Capítulo 20. Alasia


En el reino de Alasia, el Rey Alaric caminaba con la Princesa Bartha, tomados del brazo, por los jardines del Castillo. Las rosas negras cubiertas de nieve lucían encantadoras.

La Princesa llevaba un largo vestido y una gruesa capa blanca con adornos dorados, y el Rey, lucía una capa negra, con grueso pelaje blanco en los hombros, y sus ropas negras también lucían adornos dorados. La nieve caía, y se posaba sobre sus cabellos y vestía sus capas de hielo.

Aunque la edad de la Princesa rondaba sobre los cincuenta y un años, su rostro lucía aún bastante joven. Todo lo contrario al Rey Alaric, que, aunque su diferencia de edad no rebasaba los seis años, su rostro lucía arrugas marcadas, y su cabello y su barba se teñían de canas.

—¡Su Majestad! —un soldado gritó desde la distancia interrumpiendo el armonioso paseo de los monarcas.

Llegó corriendo por el pasillo que se extendía detrás de ellos.

—¿Qué sucede? —Alaric se giró al mismo tiempo que su hermana para quedar de frente al soldado. Lo miró esperando a que le indicara el asunto, el cual parecía ser de suma urgencia.

—Mi Rey, una carta ha llegado. Un soldado de Góbera, casi muerto de cansancio y hambre, llegó hace pocos minutos a las puertas del palacio. —Estiró su mano entregando el rollo.

Alaric la recibió de prisa con un semblante preocupado. Lo desenrolló rápidamente y comenzó a repasar las líneas escritas. Bartha lo miraba impaciente, esperando a que le dijera de qué se trataba. El Rey pasó su dedo por la marca del anillo, en forma de una rosa, que se había plasmado como una firma en una delgada capa de cera.

—¿Dónde está ese soldado?

—Se le ha dado atención médica, Su Majestad, está en los aposentos del ala este...

—Bien, prepara el ejército ahora, marcharemos al amanecer a Góbera.

—¿El ejército, Su Majestad? —el soldado preguntó confundido.

—Preparen todo y a todos los soldados. Recluten de inmediato a todo hombre del reino y a cada joven que haya cumplido los trece años y pueda luchar. Denles armas. Tienen hasta el amanecer para estar listos. Cada una de las armas que exista en este reino deberá ser utilizada.

—Sí, Su Alteza. —El soldado acató la orden, hizo una reverencia y se marchó corriendo.

—¿Qué es lo que dices? —Bartha preguntó alarmada—. ¿A qué te refieres con marchar? ¿Qué es esa carta?

—Estamos en guerra.

Bartha le arrebató deprisa la carta. La leyó con la mayor rapidez que pudo.

—No, no. Esto es solo una mentira de la Reina. —Miró a su hermano a los ojos y sacudió la carta, ya enrollada de nuevo, casi en su rostro para hacerlo entrar en razón—. Sabes bien cuánto odia a Báron. Seguramente ha planeado algo en su contra y te está utilizando, ¿no te das cuenta? Siempre haces todo lo que ella quiere.

—Míralo bien, hermana, mi hijo está en prisión y no voy a permitirlo.

—Dice que tiene un aliado; un Príncipe no reconocido, un bastardo que quiere hacerse también de la corona de Góbera tanto como ella. ¡Esto es traición! —estaba molesta.

—¡Pero es mi hijo a quien tienen en prisión!...

—¿Y qué? —preguntó—. Siempre te han manipulado. ¿Quién te asegura que ellos no hicieron algo grave que haya ameritado un encierro? ¡Por Dios, despierta ya!...

» Llevas toda tu vida haciendo lo que tu Reina dice... Solo mírame, soy el vivo ejemplo de ello. No permitiste que me desposaran solo porque ella no lo quiso. Por su miedo a que mis hijos le quitaran el trono. Y te he perdonado por ello, pero esto es demasiado, ¡no irás a una guerra solo porque ella te lo pide!

Alaric la miró, dudó por un momento...

—Iré —dijo resuelto—. No voy a dejar que Báron la siga humillando y mucho menos que tenga prisionero al heredero de Alasia. —Se sentía angustiado, quería correr a salvar a su familia, aunque sabía que su hermana llevaba un poco de razón.

—Esta carta dice que te espera en los límites de nuestro reino, ¡es una semana lo que tardarás en llegar!... ¿Qué hay de tu reino?

—Tú te harás cargo.

—¿Lo ves? Esto no está bien, esto es algo más. ¿Crees que ella haría algo tan estúpido como para dejar que yo tome tu lugar mientras vas directo a una guerra?... En ese caso, ella estaría aquí, sentada en ese trono desde mucho antes de que tú pudieras salir de este castillo. ¡Algo no está bien! —Seguía intentando hacer razonar a su hermano.

—Tengo que ir. No dejaré que nos humille así. Mi hijo es un príncipe, y Báron nos deshonra encerrándolo.

—Bien, de acuerdo... —dijo, tratando de controlarse. Se tocó el puente de su nariz y cerró los ojos—. Ayúdame a entender... —Regresó su mirada hacia su hermano—. ¿Por qué una guerra? ¿Por qué no solo vas a arreglar esto en persona con Báron? Seamos civilizados, deja que él haga pagar a tu hijo lo que sea que haya hecho. Báron tiene ese derecho, así como nosotros lo tendríamos si el Príncipe Reagan se presentara como nuestro invitado y nos faltara al respeto con un mal acto.

» Sabes lo que una guerra significa... Nos acabará. Él tiene mucho más poder que nosotros. No vayas, no a una guerra.

—Ella me está esperando en los límites, junto con varios soldados que siguen a ese Príncipe que ahora es su aliado. Y quieren recuperar a mi hijo... Voy a apoyarla.

—No, no puedes, hermano. —Seguía exasperada—. Solo dirígete a Báron y espera a que tu hijo cumpla el tiempo que él le ha dado en prisión...

—¡Silencio, yo soy tu Rey! ¡Y haré lo que mejor crea conveniente! —levantó la voz—. Anunciaré que, en mi ausencia, tú te quedarás en mi lugar como gobernante.

—¿Para gobernar a quién? —preguntó a punto de perder el control—. ¿A un reino donde un río de lágrimas corra, creado por todas esas madres a quienes les quitarás a sus jóvenes hijos para llevarlos a una guerra que no tiene ni pies ni cabeza?

Bartha, que siempre había sido una mujer reservada, tranquila y dulce, jamás se había atrevido a hablarle así a su Rey, pero ahora, lo que su hermano pensaba hacer era una locura. No tuvo otra opción más que expresarse de una manera tan informal, atrevida y descortés.

—No discutiré más esto contigo. Ahora iré a la sala de guerra. Y como ya he dicho, te quedarás en mi lugar. —Caminó de prisa hacia el castillo, sin más tiempo que perder. Sentía que cada minuto sin hacer nada, le costaba la vida.

Bartha se quedó ahí, parada, angustiada. No entendía cómo era que su hermano siempre resultaba ser manipulado por Celia. Odiaba a esa mujer, pero Alaric se empeñaba en tratarla como si ella fuera la única mujer en todo el reino.

Aunque su cuerpo estaba acostumbrado al frío, en ese momento de incertidumbre, una brisa gélida le caló hasta el alma. Se dirigió hacia el castillo con su angustia sobrevolando su ser. Al entrar a la sala del trono, se encontró con un lugar totalmente vacío y desolado, tanto como ella se sentía. Se detuvo un momento frente al trono, repleto de joyas, observando aquel asiento que lucía imponente, y se llenó de desasosiego.

En ese preciso instante, el trono le pareció un gigante que estaba a punto de devorarla. Jamás había visto ese lugar de esa forma; siempre le había parecido un símbolo de magnificencia y poderío, pero ahora que tendría que gobernar, su percepción había cambiado. Se tocó la frente con pesar. En el silencio, el sonido del graznar de una parvada de cuervos se escuchó, como si presagiaran la sangre que pronto se derramaría. Bartha dirigió su mirada hacia el enorme ventanal donde colgaban cortinas aterciopeladas y blancas, sujetadas con un listón dorado a cada lado del marco del cristal, y pudo observar a los cuervos volando por arriba de los jardines. Su corazón latió con fuerza y cada golpe resonó en sus oídos.

Su hermano, partiría a la batalla al amanecer. La guerra, que hasta entonces había sido una sombra distante, ahora se cernía sobre ellos con una realidad asfixiante. Sentía un nudo en el estómago, una mezcla de miedo y responsabilidad que la abrumaba. La corona, que toda su vida había visto como un símbolo de misericordia y honor, ahora le parecía una carga pesada.

Sus manos temblaron al pensar en las decisiones que tendría que tomar, en las vidas que dependerían de su juicio. No sabía cómo gobernar, nunca se había preparado para ello, y con la llegada de Celia al poder, como esposa del Rey Alaric, se había hecho a la idea de que jamás ocuparía el trono. Lágrimas silenciosas comenzaron a rodar por sus mejillas, y sus labios temblaron ante aquel llanto. No solo temía por la vida de su hermano, sino también por la suya. Estaba segura de que era una treta de Celia, y que si le sucedía algo al Rey, ella volvería para tomar el trono y arrasaría con la vida de cualquiera que se interpusiera. Era manipuladora, controladora y astuta.

Se abrazó a sí misma, buscando consuelo en la soledad. Sabía que debía ser fuerte y decidida, pero en ese momento, en la intimidad de su dolor, se permitió sentir la angustia y el miedo que la consumían. Se miró de nuevo así misma cuando aún era una jovencita; cuando a sus quince años, su padre el Rey Bernabé, intentaba hacer alianzas con el reino de Góbera.

Sabiendo que dicho reino era más poderoso que el suyo, y por evitar una guerra, propuso un matrimonio entre ambas familias reales...

« Se sintió aterrada al recibir la noticia de su padre. Ella debía casarse con el heredero al trono; con el príncipe Báron. Ella no quería aceptarlo, era demasiado joven para casarse con él. Se sentía deshonrada con tal mandato... La reputación del Príncipe no era la mejor, puesto que, a sus diecinueve años, había engendrado un hijo fuera del matrimonio, fruto de una relación con una joven campesina, y que no podía reconocer por órdenes de su padre, el Rey Leoric. Este acto no pasó desapercibido entre los cortesanos y el pueblo, quienes comenzaron a cuestionar la integridad y el honor del Príncipe. Y ella, no permitiría ser una segunda en la vida de nadie, ni siquiera del futuro Rey de Góbera. Pocos días pasaron cuando después de aquella noticia, su padre volvió a llamarla ante su presencia, y al igual que a ella, también convocó a su hijo; el Príncipe Heredero Alaric.

Parados ante el trono, ambos se mostraban impacientes. Pero las noticias que recibieron de su Rey, a Bartha, le habían aliviado el alma. Les anunció, que el Rey de Góbera había cambiado de opinión, y ahora proponía que el matrimonio fuera entre su hija mayor, y Alaric; el heredero al trono, y el Rey Bernabé había aceptado con gusto, porque aquello significaría que ellos tendrían ahora poder sobre el Rey de Góbera y no al revés. Aunque no comprendía del todo aquella propuesta, puesto que, Celia, debería ser quien tomara el trono de Góbera, y ese matrimonio le daría más poder a Alasia, con ambos herederos casados.

Alaric tenía en aquella época, veintiún años, y nunca se atrevía a desobedecer a su padre, así que aceptó la decisión tomada. Bartha estaba feliz de no tener que pasar por aquella afrenta de casarse con el Príncipe Báron, quién, sabía, que ya había abandonado a su hijo y a su amante por orden de su padre, el Rey Leoric.

Pero con la llegada de Celia a su reino, seis años después de aquel compromiso; años en los cuales ya dudaban de que aquel matrimonio sería realidad, su vida se había vuelto un infierno. Meses después de la boda real, su padre había muerto de una manera sospechosa, que nadie se atrevió a investigar ni a cuestionar, y Celia tomó el poder. Aunque Alaric era quien se sentaba en aquel trono, Celia era quien mandaba y tomaba las decisiones. ¡Alaric siempre hacía cuanto ella quería!

En algunas ocasiones la veía coquetear con algunos hombres nobles y otros tantos, salían de sus aposentos cuando Alaric no estaba en el reino. Ella hacía todo lo que le era posible por abrirle los ojos a su hermano, pero él, siempre escuchó a su Reina y creyó ciegamente en ella. Y entonces, convencido por Celia de que su hermana solo quería quitarle el trono, comenzó a alejar a Bartha; ya no era invitada a las ceremonias ni a ninguna reunión importante, siendo Celia el centro de atención.

Todos la reconocían por su belleza y astucia. Les parecía una joya invaluable, una delicada rosa fragante, elegante y con gracia. La admiraban porque, a su corta edad de veintiséis años, ya la consideraban una líder, una soberana digna e inigualable en inteligencia. Cuando en realidad, solo era una cara bonita, coqueta y caprichosa. Una mujer manipuladora y calculadora.

Bartha, después de estar casi en encierro, su esperanza de una vida mejor se dio al conocer a un joven noble cuando caminaba por los jardines reales, del cual se enamoró y era correspondida, pero por órdenes de Celia, no les otorgaron la bendición y le prohibieron la entrada al reino a toda su familia, enviándolos al exilio, y así sucedió con todos aquellos que se interesaban en la Princesa, alejando a cualquiera que quisiera casarse con ella; obligándola a permanecer soltera».

Bartha miró sus manos delgadas y notó la vejez que tenían, que, aunque no era tan notorio, ya no poseían la delicadeza y suavidad de su juventud. Caminó hacia el trono y sostuvo su vestido; lo levantó un poco para evitar tropezar al subir por los peldaños. Al estar frente a aquel asiento, con calma se giró, contempló aquella sala vacía y se sentó.

Tomó la corona que reposaba sobre una almohadilla y la colocó sobre su cabeza, pero sucumbió ante su descontrolado llanto.

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