Capítulo 14. Muerte de un Dragón


Elinar se alejó y fue hasta donde su madre había apuntado. Levantó la tabla y vio un cofre viejo; lo recordó, siendo el cofre aquel único objeto que su madre había sacado de la casa de su hermana, asesinada por los soldados del Rey cuando él era apenas un niño, dejando así a Braco huérfano.

Recordó que su madre cuidaba aquel cofre como si su vida dependiera de ello y no permitía que nadie lo tocara. Lo abrió y solo había una hoja, vieja y amarillenta.

Soldara seguía tomada de las manos de la mujer que en verdad sentía como su familia.

—¿Por qué le llamaste abuela? —preguntó el soldado sosteniendo el cofre—. Acaso, ¿eres la bastarda de Braco ? «¿Tuvo una hija con la vidente?». «No, los tiempos no cuadran, sería más pequeña».

Soldara solo lo miró con repudio y volvió su rostro hacia su abuela, limpió sus lágrimas y sorbió su nariz.

Se levantó con la intención de salir de la casa.

—Eso no te importa —su tono fue de ira.

—¡Quédate donde estás y dime quién eres! —Se puso frente a ella, frenando su salida—. Esa mujer, es mi madre y tú la llamaste abuela, ¿quién eres?... ¿Quién eres? —gritó molesto al preguntar de nuevo.

Soldara se encogió aterrada.

—Hace años, Braco nos... nos ayudó y... a veces, nos traía aquí, con ella. Nos cuidaba de vez en cuando y la veíamos como nuestra abuela.

—¿Nos ayudó?, ¿nos traía?, ¿nos cuidaba?, ¿la veíamos?... ¿Tú y quién?

Soldara abrió los ojos sabiendo que había hecho un mal movimiento.

—Braco y yo —intentó mentir.

—¿Me crees estúpido?

—¡Lo pareces! —De nuevo un arranque de valentía surgió, pero se esfumó tan rápido como llegó.

—No juegues conmigo, niña. ¿Quién más estaba aquí? ¿A quién trajo Braco aquí?

—¡Nadie más! —dijo levantando la voz.

Elinar la tomó del brazo y la arrastró afuera de la casa. Ella se quejó al sentir la opresión en su piel y el dolor punzante que se extendió hasta su hombro.

—Tú —llamó a un soldado—, desata a la vieja para que se haga cargo de esta rata.

—Sí, Señor.

Soldara siguió con la mirada al hombre, para saber a dónde se dirigía. El soldado llegó hasta donde estaba una mujer encerrada, sentada junto a la puerta de una carreta con barrotes, y de inmediato la reconoció.

—Ya que, al parecer, mi madre te conocía, seré menos cruel contigo —Elinar mencionó sin mirar a Soldara—, dejaré que te cuide alguien más mientras nos dirigimos al castillo. Serás privilegiada, no una prisionera, por el momento.

Mientras el soldado subordinado avanzaba con la mujer que acababa de desatar, hacia ellos, Soldara no podía quitarle la mirada de encima.

—Aquí está, Señor.

La mujer miraba con asombro a Soldara.

—¡Eres una maldita! —gritó Soldara y estuvo a punto de saltar sobre Miserata; de no ser por el firme agarre de Elinar, hubiera acabado con ella.

—Debes entender, niña, eran ustedes, par de mocosas inservibles o era yo.

—¡Nos vendiste! ¿Y solo eso dirás?

—Veo que estás sola, ¿dónde está tu molesta hermana?

—Queda más que claro que eso no te importa ni un poco.

—Es cierto, no me importa.

Elinar tenía puesta toda su atención en aquella conversación y un recuerdo llegó a su mente: dos jovencitas paradas afuera de la casa de Miserata, observando la caravana real.

—Así que tú eres la hermana de esa campesina. ¿Dónde está? ¿Con ella venías aquí a visitar a mi madre?

Soldara lo miró nerviosa, su corazón palpitaba fuerte.

—No... sé... dónde está —tartamudeó.

—Bien, te encontré con tu gente en el bosque, estoy seguro de que ella sigue allá. Mantén a estas dos juntas —dio la orden al soldado—. Y tú —se dirigió a Miserata—, más te vale que ella esté bien, asegúrate de que llegue al castillo segura y seré agradecido contigo.

Miserata afirmó con su cabeza.

—¡Qué ironía!, ¿no? Vuelves a mí —le susurró a Soldara. Ella la miró con intensidad, las inmensas ganas de estrangularla se le salían por los ojos. Apretó sus labios, conteniendo las maldiciones que estuvieron a punto de quebrar sus dientes.

—Volveré a la zona del bosque. Lleva a todos al castillo, el Rey decidirá qué se debe hacer con estas personas. Cuida de estas dos —ordenó de nuevo y soltó a Soldara.

—Sí, Señor.

Phoebe salió del bosque y divisó la colina de suave pendiente que se extendía frente a ella. El pasto al ras del suelo se veía seco. Caminó con más ánimo, sabiendo que estaba cerca de la aldea donde la tía de Braco moraba.

Subía la colina mientras su mente divagaba con la esperanza de encontrar a su hermano. Mantenía la fe en que Braco lo hubiera rescatado, y siguiera con vida, pues si Braco se había arriesgado a salvarlas a ellas dos, estaba segura de que también lo había salvado a él. Llegó a la cima y, de pronto, el relincho de un caballo se escuchó, seguido del sonido de sus cascos. Desde la cumbre, vio al jinete acercándose de frente a todo galope. Aunque no sabía quién era, el pánico se apoderó de ella y empezó a correr de regreso, desesperada. Le fue mucho más sencillo descender que haber subido hasta ahí.

Elinar asomó en lo alto y reconociéndola, continuó detrás a toda carrera. Phoebe volteaba continuamente y, con cada giro, aceleraba más. Miró nuevamente hacia atrás y se detuvo, sorprendida, al observar las alas gigantes que se extendieron detrás del jinete. Elinar, al notar que una sombra lo cubrió, se giró y vio al temible dragón volando hacia él. Dio espolonazos a su caballo para hacerlo correr más rápido.

—¡No es cierto! —susurró Phoebe y retomó con rapidez la carrera al ver que ahora ambos se dirigían hacia ella.

El dragón dio alcance a Elinar; él se aventó del caballo y rodó por varios metros. El dragón atrapó en sus garras al corcel, y se elevó llevándoselo por los aires. Phoebe tuvo que tirarse pecho tierra debido a que las patas del caballo estuvieron a punto de golpear su cabeza. Se quedó mirando aquella escena tan escalofriante y sintió pena por el caballo, que temeroso relinchaba con angustia.

Elinar se levantó, su cuerpo estaba lleno de pasto seco e intentó caminar, pero su pierna estaba lastimada. Phoebe se levantó y comenzó a caminar, de vez en vez miraba a Elinar que seguía atrás de ella con pasos lentos. Se dirigió de nuevo al bosque, esperando poder perderlo, pero no llegó. Elinar iba de nuevo hacia ella ya en el lomo de un nuevo caballo.

«¿De dónde demonios lo sacó?», se preguntó a sí misma.

Pero al ver más atrás, vio a un hombre tirado en el suelo y a un niño que lloraba, intentando levantarlo. Para desgracia de ambos, el anciano iba por el lugar con su nieto y su caballo; el soldado les había amenazado, y robado el animal.

«¡Maldición!». Reanudó su huida, y al tiempo que corría, extendió su mano hacia su derecha lanzando una cantidad de magia; de entre los árboles, un caballo blanco apareció galopando con elegancia. Su melena larga y su pelaje brillante emanaban una gracia sobrenatural. Con un salto ágil y desesperado, Phoebe subió rápidamente a él. El majestuoso animal se desplazaba con mayor rapidez que cualquier otro caballo, tomando así por mucho terreno la delantera y logrando escapar de Elinar. Pero él no se daría por vencido, se propuso a llevar a la joven ante el Rey, así le costara la vida.

Phoebe llegó al pie de una montaña. Bajó del caballo y él se desvaneció al tiempo en que se marchaba trotando, dejando una estela de neblina en su lugar, como si fuera tan solo una figura fantasmal. Phoebe caminó rodeando las rocas, se detuvo un momento y levantó la vista.

Desde ahí pudo ver una cueva en lo más alto. ¡Estaba segura de que, ahí, nadie la encontraría! Usó su magia para crear espacios en la montaña, lo suficientemente amplios para poder subir por ellos, asemejando los peldaños de una escalera, pero más anchos. Subió y se internó en la cueva.

Elinar perdió de vista a la plebeya y continuó en dirección hacia la montaña, rumbo al viejo camino real. Sabiendo que era un lugar intransitable, estaba seguro de que encontraría a la joven no muy lejos. Pronto observó a los soldados del Rey comandados por Braco y les dio alcance.

—¿Y ese caballo? —preguntó Braco al verlo llegar junto a él.

—Un regalo para el Rey.

—¿Un regalo?

—Algo parecido.

—Te ves muy mal —mencionó observando a su primo de arriba abajo, notando lo sucio que se veía.

—Una...

Braco lo miró con atención, esperando que no fuera a decir algo relacionado con las atrocidades que cometía.

—Continúa.

—Una fiera bestia intentó asesinarme. El maldito dragón se llevó mi caballo, tuve suerte de escapar de sus garras.

—¿Lo viste de cerca?

—Sí, es horripilante, es una monstruosidad. Debemos acabar con él.

Continuó cabalgando junto a Braco, pero siempre mirando a todas direcciones en busca de una señal de la joven.

No tardaron en llegar al pie de la montaña y, en ese momento, el feroz dragón rugió mientras se dirigía hacia su cueva. En sus garras aún pendía, ya sin vida, el hermoso caballo de Elinar. Pero antes de entrar a su nido, lanzó una enorme llamarada que alcanzó a la mitad de los hombres del Rey. Braco y Elinar tuvieron oportunidad de lanzarse de los caballos, mientras que los animales, al percibir el peligro, decidieron huir, dejando a sus amos atrás.

—¡Todos... Deben refugiarse! —gritó Braco a sus hombres.

Sin embargo, no fue necesario dar esa orden, todos se agazapaban entre las rocas para evitar ser vistos por el animal. Los hombres que el dragón había alcanzado con sus llamaradas, habían quedado completamente carbonizados; muriendo al instante.

El dragón se paró imponente sobre la entrada de su cueva y rugió, para después entrar y perderse en la oscuridad.

—¡Señor! —gritó un soldado.

—¿Qué sucede?

—Tiene que ver esto.

Braco fue con precaución hacia su subordinado y vio lo que él quería mostrarle.

—¿Cuándo hicieron esto?

—Ninguno de nosotros lo hizo, Señor.

—¿Qué es esto? —preguntó Elinar.

—Parecen algún tipo de escaleras —respondió el soldado.

—Parecen seguras —informó Braco después de pisar el primer hueco ancho en la tierra.

Continuó subiendo. Los demás soldados fueron atrás de él y con ellos las armas que podían cargar, así como sus espadas.

Phoebe estaba asombrada, la cueva estaba llena de oro y piedras preciosas. El sonido de uno ligeros rugidos la pusieron en alerta. Miró con cautela hacia de donde creyó que provenían, el oro se deslizó desde la cima de la pila. Ella se escondió un poco para evitar ser descubierta por lo que fuera que estaba allí. Volvió a echar un vistazo, y de pronto, observó tres criaturas con alas, jugueteando entre ellos encima de la colina de oro; eran del tamaño de la mitad de un humano. Sus maravillosos colores la dejaron con la boca abierta. Se lanzaban entre ellos ligeras llamaradas que no alcanzaban a quedarse por mucho tiempo encendidas, y se mordisqueaban sus alas unos a otros. El más grande tenía un color negro intenso, el que parecía ser el mediano, tenía sus escamas de color negro, azul y verde, a Phoebe le recordó el plumaje de un colibrí. El tercero y más pequeño dragón, tenía un bonito color negro azulado intenso.

Un rugido estruendoso proveniente de afuera, llenó la cueva haciendo eco por todas partes.

Phoebe se agazapó. Los tres pequeños dragones comenzaron a correr y se lanzaban mordiscos. Corrieron hacia la entrada de la cueva con apariencia feliz. Una sombra oscureció la cueva y apareció en la entrada la gloriosa bestia. Era un ser majestuoso y aterrador, con escamas relucientes, su color verde brillante combinado con negro, la hacía parecer surreal; lanzó hacia un lado el cadáver de un caballo. Los dragoncillos rodeaban felices las patas de su madre. Ella comenzó a hacer sonidos guturales muy tenues, parecía que conversaba con sus crías y los empujaba con su hocico hacia dentro. Se echó entre la pila de oro, y sus crías junto a ella.

—Ahí está. —Un hombre apareció de pronto en la entrada.

La dragona rugió con ferocidad, se levantó, y avanzando hacia la entrada con rapidez, lanzó una llamarada. El hombre retrocedió y se cubrió del fuego saliendo de la cueva. Los pequeños dragones parecían asustados y se inquietaron, se escondían detrás de su madre que se acercaba amenazante hacia los hombres que, después de su llamarada, aparecieron. Los bebés dragones retrocedieron asustados. Entre lanzas y espadas la dragona se vio encerrada, lanzó otro rugido amenazador que resonó en toda la cueva.

Los soldados se prepararon para el enfrentamiento, armándose de valor mientras la dragona se abalanzaba sobre ellos con furia. Luchaban esquivando sus garras afiladas y su aliento de fuego que quemaba todo a su paso. Con cada golpe de sus alas, levantaba nubes de polvo y piedras ardientes.

Phoebe seguía escondida en las sombras, dentro de una abertura. Observaba con temor, mientras los soldados avanzaban sin piedad hacia su objetivo. Las espadas chocaban contra las escamas, algunas flechas volaban por el aire y las bolas de fuego estallaban a su alrededor. El aire se tornaba irrespirable con el humo denso y caliente. Los hombres tosían y se cubrían las caras para evitar inhalarlo. Phoebe se cubrió la nariz haciendo su mayor esfuerzo para no toser.

¡La batalla era feroz y despiadada, con algunos soldados cayendo en medio del caos! La dragona rugía continuamente por el dolor que le infringían. Pero se mostraba majestuosa y desafiante, atacando sin misericordia y resistiendo con valentía. Llamas y humo negro brotaban de sus fauces mientras embestía con su poderoso cuerpo.

Los pequeños dragones se habían quedado atrás, cerca de la pila de oro. Estaban indefensos y lucían aterrados, sus sonidos guturales llamando a su madre ni siquiera se alcanzaban a escuchar por el estruendo de las llamas y los rugidos de la dragona.

Braco, con voz firme, daba instrucciones a su grupo sobre cómo abordar al dragón. Los soldados lanzaban flechas y algunas encontraron su objetivo, causando heridas superficiales en las alas y el cuerpo de la bestia. La dragona alternaba entre atacar y tratar de sacar con su hocico las flechas que la lastimaban.

Aprovechando su aturdimiento los soldados se comenzaron a acercar sigilosamente...

Utilizando sus lanzas y espadas, la atacaron en grupo, apuntando a su cuello y vientre. Con el dragón debilitado, los soldados coordinaron un último ataque, concentrando todos sus esfuerzos en su punto más vulnerable. Elinar movió hábilmente su espada y logró asestar un golpe mortal, atravesando el corazón de la dragona, poniendo fin a la batalla.

Los lloriqueos de los pequeños dragones asustados, se escucharon en cuanto reinó el silencio. Los soldados miraron con curiosidad al fondo de aquella cueva, una tenue luz se hacía notar; algunas llamaradas que habían sido enviadas por la dragona, aterrizaron en montículos de oro que comenzaron a derretirse y emitían una luz dorada.

Los soldados avanzaron hacia los pequeños dragones...


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