1-La marcha

Cuartel general de Britania

Año 120 d.C


La legión más valerosa de Roma estaba lista para partir. Un ejército de más de seis mil efectivos, sedientos de gloria y honor, se encontraban a las afueras del cuartel general para dirigirse al norte de Britania. El frío del ambiente se pegaba a la piel de los legionarios; la moral alta se reflejaba en el ademán de cada uno de sus hombres. Estaba todo listo hasta que observaron la venida de un extraño hombre desde el norte. El hombre galopaba a toda marcha; su caballo pisaba el suelo con la furia de un gigante. Aquel hombre se detuvo cuando estaba en frente de la vanguardia de aquella legión. Allí se encontraban los altos mandos de la unidad y también se encontraba el gobernador de Britania; el autor intelectual de esta campaña. Esta región era muy fría y estaba poblada de abundantes árboles y contaba con pocas ciudades.

Arrio Ulpio Celso, general de la novena legión. Un hombre de casi cincuenta años con el cabello gris y corto; era alto y fornido. Acomodado en su fiel corcel sereno, clavó una afilada mirada en aquel extraño hombre, quien tenía cara con un ademán esotérico.

- ¡Décimo, ven aquí! -exclamó Arrio con tono militar, el subordinado quien estaba firme al frente de la legión, acudió de inmediato al llamado.

-Primer centurión de la legión, Décimo Valerio Dento a sus órdenes -dijo el primer oficial levantado su puño a la altura del pecho. El Centurión estaba de frente a su general, dándole la espalda a aquel extraño hombre que aún no se disponía a hablar.

-Tengo entendido que tenéis conocimiento sobre la lengua britana, necesito que por favor te comuniquéis con este extranjero -ordenó Arrio y señaló con el dedo índice al sujeto, el cual se mantenía conservador.

-Se hablar fluidamente la lengua, voy a traducir las demandas de este sujeto-. El frío era intenso, una fuerte señal de que el invierno estaba cerca. Aquel extraño hombre era un emisario picto; los pictos eran un grupo de pueblos que estaban asentados en el norte de Britania, iban a ser víctimas de las espadas de los legionarios, pero estos no estaban dispuestos a rendirse.

-Saludos emisario picto, el gobernador de Britania; Cneo Furio y mi general Arrio Ulpio Celso, desean escuchar su mensaje -explicó Décimo e indicó con sus manos la ubicación de sus superiores.

El emisario picto sonrió con la boca cerrada, se inclinó en acto de respeto y comenzó a comunicar el mensaje.

-Mi líder el gran Garnik, está abierto a hacer un trato si ustedes abortan está campaña suicida -comunicó el mensajero, con un tono de voz soprano que hizo temblar a Décimo.

Décimo le dio la espalda al extranjero, para traducir el mensaje y decirlo al gobernador y al general. El gobernador Cneo Furio, escuchó con atención el mensaje, pero no lo supo asimilar con frialdad y se molestó con esa propuesta. La distancia no era mucha y el mensajero notó la cólera que estaba abrazando al general; ya era muy tarde para negociar.

-Dile a ese mensajero, que le comunique a su líder, que Roma no va a ceder su ataque -espetó Cneo tocando el hombro de Décimo-. Arrio, comienza con el despliegue de las tropas, no debes perder ni un segundo menos.

Arrio no dijo nada, seguía observando a aquel guerrero desconocido. Observaba con arrogancia los rasgos, tenía la piel de sus manos y rostro cubierta con ceniza, su vestimenta estaba hecha de pieles de animales, y poseía extraños tatuajes en su rostro. Una vez comunicado el mensaje, iniciaría el despliegue de las tropas.

-Lamento informarle que el gobernador no va escuchar las peticiones de vuestro líder, lo siento mucho por usted-.

Los ojos del mensajero se clavaron en el gobernador, lo observó con un odio inmenso, no quiso decir nada, ni siquiera se despidió. Le dio la espalda a Décimo y se marchó en su caballo, lamentaba el hecho de ser el portador de malas noticias a su pueblo.

- ¡Legionarios, Marchad a paso lento! -exclamó Arrio levantado su mano derecha; era la señal de avance. No vaciló en esperar más, era un largo viaje y cada cincuenta millas estaba en la misión de construir campamentos, para así, expandir el territorio del imperio.

Los seis mil hombres de la unidad iniciaron con la marcha, un paso constante y sincronizado. El solo sonido de los pasos de aquellos hombres, hacía que las piedras reboten a su alrededor. una campaña ambiciosa para expandir el territorio del imperio. El general Arrio siempre iba al frente rodeado de su guardia Pretoriana, después de él, iban seis tribunos consejeros que iban montados en sus caballos, y escoltados por su guardia personal. Después de ellos iba marchando todo su ejército. La caminata fue por un largo sendero de tierra que estaba rodeado de árboles.

A cien millas de la legión

Ya era de noche, la lúgubre oscuridad acompañaba al valeroso mensajero. Estaba hambriento y el frío había congelado sus labios, su caballo también estaba muy cansado de galopar; debía parar ya. El mensajero picto, se encontraba en la cima de una colina, donde no había rastro de animal alguno para comer. Había levantado una fogata con un pedernal y una yesca de hojas secas. La densidad de las llamas era suficiente para apaciguar el frío de los dos individuos. Gracias a la iluminación de la fogata, el emisario picto se quedó observar algo raro que se quedó tirado en el suelo de la colina.

Lo que parecía ser un lobo, yacía en suelo en estado de descomposición, y una rata de monte estaba comiendo de él. El emisario picto desenvainó una daga que tenía oculta en la montura de su caballo, y sin pensarlo, lanzó la daga como si de una jabalina se tratara. La rata no tuvo posibilidad de escapar y murió al instante. El hambre del mensajero, distorsionaba sus pensamientos y el sentido lógico razonable, no vaciló para comer de aquellos dos animales, no le retiró la piel a la rata y la engulló sin cocinarla a la brasas. La carne cruda de la rata no le pareció desagradable, la sangre de esta cubría la boca del mensajero y esté aún seguía hambriento. No vaciló en tragar de aquel lobo en estado de descomposición. La presencia de las larvas e insectos estaba ahí, pero el emisario no se percató de ellas y comió de ello.

Campamento de la legión, tienda de campaña del legado

Mientas que un mensajero hambriento comía animales crudos y en estado de descomposición. Arrio disfrutaba de una exquisita carne asada en su campamento, la carne cocinada a término medio deleitaba al general. En ese mismo comedor, estaban sentados los tribunos. Se encontraban en una gran carpa levantada donde podían dormir más de veinte personas; la tienda de campaña más prestigiosa era la del general. El político Spurio Lunio Prisco rompió el silencio en aquella cena.

-Los pictos tienen miedo, Arrio. Es un buen momento para atacar -dijo el tribuno y bebió un trago de su copa de vino.

Arrio seguía disfrutando su cena, la sangre que brotaba de la carne, inundaba su paladar e hidratada su garganta. No quiso decir ni una sola palabra hasta que terminara su cena.

-Puede que no hayamos elegido el mejor momento para atacar -comentó Arrio secando la sangre que había quedado en su boca con un pañuelo-. El invierno va iniciar en pocos días y tendremos que poner pausa a la campaña. Los próximos días nos enfocaremos en construir un gran campamento, y ahí vamos a pasar el invierno.

El tribuno no podía dar crédito a las palabras del general, podía ver el ángulo pero difería bastante. Siempre pensó que Arrio era un incompetente y que no servía como líder.

-Es un craso error detener la campaña, los pictos están temerosos, es de vital importancia darle el golpe final a su yugular sin frenar nuestro avance -sentenció el tribuno dejando su copa de golpe y clavando una mirada desafiante a los ojos del general.

-Hemos logrado avanzar más de cincuenta millas y aún no nos hemos topado con algún enemigo, agradece que hemos expandido cincuenta millas las fronteras del imperio. Esto es un gran avance para Roma, el César estará muy agradecido con nosotros -explicó Arrio levantándose de la silla.

No confiaba en aquel tribuno, siempre le pareció indiferente, una rata que vivía en el senado y siempre quería alterar sus decisiones. El tribuno se sentía ignorado por la actitud de Arrio, pero no dijo nada y se marchó de la tienda de campaña.

A cien millas de la legión

Los intensos rayos del sol golpeaban la cara blanca del emisario. Luego de devorar los restos de aquellos animales, cayó al suelo inconsciente. Parpadeando un poco, despertó de golpe. Estaba muy confundido, manchado de sangre por toda su vestimenta, y algo debilitado. Observó sus manos que también estaban manchadas de sangre con pintas negras. Su caballo dormía a pocos metros de él. La fogata ya estaba apagada; de ella solo brotaba humo. El emisario no recordaba lo que había hecho la noche anterior, pero los restos de un animal que estaba muy cerca de él, le refrescó la memoria. La desesperación y su hambre no le permitió pensar como el campista que era.

Aquel animal amorfo, con todo el lomo devorado con los ojos salidos de sus cuencas y algunos buitres comían de él. El emisario se levantó con dificultad del suelo, caminó hacia la ubicación de su fiel compañero y con un par de patadas, aquel emisario despertó a su caballo.

Desde la cima de la colina, oteó el horizonte, pudo observar un pequeño riachuelo a pocos metros de distancia. Al verse a sí mismo pensó que estaba completamente sucio, tanto en cuerpo como en espíritu. Dejó a un lado sus creencias y maldijo a sus propios dioses, los condenó por los dolores que lo agobiaban y porque en la anterior noche lo habían abandonado. Bajó la colina a pie jalando al animal con despacio y una vez en el riachuelo, se quitó sus prendas para darse un merecido baño. Las frías aguas de aquel río cubrieron la piel blanca del mensajero, con sus manos recogió un poco de agua para lavarse la cara, manchada de sangre seca, retirando las cenizas de su rostro y la pintura de sus ojos. Las aguas cristalinas le hicieron creer que se estaba bañando en la fuente de la juventud, su caballo lo observaba desde lejos mientras que se alimentaba del pasto. El hombre lavó su abundante cabellera que le llegaba a los hombros y satisfecho con su el baño, salió del riachuelo.

La duda y el miedo invadieron la mente del mensajero, observó que en su entrepierna, había manchas moradas de gran extensión. Era muy extraño la aparición de estas manchas, no había tenido en las últimas semanas altercados, ni siquiera había sido golpeado en esa zona, algo no estaba bien. Debajo de sus axilas pudo notar sarpullidos que le comenzaron a generar picazón, pero no le prestó importancia y se colocó aprisa sus prendas de cuero.

El hombre seguía meditando las razones de sus dolencias físicas, pero no hallaba una respuesta lógica sin meter a una posible maldición de los dioses, por haberlos ofendido varias veces en su viaje, montó en su caballo y alejó del riachuelo galopando.

Vanguardia de la novena

Los legionarios seguían marchando a paso lento por los frondosos bosques de Britania, no tenían prisa, ya que pronto iban a dar pausa a la campaña para construir un campamento y para pasar el invierno. Arrio galopaba en su caballo con la frente en alto, con un ademán serio y sin pensamientos turbios. La actitud de los políticos no alteraba sus puros pensamientos.

- ¡Legado, en este bosque hay suficiente madera para la construcción del campamento, de la orden! -exclamó Spurio, quién se había adelanto en su caballo para informar a Arrio, esta vez, más conservador.

Spurio seguía molesto por la conversación de ayer, pero no podía ceder a las órdenes del general, después de todo, solo era un político que hacia el papel de consejero. Arrio seguía ignorando los consejos de su tribuno y con hipocresía en sus palabras le respondió.

-A penas vea el final del bosque detendré la marcha de la legión, por ahora vuelve a tu lugar -dijo el general sin observar a su tribuno, este le observó con desdén y le dio la espalda.

Pocos metros atrás de Arrio, marchaba Décimo, el primer centurión de la legión con una sonrisa en alto; demostrando que tenía la moral alta gracias a su general.

-Señor, lo he notado muy alegre desde el inicio de la jornada ¿a qué se debe tal júbilo? -preguntó Druso, un legionario de la primera centuria, que estaba marchando detrás de Décimo. Curioso y muy amigable.

- ¡Incauto, estamos en plena marcha, no molestes al primer centurión! -exclamó Livio, un legionario que estaba a su lado. Respetuoso y riguroso con las normas del ejército.

Antes de que Druso reprochará a Livio, el centurión Décimo levantó la mano derecha; una orden.

-No es necesario que tengáis que discutir, nuestro general Arrio es un gran líder, con el al mando, la victoria será nuestra -comentó Décimo sin voltear a mirar a sus hombres. Druso comprendió las palabras de su superior y no habló más.

Luego de varias horas de marcha, Arrio observó el final del sendero donde el frondoso bosque finalizaba. Habían salido a un hermoso valle rodeado de grandes colinas, un campo abierto lo suficientemente extenso para construir un campamento; incluso una pequeña ciudad. Arrio levantó su mano derecha para ordenar que todo el mundo se detuviera. Spurio el tribuno más irritante de la legión volvió a adelantarse para hablar con el legado.

- ¿Cuál es su orden? -inquirió el tribuno clavando una mirada desafiante, Arrio no se inmutó y seguía paciente en su caballo.

-Manda la orden a los centuriones de que cada centuria, que inicien con la tala de árboles, detendremos la marcha hasta acá, aún es temprano -explicó el general- hay un gran campo abierto para levantar el campamento, a penas el sol se ponga, todos deben dejar de talar árboles para levantar las tiendas de campaña, es todo, ve.

El tribuno dio media vuelta con su caballo e informó a los otros cuatro políticos, circular la orden del general a todos los hombres de la legión, estos obedecieron sin quejas. Spurio creía que no era una buena idea estancarse, presentía que algo malo iba a suceder.

A cincuenta millas de la legión

El emisario acababa de vomitar en una roca, se estaba tardando mucho tiempo en entregar el mensaje; esta tardanza preocuparía mucho a su líder. Pero las lesiones le impedían continuar su viaje con celeridad, el dolor en la entrepierna se había intensificado, al igual que el dolor de las axilas. Se encontraba en un sendero en medio de un gran y frondoso bosque. Por aquel camino, solía pasar mercaderes pictos transportando alimentos, este camino conducía a los poblados más importantes de ellos. El hombre yacía en el suelo muy débil por su dolor, decidió levantar su túnica hecha de pieles para observar su entrepierna. Lo que vio alimentó el deseo de seguir vomitando, sus muslos habían desarrollado una asquerosa gangrena repleta de larvas que se alimentaban de los tejidos.

Aquellas manchas de color morado, se habían transformado en un pozo de larvas de mosca que estaban haciendo del hombre su cena, el insoportable dolor hacía que no pudiera ponerse en pie. Estaba cerca de su caballo y pronto iba a oscurecer, debía hacer algo para evitar que la gangrena consumiera más piel. Por suerte traía un morral hecho con pieles de cebra, de la maleta sacó una cantimplora. En esta, había vino tinto con concentración fuerte de alcohol, esto serviría para detener la infección de la gangrena y tomando un gran trago de ella, aplicó todo el contenido de esta en sus dos muslos.

-Ahhhhhh -gritaba desesperadamente el hombre; el líquido ardía demasiado.

Observó el movimiento de las larvas y con sus dedos las extrajo de su piel, la caterva de larvas ya habían consumido bastante tejido y el daño era irreparable. Con dificultad, el mensajero se colocó en pie y para evitar la infección, se colocó un par de pieles que tenía en el morral, cubriendo la gangrena de ambos muslos. Pero aún no era suficiente, cuando fue a orinar a un árbol que tenía cerca, se dio cuenta que la maldición de los dioses lo iba matando lentamente. Estaba orinando sangre, esta era de color negro; sangre podrida. El infortunado mensajero quedó perplejo al observar aquel extraño líquido podrido que estaba orinando, no le presto mucha atención y fue caminando por su caballo.

Desafortunadamente no podía montar en él porque se haría presión en la gangrena y está le dolería más, lo mejor que pudo hacer es continuar su viaje caminando, sin dejar abandonado a su fiel compañero de viaje. Ya era de noche y el mensajero podía intuir es que estaba cerca de llegar a su aldea. La deshidratación y un dolor de muela lo tenían azotado, pensó que lo mejor era volver a detenerse para tratar el dolor de su muela. Aquel sendero en el bosque parecía que no tuviera fin, se detuvo de golpe para tocar su quijada con la mano derecha. Metió el dedo índice y el pulgar a su boca para tocar la muela afectada, la pudo sentir con sus dos dedos y con un poco de fuerza la jaló. Quedó pasmado al observar su muela de color amarillo, no podía creer que estuviera tan floja, la arrancó con un mínimo de su fuerza. A los pocos segundos escupió toda la sangre que había fluido de su muela, lo suficiente para llenarle la boca, escupió y escupió pero gracias a ello, el dolor se había extinguido y finalmente pudo continuar con su viaje. Pero se desplomó en un árbol.

Un mercader picto que traía consigo un buey, observó al mensajero que estaba en medio desmayado en medio de todo el camino, este corrió a socorrerlo.

- ¡Por Sucellos, estas demasiado grave, necesitáis un médico! -exclamó el mercader al observar el rostro del mensajero, cubierto de sangre alrededor de sus labios y zarandeando el cuerpo, le despertó.

-Estoy bien, solo necesito un poco de agua, dame -dijo el mensajero señalando la cantimplora del mercader, este la traía colgada.

-Hombre, estas a pocos minutos de la aldea, ve a ver a médico druida, tenéis ambos ojos de color amarillento, incluso el iris, tus labios están inflamados -describió el mercader observándolo con asco y le pasó la cantimplora al mensajero- tienes suerte, es un poco de vino blanco.

El emisario bebió un gran sorbo del mencionado líquido, a pocos centímetros el comerciante logro observar que las uñas del hombre estaban a punto de caer, el mensajero se la regresó y este instintivamente bebió un poco sin meditar el traspaso de una posible plaga.

-Gracias, en seguida continuaré con el viaje -dijo el mensajero intentando levantarse.

-Que los dioses te protejan, iré hacia el sur en busca de oro. -el mercader se levantó del suelo y se marchó con el buey.

Al cabo de unos minutos, el mensajero se reincorporó para continuar con su viaje, luego de caminar un par de millas con su corcel y terminar aquello sendero. Logró observar las miles de chozas que conformaban su aldea, el sendero del bosque había terminado y su aldea estaba cruzando un valle. Para su sorpresa, todos los habitantes del pueblo estaban reunidos en aquel valle, donde estaba su líder hablando para todos donde unas antorchas iluminaban el lugar. Logró reconocer a dos sacerdote druidas que lo acompañaban, en esta lúgubre noche se hacían sacrificios para los dioses; dioses que había maldecido en muchas ocasiones.

Campamento de la legión

Arrio se encontraba a las afueras de su tienda de campaña, sin su guardia Pretoriana, observando un largo sendero. Aquel camino, que estaba en medio del bosque, era angosto y cuidadosamente decorado. La decoración se trataba de pequeñas piedras, muy bien acomodadas; esto era un indicio que los campamentos pictos estaban cerca. Dentro de poco iba a amanecer y acompañado de la luz de la luna, Arrio caminaba por aquel sendero; sin armas y armadura. Miraba hacia suelo la colocación de aquellas piedras, pensó que era algo parecido a las carreteras romanas. Meditó que durante el largo viaje que había hecho con la legión, aún no había rastros de resistencia o de alguna escaramuza del enemigo.

De repente, a su espalda escuchó el galope de un caballo. Inmediatamente se giró para ver quién están allí; era Décimo.

-General Arrio, me temo que no puedo dejarlo en soledad -dijo el centurión clavando una fuerte mirada en su superior.

El hombre esbozo una sonrisa y río un poco al escuchar a Décimo, como si de un niño se tratara, sentía que sus hombres lo estaban subestimando.

-Décimo, ya no soy un niño pequeño. Puedo defenderme solo, es más, siento que me estás privando de mi libertad -comentó Arrio observando con desdén al centurión-, mírate, tenéis puesta vuestra armadura, como si de una batalla se tratara. Ya va amanecer, vuelve a tienda de campaña.

Aquel soldado se acercó lentamente a su superior, solo para llevarle la contraria.

-Es mejor que vuelva al campamento usted, necesita descansar -dijo el joven centurión con serenidad.

-No me des órdenes, aquí el subordinado eres tú.

-Señor, es solo un consejo, no sabemos lo que hay en este sombrío bosque. El enemigo puedo aparecer de las sombras y como un cobarde, puede matarle -aconsejó Décimo, bajando del caballo.

-Deberéis tener un poco de consideración, ustedes los soldados y el senado me tienen...

De repente, se escuchó el sonido de unas ruedas al norte del sendero. Un hombre con buey se acercaba a los legionarios sin intención de detenerse.

-Es raro ver a un hombre trabajando a tan altas horas de la noche -comentó Décimo desenvainando su espada.

-No confíes de aquel hombre Décimo, puede ser peligroso -inculcó Arrio.

Aquel hombre de barba, algo larga y descuidada, estaba cada vez más cerca de los dos. La luz de luna era intensa y radiante, iluminaba lo suficiente aquel bosque. Décimo observó que algo no andaba bien con aquel hombre, su barba estaba impregnada con un líquido viscoso de color amarillento, caminaba de manera torpe y sin coordinación. Es posible que la plaga del emisario le haya infectado y esta hubiera actuado de manera veloz.

- ¡Alto ahí, detened la carroza! -exclamó Décimo con la espada esgrimida.

Aquél hombre se detuvo a pocos metros del centurión, de repente inició con una constante tos, era raro para él; no estaba resfriado. La tos seca espantó a algunos pájaros que descansaban en los árboles. El pecho le dolía demasiado, el corazón se le aceleraba y la tos no le cesaba. Pensó que una maldición le asechaba.

-Le sugiero que dé la vuelta y regrese con su gente, el frío de invierno le está afectado demasiado -inquirió Décimo algo preocupado por el hombre.

De repente la tos lo dejó descansar, pero a última instancia, había escupido sangre. La desesperación y la incertidumbre abrazo a aquel hombre, inerme al azote de la enfermedad que carcomía su ser. Levantándose con dificultad, dirigió una mirada al legionario.

-Algo extraño sucede conmigo, los dioses han drenado su cólera en mi -dijo el hombre en su lengua natal; el britano.

Por suerte Décimo entendía muy bien ese idioma. Era bastante claro que aquel hombre no estaba bien y necesitaba atención médica.

- ¡Décimo!, ¿Qué ha dicho? -interrogó Arrio, qué estaba cerca al caballo del legionario.

-No ha dicho nada importante, solo esta reafirmado su deplorable estado de salud -explicó él, sin darle la espalda al hombre-. Debes regresar con tu gente, en nombre del César, no puedes invadir nuestro campamento.

-No...No...No puedo, está muy lejos, ayudadme -espetó el hombre algo desesperado; el dolor lo estaba agobiando.

-No eres de fiar, no tenemos permitido ayudar a extranjeros -reiteró Décimo quien no podía observar a los ojos al hombre, le estaba dando asco el mercader.

Aquel sujeto tenía los ojos amarillos, incluso su iris había perdido su color natural. Era peligroso tener un hombre en esas condiciones, había pensado Décimo.

- ¡Ayúdame!... ¡Ayúdame!... ¡Ayúdame! -Clamaba el hombre y se acercó estrepitosamente al legionario.

- ¡Décimo, aniquila a este hombre, sus dioses le han maldecido sin piedad, dale muerte antes de que te impregne de su maldición! -Sentenció Arrio al ver el posible ataque del extraño sujeto.

El primer centurión asintió y no tuvo piedad para clavar su espada en el pecho de aquel incauto, con tal fuerza, que traspasó su cuerpo. El hombre no pudo escupir sus últimas palabras, la espada le había destrozado el corazón, podía sentir el metal frío de aquella hoja. Colocando su pie derecho en el estómago de aquel mercader, retiró su espada manchada de la viscosa sangre. El hombre cayó al suelo sin signos de vida; una basura menos en el mundo había pensado el legionario.

Décimo dio media vuelta y regresó donde estaba su general observando que la sangre aún escurría de su espada, líquido infectado con la maldición de los dioses.

-La imprudencia de ese condenado, le ha costado la existencia -dijo Décimo levantado su puño al pecho.

-Has hecho un excelente trabajo, volvamos al campamento, en unas horas haremos un levantamiento del cadáver, por ahora limpia esa espada -ordenó Arrio con tono militar.

De repente, Arrio logró observar como aquel cadáver se ponía milagrosamente en pie. Cada vez era más lento y emitía gemidos como si fuera una criatura monstruosa del Erebo.

-Pasadme esa espada, hazte un lado y no digas nada -dijo Arrio a la cara de Décimo, este estaba a menos de un pie de distancia de él.

El centurión sin vacilar le entregó la espada, estaba convencido de que su general era un guerrero invencible. Arrio empuñó la hoja con la fortaleza de un héroe, el subordinado se hizo a un lado, controlando al caballo que había perdido la calma al percibir la oscura presencia del hombre muerto. Arrio observó a su objetivo, un pálido hombre que caminaba lentamente. Un gordo y barbado individuo que tenía ganas de comer carne humana, donde carecía su sentido de razón.

El muerto viviente se acercó con gran velocidad a Arrio, este se mantenía conservador y prudente; ya que no tenía su escudo. El general observó con frialdad los movimientos de su oponente, venía corriendo rápido, con guardia nula y carecía de estrategia alguna; un objetivo fácil para él. Con dos manos empuñando su espada, dio el primer ataque a su inerme oponente; le clavó su espada en el estómago.

- ¡Señor, no se confíe, aún sigue con vida! -exclamó Décimo quien estaba observando a pocos pies de la escena.

El muerto viviente del extinto picto, movía constantemente sus brazos tratando de alcanzar la cara de Arrio. Este desenterró la espada de la criatura y de arriba a abajo, desmembró uno de los brazos del sujeto. No había signos de dolor de parte del muerto, milagrosamente seguía caminando como si no hubiera sucedido nada. La sangre caía a chorros del brazo, los gemidos que emitía aterrorizaban al caballo y al mismísimo Décimo, Arrio se alejó un poco para mantener medido a su oponente.

-General, es mejor que le corté la cabeza -aconsejó Décimo tratando de controlar al caballo.

-No me digas cómo luchar, he estado en Partía y he visto cosas peores -reprochó Arrio clavando una mirada fría al subordinado.

El legado se colocó a la ofensiva, corriendo hacia el muerto, esta vez dio un golpe certero de espada en la cabeza de él, le clavó su fina hoja en la frente; suficiente para extinguir la existencia de esa materia orgánica en descomposición. Arrio notó cuando el cadáver andante, dejó de moverse. Con una mínima fuerza le desenterró la espada y vio como el cadáver se derrumbaba en el suelo.

-Décimo, nos quedaremos a acampar el invierno aquí, luego que pasen los tres meses, seguiremos con la campaña -dijo Arrio sin mirarlo a los ojos. Acto seguido, con lentos movimientos, enterró la espada en los restos del hombre.

-La espada está manchada con la sangre maldita de los dioses, no os recomiendo que la recoja. Presiento que nos espera un duro recorrido.

Ceremonia sacerdotal de los pictos

Una gran población de pictos, fanáticos religiosos en su mayoría, se hallaban reunidos en un gran campo a las afueras de su asentamiento. Libre de árboles y una zona completamente rural. El líder hacia ceremonias cada fin de mes, con el objetivo de purificar las almas de sus habitantes. Miles de ojos estaban concentrados en los cuatro hombres que estaban de pie en una tarima, hecha con madera de roble. Dos de ellos eran sacerdotes druidas, el otro era el líder y finalmente y el que acaparaba todas las miradas, era el mensajero picto que provenía del sur con la respuesta del gobernador. Los habitantes y el líder lo miraban con repudio, su estado era cada vez más deplorable, las gangrenas de su cuerpo estaban carcomiendo todo su tejido capilar, ojos y labios deformados, uñas podridas, larvas comiendo de su carne y un olor a podredumbre que se percibía a pies de distancia.

- ¿Has dicho que los romanos no están dispuestos a negociar? -interrogó Garnik. El líder de los pictos caminando en círculos y mirando hacia el suelo de la tarima.

-Si... Señor -respondió el mensajero que estaba de rodillas en el suelo de la tarima y estaba escupiendo sangre.

-La perdición caerá en los romanos, lo sé -dijo el líder- la ira del dios Belenus nos protegerá y va a destruir a esa legión de desgraciados, has cumplido con tu misión Perth.

El mensajero estaba cada vez más debilitado por sus gangrenas, pronto iba a partir al reino de Tiranius para cumplir otra misión.

Todos los ojos de su tribu estaban puestos en él, había caído al suelo en el charco de sangre que había hecho el mismo. Ya le costaba mucho respirar, tenía su cara de medio lado postrada en el suelo sangriento. Las larvas se arrastraban en su piel; ya no podía mover sus manos para retirarlas.

-Los dioses te han maldecido Perth, lo mejor es que te dé un honorable final -comentó Garnik al oído de este-. Lugh, pasadme una espada, acabaré con la agonía de este hombre.

Perth podía observar a algunas personas que lo miraban con lástima. Saborear su propia sangre y estar acostado en el suelo, no era la mejor de las experiencias, ya había perdido el sentido del oído y no logró escuchar las palabras de su líder. El sacerdote druida, Lugh, le alcanzó a su líder una hoja, esta de era de plata y reluciente. Garnik la levantó a lo alto, todos los habitantes de su pueblo estaban presenciando el honorable final para el mensajero. Faltaba poco para amanecer y la sangre de un hombre se robó la atención divina del líder. Sin piedad alguna, enterró la espada en cuello de su emisario.

-Ha muerto con honor.

Garnik frotó sus dedos con en una olla de barro con ceniza que estaba puesta en el altar; cenizas de aquellos guerreros caídos en batalla. Se agachó nuevamente y con sus dedos índices y corazón tocó la frente de Perth. Los gritos de la muchedumbre se hicieron notar cuando inexplicablemente, el mensajero le arrancó de un mordisco los dedos de Garnik, se había levantado del suelo de golpe y comenzó a devorar la carne de su líder, mordiendo su yugular y arrancando un pedazo de ella. Lo que al principio parecía ser una ceremonia mensual, se convirtió en un mar de sangre y de vísceras. Los guardias pictos, observaban la masacre de su líder en la parte baja de la tarima y los nervios le impedían salvar a su líder; nunca habían visto a un caníbal tan salvaje, esto pensaba uno de ellos. El mensajero dejó en agonía a un Garnik, que clamaba a gritos la presencia de sus guardias. Perth decidió atacar a los dos sacerdotes druidas que escupían oraciones para detener al salvaje, pero estás no surtieron efecto y en vez de pararlo, alimentaron más su deseo de carne humana. Los sacerdotes druidas cayeron devorados por el emisario, no le costó mucho acabarlos. A los pocos instantes Garnik se levantó del suelo y se lanzó contra la multitud para devorarlos.

Un guardia picto que estaba entre la multitud, sacó un hacha para atacar a su antiguo líder. Garnik estaba devorando el rostro de un niño, usando sus deformados y podridos dientes mordía los labios del niño, con la ayuda de sus colmillos le arrancó parte de la nariz. El pobre infante gritaba a causa del martirio y clamaba por su madre.

- ¡Maldito, deja a mi hijo en paz! -exclamó el soldado y le clavó el hacha en la espalda baja al líder.

El cadáver viviente del mandatario picto, dejó de machacar el rostro de aquel niño para darse la vuelta y morder al sujeto en el cuello. Los habitantes pictos corrían como animales desesperados, la plaga se estaba esparciendo con gran velocidad; nadie estaba seguro.

- ¡Ahhhhh! ¡Ahhhh! -gritaba el soldado que tuvo la osadía de atacar a su antiguo líder, este le estaba cercenado el miembro con sus dientes. La maldición de los dioses celtas estaba sembrado el terror en Caledonia, una desgracia jamás vista en la historia.

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