10-La gente de la feria:
10,42 PM
Pronto se dio cuenta de que era más fácil decirlo que hacerlo. Laura no tenía ni idea dónde comenzar a buscar. Nadie en el pueblo había vuelto a ver a la gente de la feria desde hacía más de veinte años. Todos creían que la comunidad se había disuelto y que cada familia había ido a ofrecer sus artesanías y sus talentos a otros lugares lejanos del país, donde pudieran apreciarlos mejor y donde no existiera el rechazo. Tampoco tenía un nombre completo que buscar, su progenitora sólo recordaba el apellido Junquera y ni siquiera estaba segura si pertenecía a la vieja, la bruja.
Laura estaba en la estación, esperando que llegara el autobús que la llevaría de vuelta a la capital, cuando recordó a su antigua amiga y una nueva esperanza nació en ella. Se paró de golpe y fue hacia las oficinas, con algo de suerte encontraría allí a Celeste. No obstante, al llegar las halló vacías. Volvió sobre sus pasos y miró el reloj. Faltaban quince minutos aún para que llegara el vehículo.
—¿Laura?
La joven se dio la vuelta y una sonrisa apareció en su rostro.
—¡Celeste! Recién fui a buscarte, pero no había nadie en las oficinas.
—No, claro, hoy me toca el turno de la noche. Comienzo a las once... Espera... ¿dijiste que no había nadie? ¡Tendría que estar Gastón allí! ¡Demonios! —dijo y corrió hacia las oficinas. El vaso de plástico de café que llevaba en la mano casi derrama su contenido.
Laura la siguió. Efectivamente en el pequeño cuarto no había nadie. Además, la puerta estaba abierta, algo que molestó mucho a la joven oficinista.
—¡Debería estar aquí! ¿Dónde andará?
—¿Quién es Gastón?
—Probablemente no lo conozcas, llegó hace poco al pueblo... Tiene problemas con la bebida. Es la tercera vez que desaparece. ¡Podrían habernos robado la computadora! —dijo la joven, mientras dejaba su cartera en una silla y el vaso en el pequeño escritorio.
Laura recordó a un hombre tomando de una botella medio escondido bajo un árbol, al lado de la estación. Recordó su largo cabello oscuro.
—¿Tiene cabello largo?
—Sí, ¿cómo sabes?
—Creo que lo vi al llegar —dijo y le comentó lo que había visto.
—Debe ser él.
Hubo un breve momento de silencio.
—¿Para qué me buscabas? —preguntó Celeste con curiosidad.
—Nada importante, sólo quería despedirme y hacerte una pregunta —dijo Laura y le habló de los gitanos.
Celeste no los había visto nunca, sin embargo recordaba a su madre nombrarlos mucho. Decía que era gente extraña, que la mayoría de los niños les tenía miedo. Pero que ella nunca los había visto como una amenaza, hasta que uno de los hombres la asustó mucho. Nunca dijo qué ocurrió.
—¿Ella no los nombró por algún nombre o apellido?
—No lo recuerdo, tendría que preguntarle, pero tengo el celular roto —se lamentó la joven y preguntó—. ¿Para qué los buscas?
—Por un asunto familiar. En realidad a la que busco es a una anciana...
—¡Ah, la vieja!
—¿Sabes quién es? —se sorprendió Laura.
—No, no, pero recordé que mamá me dijo que había una vieja que la miraba de forma rara. Una vieja con dientes podridos.
—Bueno, si puedes conseguirme algo de información te lo agradecería mucho —dijo Laura y tomó una lapicera que había allí y escribió en un papel—. Este es el número del teléfono fijo que hay en el departamento donde vivo.
Celeste lo tomó en sus manos y fue entonces cuando sintió el grito del hombre que anunciaba que el autobús a la capital estaba a punto de partir. Se despidió apresuradamente de su amiga y salió corriendo.
Viernes 3,00 Am
Era tan tarde que decidió tomar un taxi, aunque le salió bastante caro. En la ciudad el miedo que había desaparecido al estar con su familia volvió con fuerza. No dejaba de mirar por la ventanilla y tardó un tiempo en calmar el temblor de sus manos. Cuando bajó del vehículo vio que en el departamento había una luz prendida, seguramente Sabrina la estaba esperando. Llegó a la puerta principal y se detuvo, con la mano en el picaporte. El vestíbulo estaba oscuro y vacío. Lo observó con atención. ¡No puedo ser tan infantil! Se reprochó y abrió la puerta.
Casi corrió a ciegas por el lugar hasta las escaleras, en donde se colaba la luz pálida y amarilla del primer piso. De pronto, un ruido seco nació a su espalda y Laura quedó paralizada del miedo.
—Laura —susurró una voz aguda desde la oscuridad.
¡No puede ser! ¡No puede ser! Pensó aterrorizada. Entonces olió algo extraño... a sudor y un leve perfume a vainilla. ¡Era ella! Luego de unos largos segundos comenzó a correr escaleras arriba, sin mirar atrás y en puro pánico. Llegó a su departamento y tocó con fuerza la puerta. Sabía que alguien la observaba desde la escalera. ¡La había seguido! Pero no se dio vuelta.
Sabrina, todavía vestida, abrió la puerta y su sonrisa se esfumó al ver a su amiga en tal estado de terror.
—¿Qué pasó?
Laura entró y cerró la puerta con fuerza. Temblando, colocó el seguro.
—¡Ella está aquí! Dijo mi nombre —le explicó.
—¿La anciana? ¿La bruja?
—Sí, estoy segura que me sigue, Sabri. La vi por la ventana de la casa de mamá. ¡Y ahora en el vestíbulo del edificio!
—Calma, ya estás a salvo aquí —dijo su amiga y la abrazó.
—No creo que esté a salvo en ningún lado —replicó Laura, sollozando.
—¿Crees que quiere hacerte daño?
—No, no lo sé con seguridad, pero sospecho que sólo quiere atormentarme. Parece estar esperando algo.
—¡Pero qué!
—¡No sé! ¡No comprendo nada! ¡Mi cabeza es un remolino!
Sabrina se quedó pensativa y luego le rogó que le contara qué había ocurrido en el pueblo. ¿Había hablado con su mamá? No obstante, la joven estaba agotada y sólo quería descansar.
—Mañana te cuento. ¿Puedes saltearte la mañana en la facultad? Necesito un consejo.
Con curiosidad, su compañera afirmó con la cabeza. Ese día habían terminado por fin el trabajo y Daniela lo entregaría.
10,12 AM
Laura despertó de golpe con el sol quemando sus ojos. Le dolía todo el cuerpo y le costó mucho despejar su mente. Oyó ruidos en el departamento. Sabrina estaba limpiando algo, mientras tarareaba una canción. Recordó entonces que le había dicho que se salteara las clases de la mañana. Vio la hora. ¡Era muy tarde! ¿Por qué no la había despertado?
El miedo de la noche anterior se había diluido en el aire. Se sintió segura y una sonrisa apareció en su rostro. Estaba más animada, ya que tenía un plan. Iba hallar a la comunidad, ellos sabrían de la anciana (que seguramente ya había muerto) y con suerte podrían darle una solución... o al menos hacerle entender qué pasaba. No iba a rendirse. No podía vivir con miedo.
—¿Dormiste bien? —le preguntó Sabrina al verla ir al baño.
—Muy bien, es muy tarde.
Cuando salió del baño, su compañera la esperaba con unos mates, que reconfortaron su herido espíritu.
—¿Cómo encuentras a una persona en la provincia? Sólo tengo el apellido.
—Bueno... lo único que se me ocurre es fijarnos en la guía de teléfono. Creo haber escuchado que por internet... ingresando a no sé dónde... Quizá Alex sepa, ya sabes, mi primo. Es un genio con las computadoras —dijo Sabrina y añadió—. ¿Por qué?
Laura comenzó a relatarle todo lo que había pasado en su viaje, en la casa con su madre y lo poco que había averiguado. Algo era seguro: había heredado una maldición, que se había activado al leer aquel diario. "Palabras malditas", no dejaba de repetir. Sabrina, siempre práctica, trajo una vieja guía telefónica.
—¿Dónde la conseguiste?
—Estaba a punto de tirarla. Sabes que sólo tengo el teléfono por la línea de internet. Y esto también está obsoleto, pero es barata —dijo, mientras le señalaba un mueble lleno de papeles y cosas que había estado limpiando.
Abrieron la guía y buscaron: "Junquera". Por suerte no había mucha gente que se apellidara de esa manera con teléfono fijo, eran unos trece en total.
—¿Qué plan tienes? ¿Llamarlos a todos y preguntar por una anciana? —dijo Sabrina con el ceño fruncido, mientras seguía la lista con un dedo.
—No tengo su nombre. Además debe estar muerta... Sólo, no sé... ¿Si son gitanos o conocían a la gente de la feria? —dijo Laura, encogiéndose de hombros.
—¿Crees que te lo dirán? Eso es ser muy optimista... con los prejuicios que hay por la comunidad gitana.
Sabrina acabó teniendo razón. Algunos no le respondieron, otro colgaron al nombrar a los gitanos y solo dos señoras fueron amables. Una juró que nunca en su familia había habido un gitano y que toda su vida había vivido en el mismo lugar; y otra se puso a contarles los altos precios que manejaba el señor de la verdulería de la esquina de su casa, mientras decía que ojalá fuera gitana para largarse de este maldito país.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Sabrina, luego de llamar en vano por segunda vez a un número.
—¡Qué tontas hemos sido! Claro que no aparecerán allí... Viajaban de un pueblo a otro. Eran nómades. No podrían tener teléfonos fijos ni una dirección.
Su compañera estuvo de acuerdo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Laura.
—Puedo llamarle a Alex. Él seguro sabe... pero si no tienen una dirección fija... es difícil.
De pronto, el teléfono fijo sonó y ambas saltaron del susto, ya que jamás sonaba. Laura ni siquiera quiso acercarse. Sabrina tomó el tubo y atendió, luego colocó la mano, tapando el micrófono.
—Es para ti. Celeste —dijo, perpleja, ya que Laura nunca se la había nombrado.
Laura casi le quitó el teléfono de la mano por la ansiedad. Unos minutos después, colgó. Estaba nerviosa y sonreía.
—¡Buenas noticias! Tengo el nombre de un pueblo —dijo sonriendo.
—¿Quién es Celeste? —preguntó la otra joven.
—Una vieja amiga. Le pregunté sobre el grupo de la feria y me prometió conseguir algo de información. La cuestión es que le preguntó a su madre. Esta le dijo que no recordaba nombres o apellidos, pero que sabía que luego de pasar por el pueblo la gente de la feria iba a otro lugar llamado "La cumbre" y una vez oyó que allí se instalaban en los meses más calurosos del verano.
—¿La cumbre? Nunca oí nombrar ese lugar —dijo Sabrina.
—Yo tampoco... Hay que conseguir un mapa.
Sabrina corrió a buscar su notebook y comenzaron a buscar. Les costó bastante, les aparecían miles de pueblos con ese nombre y ninguno ni cerca de donde vivían. Estaban por darse por vencidas, cuando les llamó la atención un pequeño artículo periodístico de un diario poco conocido, probablemente local, sobre la extraña muerte de una niña. Decía así:
"Autoridades de la policía local de La cumbre, pueblo ubicado en la provincia de Neuquén, confirma la noticia del hallazgo de un cuerpo en los bosques montañosos de La carqueja. Sería la niña de nueve años desaparecida hace más de una semana, Dalia Funes. Sus padres confirmaron la identidad. Se presume que el sospechoso, Melalo Junquera, integrante de una comunidad de gitanos nómades, ha huido esta mañana (...)."
—¡Son ellos! —exclamó Laura, levantándose de golpe de la silla.
—Bueno... está en Neuquén. Por eso no lo encontrábamos. Es bastante lejos —dijo Sabrina, abriendo luego un mapa de aquella provincia—. Con razón pasan allí los meses más calurosos. Es un clima más frío.
—Hay un problema —dijo Laura, desanimada, mientras volvía a sentarse—. Mira la fecha... de esto fue hace casi un año. Quizá ya no vayan más allí.
—Pero si hubo un detenido la policía debe saber dónde están —replicó Sabrina, sin mucha seguridad.
—¿Llamamos? Debe haber algún número.
Laura llamó a uno que hallaron luego de muchas búsquedas, sin embargo fue en vano, ya que no le quisieron dar ninguna información... ¡de absolutamente nada! El oficial fue bastante grosero y le advirtió que no molestara más.
—Tendré que ir...
—¡Pero es muy lejos! —replicó su amiga, mientras le enumeraba la cantidad de obstáculos que tenía.
—No puedo seguir perdiendo el tiempo, Sabri. Tengo miedo. Hay algo en lo que no puedo dejar de pensar... La bruja le dijo a mi tía que tenía siete días para escapar... Yo... Han pasado cinco días desde que leí ese diario. ¡Cinco!
La joven la miró, horrorizada, lo había olvidado por completo. Entendió la urgencia y se levantó de golpe de la silla.
—Entonces vamos... ¡Muévete, Lau! Llamaré para conseguir los boletos —dijo y tomó el teléfono.
—Pero tienes clases...
—No te dejaré ir sola. ¿Y si aparece la vieja? No quiero leer en un diario lejano la desaparición de mi amiga —la interrumpió. Laura sonrió, agradecida.
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