Capítulo 5. Un bastardo
—Cometí muchos errores en mi juventud. —El Rey estaba sentado en su trono. Lucía una capa negra con el interior rojo, y un traje azul oscuro impecable; con bordados y botones de oro—. Dime, consejero, ¿qué debo hacer ahora?
—Con todo respeto, Su Majestad. —El consejero se movió un poco en su lugar—. Es muy claro. Ahora tiene un Príncipe y ese soldado es un bastardo.
—Cuida más tus palabras, aun así, es mi hijo. Mi Reina tardó en poder concebir, por eso creí que sería mejor reclutar a esos jóvenes, encontrar al hijo de «la mujer qué amé», esa mujer y hacerlo mi heredero.
—Eso ya no es posible, Su Majestad. —Se acercó más a los peldaños que ascendían al trono—. Ahora todo el reino sabe que tenemos un Príncipe. ¿Qué creerán de usted si se confirma que tiene un bastardo?... Aún hasta ahora, solo son rumores.
—No lo sería si mi padre hubiera aceptado mi relación y si no hubiera enviado a sus hombres para asesinarla —sonó irritado y apretó sus puños.
—El viejo Rey tenía otros planes para usted, Su Majestad. Él quería comprometerlo con la princesa Bartha; segunda en la línea de sucesión al trono del reino de Alasia.
Báron lo tenía más que claro, pero se convirtió en Rey antes de lo que había imaginado. El mismo día de su coronación, su padre; el viejo Rey, había fallecido. Pocos días sucedieron después de su ascenso al trono cuando se dispuso a visitar las aldeas de su reino y fue ahí que, la mujer que creyó que jamás olvidaría, quedó opacada por la hermosura de la que ahora era su Reina. Pudo olvidar a su primer amor gracias a ella. Pero después de doce años, creyó que jamás tendría un heredero, por ello había buscado al hijo que engendró aquella mujer de la cual se había enamorado perdidamente veinte años atrás.
—¿Me ha llamado, Su Majestad? —Braco llegó a la puerta del salón del Rey.
—Entra, ven aquí.
El joven caminó hasta quedar a pocos metros del trono.
—Dime, ¿cuándo es tu cumpleaños? —el monarca hizo las mismas preguntas que había hecho al resto de los jóvenes que había reclutado y que cumplían con la edad que tendría su hijo.
—«¿Mi cumpleaños?». Hace dos días cumplí dieciocho años, Su Majestad.
—¿Y tu madre? ¿Y tu padre? ¿Están bien de salud?
—«¿Por qué me pregunta esto?». Mi madre falleció cuando yo apenas tenía seis años, y, no conocí a un padre, Su Majestad. Mi tía fue quién me crió.
—¿Qué sucedió con tu madre?
—Murió. Unos soldados llegaron a nuestra casa buscando descanso; después de un largo viaje. Dicen que hubo una pelea y accidentalmente la hirieron de muerte.
El Rey se quedó un momento analizando la información.
—¿La viste morir?
—No —su voz cambió a un tono recio e inconscientemente apretó los puños. Su postura cambió—. Yo..., estaba fuera de casa. Un hombre me pidió que fuera de prisa a buscar un poco de leche de cabra. Cuando volví, lo único que encontré fue el cuerpo de mi madre y mucha gente alrededor, pero los soldados ya se habían ido.
—Bien... Ve a los aposentos de la vidente y tráela aquí.
Braco hizo una reverencia y se marchó de inmediato.
—¡Parece que es él! ¿Qué es lo que tú crees? —preguntó el Rey a su consejero—. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Cómo es que asesinaron a la madre y dejaron vivo al niño? —Recordó que la noticia de la muerte de su hijo y su mujer, se la había dado el mismo Rey; su padre.
Pero un día, cuando él ya había ascendido al trono, caminaba por los pasillos del palacio cuando dos mujeres charlaban delante de él, sin percatarse de su presencia...
«—¿Crees que ahora que es el Rey, reconocerá a su hijo?
—¿Su hijo? ¿Pero no murió junto a su madre? Escuché que el Rey los mandó a eliminar y que el niño quedó tendido, sin vida, junto a su madre que trató de protegerlo.
—Oh, no... El hijo del Rey no estaba allí. El niño que murió era el hijo de otra mujer, yo lo vi todo.
Y entonces, su esperanza de encontrarlo lo llevó a recorrer cada aldea de su reino.
—Su Majestad, es muy común cometer errores. Pero sabe que mi lealtad siempre ha estado con usted. Aquel hombre que envió al chico por la leche fui yo y...
—Ya me contarás más tarde qué fue lo que sucedió —cortó de pronto la conversación. Seguía analizando que ese joven era su hijo, y ahora estaba ahí, con él, sintió que ahora podía hacer lo que no hizo antes; tendría oportunidad de cuidarle.
—Sí, Su Majestad. —El consejero obedeció.
☾
Braco sintió su corazón palpitar deprisa, sus emociones se alteraron al pensar que vería a la joven que despertaba sentimientos en él. E ir hasta sus aposentos lo puso de nervios. Caminó por los pasillos que conducían hasta la cámara de la vidente. Estaba a punto de tocar la puerta, pero detuvo su mano en el aire justo antes de rozarla, y tuvo que respirar un par de veces a profundidad para poder contener sus emociones.
Sus nudillos rozaron la madera con unos ligeros toques e inmediatamente los hermosos ojos de la vidente aparecieron ante él.
—El Rey solicita su presencia —habló sin titubear.
—Le agradezco, iré de inmediato.
—Me temo que no será posible, yo debo llevarla hasta la presencia de Su Majestad.
—Solo tomaré un par de cosas —dijo, y dejando la puerta entreabierta, caminó hacia su hermana para darle algunas indicaciones.
Sin percatarse, la puerta comenzó a abrirse sola, dejando expuesta toda la habitación a la vista desde afuera. Soldara abrió mucho los ojos al ver al soldado, y a pesar de tener a la bebé en sus brazos, corrió y cerró de golpe, produciendo un estruendoso sonido que hizo que la pequeña niña despertara sobresaltada y comenzara a llorar. Artea la había seguido con la mirada. La tomó por sorpresa el acto de su hermana que, sin esperar a recibir indicaciones, había corrido con el rostro lleno de terror.
—Es él —dijo agitada.
—¿Qué te sucede? —preguntó preocupada.
—La puerta se abrió, ese soldado me vio y a la bebé.
—¿Qué haré ahora? —Se angustió.
—¡Él vino por nosotras!
—No, no. Calma, el Rey me ha llamado, debo ir.
—No, no me dejes. Él es el soldado del bosque.
Artea comenzó a temblar aún más.
—¿Él te lastimó? —Tomó a Soldara por los hombros.
—No, él me ayudó a escapar, pero él sabe que somos de la aldea, le dirá al Rey.
—No, no, espera, debo convencerlo de que no lo diga. Si te ayudó a huir quizá no diga nada. Iré ahora con el Rey y volveré pronto, ¿está bien?
—¡No, no te vayas, no me dejes!
—Vas a estar bien, lo prometo, solo no abras la puerta, no hagas ningún ruido.
—¿Y si ella llora otra vez? —Miró a la bebé que ya había olvidado el llanto.
—La pones en la canasta y pon una cobija encima de ella, evita que se oiga demasiado su llanto, vendré lo antes posible. Te amo. —Depositó un beso en la frente de Soldara.
Los golpecitos ligeros en la puerta la hicieron temer más.
☾
Braco reconoció a la niña, aún más al verla cargando a un bebé. Tuvo que dar un paso hacia atrás para no ser golpeado en la cara cuando ella corrió a cerrar la puerta. Desde su posición pudo escuchar la conversación de las dos jóvenes de adentro y confirmó lo que había creído ver; era la niña que había escapado de la aldea destruida.
Tocó nuevamente la puerta, lo hizo despacio para no inquietar más a las dos jovencitas, que, por su tono, comprendió que estaban en extremo alteradas... El rostro de Artea apareció de nuevo atrás de la puerta, pero esta vez su semblante estaba pálido.
—¿Está lista? —preguntó Braco con voz tranquila, pero firme.
Ella tragó en seco, asintió, y cerró la puerta tras de sí.
El soldado caminó delante de ella, en silencio, pero miraba constantemente por encima de su hombro, vigilando atento y preocupado por la pálida y asustada apariencia de la vidente. Artea iba con la cabeza agachada y el valor hasta el suelo. Mientras avanzaba, se perdió en sus pensamientos; su mayor temor era que el Rey ya supiera que tenía con ella a dos niñas que habían huido de la aldea.
—De casualidad, ¿usted sabrá qué es lo que desea, su majestad, el Rey Báron?
—He traído a la vidente real, como lo ordenó, Su Alteza.
Artea no se percató de la distancia que ya habían recorrido. Estaba tan absorta en sus pensamientos, analizando qué era lo que podría querer el Rey, que perdió la noción del tiempo.
Su cuerpo tembló y su corazón retumbó con violencia al escuchar la voz de Braco, no para responder su pregunta, sino para presentarse ante el Rey.
—Acércate, vidente —ordenó el monarca.
—Sí, Su Majestad. —Caminó con sus manos pegadas a su abdomen y un poco encorvada—. ¿Qué es lo que desea, Su Real Majestad? —dijo con voz temblorosa e hizo una reverencia.
—Toma mi mano, bruja. —Estiró su mano. En sus dedos lucía varios anillos con piedras preciosas—. Y dime qué ves.
Ella se acercó con pasos vacilantes y subió los peldaños que separaban el trono de la vasta extensión de la sala. Con cuidado, se arrodilló ante el trono antes de tomar la mano del imponente hombre, cuyos ojos verdes parecían arrojar chispas de odio. Su palma callosa y robusta se abrió para que ella pudiera posar su delgada y cálida mano encima, con un ligero roce.
Los ojos de Artea se tornaron en su totalidad negros.
—Un dragón surcará los cielos. Esa será la señal del inicio de su derrota; de su final como Rey. El dragón y su jinete darán inicio a un nuevo reinado. Su trono será tomado por...
El sonido de la bofetada hizo eco por todo el salón. Artea volvió en sí, encontrándose tirada en el suelo, con la mirada fija en el piso y con su mejilla ardiendo. Sujetó su rostro mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, pero se negó a dejarlas caer.
Braco apretó los puños. Con la mandíbula apretada y el rostro tenso de enojo, deseó con toda su alma correr a salvarla, pero no pudo moverse; sabía que no podía actuar sin la orden del Rey. Su ira recorrió todo su cuerpo, haciéndolo sentir impotente. Podía sentir su sangre recorriendo sus venas, hirviendo de rabia, una rabia tan intensa que lo quemaba desde adentro, haciendo que su corazón retumbara con violencia.
—¿Un dragón? —se burló el Rey—. ¿Qué estupideces dices? Los dragones no existen, nunca nadie ha visto uno. ¿Tú has visto uno? ¿Mi final? Mataré al que se atreva siquiera a pensar en quitarme mi trono. ¡Quita a esta bruja zorra de mi vista! —gritó.
Braco se movió deprisa y se inclinó para ayudar a Artea a levantarse. Ella no levantó el rostro, sintió un ligero apretón en su brazo mientras jalaban de él con rapidez para sacarla de ese lugar. Muy dentro de ella, creyó percibir la ira e indignación del joven soldado. Sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas y mordió su labio, esforzándose para no derramarlas.
Lejos del pasillo principal, el joven se detuvo y la recargó sobre la fría pared de un corredor adyacente, casi con violencia, por el gigantesco enojo que sentía, que, aunque no era contra ella, se dejó llevar por su ímpetu. Tomó su barbilla y la obligó a levantar el rostro. Sus ojos y su semblante se enrojecieron de nuevo por la ira al notar la mejilla de la joven con varios puntitos de sangre bajo su piel y los dedos del Rey marcados en su bonita faz.
Con mucho cuidado, le limpió con un pañuelo, el hilo de sangre que salía de su labio abierto.
Ella lo miraba con desconcierto, y sin poder contener más sus lágrimas; rodaron densas y en silencio por sus mejillas. Aquel toque la hizo sentir un poco de calidez. Abrió los ojos incrédula cuando de pronto sintió su cuerpo ser estrechado sobre los brazos del joven soldado...
El entrañable abrazo, hizo que su llanto silencioso se esfumara, para dar libre paso a un llanto desbordado, entre sollozos y gemidos de dolor. Aferró sus dedos, con fuerza, sobre la espalda de Braco. Se sentía inmensamente desolada.
—¡Lo siento, lo siento! —Braco intentaba consolarla, pero las palabras se atoraban en su garganta.
Ella seguía temblando entre sus brazos.
—¿Qué sucedió? —Dalia corrió hasta su amiga en cuanto la vio en problemas—. ¡Oye!, ¡oye, tú, suéltala, suéltala!
Estuvo a punto de golpear a Braco, pero se contuvo al saber que estaría en problemas si golpeaba a un soldado del Rey. Sin embargo, arrancó de sus brazos, con violencia, a su amiga, y con aires de valentía la abrazó, haciendo que ocultara su rostro entre su hombro, de un modo protector.
—¡Lo siento! —Braco levantó sus manos, en señal de rendición, pero no levantó el rostro. Se dio la vuelta y se alejó deprisa.
—¿Qué te sucedió? ¡Dime!
Artea separó su rostro del regazo de su amiga. La marca de la mano en su mejilla estaba hinchada.
Dalia abrió la boca con asombro.
—¡Ese maldito! —Miró hacia la dirección por donde se había marchado Braco—. ¡Voy a matarlo!... ¿Dónde lo enterramos? ¿Cómo se atrevió a golpearte?... —decía en un tono brabucón—. ¿Por qué te golpeó?... Dime —dulcificó su voz.
—No fue él —respondió Artea con voz ronca.
—¿Qué? ¿Entonces quién te hizo esto? —Su rostro se mostró triste y preocupado.
—Fue el Rey. —Sorbió su nariz.
—¿El Rey? ¿Por qué? —Sacó un pañuelo del bolsillo de su vestido, para limpiar la nariz de su amiga, pero se detuvo antes de tocarla—. ¿Acaso él ya sabe que...? —dijo suponiendo lo peor—... ¿Sabe que tienes ocultas a las niñas? —bajó el tono de su voz.
Artea negó con la cabeza y Dalia sintió alivio.
—Ven, cariño, vamos a la cocina. Te pondré agua caliente con sal, eso ayudará con la inflamación.
Artea la siguió en silencio. Tomó el pañuelo de la mano de su amiga y limpió sus lágrimas y por consiguiente su nariz.
Dalia la hizo sentarse en un banquillo de madera, mientras ella colocaba agua al fuego para calentarla, añadiéndole una cantidad considerable de sal. En cuanto estuvo lista, tomó un trapo de ambos extremos y sumergió la parte media dentro de la olla. Giró cada extremo en dirección opuesta para exprimir el exceso de agua, dejó que se enfriara un poco y luego, con cuidado, lo colocó en la mejilla de su amiga...
—Debo volver —dijo Artea mientras sostenía sobre su mejilla el trapo húmedo—. Soldara está sola. El soldado vio a mi hermanita y a la bebé, debo encontrarlo y asegurarme que no diga nada.
Dalia se quedó inmóvil por un momento, procesando las palabras de Artea. Sus ojos se llenaron de preocupación.
—¿Estás segura de que las vio? —preguntó, su voz temblaba ligeramente—. No puedo dejar que vayas sola, podría ser peligroso. —Se acercó más a Artea, colocando una mano reconfortante sobre su hombro—. Encontraremos una manera, pero no puedes enfrentarte a esto sola. Además, algo no está bien. Si las vio, ¿no crees que el Rey ya hubiera hecho algo si él estuviera dispuesto a decirlo?
—Ahora no lo sé, pero no correré el riesgo... le rogaré si es necesario.
—Quiero acompañarte, de verdad, pero es hora de volver a la cámara de la Reina. Pero, amiga, te aseguro que después lo buscaré para ayudarte a convencerle de que no diga nada. O espera un poco más, para que pueda ir contigo.
—Ya no te preocupes por mí, estaré bien.
—Vamos, te acompañaré afuera, por lo menos caminemos juntas.
Artea sonrió con un deje de tristeza y dejó el trapo en la mesa. Dalia la tomó del brazo entrelazándolo en el suyo y salieron de la cocina. En el pasillo, frente a ellas vieron venir a un soldado caminando con aires de grandeza. Sus ojos verdes se cruzaron por un momento con los de Artea y luego con los de Dalia. El joven sonrió carismáticamente cuando cruzó cerca de la doncella y Dalia agachó un poco su cabeza, avergonzada.
—¿Qué te pasa? —preguntó Artea al sentir el ligero apretón de la mano de su amiga.
—¡Es él! —dijo emocionada con voz baja.
—¿Quién es él?
—El chico que me encanta. —Suspiró enamorada.
—Es bastante guapo —dijo sin mucho interés por él.
—Investigué su nombre, además supe que el Rey considera subir su puesto. Ya no será guardia del palacio sino parte de su guardia personal.
—¿Y cómo se llama?
—Elinar —hizo un chillido de emoción—, incluso su nombre es hermoso.
—Mmmhu. —Ella no se sentía para nada atraída hacia ese joven, solo quería correr y buscar al soldado que la sacó de la sala del trono, quería asegurarse de que no diría nada.
—Aquí nos despedimos. —Soltó el brazo de Artea.
—Sí, nos vemos después —su voz seguía sonando triste.
—Adiós —Dalia se despidió con una sonrisa.
Artea se quedó un momento observando el andar alegre de su amiga, parecía que había olvidado todos los problemas en qué se metería si sabían que estaba ayudando a ocultar a dos niñas. El encuentro con el joven que le gustaba la había transportado aún mundo mágico, casi podía ver los brillos encantados de las hadas a su alrededor. Retomó su camino y entró a la habitación. Soldara estaba impaciente, caminaba de un lado a otro esperando su regreso.
—¿Qué te sucedió? —preguntó preocupada al ver el rostro enrojecido de su hermana.
—No fue nada. —Se tocó la mejilla.
—¿Qué te dijo el Rey? ¿Sabe de nosotras?
—No... Fue... para algo más.
—¿Y el soldado?
—Me encargaré de eso, solo vine a revisar que estuvieras bien. Ahora iré a buscarlo. —Dio un vistazo a la bebé, que dormía.
Soldara asintió.
Artea anduvo por varios pasillos buscando al joven. Salió del castillo y caminó por el patio trasero y entonces lo vio a lo lejos; él se encontraba de espaldas. Al llegar a él, se aclaró la garganta antes de hablar.
—Lamento molestarte —su voz sonó aguda y delicada.
—¿Puedo... ayudarte? —preguntó al girarse y se retiró su casco.
—No sé cómo agradecerte...
—Siento mucho el cómo te trató el Rey. ¿Aún te duele? —Levantó su mano para acariciarle la mejilla, pero se detuvo y volvió a bajarla.
—Solo un poco. —Agachó su cabeza—. Sé lo que viste en mi habitación.
—No tienes que preocuparte —su voz sonó un poco fría.
—Y también sé lo que hiciste en el bosque. Mi hermana me lo dijo...
— ¿Tu hermana?
—Sí, es mi hermana y tú la salvaste. Gracias, gracias por haberla ayudado.
—No lo digas... Yo... pude haberla asesinado.
—Pero no lo hiciste, la salvaste.
—Ya no lo digas, estaremos en problemas si alguien te oye.
—Sé bien cuáles eran tus órdenes. El Rey los envió a eliminar a todos en esa aldea. Por favor, dime que no sufrió. —Sus ojos se empañaron.
—¿De qué hablas? —Se le anudaron las palabras en su garganta reseca.
—Mi madre. —Irguió su rostro—. Ella era partera y atendía a una mujer en ese momento. A veces, las revelaciones vienen a mi mente sin control; sin tocar a nadie. Y te vi ahí, de pie, frente a la puerta del que alguna vez fue mi hogar. Te miré a través de los ojos asustados de mi madre.
Braco agachó la cabeza, cerró los ojos por un par de segundos y apretó su caso entre sus manos.
—Dime que no fue tan cruel su muerte —solicitó Artea, con voz entrecortada. Sus lágrimas rodaban.
—No... No fui yo. —Su corazón se estrujaba con cada palabra de la vidente.
Ella miró hacia otro lado, sus labios temblaron ante el llanto.
—Por favor, no le digas a nadie que ellas están conmigo.
—Nadie lo sabrá. Te lo prometo.
Artea se dio la vuelta y caminó de prisa, perdiéndose en la oscuridad.
Se detuvo cerca de un muro y sucumbió ante su descontrolado llanto. Tenía que ser fuerte, pero en ese momento su corazón ardía, era un crisol de fuego y dolor; un dolor que no solo quemaba, sino que era una tortura que emanaba del vacío dejado por la pérdida de su madre y la angustia desesperante de aquel conflicto en el que se encontraba, al intentar ocultar y proteger a las dos niñas.
Braco se había quedado con el corazón dolido. Observando cómo se marchaba la joven de la que estaba enamorado, hasta que desapareció en la oscuridad. Estaba ahí, sin comprender como aquello que el Rey les había ordenado, había resultado entrelazarse con la vida de Artea, lastimándola de aquella manera tan despiadada, dejándola sola y con una responsabilidad que llevaba el peligro de perder su vida.
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