«El futuro Rey de Góbera»


En la sala de guerra, Alaric planeaba su llegada a Góbera. Sus generales y el consejero le indicaban donde y como debían enviar sus formaciones al llegar al puesto donde se encontraba la Reina Celia, para evitar desorden, y que las líneas delanteras no perdieran su formación.

En el patio del castillo y en el campo que se extendía fuera de él, ya se reunían las filas de soldados, y otros tantos, llegaban con jóvenes que habían sacado de sus hogares con urgencia. Algunos ni siquiera llevaban ropa adecuada para soportar el frío. Otros soldados tenían antorchas encendidas y llevaban carretas pequeñas repletas de armas que entregaban a cada niño.

Los comandantes de cada batallón les enseñaban movimientos básicos de lucha. Aquellos jóvenes y hombres reclutados, irían al frente para comenzar a agotar a los primeros soldados de las líneas de defensa de Góbera, mientras que los soldados más destacados y los de élite, irían al final para dar el golpe certero al reino, pero en el mejor de los casos, según los generales de Alaric; Góbera ni siquiera se daría cuenta del ataque hasta que Alasia estuviera derribando sus puertas.

Los hombres más jóvenes reclutados, oscilaban entre los trece, dieciséis y veinte años. Y algunos hombres adultos entre los cuarenta y sesenta años, se habían atrevido a ir, ofreciéndose a combatir con la esperanza de proteger a sus hijos en el campo de batalla, y acompañarlos a luchar aunque no estuvieran en las mejores condiciones. Tiritaban por la nieve que empapaba sus cuerpos casi desnudos, pero no se les permitía verse débiles. A quien sucumbía ante el frío lo azotaban y lo ponían al frente para demostrar al resto cómo debían luchar.

En los hogares que conformaban el reino de Alasia, madres, padres y hermanas, lloraban sus angustiantes pérdidas; pues sin darles oportunidad de despedirse de sus muchachos, los soldados habían aparecido de pronto, sacando de sus casas a los jóvenes que pudieran pelear. Sabían que no volverían a verlos y unos cuantos se atrevían a maldecir a Góbera por arrebatarles gran parte de sus vidas, puesto que algunos jóvenes eran hijos únicos, y otros, hijos de madres solteras, madres que ahora imploraban a todos los dioses, incluso en los que no creían: que sus hijos volvieran a salvo.

El momento de la partida del ejército llegó, todo estaba listo: carrozas tiradas por caballos llenas de suministros, mujeres con equipo de curación para ayudar a los heridos, ansiosas y angustiadas por su destino. La caballería iba detrás de aquellos civiles reclutados. Armas de todo tipo cargadas por cada soldado, y otras tantas en carretas tiradas por hombres.

A la mitad de todo el ejército, Alaric se mostraba imponente. Los rayos del sol acariciaban con delicadeza las joyas de su corona, haciéndolas brillar con elegancia. El pelo negro de su corcel era opacado por la fina armadura que llevaba puesta, que cubría parte de su cabeza y patas.

Bartha, con un gran pesar se acercó a él, tomó su mano y la besó, una lágrima rodó por su mejilla y aterrizó en los nudillos del Rey.

—Oraré cada segundo por tu bienestar, hermano. Imploraré porque vuelvas pronto a casa. Llevas mi corazón contigo... Que nuestros ancestros guíen tu camino y protejan tu vida.

—Volveré a ver tu dulce mirada, hermana querida, el Reino queda en pose de tus tiernas manos, sé que cuidarás bien de él en mi ausencia.

—Pondré mi vida en ello.

Alaric espoleó su caballo y comenzó a dar marcha. Ella se quedó ahí parada sintiendo el último roce de la mano de su Rey en sus dedos, sus lágrimas rodaron al sentir su corazón rebosante de angustia y desesperanza.

—Vamos, Su Majestad. —Su doncella le ayudó a quitarse del camino.

Los soldados comenzaron a avanzar. El sonido de los tambores resonaba al son de los pies marchando de cada hombre. Al frente, en medio, y en los flancos de todo el ejército, iban algunos caballeros, los más leales y honorables, sosteniendo el estandarte que mostraba el emblema de Alasia.

La nieve que caía con gentileza del cielo, les hacía honores a aquellas rosas negras pintadas en las finas telas. Los delicados copos se posaban en los estandartes, y el viento gélido, con un pesar silencioso, los arrastraba, sacudiéndolos hacia adelante, tal como si les mostrara el camino que debían seguir.

—Su Majestad. —Una mujer llegó hasta Bartha.

La Princesa con el rostro enrojecido, tanto por el llanto como por el frío, la miró de inmediato.

—¿Qué sucede? —preguntó con voz ronca y limpió su nariz con un pañuelo blanco.

—Por favor, le suplico que me permita ir, quiero estar con mi Reina.

—Entiendo, puedes ir, pero cuida de tu vida.

—Muchas gracias, Su Majestad.

La mujer hizo una reverencia y corrió de prisa en dirección al castillo, pero en el camino, un joven mozo llevaba jalando a un caballo. La mujer se situó por un lado y el joven le ayudó a montar, para continuar tirando de las cuerdas. Se marcharon siguiendo al ejército de Alasia.

Elinar esperaba con ansias la llegada del Rey.

Celia, estaba cansada de esperar, ese día cumplían una semana desde que se habían establecido en ese campamento.

Y decidió ponerle fin, quería regresar a su reino donde sí tenía el poder que quería. Se levantó de su cama, decidida a irse junto a su hijo, solos, si es que Elinar no mostraba indicios de querer proseguir el viaje. Miró hacia la cama del joven Príncipe Theódore, pero él no estaba. Observó un momento la cama como si hubiera presentido una desgracia. Sacudió su cabeza desechando el sentimiento y concentrándose en lo que quería hacer.

Entró como de costumbre, con aires altivos, a la tienda de Elinar.

—¿Ahora qué quieres? —preguntó el General.

—Llevamos... ¡una maldita semana varados en este sitio! Quiero irme a mi hogar, ¡ya!... No comprendo por qué estamos aquí, no tenemos ninguna razón para hacerlo.

—Sí la tenemos.

—¿Y cuál es?

—Déjame preguntarte una cosa... ¿Dónde está el Príncipe Theódore?

—Yo... no lo sé, debe estar por ahí, haciendo estupideces.

—¿Amas a tu hijo?

—¡¿Qué pregunta más estúpida es esa?! Por supuesto que amo a mi hijo.

—¿Qué tanto estarías dispuesta a hacer por salvar su vida?

—¿Por qué me preguntas eso? —Se extrañó.

Elinar guardó silencio.

Celia se sintió confundida. Al mirar a la cama de su hijo antes de salir de su tienda, había advertido algo raro, algo que había pasado por alto, pero que ahora, por las extrañas preguntas de Elinar, la inquietó; había notado el collar del Príncipe, que mostraba el emblema de su reino, en la almohada.

Miró a Elinar con desconcierto y salió con pasos veloces de la tienda. Observó en todas direcciones, buscando un indicio de su hijo, pero no lo encontró. Volvió a su tienda y tomó la cadena de la cama de Theódore. Salió de nuevo y preguntó a algunos soldados si habían visto al Príncipe. La respuesta de todos fue la misma: nadie lo había mirado.

Regresó de nuevo hasta Elinar.

—¿Lo encontraste? —preguntó él.

—¿Dónde está? ¿Dónde está mi hijo?

—¡Ssshhh, ssshhh! —Elinar puso su dedo en los labios de Celia haciéndola callar—. Él está seguro. Estamos en los límites entre Alasia y Góbera, y muy cerca de aquí hay un lugar hermoso. Es una pequeña montaña de difícil acceso, donde la nieve se acumula rápidamente y puede hacer que alguien, sin mucha indumentaria sobre su cuerpo, muera en pocas horas o minutos, no estoy seguro, pero, adivina quién está en ese lugar.

—¡No! ¡Eres un maldito! —Quitó de golpe la mano del general—. ¡Trae de vuelta a mi hijo! —Lo golpeó en el pecho.

El la sostuvo de ambas manos.

—¿No te preguntas por qué lo he llevado ahí?

Ella solo lo miraba con rabia.

—¡Tráelo de vuelta, es una maldita orden!

—¡Oooh, no!... —Soltó una carcajada—. Tú no das órdenes aquí. Yo soy quien da las órdenes. Y ahora te diré cuáles son... Tu amado Rey y esposo, pronto llegará a este sitio, y tú... —hizo una pausa y la soltó—, vas a decirle que tu hijo ha sido capturado, tal como lo dice la carta que escribiste.

—No, no voy a decir esas mentiras, explícame por qué el Rey vendría aquí y de qué maldita carta hablas, no he escrito ninguna carta.

—No, no vas a mentir, es verdad, Góbera ha puesto preso a tu hijo, puesto que yo soy el futuro Rey de Góbera, no estarás mintiendo. Y si no haces esto, estarás condenando a tu hijo a muerte.

—¡No, no, no! —gritó abalanzándose de nuevo contra él.

—¡Cállate! —La abofeteó y empujó al suelo.

Celia comenzó a llorar.

—Devuélveme a mi hijo. —Se arrastró de rodillas hasta el General, suplicando.

No obstante, viendo que se posaba un cuchillo en la esquina de la mesa, al aferrarse a la cintura de Elinar, lo tomó con rapidez e intentó clavarlo en el vientre del General. Pero él se hizo hacia atrás, logrando escapar del cuchillo que solo hizo una rasgadura en sus ropas.

—¡Maldita! —La haló de los cabellos y la arrastró hasta la cama. La levantó subiéndola en ella y la sostuvo con fuerza de sus muñecas.

—Escúchame bien, maldita ramera... Harás lo que yo te ordene si quieres vivo a tu engendro. Vas a decir que Báron es quien ha encerrado a tu hijo, condenándolo a muerte gélida. Dirás qué no sabes dónde está y así como solicitaste en la carta, quieres que luchen por su liberación.

» Ni siquiera te diste cuenta de que tú anillo no está en tu asquerosa mano, ¿cierto? Pues yo lo tomé, sé muy bien que tus cartas siempre las firmas con ese anillo y que haces que alguna doncella las escriba, así que el Rey no sabría la diferencia. —La soltó.

» Una guerra se aproxima, y si quieres a tu hijo de vuelta en tus brazos, harás que cuando tú esposo llegue, permanezca solo unos momentos, mientras yo envío un rollo a Báron, informándole que Alasia pretende una invasión.

—¿Qué buscas en todo esto!

—Eso no es de tu incumbencia. Pero te aseguro que tu hijo estará a salvo si lo haces. Hay dos guardias con él, encargándose de resguardar su vida, pero, si no haces lo que te digo, una señal de humo bastará para que se esfume su vida. Ahora vuelve a tus aposentos...

El sonido de tambores a la distancia se escuchó y un soldado entró a la tienda.

—¡General! El Rey de Alasia está por llegar, desde aquí se divisa el ejército que ha traído. ¿Cuáles son sus órdenes?

—Estamos escoltando a la Reina Celia, no hay por qué alarmarse. Es seguro que han venido hasta aquí por ella.

—Mi Señor, permítame mencionar que no parece que venga en son de paz. Sus tambores de guerra, trae sus escuderos, caballería y todo su ejército. Y según los cálculos, estarán aquí apenas comience a amanecer.

—He dicho que no te preocupes, yo me encargaré de todo. Está tienda está diseñada para resguardar al Rey Alaric, en cuanto baje de su corcel, haz que venga hasta aquí. 

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