Capítulo 6. Un niño huérfano


—Cuéntame ahora, consejero lo que en verdad sucedió con ella —dijo el Rey al sentarse en su trono.

—Por lealtad a usted, Su Majestad, cuando la encontré, estuve atento a ella —contestó Benjamín, sabiendo a quién Báron se refería—. Y decidí arriesgarme, por ella, por usted...

«Benjamín, dado que había sido amigo de Báron desde la infancia, conocía su amor por Aleya y su deseo de haber podido criar a su hijo y formar una familia con la mujer que consideraba el amor de su vida.

Aunque seguir su deseo implicaba renunciar a su título como Príncipe y futuro Rey, había estado dispuesto a hacerlo y, sin duda, lo había intentado. Pero no pudo lograrlo debido a la orden de su padre, que le había prohibido toda salida del castillo sin su consentimiento, y en ese caso, iría acompañado de la guardia real más leal al Rey, para evitar a toda costa que volviera a reunirse con Aleya.

El Rey Leoric, en su empeño por alejar a Aleya de Báron, envió a sus guardias a buscarla, procediendo a visitarla personalmente cuando tuvo la información de su paradero, para ordenarle que se alejara del Príncipe Báron, pues la consideraba indigna de él.

Leoric la encontró, para su sorpresa e irritación, con su hijo bastardo de un mes de nacido, en brazos, en una pequeña y acogedora casa que Báron había preparado con la intención de quedarse con ella como su esposo, y vivir a su lado, junto a su hijo. Y para asegurarse de que Aleya cumpliría su orden, el Rey Leoric, ordenó a su guardia personal, que la escoltaran a los límites del Reino y la abandonaran a su suerte junto a su bastardo.

Pero una noticia llegó a Báron por medio de su hermana Celia, quién le había contado todos los anteriores detalles del proceder de su padre: Aleya había logrado huir de la guardia Real, y no sabían hacia donde había ido, perdiendo todo rastro de ella.

Así, seis años después, Benjamín la encontró, por casualidad, reconociéndola de inmediato, en una de las aldeas lejanas del reino. Y conociendo todos los detalles de su historia con el Príncipe Báron, sintió la necesidad de intervenir por su cuenta, para proporcionarle a Aleya y a su hijo; ya de seis años, un poco de lo que estaba seguro, que Báron, les habría ofrecido si hubiese tenido la oportunidad de dejar de ser un Príncipe, para vivir junto a ellos como un campesino.

Durante dos meses, después de haberlos encontrado, se encargó discretamente de proporcionarles lo necesario para que vivieran cómodamente, sin darles demasiado para no levantar sospechas, puesto que, aunque se vestía de una forma prudente, temía que alguien pudiera darse cuenta de que era un sirviente real y poner al descubierto, y en peligro a Aleya y a su hijo. Por ello, optó por contratar a una mujer que le ayudara a entregarles todo lo que les llevaba, evitando así que alguien pudiera preguntarse por qué Aleya recibía ayuda de un miembro del séquito real y pudiera esparcir rumores.

Aleya, al ser letrada, quiso ganarse la vida enseñando a los niños de su aldea a leer. A cambio, recibía alimento y otras cosas que los padres de los jovenzuelos le daban. No pedía mucho, solo lo suficiente para alimentar a su hijo. Incluso, a veces ayudaba a los más necesitados cuando tenía lo necesario. Y así fue como, Benjamín, pudo disfrazar aquel apoyo, como parte de lo que los padres de los niños le pagaban.

Un grupo de cinco niños la visitaba para aprender, al igual que su hijo. Y aquel trágico día, Benjamín había ido a entregar legumbres a Cleotilde; la mujer que había contratado para entregárselos a Aleya. Entonces vio al grupo de soldados que se dirigían hacia la aldea y se percató de que sus apariencias no eran amigables. Y al reconocer a algunos por ser la guardia real directa del Rey, percibió que algo malo se avecinaba, puesto que los soldados de esa guardia, solo se encargaban personalmente de asuntos de suma relevancia.

Y aunque no estaba seguro de que supieran que ahí estaba el hijo de Báron, puesto que él había sido en extremo discreto, decidió tomar precauciones. Ya no le daba tiempo de llegar hasta Aleya para advertirle, pero, con la ayuda de Cleotilde, interceptó a tiempo a cuatro de los niños que iban camino a sus clases, evitando así que llegaran. Les dio la advertencia de que los soldados quizá querían descansar sin tanto ruido infantil y que era mejor que regresaran a sus casas, ya que a veces los soldados preferían el silencio y la tranquilidad.

Les aconsejó que les dijeran a sus madres que mantuvieran a todos los niños dentro de sus hogares hasta que los soldados se fueran, para evitar cualquier conflicto. Pero se dio cuenta de que un quinto niño se dirigía a la casucha de Aleya, que siempre los esperaba en la entrada de su choza para darles la bienvenida. El niño iba desde una dirección diferente a la que usaban los otros y Benjamín no pudo evitar que llegara hasta ella.

Enseguida, Benjamín vio al hijo de Aleya caminando contento hacia su madre, y ella lo saludó desde la distancia con un gesto amable y le sonrió. Recibió al quinto niño, le tocó la cabeza con cariño y lo dejó entrar, siguiéndolo al interior. Fue entonces cuando Benjamín, considerando sus opciones y priorizando la seguridad del hijo de Báron, decidió actuar... Lo detuvo diciéndole que era un soldado del castillo y que tenía mucha sed, le solicitó que consiguiera un poco de leche de cabra para saciarla.

El niño, con mucho pesar por perderse las clases de su madre, y con un gesto derrotado por la petición, caminó de regreso para conseguir lo pedido.

Entonces sucedió... Los hombres llegaron gritando que eran soldados y que venían de un largo viaje. Dijeron que se quedarían en una humilde morada solo un momento para descansar, y que después se marcharían. Bajaron de sus caballos e ingresaron a la casa de Aleya.

—¡Mujer! —gritó uno de ellos—, danos cerveza y pan.

—¡Yo lo tomaré primero! —dijo otro, y comenzaron a discutir entre gritos molestos y órdenes...

En poco tiempo, los gritos de Aleya se escucharon, implorando que no lastimaran al niño.

—¡No, por favor, suéltalo!gritaba con angustia.

Nadie tuvo el valor de entrar y ver qué sucedía, ni siquiera el mismo Benjamín. Conociendo que aquel tipo de discusiones solían darse con frecuencia entre los soldados, decidió no intervenir, pues si ellos no sabían quién era Aleya, quizá la expondría si intentaba ayudarla, ya que, a él, todos en el palacio, lo reconocían por ser el amigo más allegado del Príncipe. Aunque ya había puesto a salvo al hijo de Báron, no dejó de preocuparle que hubiese sido concretamente la casa de Aleya la que habían elegido para descansar, y rogaba al cielo que no la reconocieran. Muy en su interior esperaba que hicieran algo horrible, como era costumbre de los soldados que abusaban de su poder, pero no aquello que pronto presenció.

Hubo silencio por unos segundos, y uno de los soldados salió tranquilamente de la choza, limpiando con un pañuelo la sangre de su espada, y el resto de ellos, salieron detrás de él, con su habitual apariencia profesional. Todos montaron sus caballos y sin decir palabra alguna, se marcharon, dejando en el aire el sonido y el polvo que levantaban los casquetes de sus caballos al correr.

La primera en entrar a la choza fue Albina, la hermana menor de Aleya. Sus gritos desesperados pidiendo ayuda, al verla agonizando, atrajeron al resto de la aldea para ver qué ocurría. Benjamín entró corriendo y la vio. Ahí estaba Aleya, en el suelo, junto al niño que, ya inconsciente, se desangraba al igual que ella. Albina se sentó a su lado, llorando, y acariciándole el rostro, con gran dolor. Aleya, con voz apagada, le dijo algunas palabras, casi inaudibles, que brotaron entre la sangre que se acumulaba con rapidez en su garganta y apuntó en dirección a una vieja tabla suelta, que se veía un poco levantada en el suelo...

Los ojos de Albina se abrieron llenos de confusión y asombro... Miró a su hermana sin entender aquello que le acababa de confesar.

—¿Qué? —solo eso logró pronunciar.

Pero Aleya, ya no pudo responder. Sus ojos ya habían perdido el hermoso brillo de vida.

De nuevo el rostro de Albina se descompuso en su llanto, gritando en su desesperación por perder a su hermana.

Braco llegó corriendo, derramando la leche del recipiente al ver a tanta gente rodeando su casa e intentando mirar por la puerta. Ni siquiera notó cuando, devastado, dejó caer el vaso al alcanzar a ver entre los espacios que se formaban entre las personas, el cuerpo sin vida de su madre. Avanzó con el corazón a punto de estallar por la angustia, abriéndose paso entre la multitud. Se detuvo un momento a los pies de su madre, incapaz de asimilar lo que veía, y cuando finalmente lo comprendió, se echó sobre ella, la abrazó, llamándola; moviéndola, llorando y gritando que no lo dejara. Su rostro y sus manos se mancharon de la tibia sangre que seguía fluyendo del cuerpo inerte de Aleya.

Y la madre del niño muerto, que también corrió hasta su hijo al verlo sin vida en el suelo, desgarró su alma en su llanto y profundo dolor.

Benjamín, sintió mucha pena por aquellas pérdidas, y no lograba entender, cómo era que el Rey se había enterado del paradero de Aleya, después de seis años, pero sintió alivio de haber podido salvar al hijo del Príncipe Báron. Ese mismo día, Benjamín ayudó con los entierros. Albina, tanto como la madre del niño fallecido, decidieron no llevar a cabo velatorios. Y después de las exequias, Braco salió de su choza con una canasta de palma llena de ropa y libros, su tía y su primo lo esperaban afuera. En cuanto él salió, Albina entró a la choza y regresó con un pequeño cofre de madera. Tomó al muchacho del hombro, lo abrazó y lo llevó con ella.

Benjamín, suponiendo que los soldados de la guardia real habían creído que eliminaron al niño junto con su madre, ya no tendría que intentar cuidar de ellos. Y desde ese momento, dejó de visitar aquella aldea, al saber que el jovencito ya estaba bajo el cuidado de su tía. Pero su principal motivo para no volver fue que no quería arriesgarse a que se dieran cuenta de que el hijo de Báron seguía vivo. Al vivir con su tía, el pequeño ya no levantaría ninguna sospecha de quién era, pues por azares de la vida, todo había sucedido de manera que los soldados habían confundido al muchacho que asesinaron con el hijo bastardo del Príncipe».

—Y entonces, al siguiente día fue su ascensión al trono, Su Majestad. Me convertí en su consejero, y debo decir que mi lealtad sigue intacta. Todo lo que hice por ella, fue en nombre suyo. Pero debo decir, que ya no supe más del chico hasta ahora que usted decidió traerlo al castillo.

—Entiendo —dijo el Rey con voz ronca, asimilando la información que le daba el consejero... Información explícita de la muerte de Aleya que nunca había querido oír, hasta ese momento. Su culpa por no haber seguido buscando a su hijo, doce años atrás, le hizo sentir una punzada en el pecho.

«En el pasado, días después de que Báron nombrara a Benjamín su consejero, le confió lo que había escuchado de la boca de la servidumbre, acerca de que su hijo seguía con vida. Benjamín notó la inquietud que el nuevo Rey mostraba ante esa noticia y decidió confirmarle que era verdadera.

Disculpándose por habérselo ocultado, Benjamín argumentó que había creído que, si se lo decía en ese momento, Báron hubiese renunciado a todo, aprovechando que su padre estaba por morir, y temía que dejara todo antes de coronarse para encontrar a su hijo. Su responsabilidad, como parte de su lealtad a la corona, era asegurarse de que cumpliera con su deber de gobernar, encontrando esa opción como la única manera de que, una vez se convirtiera en Rey, pudiera llevar al niño y mantenerlo bajo su cuidado en el castillo.

Cuando estaba por narrar todo lo sucedido, Báron le ordenó que se ahorrara los detalles, temiendo encontrase con una historia desgarradora, ocurrida por haberle fallado a Aleya en su promesa de vivir junto a ella y convertirla en su Reina cuando tomara el trono. Y Benjamín así lo hizo, solo confesó que el muchacho seguía con vida, manteniendo la esperanza de que Báron lo buscara y pudiera cumplir su sueño de criarlo, aunque solo fuera como un sirviente más, sin revelar su identidad. Al llevarlo al castillo, como había propuesto, tendría la oportunidad de verlo crecer y estar atento a él, asegurándose de que no le faltara nada. Con el tiempo, podría subir su rango y posición en la corte para darle la vida que habría tenido si hubiera podido reconocerlo como su hijo.

¡Pero eso nunca pasó!

Báron recordó cómo su padre le había prohibido toda salida del castillo forzándolo a permanecer en su papel de heredero al trono, digno y sin mancha.

En los siguientes días, sin rebelarle a Benjamín, lo que haría ni preguntarle dónde había visto por última vez al niño; se dispuso a buscarlo en diferentes aldeas, disfrazando aquellas visitas como un interés por sus súbditos.

Sin embargo, en sus primeras búsquedas, conoció a Herea, de quien de inmediato se enamoró, encontrándola ser una mujer digna de proporcionarle una prole para suceder el trono. Y, suscitándole en ese mismo instante, el temor de que, si encontraba y reconocía a su primogénito, podría perder el respeto de su reino, como tantas veces le había advertido su padre que sucedería si se atrevía a llevar a un bastardo al trono. Entonces eligió dejar al muchacho en paz, en manos de su tía, con quién, según Benjamín, se había quedado. Y, con su hermana al asecho, decidió no tentar a la suerte, concluyendo así, que había tomado la mejor decisión».

—¡Su majestad, el gran Rey Báron! —sonó una voz femenina, con un ápice de ironía.

Báron levantó la vista, emergiendo de sus fantasmas.

—Celia, ¿qué haces aquí?

La mujer apareció como si Báron la hubiera invocado al pensar en ella.

—¡Ssss! ¡Dios! ¡Pero cuánta hostilidad! ¿No puede una Reina visitar a su hermano?

—Puede —dijo sin interés—. Pero tu llegada no fue anunciada.

—No, no envíe a ningún mensajero, quería sorprenderte.

—¿Qué necesitas?

—¿Qué necesito? —Fingió sorpresa y continuó—. Seguro habrás escuchado que el Rey de Alasia por fin tendría un heredero, ¿no?... Supongo que sí. He venido a presentarte a tu sobrino, el Príncipe Theódore, heredero al trono de Alasia.

Tronó los dedos y una mujer dio un paso al frente, obedeciendo a la orden. Llevaba en sus brazos a un bebé, hizo una reverencia ante Báron y volvió de inmediato hacia atrás.

—También oí que por fin nació el... "primogénito" del Rey —Celia enfatizó en un intento de molestarlo. Y lo consiguió.

—¡Ya lo presentaste, márchate ahora!

—¡No! —dijo con firmeza—. Me quedaré, quiero conocer a mi sobrino, el futuro Rey de Góbera y primogénito de Su Majestad. —Sonrió con malicia—. Me quedaré por lo menos hasta que hayas ejecutado a esos pobres hombres que has traído prisioneros. Todo el mundo habla acerca de que vas a eliminarlos, y me gustaría un poco de diversión... En Alasia, todo es paz y amor... Y, además —bajó un poco la voz—, he escuchado... ciertos rumores respecto a ti, así que vine para saber más.

—No me interesan los rumores. —Se recargó confiado y con apariencia altiva en el respaldo del trono.

—¿Ni siquiera uno que dice que serás derrotado por alguien de sangre real? Ese, donde dicen que, un dragón será la señal del principio de tu derrota.

El semblante del Rey cambió y se levantó furioso de su trono...

—¿Dónde has oído eso? ¡Haré que desollen a quién se ha atrevido a decir tal estupidez!

—Calma, hermanito, no es... para tanto. ¿No dijiste que no te preocupan los rumores? Además, ¿de dónde sacaría alguien un dragón?... ¡No existen! Bien, iré a mi cámara, me tendrás aquí un par de semanas, querido.

Celia hizo una seña a su dama y ella la siguió. Se fue con una sonrisa maliciosa, dejando al Rey hecho una fiera.

Artea despertó; sus ojos se tornaron de un hermoso color azul cielo y una sonrisa se dibujó en su rostro. Al abrir sus párpados, una visión llegó a su mente y reconoció el rizado cabello rojo de Soldara. Ella parecía mayor y, sobre todo, libre y feliz. Correteaba de forma juguetona a otra jovencita que poseía un largo cabello ondulado; sus fibras de un negro azulado brillaban al ser acariciadas por los delicados rayos del sol que se filtraban por las copas de los árboles. Con los pies se lanzaban agua y corrían jugueteando por en medio de un arroyo cristalino, hasta que quedaron en su totalidad empapadas.

—¿Escuchaste? —Dalia entró corriendo a la habitación.

Artea se sentó de golpe, su corazón palpitaba a toda prisa y sus pupilas se dilataron al máximo por el terror que sintió al pensar que podría ser alguien más.

—¡Por los cielos! No hagas eso —dijo en cuanto observó a Dalia. Se tocó el pecho sintiendo el corazón retumbando en la palma de su mano.

—¡Sí, sí, lo siento! —se disculpó Dalia sin darle tanta importancia y se sentó en la orilla de la cama dando pequeños rebotes como era su costumbre, y sin prestar demasiada atención a la queja de su amiga—. La hermana del Rey llegó esta mañana al palacio.

—¿Y eso qué tiene de especial? —Soldara se sentó para escuchar la charla.

—¡Qué ellos se odian!... No pueden convivir desde que el viejo Rey la obligó a casarse con el heredero de Alasia...

«Hace mucho tiempo, Báron fue comprometido por su padre; el viejo Rey Leoric, para casarse con la Princesa de Alasia y así formar una alianza. Pero el príncipe Báron, convenció a su padre de que él debía reinar en su lugar y que su hermana mayor debía casarse con el heredero al trono de Alasia, así su linaje sería siempre de Reyes y reinas.

De lo contrario, él solo sería un príncipe por siempre si se casaba con la princesa, ya que ella, era la segunda en la línea de sucesión, y sus hijos jamás llegarían al trono. El viejo Rey Leoric, fue convencido con ese argumento y ordenó que Celia, su primogénita, pronto se iría del palacio para casarse con el primogénito y heredero al trono de Alasia, y así convertirse en Reina. Pero ella no deseaba ser Reina de Alasia, sino de Góbera, el cual le pertenecía por derecho».

La última vez que estuvo aquí, antes de irse juró que se vengaría de su hermano y que le arrebataría absolutamente todo lo que, según ella, le pertenecía. Pasó mucho tiempo desde entonces, bueno, eso dicen. La cocinera mencionó que fue ya hace doce años, quizá ya hasta se olvidó de ello.

—También escuché esa historia —mencionó Artea.

Ella había escuchado que, el mismo día que el Rey Leoric falleció, Báron había obligado a Celia a marcharse a Alasia sin dejarla despedirse de su padre.

—Habrá mucha tensión en el castillo, todas las mujeres lo dicen. —Dalia se removió en su lugar; en la esquina de la cama.

—¿Por qué viniste tan temprano? —preguntó Artea con un suspiro profundo.

Dejó caer la cabeza hacia un lado con un gesto abatido. Se sentía agotada, y aunque no sabía qué pasaría, entendía que ese día sería una nueva y angustiosa lucha por sobrevivir y evitar que alguien pudiera encontrar a su hermana y a la pequeña bebé que escondía en su alcoba.

Sus dedos se entrelazaron en su cabello, mientras sus hombros se encorvaban, como si llevaran el peso del mundo. Cerró los ojos, buscando en su interior la fuerza para seguir adelante, y suspiró de nuevo al abrirlos.

—La Reina aún descansa —contestó Dalia—, así que tengo un poco de tiempo libre, y las demás doncellas están ahí para ayudarle. —Le sonrió a Artea con un poco de pena al comprender su estado de ánimo.

—¿Tú eres su favorita? —preguntó Soldara—, ¿o por qué siempre puedes andar por dónde se te antoje?

A Dalia le pareció una pregunta divertida, su sonrisa se amplió dejando ver lo hermosa que se veía al sonreír...

—Sí, soy su favorita —respondió en una forma juguetona, pero con un ápice de orgullo, y seguía sonriendo carismáticamente—. Solo cuando hay algún asunto urgente o secreto, me llama para ayudarla —dijo esto último en un tono más serio, pero volvió a sonreírle a Soldara con complicidad.

—¡Entiendo! —dijo Soldara devolviéndole la sonrisa divertida.

—¿Cómo se atreve a venir después de sus amenazas? —Báron estaba furioso.

—Sugiero que no le dé demasiada importancia, Su Majestad, solo busca hacerlo enfadar —el consejero se apresuró a decir.

—¡Y lo ha logrado! Aun así, asegúrate de que esté cómoda y siempre vigilada, cualquier movimiento que haga debes informarme.

—Sí, Su Majestad.

Báron salió de la sala del trono y visitó a su hijo, amaba observar cómo dormía, sentía que con él podía recompensar todo lo que no pudo hacer con su primogénito.

—¿En qué piensas? —Herea interrogó

—En lo afortunado que mi Reina me ha hecho.

Herea sonrió con timidez.

—Me has dado un fuerte Príncipe. Le enseñaré a cabalgar, le mostraré cómo cazar y cómo beber una buena cerveza. —El orgullo se le salía por los poros.

—Eso último no, por favor —Herea solicitó, jugando.

Ambos rieron.

—Vaya, que hermoso bebé tienen. —Celia entró a la habitación.

Báron y Herea se voltearon hacia ella al escucharla.

—Celia, Bienvenida. —Herea le sonrió, se mostró cálida y amable.

Celia le devolvió el gesto. Báron la miraba desconfiado.

—¿Puedo? —Se acercó a la cuna y tomó en sus brazos a Reagan—. Mi hijo y tú serán buenos primos, cazarán juntos y se volverán Reyes al mismo tiempo... —le dijo al bebé—. Reina Herea, se ve muy bien, se ve, más que saludable, ni siquiera parece que haya dado a luz —dijo girándose un poco hacia la Reina.

—Igual que usted, Reina Celia.

—Sí, somos fuertes —dijo orgullosa.

Báron solo la observaba, atento a cualquier movimiento. Celia dejó nuevamente al Príncipe en su cuna.

—Es un placer conocer al nuevo Rey de Góbera. ¡Qué tenga una larga vida! —Sonrió y salió de la habitación.

—Me tengo que ir, aún debo atender asuntos. —Báron le dio un beso a su esposa.

—Sí, yo me quedaré un rato más —dijo Herea, después de corresponder el beso.

—Ha pasado una semana desde que llegué —Celia mencionó de pronto al terminar el último bocado—, mi estadía ha sido un tanto... aburrida. Espero con ansias la masacre que harás. ¡Solo una semana más!

Báron la miró con desgana y continuó comiendo. Los sirvientes comenzaron a retirar algunos platos y llevaban otros tantos con algunos postres.

—¿Qué podemos hacer para que su estadía sea mucho más divertida? —preguntó Herea desde el otro lado de la mesa.

—Bueno, si no te molesta, hermanito, ya que estoy lejos de casa, fuera del alcance de cualquier... persona, que pueda comunicar a mi esposo... mis actos, tomaré a uno de tus guardias. —Tomó un sorbo de vino.

» En cuanto a tu ofrecimiento, querida Herea, permíteme tomar a tu doncella, la joven de cabello rubio y ojos claros... La mía es bastante descuidada —dijo con una mueca, mirando el líquido de su copa casi vacía.

—Pero...

—Toma lo que te apetezca —Báron interrumpió a Herea tomando su mano.

—Mi Rey, Dalia es...

—Haz lo que digo.

Herea suspiró resignada y sonrió de forma sumisa.

—Puedes tomarla mientras estés aquí, cuando te marches ella se quedará —condicionó Barón.

—Por supuesto. Ahora me retiro. —Limpió sus labios con una servilleta negra de bordados rojos, y se levantó de su silla.

Caminó por los pasillos buscando al soldado que había visto día tras día y que había despertado en ella un inmenso deseo. Sonrió en cuanto lo vio, se acomodó el vestido para dejar aún más a la vista sus encantos y avanzó hacia donde él estaba parado, cumpliendo con su guardia.

—Soldado, ¿cuál es tu nombre?

—Su Majestad —hizo una reverencia—, mi nombre es...

—¡Ssshhh! —Puso un dedo en los labios del joven—. No me importa, retira de ti ese uniforme y ven a mis aposentos. Órdenes del Rey. —Gesticuló de más con los labios al mencionar esas últimas palabras.

El soldado hizo una reverencia, en señal de obediencia.

—No demores —ordenó y siguió su camino hasta su cámara.

Se quitó los zapatos y se sentó en la orilla de su cama. Se recargó hacia atrás sobre sus manos y esperó. Los golpes ligeros en la puerta la hicieron emocionarse.

—Adelante —dijo con voz sensual. Esbozó una magnífica sonrisa al ver al joven soldado entrar—. ¡Guardia! Aléjate un poco de la puerta y déjanos solos.

El guardia de la puerta cerró en cuanto el soldado estuvo dentro y se marchó.

—Ven aquí...

El soldado obedeció, ella se levantó de la cama cuando él estaba a un metro de distancia. Llevó su mano hasta el pecho del joven y luego, con sus dedos, rozó sus labios.

—Necesito tu ayuda —mencionó en un susurro.

—Lo que ordene, mi Reina.

Ella se puso de puntillas y lo besó con delicadeza. Él, correspondió el beso, con lentitud y, de una forma suave la tomó de la cintura. Celia aumentó su intensidad al besarlo. Sus respiraciones se agitaron, y él buscó con ansias los hilos de su corsé. Ella palpaba las zonas de la entrepierna del joven, que, por lo excitante del momento, ya estaba duro, y gimió al sentirlo en su mano.

Lo guio hasta la cama y lo aventó. Se deshizo de su vestido, y se montó en él. Le quitó la camisa y besó su pecho en cuanto miró su cuerpo desnudo. Tocó de nuevo las partes íntimas del soldado y le quitó los pantalones. Observó con felicidad aquel miembro grande y erecto, y se deslizó para poder tomarlo entre sus labios. Pasó su lengua desde la punta hasta la base, y enseguida lo introdujo por completo. Gemía al sentir su boca llena con aquella textura tan suave.

Un hilo de saliva quedó pendiendo entre sus labios y su dulce juguete. Se limpió con sus dedos, para subir y saborear los labios del joven, luego rodó hacia un lado para quedar acostada boca arriba. Él, se puso a horcajadas en ella y sostuvo sus brazos a los lados de su cabeza sobre las almohadas. La besó apasionadamente, y bajó por su cuello, besando y mordiendo...

¡Disfrutando!

Le ayudó a incorporarse para retirar la última tela delgada que hacía de vestido de fondo y volvió a acostarla con delicadeza. Se perdió entre el valle de sus senos. Besó cada rincón de su pecho, bajó por su estómago y llegó hasta la parte más sensible y mojada del cuerpo de su Reina. Atrapó con sus labios el bulto pequeño que llenó de placer a Celia. El soldado movía su lengua con rapidez en esa zona, lamía y succionaba como si aquello fuera un delicioso caramelo... Ella gemía cada vez más fuerte, hasta que un chorro de líquido humedeció el rostro y el pecho del chico. Celia soltó una carcajada al ver el líquido recorriendo el cuerpo del joven. Él, lamió sus labios y sonrió coquetamente. Se arrastró hacia arriba y quedó encima del cuerpo de la Reina. La besó, y acomodó su miembro para entrar en ella... Celia gimió y apretó al joven contra su cuerpo al sentir lo duro entre sus piernas, lo tomó de sus glúteos y movía sus manos al ritmo que él hacía movimientos de arriba hacia abajo. Salió de ella y la giró para que quedara de espaldas. La hizo que inclinara más su torso y levantara sus caderas quedando totalmente expuesta ante su visión y a su total disposición.

Él volvió a lamer toda su zona íntima, de adelante hacia atrás, por un par de minutos más. Después acomodó su pene dentro de ella, la tomó por los cabellos y la embistió con rapidez y fuerza. Por momentos, bajaba la velocidad, y se movía suave, y muy lento, para luego volver a su ritmo frenético. Mucho tiempo después de todo aquel ritual erótico, el soldado gimió como un león al sentir su intensidad saliendo de él.

Al mismo tiempo, ella volvió a mojar la cama.

Se quedó ahí un momento sobre ella, haciendo movimientos, sujetándola de las caderas, entrando y saliendo con lentitud, y cuando estuvo satisfecho, salió de su cuerpo.

Ella se apartó, y recostándose cómoda sobre la cama, se cubrió con una cobija de seda. Lanzó un suspiro, agotada y satisfecha.

—¡Retírate! —dijo al cerrar los ojos—, pero ven nuevamente esta noche —dio su orden final con una sonrisa.

Él sonrió complacido. Se vistió, hizo una reverencia y se marchó. 

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