Capítulo 12. La señal de una derrota


El silencio se hizo por un momento.

—Querido hermano —se escuchó la voz de Celia—. Me alegra que te nos unas.

Reagan intentó mirar, pero la espada seguía presionando su garganta.

—¿Quieres ver qué sucede, primito? —Theódore sostuvo con una mano el hombro de Reagan y lo hizo voltearse hacia el salón—. Camina.

—Tú también —dijo uno de los soldados, dando un empujón a Elinar.

Reagan continuó caminando con Theódore a sus espaldas y la espada en su garganta, pero sin soltar la suya.

—¡Madre! —Reagan dijo con preocupación...

Celia tenía asida a Herea por el cuello y amenazaba con un cuchillo. El Rey estaba frente a ellas, rodeado por seis soldados que lo habían sacado de sus aposentos y llevado hasta Celia.

—Libera a mi Reina —ordenó Báron con voz furiosa.

—No hasta tomar lo que me pertenece. Me alejaste de mi hogar y de mi padre. Este era mi trono, pero convenciste a mi Rey de que me diera por esposa al Príncipe de Alasia, en lugar de que te quedaras con la estúpida y mimada Princesa.

» Lo convenciste de que sería aún más poderoso; conmigo como Reina de Alasia y contigo como Rey de Góbera. Pero es tiempo de que te arrodilles ante mí o todo tu pueblo sucumbirá.

» Ahora mismo, en cada aldea y pueblo, en todo tu reino, ¡en cada rincón de tu reino! —repitió más fuerte—, mis guardias están asesinando a todo el que no me reconozca como su Reina y toman prisioneros a tus niños y mujeres.

» Y tú, querida Reina Herea —mencionó con desprecio—, te dije que te arrepentirías de haberme tratado como lo hiciste.

Herea golpeó con el codo en la cara a Celia. Rápidamente, la sujetó por la muñeca, inmovilizando la mano con la que sostenía el cuchillo. Con la otra mano le sujetó parte del brazo y, agachándose, utilizó su propio cuerpo como palanca, haciendo que la Reina girara por encima de su espalda y cayera de espaldas sobre los peldaños que separaban la mesa principal del resto. Antes de que Celia pudiera entender lo que había sucedido, Herea ya le apuntaba con una espada.

El cuchillo que Celia había estado empuñando contra Herea, había volado, aterrizando lejos de ella al momento en que cayó de espaldas. Los soldados de Alasia, atónitos, se quedaron inmóviles. Sus manos temblaron ligeramente sobre las empuñaduras de sus espadas, pero ninguno se movió. Sabían que cualquier acción precipitada podría poner en riesgo la vida de la Reina. Sus ojos seguían atentos, puestos sobre Herea y Celia.

Aunque su deber los llamaba a actuar, se vieron forzados a mantener la calma y esperar. Pero varios soldados de Góbera llegaron y rodearon a los que mantenían cautivo al Rey, y los despojaron de sus armas. Braco y Benjamín hirieron en un instante a los dos soldados que amenazaban a Elinar por la espalda. Habían entrado en silencio por la puerta lateral de la sala del trono, que conducía al interior del castillo.

Theódore se asustó al escuchar los movimientos de lucha detrás de él y volvió a girar con Reagan, estuvo muy cerca de cortarle el cuello debido a la rapidez con la que volteó. Braco ya lo había rodeado junto con su primo y el consejero real. Vio los cuerpos inertes de sus dos guardias desangrándose en el suelo y soltó su espada. Dio varios pasos atrás. Reagan, al verse liberado, se giró hacia su primo y le apuntó al pecho. Sus ojos relampagueaban de ira.

—Este no era mi plan —dijo Theódore, de forma cobarde y levantó un poco las manos queriendo mostrar inocencia—. ¡Mi madre lo ha planeado todo este tiempo!

—¡Llévenlos al calabozo! —Báron dio la orden.

—No, no puedes, esto significará la guerra entre ambos reinos —gritó Celia desde el suelo.

Herea seguía parada junto a ella, apuntándole y mirándola desde arriba.

—¿La guerra? —Báron gritó furioso—. Ya estamos en guerra; desde el momento en que decidiste atacarme y tomar mi trono.

Dos soldados de Góbera se acercaron a Celia y la levantaron. Los guardias de Alasia que estaban en la sala ya habían soltado sus armas, rindiéndose.

—Mi esposo no sabía mis planes, así que él lo tomará como un acto de traición y vendrá por mí. No te dará tregua, ¡va a asesinarte!...

Un rugido feroz se escuchó en el cielo al momento en que Celia terminó su frase. Todos miraron al techo, como si desde ahí hubiesen podido ver el firmamento, y se quedaron en silencio. Báron volteó hacia la entrada del salón.

—¿Qué fue eso? —preguntó Herea. Miró a su esposo y lo encontró con el rostro desencajado. Ella seguía sujetando con firmeza su espada.

—Llévenselos —volvió a decir el Rey. Acompañó su orden con un ademán, apuntando con todo su brazo, con desgana y apariencia confundida, a Celia.

—Vas a arrepentirte de esto, Rey Báron —Celia gritó volteando hacia su hermano mientras la sacaban de la sala del trono y la conducían, sujetada por los brazos, a su celda.

—También a sus soldados, llévenselos.

Los guardias obedecieron, apresándolos y llevándolos por los pasillos hacia los calabozos.

La familia real salió del palacio, y en el cielo, una llamarada gigante se extendió iluminando la noche y dejando ver a un majestuoso ser de escamas y picos del cual había surgido. La bestia surcaba la penumbra del cielo batiendo con fuerza sus alas. El animal volvió a rugir y dirigió su vuelo hacia las montañas. El príncipe miró a su alrededor; había ignorado por completo a los soldados que luchaban con las fuerzas de Alasia. Aun en su estupefacción por ver aquella criatura que solo en cuentos había conocido, se lanzó con su espada desenvainada hacia la batalla.

Báron tenía el semblante pálido...

«Un dragón surcará los cielos, esa es la señal del inicio de su derrota, de su final como Rey. El dragón y su jinete darán inicio a un nuevo reinado».

¡En su cabeza sonó la voz de la vidente!

—¡Mi hermana ha traído a un dragón!... ¿Tenía jinete? ¿Tenía jinete? —preguntó a su esposa con voz desesperada.

Herea lo miró desconcertada, aún no entendía del todo que era lo que ocurría. Observó en todas direcciones; los invitados corrían atemorizados tanto por el ataque de Alasia como por el fiero dragón que había aparecido. Volteó hacia su esposo y negó a su pregunta con la cabeza. Varios guardias a su alrededor la protegían al igual que a Báron.

Desde lo alto del castillo se podían ver las praderas que se extendían debajo y el pueblo más allá. Las llamaradas iluminaban la noche, revelando el caos. El ataque de Alasia había provocado incendios en los alrededores, y el fuego se propagaba, consumiendo las viviendas de los nobles refugiados entre las murallas del castillo. Las sombras de las llamas se alzaban en la distancia y el humo se elevaba hacia el cielo, destacándose contra la oscuridad de la noche. En el horizonte, las estrellas brillaban, siendo testigos de aquel ataque. Incluso, Herea podía escuchar desde ahí los gritos desesperados de sus súbditos.

—¿Pero qué demonios está sucediendo? —Sus ojos se nublaron.

Báron miró al frente; Reagan luchaba con un Alasiano. Braco, Elinar y Benjamín, llegaron para ayudarle con el resto... Y entonces, todo se detuvo; habían logrado derribar a todos los soldados de Celia. La orden era clara: los sobrevivientes serían prisioneros.

Pronto, el alba apareció en el horizonte; había sido una larga y desconcertante noche. Los soldados parecían agotados de levantar los cuerpos de los súbditos y soldados muertos. El Rey observaba aquella masacre, y por primera vez, unas ojeras se marcaban con profundidad bajo sus ojos. Herea había sido escoltada a sus aposentos en medio de la madrugada para que pudiera descansar. Varios guardias vigilaban su puerta, mientras sus doncellas estaban adentro cuidándola. Ninguna de ellas, incluida Herea, había logrado dormir.

—Su Majestad. —Un guardia llegó corriendo ante el Rey e hizo una reverencia—. He recorrido parte del reino como ordenó y se han llevado a varias personas como prisioneros.

—Envía a un grupo de soldados a cazar a esa criatura, deben asesinarla. —Estaba más angustiado por la bestia que por sus súbditos raptados.

—Yo me encargaré de ayudar en esa tarea, Su Majestad. —Benjamín se ofreció.

También se le veía cansado, pero a pesar de ello, y de estar entrado en años, aún mantenía un cuerpo fuerte y una postura erguida que denotaba su vigor y disciplina.

—Yo también iré —Reagan dijo de inmediato.

—No te pondré en peligro —el Rey sonó molesto.

—No es necesario que vaya usted, Príncipe —mencionó Elinar—. Curiosamente he visto una aldeana que habita cerca del camino real. Hace poco, puse particular atención en ella y...

—Claro, una boda sería lo adecuado en este caso. Después de asesinar a la bestia te casarás —dijo Báron.

—¿Una boda Real?, ¿ahora? Creo que eso no es lo primordial, debo ir a rescatar a nuestros súbditos, antes de que lleguen a los límites de Alasia, o el Rey nos declarará la guerra si entran a su reino y nosotros peleamos por ellos. —¡Reagan deseaba salvar a su pueblo!

—No era mi intención sugerir eso, mi Rey —prosiguió Elinar—, la mujer tiene un singular parecido a nuestro Príncipe, no es necesario que él se arriesgue en tan peligrosa tarea.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Benjamín.

—Sugiero traer a esa campesina y hacerla pasar por el Gran Príncipe, así no perderemos al heredero al trono, y si ganamos, que lo haremos por supuesto, el Príncipe será el héroe.

» Ella podría ir a la cueva del dragón y salir victoriosa en su nombre. La armadura dorada que el Príncipe posee, es la que ella debe usar para la misión, así todos creerán que en verdad es él.

—Primero debemos ir por nuestra gente, tenemos que rescatarlos. —Reagan se sintió ofendido por la sugerencia de ser reemplazado para la batalla y sobre todo, por una doncella.

—Busquen primero a la chica. Y tú, querido hijo —dijo Báron al tomar a Reagan por los hombros, mirándolo directamente—, elegirás pronto a una mujer digna de ser tu princesa. Yo, por lo tanto —lo soltó—, hablaré con mi hermana, para llegar a un acuerdo. No te moverás de aquí hasta que encontremos a una mujer digna de ser reina.

—¡Evitar entrar en guerra es lo que debemos hacer, y salvar a nuestra gente!, ¡no encontrar una princesa!...

Báron no dijo más, dio dos golpecitos con su mano extendida al hombro de Reagan y se dirigió hacia su consejero. Ambos se marcharon en dirección a la sala de guerra...

En el transcurso de la mañana, un grupo comandado por Braco se preparaba para encontrar la guarida de la bestia que amenazaba el reino de Góbera. Y Elinar, organizaba una búsqueda para localizar a la mujer que era idéntica al Príncipe...

Esa misma noche...

—Voy a abrir la puerta —mencionó Phoebe decidida y extendió su mano hacia el candado del cerrojo.

—No. —Soldara la detuvo al sujetar su mano.

—Debemos salir de aquí.

—Sí, pero no con tus poderes, no sabemos a dónde nos llevan. Y si te ven y nos dirigimos al castillo, te acusarán de brujería y el Rey hará que te asesinen.

—Eso que importa, tenemos que salir.

—¿Qué dices?, ¿cómo qué no importa que te asesinen?... ¡No puedes decir eso!

—¡Es qué...! —Dejó salir el aire de sus pulmones—. No puedo creer que esa bruja de Miserata nos haya cambiado por oro. —Estaba molesta.

—¿En serio te sorprende?

—¡No, ya no!, pero me enoja... ¡La odio!, siempre nos ha tratado como si no valiéramos nada; como basura, no, corrijo, incluso la basura tiene un valor, pero para ella somos nada. Mira que vendernos a esos soldados que aparecieron de la nada para secuestrarnos.

—Sí, vi su escudo, son soldados de Alasia, así que pensándolo bien, seguro que el Reino está en peligro.

—¿Y solo por salvar su pellejo nos ha vendido a Alasia? —preguntó, empeñada en sacar su frustración.

—Eso parece —contestó, mirando el enojo de Phoebe.

—¿Qué habrá sucedido en el palacio? Vaya cumpleaños para el Príncipe —se lamentó en voz alta.

—¡También es tu cumpleaños!

—De pronto las luces artificiales se apagaron —dijo en un tono melancólico y se abrazó de sus piernas, sin prestar atención al comentario de su hermana—, siempre he creído que son para mí, cada año las he observado e imagino que soy una Princesa. Son tan mágicas.

—Lo sé, siempre te veía como sonreías al ver todos esos colores dispersándose por el cielo... ¿Qué fue eso? —preguntó al oír el clic del candado de la jaula.

—¡Listo! Está abierto.

—¿Me estabas distrayendo?

—Sí, nunca he querido ser una Princesa, seguro es demasiado aburrido, solo miraba esas luces porque son bonitas.

—¡Eres una...!

—¡Vamos, sal ya!

Ambas bajaron de la carreta con barrotes donde estaban prisioneras, la carreta reposaba junto a otras en un campamento improvisado por los guardias de Alasia.

—Llévennos con ustedes —dijo susurrando una anciana, su manteo de cuadros se veía desgastado.

—No —dijo Soldara, deteniendo a Phoebe al agarrarla del brazo y advirtiéndole con una mirada.

Ella ya se había dispuesto a caminar hacia los barrotes de la prisión. Las mujeres dentro se veían incómodas y apretujadas, al igual que los dos pares de niños que estaban junto a sus madres. Dio "gracias" porque a ellas dos las habían metido solas en una jaula.

—Por supuesto que sí, no vamos a dejarlas aquí. Mira por allá. —Apuntó hacia una distancia donde estaba una fogata y tres hombres—. Están distraídos, ¿y ves aquel? El de capa negra... Él era el hombre que apareció con los dos príncipes en el bosque, algo muy malo está pasando.

—Exacto, y no podremos huir con todas estas personas.

—Bueno, solo abriré los candados y que ellas vayan por su cuenta.

—¿Qué hay de nuestros hombres? —preguntó una mujer de cabello cobrizo, que también lucia una piel arrugada y cansada.

—¿Hombres?

—Por allá. —Apuntó hacia la carreta contigua, que se encontraba situada a tres metros de distancia.

—Phoebe... ¡No! —le advirtió—, van a descubrirnos. Debemos irnos ya.

Phoebe le dio una mirada, haciéndole saber que no la escucharía, y se quitó con suavidad el agarre de su brazo. Caminó decidida, pero en silencio, hacia la carreta.

Soldara suspiró, derrotada, resignada, y siguió de manera sigilosa a su necia y testaruda hermana menor; y también se agazapó al igual que ella.

Phoebe llegó hasta la puerta de la celda y levantó solo una parte de la pesada tela de cuero que la cubría para encontrar el candado. Mientras tanto, Soldara vigilaba para asegurarse de que no las descubrieran. Phoebe alzó la vista y, bajo la tenue luz de la luna que se filtraba en el interior de la carreta, pudo distinguir los rostros llenos de miedo y resignación que también clavaron sus miradas en ella. Volvió a mirar el candado, apretándolo en su mano al sentir una punzada de coraje al ver a esas personas ahí dentro, y, haciendo con su otra mano un movimiento en forma de círculo, lo envolvió en polvo violeta y azul, y de inmediato se abrió.

—¡Ssshhh! Salgan en silencio —les dijo a aquellos múltiples hombres; jóvenes y viejos, que la miraban con asombro.

Todos ellos, agazapados y sigilosos, salieron de las jaulas, avanzaron detrás de ellas, imitando los movimientos cuidadosos de las dos jovencitas que iban de regreso hacia a la jaula donde estaban las mujeres encerradas. Phoebe hizo lo mismo con el candado, repitiendo el movimiento en forma de círculo que lo envolvió en polvo violeta y azul. Las mujeres, al igual que los hombres, se quedaron asombradas ante aquella magia. Los hombres se acercaron a sus esposas e hijos, y entre abrazos aliviados, se reunieron con ellos mientras trataban de mantenerse en silencio para no alertar a los guardias.

—¿Qué pasará con los demás soldados y los prisioneros? —preguntó de pronto un guardia.

Su voz cortó el silencio en el que solo se escuchaban los grillos y el crepitar del fuego que se generó mientras su compañero movía los leños, atizándolos con una barra de hierro que tenía punta en forma de gancho. Las chispas que escaparon se esparcieron en el aire, apagándose casi de inmediato.

—¡Qué sé yo! —le respondió, dejó el atizador por un lado del fuego y se recargó en un tronco—. Se supone que ya deberían de haber tomado el trono, después tienen que alcanzarnos al amanecer, o pregúntale a él, él es el consejero de la Reina, no yo, él sabe exactamente. —Apuntó con su cabeza al hombre robusto de capa negra que se frotaba las manos a causa del frío.

Phoebe al igual que Soldara y el resto, se habían virado hacia ellos, asustados, y en sumo silencio, creyendo que los habían descubierto. Pero se tranquilizaron al darse cuenta de que solo charlaban entre ellos.

—Bien, entonces durmamos un poco y esperemos.

Se acomodó más sobre el tronco para quedar semi acostado y se puso el casco sobre la cara. El otro soldado lo imitó, sopló aire caliente en sus manos y luego se cubrió con su capa.

El consejero, se recostó sobre el suelo, se cruzó de brazos y cerró sus ojos después de acomodarse de lado, usando una piedra como almohada.

—¡Vámonos! —susurró Soldara dando un leve empujoncito a Phoebe.

Todos los prisioneros, sin hacer ruido, las siguieron y se internaron en la oscuridad del bosque. La luna comenzó a resplandecer con más intensidad al llegar al punto más alto del cielo y el bosque se iluminó, dejándoles ver por dónde ir.

—¿Quién eres, niña? —preguntó con curiosidad la anciana del manteo de cuadros, colocándose casi a la par de Phoebe.

—Mi nombre es Phoebe —respondió al detenerse.

Girándose hacia la mujer, le regaló una amable sonrisa, deteniendo en el proceso el caminar de todos.

—¡Bhilda! —exclamó alarmada la mujer de cabello cobrizo, que se había colocado al lado de la anciana. Le tocó el hombro, señalándole que mirara los ojos de la chica.

—¡Eres tú! —balbuceó Bhilda, su voz sonó esperanzada...

En Phoebe, al estar en aquel punto del bosque, se dibujó por un instante en sus ojos una luna llena con las orillas de color violeta oscuro y azul, y por un momento, se iluminaron como la misma luna. Soldara tuvo que ponerse más cerca de ella para creer lo que había presenciado. Jamás había visto los ojos de su hermana brillar de esa forma.

—¿Dónde estuviste todo este tiempo? —interrogó la mujer de cabello cobrizo.

—No importa ahora, Rámina, ella nos ha encontrado, ha venido por fin a salvarnos.

—¿Salvarnos? Perdón, ¿quiénes son ustedes? —preguntó Soldara sintiendo que acosaban a su hermana.

—Somos las hijas de la luna.

Phoebe las miraba expectante.

—¿Qué?... Hermana, ¿eso qué significa? —le susurró en el oído a Soldara.

—Somos los sobrevivientes de la última aldea que el Rey destruyó. Nos habíamos ocultado todo este tiempo, hasta hoy, que los Alasianos nos obligaron a abandonar nuestros refugios. Aquella agonizante noche, cuando el Rey Báron destruyó nuestros hogares, vimos la señal de la gran Madre Luna; la luna se tornó carmesí porque dio a luz a sus hijos. La esperanza de que seríamos salvados, como ella lo prometió, nos acunó en aquella cueva donde nos ocultamos para llorar nuestras pérdidas.

» La promesa de que una de las hijas de la Luna vendría para salvarnos y liberarnos de la opresión del reino, por fin se ha cumplido... ¡Y el gran dragón ya ha rugido!

—Alto, espere un momento, ¿está diciendo que ustedes son las últimas brujas? —Soldara recordó su aldea—. Creí que nadie había sobrevivido. Mi madre era la partera de la aldea, ¿la recuerda? —preguntó esperanzada.

—Niña, ¡estás viva! —Acarició sus rizos y luego la abrazó con fuerza—. ¿Cómo lograste huir? Ya eres toda una mujer. —Se alejó un poco para contemplarla.

» ¿Dónde estuviste todo este tiempo? —Seguía sujetándola por los hombros—. Ni siquiera recuerdo ya tu nombre, pero esos ojos aceitunados y tu cabello rojizo, es imposible de olvidar.

Unas lágrimas brotaron de los ojos de Soldara, recordó su aldea, su madre, sus vecinos..., su niñez.

—Todo este tiempo creí que todos habían muerto, de lo contrario, los hubiera buscado en cada rincón del reino. Nadie habló nunca más de ustedes. Hubo rumores de sobrevivientes, pero nadie podía confirmarlo. Y el Rey, dejó de buscarlos, por ello creí que... ya estaba satisfecho de su exterminio. —Bajó la mirada con tristeza.

—Querida niña, no llores más. —Le levantó el rostro—. Estamos a salvo, y ahora... yo voy a cuidarte. —Le limpió las lágrimas—. Vamos, caminemos hasta el río, ahí está la cueva que nos ha protegido, ya falta poco para llegar. —La abrazó por encima de los hombros al tiempo en que retomaron el camino.

—No entiendo de qué habla, ¿me explicas? —mencionó despacio Phoebe al acercarse a su hermana mientras seguían avanzando.

—Sí, lleguemos a un lugar seguro primero. —Le acarició la mejilla y le regaló una sonrisa.

Phoebe asintió y se tomaron de las manos.

—¿Cómo que la vendiste? —preguntó Elinar enfadado.

—Señor, esas niñas eran una molestia, ya soy vieja, no puedo lidiar con un par de mocosas inservibles.

—¿Hacia dónde se las llevaron?

—La caravana tomó el antiguo camino real, mi Señor, el camino que cruza las montañas.

—Ese camino es muy inestable, Señor —dijo un soldado.

—Sí, ya lo sé. —Miró pensativo al frente, hacia donde debía dirigirse para tomar el antiguo camino montañoso.

—Gracias por comprender, mi Señor —agradeció Miserata, creyendo que Elinar se marcharía de inmediato.

—Llévense a esta mujer —dio la orden—. Vender esclavos es un delito. —La miró a los ojos—. Y el castigo no es nada agradable, deberás elegir entre tus pies o tus manos.

—¿Qué? No, mi Señor, no vendí esclavos. Solo a esas buenas para nada. ¡No! ¡Suéltenme! Sabía que esas malditas serían mi desgracia, ¡déjenme!

Los soldados no prestaron atención a la exigencia de la mujer y la metieron a una jaula. El Rey había ordenado que cada escuadrón que saliera del castillo llevase una carreta con barrotes, diseñada para transportar prisioneros, por si encontraban en el camino a más soldados de Alasia.

—Sigan avanzando —ordenó Elinar.

Los rugidos del dragón se hacían más intensos conforme Braco y sus soldados avanzaban. Subir por la montaña era complicado debido a que el viejo camino real era rocoso, estaba desgastado y se derrumbaba; no obstante, continuaron caminando enfocados en su tarea de localizar a la bestia. Braco se había percatado de que en el angosto sendero, que en un inicio estaba diseñado de aquella manera tan difícil de transitar para evitar que los enemigos pudieran atacar con facilidad el reino, había huellas de carretas y caballos.

—Tomen un descanso, soldados —gritó Reagan.

Braco desvió su mirada hacia el Príncipe, dejando de analizar las marcas en la tierra. Por más que intentó, no pudo llegar a ninguna conclusión sobre su presencia, especialmente si ya nadie usaba esos caminos. La pregunta quedó flotando en su mente, sin respuesta. Los hombres agradecieron aquel gesto; sus armaduras y armas eran tan pesadas que les costaba moverse por aquella zona donde la tierra se desprendía a cada paso, amenazando con hacerlos caer al precipicio. El Príncipe se retiró su casco dorado, que lucía un dragón negro en la parte alta, y suspiró, un tanto cansado. Sacudió su cabello de adelante hacia atrás con su mano para ventilarlo.

—¿Se encuentra bien, Príncipe? —preguntó Braco.

—¿No es curioso que me llamen el Príncipe Dragón solo por la cicatriz en mi pecho? Y ahora, un verdadero dragón aparece, una criatura que creíamos inexistente surge de pronto y sacude todo el reino. De repente, mi sobrenombre parece ridículo y fuera de lugar. Al mirar a esa criatura, no veo que tengamos nada en común, salvo la forma de mi marca.

—Sí, es bastante curioso. Quizá sea una señal de que usted derrotará a la bestia, de la cual ni siquiera conocemos su origen, y que solo nos hace saber que nuestro deber es proteger al reino y a nuestra gente.

—Pero el Rey desea una boda —dijo de forma irónica—, quiere asegurar mi reinado con un nuevo miembro de la realeza, en lugar de preocuparse, así como tú y yo, por proteger la vida de su pueblo. Solo le importa su legado.

—Eso es muy normal, Su Majestad. El simple hecho de que la Reina Celia haya tramado un golpe para destronar a Su Grandeza, quiere decir que es necesario que su reino se haga más fuerte.

—Y justo por eso me es imposible pensar ahora en una boda real, porque no tendremos oportunidad de hacer nada si deciden atacar de nuevo mientras estamos distraídos en una ceremonia...

—¡Todos al suelo! —gritó Benjamín, alertando al resto.

De pronto el temible dragón había salido de la montaña y voló por sobre sus cabezas. La bestia rugió y lanzó fuego al aire.

Los soldados se ocultaron rápidamente, cubriéndose entre las rocas y levantando sus escudos.

Al mismo tiempo, Reagan se puso en posición de defensa al sacar su espada. Instintivamente, al contemplar el peligro, Braco se abalanzó hacia el Príncipe para protegerlo, cubriéndolo con su cuerpo y su escudo mientras lo situaba detrás de una roca que sobrepasaba la altura de ambos.

Los soldados, casi de inmediato salieron de sus refugios, desenvainando sus espadas y echando mano de toda su valentía. Sus cuerpos se tensaron, preparándose para la inminente batalla, siguiendo con la mirada la línea invisible que el dragón trazaba en el aire con su vuelo. Creyeron que pronto los atacaría, pero inesperadamente, la bestia desapareció entre las nubes.

—¿Todos están bien? —preguntó Reagan al salir de su refugio.

Braco le siguió.

—Al parecer sí, Su Majestad —respondió Benjamín al llegar hasta él.

—Tenemos que volver —ordenó Reagan.

—Daré la señal —contestó Braco.

—Pero estamos muy cerca de la guarida, Su Majestad —dijo un soldado, señalando la cavidad de la montaña.

—No ahora, vayamos al castillo y traigamos más hombres. Atacaremos mañana al anochecer. La misión de hoy era localizar su cubil y ya lo hemos hecho. Mañana nos prepararemos mucho mejor para eliminarlo.

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