Capítulo 13. La hijas de la Luna


La brisa fresca acarició su blanca piel, miró alrededor, pero aquellas risas y susurros ya no se escuchaban. Se quedó un momento parada, miró hacia el cielo contemplando la luna llena.

—¿De verdad eres tú mi madre? —preguntó casi para ella misma.

Una nueva risita se escuchó a unos metros de ella. Volteó y vio correr, de un árbol a otro, a una joven de vestido blanco y ligero. Su cuerpo brillaba de una manera peculiar

¡Ven aquí!...

La voz se escuchaba distante. Su tono emotivo hizo que Phoebe sintiera curiosidad y se acercó un poco más, sin embargo, al llegar junto al árbol ya no había nadie.

—¡Por aquí!...

Phoebe volteó y miró otra joven casi idéntica a la primera. Caminó hacia ella, y desde atrás de otro árbol, salió la primera chica que había visto; se tomó de la mano con la segunda mujer, y corrieron nuevamente entre risas.

Decidió seguirlas, pero las jóvenes desaparecieron...

¡Sígueme! —Una mujer un poco más seria que las otras, de cabello corto y plateado, pasó a su lado susurrando.

Phoebe dio un pequeño brinco por la sorpresa.

—¿Quién eres? —preguntó por inercia, como si la pregunta hubiera surgido por sí sola.

Sin detenerse a pensarlo, caminó atrás de la brillante mujer, atraída como un insecto, hipnotizada por la luz tenue que emitía su cuerpo, como si la luna la iluminara solo a ella... Y, como si traspasara un velo de un mundo a otro, de pronto se encontró en un claro junto a un estanque de aguas cristalinas donde se reflejaba la luna. Poco a poco, varias mujeres comenzaron a salir de él, todas con la misma apariencia: ojos plateados, casi transparentes, cuerpos luminosos y descalzas.

—Bienvenida al mundo donde reposan las almas de las hijas de la Luna —mencionó la más seria.

—¿Dónde estamos? —Miró en todas direcciones.

—En el bosque espiritual.

—Eres nuestra hermana, una hija de la Luna —dijo una voz diferente.

Otra de las jóvenes se acercó a ella y tomó sus manos invitándole a ponerse de rodillas, ella misma se colocó en esa posición y Phoebe la imitó. Después se reclinó un poco quedando sentada sobre sus talones. La otra joven se levantó y el resto comenzaron a acercarse, cuatro de ellas la rodearon y atrás, en espacios alternados, se colocaron las demás.

Unas comenzaron a caminar hacia la izquierda y otras a la derecha. Después de dar un par de vueltas, se detuvieron. De las amplias mangas de sus vestidos, cada una sacó una daga.

—¿Qué es lo que hacen? —Se sobresaltó.

—El rito más ancestral que merece una poderosa bruja. Las brujas de menor rango suelen hacer este ritual con sus futuros esposos para evitar perder sus dones. Pero las Princesas; hijas de la diosa Luna, otorgan el poder absoluto a sus hermanas más jóvenes. Nada ni nadie podrá vencerte.

—¿Cuál es ese rito?

En cuanto terminó la pregunta, la mujer más seria de cabello corto, se clavó la daga en el pecho. Phoebe se cubrió la boca, asustada. Intentó levantarse, pero una mano posada sobre su hombro la llevó nuevamente hacia abajo. De inmediato, el resto de las mujeres hicieron lo mismo; se apuñalaron justo en el corazón. Su sangre brotó de sus heridas abiertas, recorriendo con rapidez sus cuerpos, desde el pecho hasta llegar a sus pies. Llenando los surcos en forma de dos círculos que rodeaban a Phoebe y que habían sido formados por las jóvenes al momento en que caminaron alrededor de ella en direcciones opuestas. Estaba uno dentro del otro, siendo más pequeño el de adentro, donde en medio de él seguía Phoebe, expectante, y sin entender por completo que era lo que estaba sucediendo. Ella miró al suelo y notó el camino donde ahora la sangre, de un tono carmesí oscuro y espeso, corría llenando los círculos y desbordándose de ellos hasta llegar a empapar sus piernas.

Las mujeres arrancaron las dagas de sus pechos y cortaron sus muñecas; cada una se acercaba y vertía su sangre sobre la cabeza de Phoebe. Se acercaban y se retiraban después de vaciar sus venas. Sus siluetas parecían traspasarse unas a otras al avanzar hacia la joven y retroceder.

Ella cerró sus ojos por el escalofrío que le provocó sentir su cabello caliente y empapado pegándose en sus mejillas. Abrió sus ojos y notó que su cuerpo parecía absorber toda la sangre y entonces, comenzó a brillar como la misma luna. El resplandor duró tan solo unos segundos. Levantó su mirada y se dio cuenta de que el resto de las jóvenes habían perdido su brillo, pero ellas la observaban con un semblante sereno.

El viento comenzó a soplar, haciendo que el cabello de las mujeres revoloteara, y sus cuerpos parecían desvanecerse como la neblina es arrastrada por la brisa. Todo desapareció ante sus ojos. En un instante, se encontró sola y en un lugar distinto. Contempló su cuerpo, palpó su cabeza y buscó en el suelo, pero no había rastro de sangre. Delante de ella, ya no estaba aquel claro, ni el lago, ni sus hermanas. Miró en todas direcciones y notó que estaba a escasos metros de la cueva. Entonces, se puso de pie.

El cielo comenzó a pintarse de un suave azul en el horizonte, seguido de un tono anaranjado que anunciaba el resplandor del sol. No sabía cuánto tiempo había pasado. Caminó hacia la cueva y, al llegar, observó algunas marcas en el suelo. Su corazón dio un vuelco.

Entró de inmediato a la cueva; no había nadie, solo un viejo manteo de cuadros tirado. Lo levantó y lo sostuvo un momento, con el corazón alterado. Bajó su mano y lo soltó, dejándolo caer en el mismo lugar por la premura que sintió para salir e intentar entender aquellas marcas. Una vez afuera, observó; eran de botas, y las huellas en el suelo interpretaban que alguien había sido arrastrado.

—Se las han llevado —el viento llevó hasta ella un susurro.

—¿Qué? —Barrió con su mirada los alrededores, intentando saber de dónde provenía aquella voz.

La tenue silueta de una mujer se disolvía entre los árboles. La joven de cabello corto, que antes brillaba como la luna, con la misma seriedad, hablaba usando el viento.

—Los soldados del Rey Báron, las encontraron y se las han llevado.

El viento jugaba con el cabello de Phoebe al llevar las palabras hasta sus oídos.

—No, no. Debo encontrarlas.

—Hazlo, ve con ellas y libera a nuestras hermanas. Ahora eres quien lleva todos los poderes de las brujas recorriendo tu cuerpo.

Phoebe bajó la mirada, quería preguntarle más cosas, quería entender que había pasado en aquel claro, sabía que ahora poseía el poder de las que decían ser sus hermanas, pero seguía con miles de dudas. Quería preguntarle quien era ella y anhelaba su guía para encontrar a Soldara.

—Soy Dara, tu antecesora —dijo, como si hubiera leído la mente de Phoebe, sus intenciones, su miedo—. Las demás que viste, son nuestras hermanas, quienes han nacido en este mismo bosque, donde la Luna baja a dar a luz. Así que no temas y confía en ti misma. Nuestra fuerza ira contigo en todo momento.

—Dara, había escuchado ese nombre antes. Gracias, no sé cómo más agradecer que hayan... Que me hayan dado sus poderes.

—Cada una de nosotras ha sido una promesa de Madre Luna, una promesa de liberar a nuestra especie de las garras de aquel que no puede convertirse en dragón, y que, con su ira, se creó un ciclo de vida infinito, un renacimiento que lo lleva de nuevo al poder para destruirnos.

—¿El Rey Báron, es aquel que no logró convertirse en Dragón?

—Es probable. Pero debes descubrirlo tú misma, siempre será un hombre nacido de la realeza, será despiadado y cometerá actos atroces.

—Voy a destruirlo —dijo con el rostro lleno de ira, miró las marcas y apretó los puños. Volvió hacia Dara—. Gracias, ¡las encontraré! —aseguró.

Se dio la vuelta y siguió el rastro. Más adelante, encontró una daga en medio del camino, la levantó y notó que tenía sangre en la punta, mezclada con la tierra que se había pegado ya en ella...

«¡Hirieron a alguien!... Soldara... Espero que estés bien, ¡ya voy por ti, hermana!», pensó. Guardó la daga en su cintura, entre el pliegue de su vestido, y siguió caminando.


—No irás de nuevo —Báron dio la orden a Reagan.

Braco se encontraba a un lado del Príncipe.

—Es mi deber como Príncipe de este reino.

—No perderé a mi único hijo. El dragón será eliminado por los soldados, no te pondré en peligro. Braco... se encargará de asesinar a la bestia —dijo con un atisbo de culpa.

Reagan, aún con gran molestia, hizo una reverencia y salió del salón. Braco lo siguió.

—¿Por qué? —mencionó furioso, no esperaba una respuesta, solo deseaba sacar su frustración.

—¿Príncipe? —contestó Braco, confundido.

—¿Por qué se niega a que sea yo quien se encargue del dragón? —preguntó girándose un poco hacia Braco, pero sin dejar de avanzar con pasos enfadados.

—Su Majestad, el Rey solo desea su protección y tener un heredero al trono. Sabe que, si usted muere, no habrá más nadie en la línea directa de sucesión, entonces el reino pasaría a ser de...

—Celia... —concluyó.

—Es correcto. Y como ella carece de poder directo en Alasia, vendría aquí y haría cuánto quisiera. Y su hijo con ella. Tendrían en sus manos todo por lo que el Rey Báron ha trabajado.

—Asegúrate de asesinar a esa criatura, partirán en unas horas con el equipo adecuado para crear una senda que los lleve a lo alto.

Reagan se dio por vencido, no pudo debatir el argumento acertado de Braco respecto a Celia. Pues aunque era Reina, siempre estaba a la sombra de su marido y eso la mantenía con una insaciable hambre de poder.

—Lo haré, Su Majestad. —Braco dio la vuelta y se encaminó hacia los soldados que preparaban el equipo; entre todo, había una gigante ballesta equipada con enormes lanzas.

Elinar encabezaba la guardia que llevaba prisioneros a los guardias de Alasia que habían encontrado en el bosque, y junto con ellos, al consejero de Celia, y a las mujeres y hombres que habían encontrado en aquella cueva...

«Soldara salió para buscar a Phoebe en cuanto se dio cuenta que no estaba. Los soldados la vieron saliendo de la cueva, y al mismo tiempo ella los vio, topándose directamente con Elinar. Su corazón se aceleró y el miedo se apoderó de su ser. Retrocedió rápidamente y entró a la cueva para advertir al resto, creyendo que aquel velo que cubría la entrada no dejaba pasar a nadie más que a ellos. No obstante, la tela mágica solo ocultaba que aquello era una cueva. Elinar tocó con sus manos aquella ligera capa transparente y notó que su mano se perdía. Desenvainó su espada y entró, encontrándose con todos aquellos que lo miraban asustados. Notó una delgada capa luminiscente de color violeta y azul que en el suelo empezaba a desaparecer; era la delgada cobija que había improvisado Phoebe con su magia, que, al levantarse aquellos hombres y mujeres, comenzó a desvanecerse.

—No hagan esto más difícil, salgan en orden y no serán lastimados.

—No —Soldara dijo de inmediato encarando al hombre—. Sal de aquí o haremos que mueran en un instante.

—¡Mmhu! —dijo y soltó una risita de burla—. Qué valiente eres. —La miró detenidamente—. Ese rostro tuyo me parece muy familiar, tu cabello y esos ojos aceitunados.

—¡Aléjate! —Bhilda se puso enfrente de Soldara, apuntando a Elinar con una daga.

Elinar dio la vuelta y salió de la cueva, con una seña dio la orden a sus soldados de entrar por quienes se escondían dentro. Pocos segundos después, los gritos de las mujeres se comenzaron a oír, los soldados las sacaron. Los hombres se resistían y daban pelea, pero no poseían ninguna arma para defenderse. Los niños se abrazaban de sus madres, temerosos, mientras que sus padres intentaban protegerlos.

—¡No, suéltame! —Soldara se resistió.

Elinar la miró con una sonrisa malévola y ella lo miraba con rabia, se movía y se halaba con fuerza para que la soltaran. Elinar le propinó una bofetada que la hizo caer al piso. El soldado que la sostenía segundos antes, la había soltado y empujado a propósito al suelo en cuanto Elinar la tocó. Sus rizos se balancearon por el impacto y se tocó su adolorida mejilla. De repente, una mano fuerte haló de su cabello y comenzó a arrastrarla hacia atrás. Soldara sujetó la mano que tiraba de ella para intentar hacer que doliera menos su agarre.

—¡Ya cállate! —gritó Elinar y la soltó dejándola en el suelo. Se puso en cuclillas, la tomó de la mejilla y la levantó, obligándola a mirarlo—. No quiero lastimar ese bonito rostro.

Pasó su pulgar por sus labios, acariciándola.

—¡No me toques! —Soldara golpeó su mano con violencia.

—Me recuerdas a alguien que conocí hace mucho tiempo, también era una fiera y no pude domarla, se me escapó. —Sonrió—. Apenas era una cachorra, pero su belleza me sedujo.

—¡Eres un maldito! —Se asqueó al darse cuenta de que hablaba de ella y su encuentro en el bosque.

La volvió a tomar del cabello, sacudiendo su cabeza. Ella sujetó de nuevo sus manos.

—Levántate o seguiré arrastrando tu cuerpo hasta que tu ropa se desgarre junto con tu tersa piel. —La soltó, se puso de pie e hizo una seña a un soldado.

El hombre la levantó y la empujó para que caminara. Elinar siguió avanzando y pasó junto a Bhilda; la mujer no logró detenerse ante su impulso y el deseo de asesinarlo. Se abalanzó hacia él en un intento de clavarle la daga que ninguno de los soldados se había molestado en quitarle... Elinar la esquivó. Bhilda logró hacerle un rasguño en la garganta.

—¡Perra loca! —La tomó de prisa del cuello.

—¡No, no! —Soldara corrió hacia ellos y golpeó a Elinar.

Él soltó a la anciana y otro guardia detuvo a Soldara. Elinar miró a Bhilda con una sonrisa, dándole crédito por su osada acción. La sujetó por el brazo y le arrebató la daga para inmediatamente lanzarla al suelo. Le dio una última mirada a Soldara y siguió caminando».

—Haremos una parada —ordenó Elinar en cuanto entraron a una aldea.

Soldara reconoció el lugar y pensó que tendría una oportunidad para escapar. Sabía que el soldado estaba al tanto de que ellas eran brujas por haberlas encontrado en una cueva camuflada por magia, pero no mostrarían sus dones para evitar confirmar el hecho. Si no lo hacían, el Rey no podría acusarlas de ningún acto de brujería, solo tendría la palabra del soldado. Elinar desapareció de su vista, y los soldados comenzaron a exigir alimentos a los habitantes y los tomaban sin importarles que aquellos panes eran toda la comida que poseían algunas familias. Otros se encargaron de atar a todos los que habían sacado de la cueva para evitar que escaparan.

Antes de que pudieran llegar a ella para atarla, se escabulló, aprovechando que la mayoría de ellos estaban distraídos: atando a los hombres, mientras otros intentaban tomar a alguna mujer de la aldea para satisfacer sus necesidades, además de buscar un poco de descanso entrando a las chozas.

Deslizándose disimuladamente y, a veces, completamente agazapada, caminó por detrás de varias casuchas hasta llegar a la puerta de Albina, la tía de Braco, quien las había cuidado cuando él las rescató y a quien volvieron a visitar a menudo.

—Abuela, abuela. —Miró a todos lados, asegurándose de que nadie más la escuchara ni la viera.

Tocó despacio la puerta de madera y, al notar que estaba entreabierta, la abrió completamente y entró. La cerró muy lentamente tras de sí intentando hacer el menor ruido posible y, al girarse hacia el interior, se paralizó. Su corazón se aceleró y sintió un nudo en el estómago al ver quién se encontraba al lado de Albina, quien parecía estar enferma.

—... ¡Aléjate de mi abuela! —Armándose de valor, lo amenazó con un palo que había encontrado de camino hasta ahí.

—¿Tu abuela? —Elinar la miró al girar un poco su cuerpo. Se encontraba sentado sobre un banco a un lado de la cama de la mujer.

—Abuela, soy yo, Soldara, ¿estás bien?

—Mi niña. ¿Dónde has estado? —a duras penas formuló la mujer.

Elinar se levantó del banco y miró a Soldara con más atención, y comenzó a acercarse a ella.

—No, no te me acerques, aléjate... de ella y de mí —dijo, temblorosa. Seguía apuntando hacia enfrente con el palo.

—¿Quién eres? ¿Por qué le llamas abuela a mi madre?

—¿Tu... madre? —El arma temblaba en sus manos.

—Ven aquí, niña. Quiero verte —solicitó Albina.

Soldara se acercó con cautela, sin darle la espalda a Elinar. Él la miraba con atención. Se acercó hasta Albina, pero seguía mirando al soldado. Sus manos seguían agarrotadas sobre el palo que mantenía en alto.

—Abuela, aquí estoy. ¿Qué te ha hecho este hombre?

—Mi hijo... ¿Dónde está mi hijo?

—Estoy aquí, madre —respondió Elinar.

—Braco, mi hijo, quiero ver a mi hijo.

Elinar sintió una punzada.

—¡Abuela! —Soldara le dio una mirada rápida y angustiada—. ¿Qué es lo que te ha sucedido?

La mujer tenía una venda sobre su estómago, manchada de sangre. Soldara soltó el palo, preocupada por la mujer, sin importarle ya la presencia de Elinar.

—Mi hijo —volvió a decir Albina con voz ronca—. Mi hijo debe saber la verdad.

—Abuela... —Sus dulces ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Quién te ha lastimado? —preguntó de nuevo.

—Los soldados de Alasia —Elinar contestó.

Soldara lo miró rápidamente y volvió su rostro hacia Albina.

—Abuela, resiste, hay una mujer que puede ayudarte, iré por ella.

—Dile a mi hijo... —Sostuvo su mano para que no se marchara—. Braco, es mi hijo... Bajo la tabla. —Apuntó a una esquina—. Ahí... está... la prueba... Mi hijo... mi...

—¿Abuela?, ¡abuela, no!, ¡abuela! —Soldara comenzó a llamarla con fuerza al notar que había dejado de moverse.

Sus ojos abiertos miraban a Elinar y su boca, ligeramente entreabierta, parecía que había querido decirle algo al soldado. Elinar se acercó. Soldara se asustó e intentó hacerse a un lado, pero se quedó quieta al notar que él solo cerró los ojos de Albina. Aun así, lo miraba con desconfianza.


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