Capítulo 23. Sueños y Deseos
«Sueños»
Reagan despertó, su mente aún mantenía las sombras de dos figuras que acababa de soñar. Su ser aún se sentía cálido ante aquel abrazo de su "padre" y el roce reconfortante de su "madre" al despedirse. Se levantó, quedando sentado al borde de la cama y encendió una vela. Se talló el rostro, seguía sin entender ese vívido sueño, cerró sus ojos y lo repasó mentalmente...
Él estaba sentado en la arena, a la orilla de un mar que parecía de cristal. Con sus brazos recargados sobre sus rodillas, admiraba la inmensidad del horizonte. La luna llena resplandecía y se reflejaba en el agua salada. Un hombre de apariencia fuerte de pronto apareció caminando desde atrás de él, incluso, Reagan pudo observar sus pasos acercándose; sus pies descalzos se hundían en la arena y deteniéndose, se sentó a su lado.
Reagan volteó a verlo. El hombre contemplaba la luna. Tenía cabello largo, de un intenso color negro, lo llevaba atado en una coleta baja. Luego viró hacia él y sus miradas se cruzaron. El corazón del Príncipe se aceleró, algo en los ojos ámbar de ese extraño le resultó intensamente familiar.
El hombre sonrió. Reagan, a su izquierda, notó un movimiento y volteó hacia el cielo: la luna comenzaba a descender. Su intensa luz lo deslumbró por un momento, obligándolo a cerrar sus párpados y a la vez cubrirse el rostro con el brazo. Cuando percibió que la luz disminuyó, los abrió, y ante él; una mujer de cabello plateado se posó en la espuma de las olas. No sabía por qué, pero él, no podía moverse de su sitio.
El hombre a su lado se levantó al encuentro de la hermosa dama. Ella estiró su mano para tocarlo y el la recibió, se miraron con cariño, y se dieron un abrazo tan intenso, que incluso Reagan pudo sentir el inmenso amor que fluía de ellos. Al separarse lo miraron, y juntos se acercaron a él. Extendieron sus manos invitándolo a tomarlas. Reagan titubeó, pero enseguida, con su mano derecha, tomó la mano del hombre musculoso, y con la izquierda, la delicada mano de la mujer, y se levantó de donde había permanecido sentado.
—Mi pequeño dragón —dijo ella con cariño cuando estuvieron frente a frente.
Le soltó la mano y lo haló sutilmente hacia ellos, envolviéndose los tres en un cálido abrazo. Reagan no entendió por qué unas lagrimas se deslizaron por sus mejillas.
Experimentó un sentimiento genuino de amor, uno que, ni siquiera con Herea y Báron había sentido cuando lo consentían siendo un niño. Cerró los ojos, y apretó sus brazos sobre esas dos personas. Se sintió como si hubiera encontrado su lugar.
—Estamos orgullosos de ti —dijo el hombre y depositó un beso en la cabeza de Reagan.
—Y siempre los estaremos cuidando, mis valientes hijos —mencionó ella.
—Ahora es tu deber ayudarla, no dejes que nada le suceda. Estaré contigo en cada decisión que tomes —dijo el hombre.
La voz sonó como un susurro del viento. Reagan abrió los ojos y estaba posicionado en un abrazo vacío. Miró al frente, y las dos figuras parecían distantes. Dejó caer sus brazos con pesar, su corazón se sintió con un vacío inmenso.
Esas dos figuras, le sonreían desde la distancia. El hombre, de pronto cambió su silueta y se convirtió en una gigantesca sombra negra. Inmensos cuernos y picos sobresalían de todo su cuerpo, y una masa de humo negro lo rodeaba, entre la cual, se alcanzaba a distinguir una tenue luz de luna que desprendía la figura de la mujer. Poco a poco, la imagen del hombre se fue distinguiendo con más claridad. Reagan abrió los ojos con asombro: un dragón descomunal estaba frente a él. La figura femenina parecía diminuta en comparación. Ella comenzó a flotar y se elevaba con cada segundo.
Desde su lugar, suspendida en el aire, estiró su mano y Reagan sintió el roce de sus dedos en su mejilla, en una cálida despedida. Dejó de sentir aquella caricia hasta que vio a la mujer volverse a posar en el firmamento como una preciosa luna llena de octubre.
El dragón desprendió de su cuerpo una oscura escama, cerró su mano sobre ella y la estrujó. Se escuchó el crujir de los miles de pedacitos en los que se estaba convirtiendo bajo la presión. Abrió de nuevo su mano y en ella reposaba un polvo negro y brillante. Sopló con fuerza sobre él, lanzando la escama desmoronada hacia Reagan. El Príncipe comenzó a toser; el polvo quemaba sus vías respiratorias. Su ropa y carne empezaron a consumirse entre llamas, quemándolo desde adentro. Su rostro se encendió y, entre el fuego, sus ojos se tornaron de un ámbar intenso con una pupila vertical... Y ese último fragmento lo hizo despertar...
Tomó un vaso de agua con rapidez. Aparte de la calidez de aquellas dos figuras "paternas", también percibía aún el fuego recorriendo su cuerpo. Se vistió con su armadura y salió de sus aposentos con intenciones de entrenar un poco, creyó que solo así lograría despejar su mente de aquel sueño. El aire frío lo recibió de golpe al salir del palacio haciendo que sus cabellos se alborotaran. Al llegar al patio de entrenamiento, sacó su espada y comenzó sus movimientos de lucha.
Báron lo contemplaba por el ventanal, desde lo alto de la torre donde se encontraba su habitación.
Los últimos días, su ánimo era tranquilo. Ya no sentía aquella presión que había soportado por más de treinta años; el odio y la angustia intensa que lo carcomían habían desaparecido de pronto. Incluso, esa necesidad perturbadora de estar constantemente cerca de Herea se había esfumado, y se asombraba de sí mismo por haber podido dejarla ir al castillo de campo. Recordó la tortura que había vivido cuando estuvo ocho meses lejos de ella, en su campaña de conquista en Berbare.
Pero ahora, su cuerpo y su alma estaban en calma.
Esa irritabilidad continua que sentía justo después de experimentar un poco de paz, dejándolo en penumbras y que carcomía su interior haciéndolo estallar continuamente en furia, también había desaparecido. Y aunque estaba en vísperas de una guerra, estaba irreconociblemente tranquilo.
Reagan dejó de entrenar después de una hora. Y al terminar de darse un baño, se dirigió al comedor, donde encontró a su padre desayunando cómodamente.
—Padre. —Reverenció.
—Hijo mío, ven, acompaña a tu viejo.
—Por supuesto. —Se sentó.
Una joven le sirvió chocolate caliente y un plato de avena con frutos rojos secos. Después llevo un estofado humeante de carne de venado con especias, acompañado de pan recién horneado. También sirvió una sopa de cebolla gratinada; la mezcla de cebolla caramelizada y queso derretido abrió aún más el apetito de Reagan.
En la mesa había una selección de quesos curados y una bandeja de frutas conservadas: manzanas, duraznos y peras.
—Noté que estabas entrenando desde muy temprano, ¿todo está bien?
—No sé cómo debo responder a tu pregunta. Estamos por iniciar una guerra y sigo sin comprender por qué.
—Ya lo hemos hablado.
—Por supuesto —dijo rindiéndose antes de comenzar una discusión—. Quise comenzar muy temprano con mis deberes, porque más tarde deseo visitar a mi madre.
—Dale mis saludos y mi amor.
—Claro, se lo diré.
—Pero antes de eso, necesito que te encargues de ejecutar hoy a los prisioneros y traidores de Alasia.
—Eso me llevará todo el día.
—Lo sé, así que visitarás a tu madre mañana.
—Entonces me iré al anochecer para estar allí en cuanto amanezca y pueda aprovechar el día con ella.
—Buena elección. Lleva a Braco contigo, quizá ustedes dos... puedan conocerse más.
—¿A qué te refieres?
—Solo quiero que él sea quién te escolte, nada más. Y cambiando de tema, he visto a esa jovencita, la que acompaña a quien va a reemplazarte en la guerra... —Ya no sentía desprecio por ellas—. Quiero que ella sea tu Reina. Tres nietos pelirrojos: un par de niñas y un niño estarían bien.
—¿Qué dice, Su Majestad?
—Acordamos que te casarías pronto, y Alasia también necesitará una Reina después de que lo conquistemos. Ella me parece una joven adecuada para que sea tu compañera.
—No sé qué decir a ello, padre. Pero quizá, podamos retrasar esto de la boda real.
—No más de lo necesario. Mientras yo me encargue de conquistar a Alasia, con esa jovencita en tu lugar, tú, usarás ese tiempo para preparar tu boda. Y en cuanto regresemos victoriosos, se celebrará.
☾
«Deseos»
—¡Auuh! —Soldara se quejó.
Era casi mediodía y debían entrenar. Sin embargo, le dolieron los raspones en su brazo por el roce de la tela al vestirse.
—¿Qué te sucede? —preguntó Phoebe.
—Es mi brazo, me lastimé ayer en la cueva.
—Déjame ver. —Levantó con cuidado la manga de su vestido—. Seguro que sí te duele mucho, son grandes y algo profundos.
—¡Pues claro que me duele! Gracias por ello.
—No es mi culpa.
—¿¡Ah, no!? ¿Quién nos llevó a esa cueva entonces?
—Tú te sujetaste de mi vestido. —Tomó una parte de su vestido, imitando la acción de Soldara.
Mientras Phoebe la miraba a los ojos fingiendo una discusión, con la otra mano, usó su magia y curó sus heridas.
Soldara abrió la boca con sorpresa al percatarse.
—¿No pudiste haber hecho eso antes?
—Pude, pero no quise. —Se dio la vuelta al tiempo en que le sacó la lengua.
—Oye, niña, ven aquí... —comenzó a correr tras ella.
Phoebe desapareció y apareció atrás de ella.
—No me atrapas... —dijo en forma juguetona.
—Oye, eso es trampa, juega limpio.
—Adiós... —Alargó la palabra y sacudiendo su mano; despidiéndose, se desvaneció.
Soldara se quedó ahí, parada, mirando a todos lados de la habitación esperando verla aparecer, pero Phoebe ya no volvió.
—¡Esta niña, va a hacerme morir joven! —se quejó, y salió de la habitación.
Debido a que ese día el clima había mejorado, Soldara se olvidó de ponerse abrigo y cuando se dio cuenta desistió de regresar a buscar uno, consideró que no le haría falta, puesto a que se lo quitaría para poder entrenar. Phoebe ya estaba ahí y sonrió al ver a su hermana ir en camino. Estaba sentada en un banquillo de madera, mordía una manzana mientras observaba a Dhobo y a Braco entrenar.
—¡Por aquí, hermana! —Agitó su mano saludando.
—Con que aquí estas. ¿No deberías estar entrenando?
—No. Braco dijo que me dejará descansar hoy. En cuanto él termine me iré, voy a explorar el castillo, quizá encuentre algo interesante.
—No hagas locuras, ¿entiendes?
—Claro que no. —Dio un mordisco a la manzana—. ¿Qué hay de ti?
—Yo sí... entrenaré. —La miró y le acarició la mejilla con cariño—... Mira, creo que ya terminaron.
Phoebe sonrió al ver a Braco ir hacia ella.
—Buenos días, niñas, ¿o debo decir tardes?
—Buenos días, Braco. Quisimos descansar un poco más esta mañana, espero que no te moleste.
—Claro que no, de hecho, me alegra que se tomen su tiempo. Ahora, Phoebe, me gustaría que desayunes conmigo, ¿quieres venir?
—Sí. —Se levantó dando un saltito.
—Vamos entonces...
Braco dobló su brazo de manera en que su hija pudiera meter el suyo en medio y caminaron así hasta entrar en el castillo. El andar alegre, despreocupado y saltarín de Phoebe, contrastaba con el andar elegante y flemático del General.
—Buenos días —saludó Dhobo al acercarse a Soldara—. ¿Estas lista?
Soldara, que se había quedado observando a su hermana y a Braco marcharse, se giró rápido al escuchar a Dhobo. Su rostro se sonrojó al mirarlo y sentirlo tan cerca.
—Buenos días —contestó.
—Toma. —Le entregó la espada.
—Gracias.
Soldara la recibió y anduvo adelante del soldado para luego girarse y posicionarse en defensa. Aunque la nieve ya no caía, el aire fresco aún conservaba el frío del invierno, mientras que el sol brillaba tímidamente, calentando apenas un poco con sus suaves rayos. La bruma que se levantaba del suelo al derretirse la nieve dejaba un ligero olor a tierra húmeda, que se mezclaba con el aire limpio de la mañana.
Dos espadas chocaban continuamente...
En el centro del campo, Soldara y Dhobo practicaban sus movimientos. Sus respiraciones eran visibles en el aire frío, pero el esfuerzo del entrenamiento les hacía sentir el calor subir por sus cuerpos. Soldara, con su figura esbelta y movimientos gráciles, empuñaba la espada con firmeza. Dhobo, la guiaba con sabiduría y paciencia.
Cada paso, cada giro, les acercaba, haciendo que sus cuerpos se rozaran suavemente en algunas ocasiones. Dhobo, en su papel de instructor, corregía la postura de Soldara, y sus manos, fuertes, pero cuidadosas, se posaban brevemente sobre sus hombros y, algunas veces, en su cintura, provocándole leves escalofríos que ella no podía disimular y eso a él le encantaba.
Soldara sentía su corazón acelerarse cada vez que estaba cerca de él. Sus miradas se cruzaban en momentos breves, pero intensos, con nerviosismo y vergüenza.
En un movimiento especialmente complicado, Soldara ejecutó una serie de pasos rápidos con la espada en mano, moviéndola en zigzag, y resbaló con la nieve...
Dhobo no la sujetó para que ella pusiera todo su empeño en evitar caer. Quería mostrarle que, en una guerra, si caía, significaría su muerte, pero su lección no pudo ser enseñada porque Soldara logró equilibrarse y no cayó, e inesperadamente, quedó muy cerca de él, en una posición un poco extraña.
Ambos se quedaron quietos por un instante, sus rostros estaban a solo unos centímetros de distancia, sintiendo el calor del otro.
Sonrieron con cierta timidez y se separaron. Soldara, reponiéndose, rio un poco fuerte burlándose de sí misma. Dhobo sonrió y ambos retomaron el entrenamiento con un nuevo nivel de complicidad. Ahora había un calor en el aire, uno que no provenía del sol, sino del creciente sentimiento que ambos comenzaban a dejar salir.
—Hemos terminado —informó Dhobo después de unos minutos—. Haces un gran trabajo.
—¿Enserio lo crees? —Soldara le entregó el arma.
—Mejora alguna que otra postura y lo harás a la perfección.
—Enséñame como darle mantenimiento a una espada.
—Con gusto, sígueme. Además, te vendrá bien resguardarte, no has venido con el atuendo más perfecto para entrenar, y tus mejillas están muy rojas, el frío las está quemando —dijo al tiempo en que caminaba, ligeramente volteado hacia Soldara que ya caminaba atrás de él.
Entraron al cuarto de armas y la calidez de las velas los recibió. En las paredes había más espadas, entre arcos y otras armas. En medio de la habitación, había una mesa de madera donde Dhobo colocó las dos espadas. Soldara nunca había entrado ahí, miró a todos lados, explorando el arsenal. Se sentó en la orilla de la mesa, prácticamente a la mitad, dejando un espacio a cada lado, en el que en uno de ellos, a su izquierda, Dhobo comenzó a limpiar las espadas, explicando el proceso...
—Primero, se debe pasar un paño seco para quitar cualquier residuo de polvo o suciedad. Después, se aplica una capa de aceite para evitar que la hoja se oxide, extendiéndolo de manera uniforme con un paño limpio. Finalmente, se pule la espada con un paño suave para que brille como nueva.
Soldara lo miraba con atención. Dhobo, al pasar la espada ya limpia del otro lado de la mesa, tuvo que quedar enfrente de Soldara, muy cerca de ella. Sus manos se rozaron una vez más, y en ese momento, ambos dejaron que sus ojos se encontraran, dejando ver que había algo profundo entre ellos. Él se acercó un poco más. Ella, separó sus piernas para darle espacio.
¡Deseaba con locura experimentar estar en los brazos de ese soldado!
No sabía que sería de su destino con toda aquella guerra anunciada. ¿Y si no lograban escapar del castillo? ¿Y si tuviese que ir a la guerra? Jamás podría saber lo que era amar y ser correspondida, y, además, nunca podría tener la experiencia que anhelaba; entregarse apasionadamente al hombre que la deseaba, sentirse amada, y protegida entre sus brazos.
Dhobo la sujetó de la cintura, y se acercó más, aprovechando el espacio que Soldara le daba y, siguiendo sus instintos, se inclinó hacia ella con sumo cuidado y lentitud. Con su corazón latiendo desbocado, posó sus labios sobre los de ella.
Soldara recibió sus labios, sedientos y ansiosos. Sentía la explosión de pasión que envolvía el pecho del soldado, y se entrelazaba con sus propios sentimientos, como un mundo de colores cálidos que danzaban a un ritmo perfecto.
Él la sujetaba con fuerza y enterró sus dedos sobre sus costados, halando su cintura hacia él, pegándose más, haciéndole saber cuánto deseaba ese momento. Ella se dejaba llevar por los sentimientos y el deseo de una nueva experiencia. Sus besos apasionados y un tanto desesperados; estaban provocando un incendio...
—Quiero saber algo —mencionó él con una ligera voz ronca, separando tan solo un poco sus labios—. ¿Eres una bruja?
¿A qué venía esa pregunta? ¿Era relevante para él? Soldara estaba confundida. Seguía en la misma posición erguida, con los brazos ligeramente hacia atrás, recargando sus manos sobre la madera, y con su pecho echado un poco hacia delante. Se confundió aún más al notar que aquel torbellino de sentimientos apasionados de Dhobo no habían variado con aquella interrogante, pero no respondió.
—¿Cuál es tu poder? —lanzó otra pregunta y se separó un poco más de ella.
Nuevamente Soldara se sintió temerosa de que aquello fuera solo una trampa para llevarla ante el Rey y declararla una bruja y que, con ello, su muerte llegara. Siguió en silencio, solo observando expectante el rostro Dhobo, quien le parecía demasiado atractivo.
—Solo... no quiero que lo pierdas —dijo el soldado ante el silencio de ella.
Sabía que no revelaría su secreto, no aún. No era algo que ella pudiera gritar a los cuatro vientos y lo entendía.
—¿Perder? —preguntó, percibió como la pasión que envolvía el pecho del soldado, combinado con una fuerte oleada de deseo y amor, se iba apaciguando.
—Sí, perder... No sé si estoy errado, pero, he escuchado que, cuando una bruja... No sé cómo decirlo... Bueno... Deja de ser casta antes del matrimonio, sus... dones, la abandonan.
Soldara se sorprendió ante aquel comentario.
—Y no quiero que eso te suceda. —Pegó con cariño su frente en la de ella, y al despegarla, le dio un tierno beso en la punta de su nariz.
Ella se llenó de calidez.
Pero nuevamente, al roce de su piel, volvió explotar en él esa pasión y con desesperación volvió a besarla. Con una mano sujetó su nuca, quedando su pulgar sobre la mejilla de Soldara, y con la otra mano, seguía sujetando su delgada cintura.
Ella, dejándose llevar por los sentimientos que percibía de él, y que se envolvían otra vez con los de ella, correspondió a sus besos y caricias. Lo tomó del rostro y se pegó de nuevo a su cuerpo sin dejar ni un centímetro de distancia.
Él le acarició su pierna descubierta; su vestido se había enrollado, dejando ver su tersa piel... Pero se contuvo, se separó de ella después de depositar un dulce beso en sus labios, uno diferente a los otros, con amor y respeto, más que con pasión y deseo.
—¿Estás bien? —preguntó Soldara, sintiendo como la explosión de sentimientos se apagaba, en realidad, una fuerza determinada los extinguía.
—Sí, tengo que irme.
Se dio la vuelta y salió del cuarto de armas antes de que pudiera dejar de contener sus instintos y cometiera una locura... ¡Una muy agradable locura! Soldara se quedó ahí solo un par de segundos. Saltó de la mesa, se acomodó el vestido y salió corriendo de ahí. A poca distancia, vio a Phoebe que caminaba hacia el mismo cuarto. Soldara se apresuró aún más a llegar hasta ella.
—¿Dónde estabas? —preguntó Phoebe—. Te he estado buscando.
—Dime algo... —la interrumpió de modo rápido al llegar a su lado.
—Te sientes bien, te ves un poco... animada, por no decir acalorada...
—Olvídate de eso, mira por allá... —Apuntó hacia Dhobo que seguía avanzando por el lado contrario de dónde ellas estaban—. Dime, que percibes en él.
El hombre caminaba de una forma tranquila, pero con pasos firmes, sujetando la vaina de su espada por un lado de su cadera. Phoebe se concentró...
—Oh, vaya. ¡Cuánta pasión!
—¡Olvídate de eso! —dijo Soldara sonrojándose, le dio un golpecito en el estómago con el dorso de la mano—. Ve más profundo.
—¡Oh, oh, muy bien! Entiendo... —Volvió a mirar a Dhobo—. ¿A caso todos los hombres piensan en eso?
—¿Qué? ¿Qué es? —preguntó apresurada...
—Espera... Quiere un varón, no, dos, espera... Y también una niña... ¡Oh! ¡Qué tierno! —Puso sus manos sobre sus mejillas y miró a Soldara de una forma dulce—. Quiere que se parezca a ti... —alargó la "i"—, está imaginando sus rizos rojos... —dijo con voz chillona.
—¿Qué cosa dices?
—¿No es lindo? —Seguía con su rostro enternecido.
—Cuando dijiste: "¿Todos los hombres piensan eso?" Te referías a qué...
—Sí, a que quiere que seas su esposa y formar una linda familia...
—¡Ah!... —No sabía cómo sentirse.
—¿Qué otra cosa sería? —dijo de forma inocente y como si esa idea de formar una familia fuera la más evidente.
—No, nada...
—También Braco —dijo con un tono triste—, siempre sueña con ello, quiere un hogar lejos del castillo, desea con toda su alma ser libre y vivir enamorado. Quiere criar a dos chiquillos y jugar con ellos, anhela ser un padre ejemplar. El desea un niño y una niña.
Soldara la miró con tristeza.
—¡Qué tortura!
—Vaya que sí, le duele no poder hacerlo. Y aunque nos casi crió, no creo que sea lo mismo, vivir todo el tiempo a lado de sus hijos, que solo poder visitarlos prácticamente cada mes, como lo hizo con nosotras.
—Me gustaría poder ayudarle, liberarlo de aquí.
—¡Lo haremos, hermana, me esforzaré para vencer en esa guerra!
—Pero qué tonterías dices, no iremos a una guerra, te dije que te sacaría de aquí, y voy a hacerlo, no importa cuánto me cueste, además, tu hermano... El Príncipe, quise decir, va a ayudarnos. Y por cierto, deja de andar hurgando en la mente de los demás, eso que acabas de decir de Braco, estoy segura que él no te lo dijo.
—¡No! —dijo Phoebe en respuesta con una sonrisa traviesa y salió corriendo.
—Ven aquí, niña...
Soldara no sabía si aquel "no", había sido un: "no dejaré de hurgar en la mente de los demás", o un: "Braco 'no' me lo dijo". Y caminó detrás de su hermana.
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