucumbiendo.
- ¡Señor, esto es una masacre! -exclamó Décimo con lágrimas en los ojos mientras que observaba la batalla.
Arrio no dijo nada, veía como estaban siendo devorados cada uno de sus legionarios, las piedras blancas del sendero se tornaron rojas, manchadas con la sangre de sus hombres. Los minutos pasaban y la legión más valerosa y gloriosa de Roma se estaba extinguiendo, Arrio quedó en estado de shock y no se atrevía a escupir alguna palabra. Miraba a sus propios hombres convertidos en aquellas criaturas sedientas de carne, seres sin capacidad alguna de razonar, muertos vivientes con la armadura de la sagrada Roma.
Los pretorianos resistían con éxito el ataque de los muertos pictos, protegiendo con su vida a su general, pero la mala suerte les tocó. Los muertos mordían los caballos donde estos estaban montados y los animales caían al suelo, abrumados por el dolor y sus jinetes fueron un blanco fácil para los muertos pictos.
- ¡Señor! ¡Señor! Nos han alcanzado -Gritaba desesperado Décimo quien desenvainó su espada y levantó su escudo.
El general se bajó de su caballo para ayudar a su subordinado, aunque no tenía escudo, se enfrentó con rigor contra los pocos muertos que los atacaban.
-Decimó, si queremos salvarnos, debemos correr -dijo Arrio mirando a su centurión; ya habían matado a los pocos zombis que los estaban rodeando, algunos eran de la guardia Pretoriana.
El primer oficial solo asintió.
- ¡Hermanos de Roma, corred hacia el norte, hacia el final de este maldito sendero! -Aulló Arrio con todas las fuerzas de sus ser.
Algunos cientos de romanos lo alcanzaron a escuchar, los pocos que estaban vivos luchaban en formación en cuadro, pero estaban rodeados. Las hordas de zombis pictos y de los mismos romanos rodearon a los pocos que resistían en los cuadrados.
-Formad testudo compañeros, debemos correr -ordenó un centurión que estaba luchando en el centro de la legión, rodeado por todos los bandos.
El testudo, la clásica formación con forma de tortuga usada para defenderse de constante ataques de flechas, está vez fue usada para escapar de muertos. La perfecta sincronización de los escudos rodeo, el frente, la retaguardia y los francos. Aquellos guerreros corrían con mucho rigor, evadiendo los ataques de los muertos pictos y romanos.
-Empujad fuerte, falta poco para salir de este mar de muertos -animó el centurión que estaba sofocado por el poco aire que entraba por pequeños agujeros que quedaban entre los escudos.
Arrio y Décimo corrían exasperados por el sendero, algunos zombis los perseguían, pero no eran tan rápidos, les llevaban una considerable ventaja.
El tribuno Spurio era el único político sobreviviente a la masacre, cabalgaba desesperado con el águila de la legión en sus manos; el símbolo de honor de Roma. Hecha de una jabalina de oro y en la punta había un águila maciza perfectamente tallada en oro. El político fue astuto al esconderse detrás de los árboles mientas todos luchaban, por suerte no había sido visto y cabalgaba tratando de alcanzar a Arrio y a Décimo.
Los dos legionarios habían alcanzado el final del sendero y quedaron atónitos al observar lo que había al final.
-Es una mar de muertos -dijo Décimo observando el panorama.
-Por suerte si están bien muertos -comentó el general oteando el horizonte.
En el medio de una gran zona verde había una tarima de madera y en los alrededores de ella, cientos de personas muertas con un estado avanzado de descomposición, el olor era insoportable y toda clase de bichos y plagas estaban presentes allí alimentándose.
-Detrás de este mar de muertos están las chozas donde vivían esos malditos -dijo Arrio señalando las casas de paja y algunas hechas de madera que se veían al final del horizonte- son de aspecto primitivo, pero nos podremos ocultar ahí, vamos.
Los dos pasaron entre los muertos, pisando cabezas y extremidades y después de caminar unos metros, estaban en la pequeña ciudad de los pictos, una ciudad campesina muy pobre, carente de palacios y de cuarteles. Sólo casas de paja y de madera. Las calles eran de roca y por suerte no había rastros de muertos vivientes.
-Ahí puede ser -indicó Arrio señalando una casa de madera de un piso.
- ¡Esperad! -Aulló Spurio quién se acercaba en su caballo- traigo el águila conmigo, podemos esperar sobrevivientes.
-Me alegro que hayas sobrevivido y tengáis el águila -dijo Arrio intentando abrir la puerta de aquella casa de madera. Aunque no sintió mucha alegría al ver a Spurio, sabía que le iba a culpar por la desastrosa batalla.
Algunos soldados romanos que venían marchando en formación testudo, ya casi alcanzaban a Décimo y a los demás. Corrían abrumados por las calles y aceras del pueblo picto, por suerte, solo los perseguían unos pocos muertos, podían contarse con los dedos de la mano.
- ¡Romped formación! -ordenó el centurión del pequeño grupo. Ya estaban cara a cara con los altos mandos de la legión.
-Valeroso centurión que habéis traído con vida a estos soldados, ¿cuál es tu nombre? -preguntó el general con entusiasmo en sus palabras. Décimo se hacía desconocido aquel centurión, tal vez era uno nuevo en la unidad.
-Numerio Atio Borma, sexta cohorte, primera centuria -respondió el hombre colocando su puño al pecho- aún no hay tiempo para hablar, un puñado de muertos de los nuestros se acerca.
Los cinco soldados que habían sobrevivido, se colocaron con sus escudos en alto en posición defensiva, ellos estaban de frente esperaban el ataque del puñado de muertos.
-Los cuatro muertos que se acercan son romanos -dijo Vibio, un legionario que no esperaba con su espada esgrimida. Un novato con pocas batallas.
-Uno de ellos es un centurión de nuestra cohorte -añadió Quinto, un compañero de este. Un veterano soldado que no logró tener un ascenso.
-No tengáis piedad, están muertos. No pensé que esa maldición nos afectaría a nosotros -ordenó Numerio interrumpiendo las palabras de sus compañeros-, preparaos para embestirlos con vuestros escudos, atacad sus cabezas.
Así fue. Los muertos romanos se acercaron con suma torpeza a los guerreros de antaño. Estos con sus escudos, golpearon a los que una vez, fueron sus compañeros. La fuerza de los cinco hombres derribó a aquel puñado de romanos, cayendo al suelo y siendo aniquilados por el grupo de cinco. Clavando sus espadas en todo el centro de la cara, era algo complicado ya que los guerreros romanos traían puestos sus cascos. La espada no podía atravesar el metal, por eso recurrieron a enterrar sus espadas en toda su nariz.
-Druso, Livio. Por Júpiter, me alegro mucho que hayan sobrevivido -comentó Décimo tocando el hombre de Livio, este acababa de sacar su espada del rostro del muerto.
-Esto ha sido una masacre señor, será mejor ponernos a salvo en esa casa de madera -aconsejó Livio y señaló la casa donde estaba esperando Arrio.
Los ocho legionarios que habían en total se colocaron de frente a la puerta. Numerio la abrió con mucha cautela; por suerte no estaba asegurada con algún candado. En el Interior de aquella casa no se podía ver nada a simple vista, una oscuridad cubría todos los rincones de esa casa, carecía de ventanas y los pocos rayos del sol no entraban a través del tejado.
-Tengo un par de lámparas de aceite, podemos iluminar esta vieja casa con ellas -añadió Spurio quién estaba al final del pelotón, con el águila en mano.
-Podéis traerlas, los legionarios entrarán con ellas y podrán hacer un chequeo a la propiedad -ordenó Arrio.
Spurio se acercó a su caballo que lo había dejado atado cerca a la vieja casa. Él animal traía atado en su montura un morral de pieles, de él, sacó un pedernal y una yesca de hojas secas y al tiempo sacó las dos lámparas de aceite. Con el pedernal y la yesca las encendió y se las alcanzó al centurión.
-La luz de la llama es demasiado baja -inquirió Numerio recibiendo las lámparas.
-No tenemos más, por ahora tendremos que pasar la noche a oscuras -comentó Arrio evitando alargar discusiones.
Con escudos y espadas en mano; a excepción de Spurio. Los guerreros se adentraron en el interior de la casa, con la poca luz de las lámparas pudieron ver todo a su alrededor, la casa contaba con un gran espacio en su planta principal y solo una cama, de resto, estaba vacía. Los ojos de Arrio se centraron en el centro de toda la casa donde no había nada.
-Décimo, podéis cerrar la puerta y todos dejad vuestras armas en el suelo -ordenó Arrio y se agachó para dejar sus armas-, nos vamos a quedar a descansar ahí en el centro.
La poca luz de las lámparas apenas podía alumbrar sus rostros, la oscuridad de aquella casa los absorbía, se quedaron meditando la situación durante varios minutos. Pero el miedo de todos de avivó con un extraño sonido que se escuchó a menos de un tres metros de ellos.
- ¡Por Júpiter! ¿Qué ha sonado? -exclamó Druso, mirando hacia todos los lados.
-Vino de aquel rincón -dijo Quinto señalando hacia el oscuro rincón.
Quinto levantó su espada y llevó consigo la lámpara de aceite, se acercó a la cama de madera donde había provenido el sonido. Lo que observó hizo que botara la espada al suelo e iniciara a temblar, pensó que un trozo de Inframundo estaba postrado en aquel dormitorio. Una mujer zombificada completamente desnuda, ataca de pies y manos con oxidadas cadenas de hierro. Su boca estaba cocida. Un horripilante olor y una podredumbre en donde podía verse todos sus fluidos corporales. El legionario se quedó petrificado al observar a la mujer y no tuvo una respuesta inmediata.
Décimo acudió para ver que estaba pasado y sin vacilar le dio muerte a la mujer. Luego empujó a su compañero al centro de la casa donde estaban reunidos sus compañeros.
-Os pido disculpas de todo corazón por la desastrosa campaña -dijo Arrio observando a todos los hombres cabizbajos.
Todos estaban sentados en círculo y en medio del círculo estaban las dos lámparas de aceite. Décimo tomó la palabra.
-Lo que acabó de suceder, es algo inesperado, nunca hemos sido entrenados para ello, es algo que trasciende nuestra capacidad de lucha -explicó el- no se disculpe, usted hizo lo mejor que pudo. Incluso si el César Adriano hubiera venido, el resultado hubiera sido el mismo.
-Le doy la razón al primer centurión -añadió Spurio quién seguía aferrado al cetro del águila, en esas condiciones ya no quería seguir armando más problemas. Nunca le había gustado la presencia de Arrio pero esta vez, pensó en apoyarle.
Los presentes asintieron y negaron las disculpas de Arrio, para ellos, seguía siendo el mejor general de Roma.
-Gracias camaradas por su comprensión, voy a pensar en un modo de sacarlos de aquí. Me pregunto, Druso ¿Qué sucedió con el resto de la legión? -preguntó el general abiertamente.
Spurio bajó la cabeza, no había visto lo que había sucedido, estaba escondido detrás de los árboles con el águila. Pensaba que solo era un cobarde, que nunca fue un líder de admirar. Décimo estaba en las mismas condiciones que Arrio, decepcionado y deprimido. Numerio rompió el hielo, un silencio que se ocultaba en los rincones de la casa.
-Mis ojos presenciaron a la aniquilación de todos nuestros hombres -dijo el centurión y clavó una mirada a la llama de la lámpara de aceite- estoy seguro que acabamos con todo el ejército de cadáveres andantes, pero tuvimos que luchar otra batalla. Una lucha contra nuestros propios compañeros, todos tomaron esas características y se volvieron en nuestra contra. Fuimos rodeados por nuestros propios amigos y en cinco horas que duró la batalla, pereció la legión.
Los hombres derramaron lágrimas en el suelo, entraron en estado de desesperación. El hambre los consumía y la ansiedad no les permitió dormir. Arrio se mantenía dubitativo bajo la luz de la vela, ninguno había dicho alguna palabra en horas, pero Arrio estaba dispuesto a dar una solución. El general pensó en usar los principios del arte de la guerra.
-Hermanos de Roma, no quiero que mueran de hambre, tendremos que comer de la carne del caballo de Spurio. -los legionarios estaban recostados contra el suelo y al oír las palabras de Arrio se les subió la moral, Spurio ya no podía refutar las propuestas del general, observó a su líder con esperanza.
-Hazlo, podemos encender una pequeña fogata para cocinar la carne, la pagaremos antes de que se consuma -inquirió Spurio tomando algunos troncos que tenía cerca de él. Era lo único que tenía la casa, madera.
Druso y Quinto salieron de la casa con sus espadas a matar el caballo, este se encontraba echado en el suelo durmiendo profundamente. Druso no tuvo piedad para ejecutar al caballo, con su espada empuñada la enterró en el cuello del caballo. No hubo sufrimiento para el animal.
Ya era tarde la noche y los legionarios tardaron un poco en desmembrar el cuerpo del caballo, gran parte del lomo fue cortado y llevado al interior de la casa. La cabeza y las patas la dejaron al aire libre. La sangre del caballo cubría gran parte del cuerpo de Quinto, estaba sentado a las afueras de la casa. Cargar el caballo le parecía un trabajo muy arduo, pensó en su familia que estaba en Atenas, las constantes campañas le había alejado de ellos. Cerró por un momento los ojos para recordar los buenos recuerdos de ellos. De repente un muerto lo atacó sin piedad, arrancándole un trozo de la yugular. El hombre no tuvo reacción y el constante desangrado lo mató.
Livio salió para aniquilar al zombi romano que lo había atacado y sin vacilar remató a su compañero para que esté no se transformará en uno de ellos. El legionario cerró los ojos de su antiguo compañero que permanecieron abiertos tomando un color amarillo. Todos los presentadores en la casa habían observado los sucesos; puesto que la puerta, estaba abierta.
Indignados por la muerte de Quinto, Décimo apagó las llamas de la fogata antes de que estas se consumieran. La oscuridad volvió a rodear a los siete guerreros y la ansiedad no les permitía dormir. Arrio seguía implacable con la duda y ya tenía listo un plan para salvarse con los hombres.
-Escuchadme, tengo un plan. -los guerreros hicieron un círculo sentados en medio de las lámparas de aceite para escuchar una vez más a su general.
-Mañana partiremos hacia el sur, vamos a regresar por el bosque.
- ¿Por qué no vamos hacia el norte? -interrumpió Décimo levantando su mano.
-Vamos a terminar llegando a las costas de Caledonia y no sabemos que habrá allá, seremos devorados por esos malditos -respondió Arrio con tono fuerte.
Décimo había pensado ir hacia al norte para buscar otras rutas hacia el sur, pero el legado tenía razón. La zona no estaba explorada y tal vez hordas de esos maldecidos lo iban a devorar.
-Señor, si vamos por el bosque nos perderemos y al ser una zona no explorada vamos a morir -añadió Vibio, el legionario de la sexta cohorte.
-Si vamos por el bosque, podremos enfrentar con más facilidad a los muertos. No podemos tomar el sendero, está plagado de esos malditos -aclaró Arrio intimidando con la mirada al subordinado.
-Es un excelente plan, si vamos a un paso rápido. Podremos llegar en solo tres días al cuartel de Britania -añadió Numerio que estaba con los brazos cruzados.
Spurio, Druso y Livio asintieron ante la iniciativa de Arrio. El político no podía aceptar la muerte, debía informar al emperador Adriano sobre la plaga que estaba invadiendo Caledonia, necesita convencer al emperador para retomar la campaña.
-Por el águila de la legión que traigo conmigo, apruebo está iniciativa -dijo Spurio para elevar la moral de los hombres.
Los legionarios asintieron y luego del diálogo trataron de dormir un poco, para partir a la mañana siguiente. Por instinto, Arrio, se mantenía alerta, no quería dejar a sus soldados abandonados y no quiso dormir. El suelo de aquella casa era muy frío, no había mantas que cubrirán los cuerpos de los valientes guerreros, a Décimo no le incomodaba en lo más mínimo pero estaba en constante alerta, no quería ser devorado estando en sueño profundo.
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