Camino a la verdad


Después del medio día, Reagan se preparó para llevar a cabo la ejecución de los soldados de Alasia y entre ellos, al consejero de la Reina Celia. Los llevaron a todos a la plaza para darles la pena de muerte ante el público, así, quienes estuvieran infiltrados en el reino, sabrían lo que les esperaría si osaban a atacarlos o simplemente si llegaban a descubrirlos.

—¡No, su majestad! —gritaba una mujer.

Iba entre medio de todos los prisioneros, atada de la misma soga que unía en fila a todos los Alasianos traidores.

—¡Cállate! —ordenó un Góberano y le atizó un latigazo.

—Pero yo no he hecho nada, lo juro. Me encerraron con estos traidores por error.

Dhobo reconoció a la anciana.

—La mujer dice la verdad, Príncipe —le dijo a Reagan.

—Explícate —solicitó en respuesta.

El Príncipe se encontraba, junto al verdugo, parado en la tarima donde decapitarían a los sentenciados.

—La mujer es quien crió a la joven que será su remplazo y a su hermana. Inicialmente fue encarcelada debido a que las cambió por oro.

» Era un caso que debió ser presentado ante el Rey, sin embargo, con el tema de la guerra, al parecer quedó en el olvido. ¿Cuáles son sus órdenes?

—Entonces las vendió, ¿es lo que dices?

Dhobo asintió.

—Todo está listo, Su Majestad —dijo Braco al llegar, situándose al lado de Reagan.

Después de haber recibido las órdenes del Rey que se encontraba en su palco, bajó para indicarle al Príncipe, que debía comenzar con la ejecución. Dhobo le miró asintiendo y enseguida vio a Reagan, esperando sus indicaciones.

—Bien. —Dejó salir un suspiro, se irguió y llevó sus manos atrás de su espalda—. Separa a la mujer del resto, será ella la primera en recibir... Dale cincuenta azotes, y después, deberá servirles a aquellas a las que vendió, sin oportunidad de curar sus heridas.

Dhobo asintió y bajó de la tarima dirigiéndose hacia Miserata. Braco la reconoció y ella a él, sus miradas se cruzaron. Ella le seguía mirando con odio, y él, con lástima. Sin embargo, en su mente resonó lo que el Príncipe acababa de decir: las vendió, y pudo imaginarse a quiénes, cosa que le llenó de rabia. Y se propuso a preguntarle más tarde a sus hijas, qué era lo que había pasado y entonces lo recordó. Aquel día en que Phoebe se encontraba en la montaña, al llegar con la horda de prisioneros y encontrar a Soldara en ella, se lo había contado.

No obstante, en ese momento, por el temor de que Elinar las descubriera, lo pasó por alto, olvidándolo casi de inmediato, debido al reencuentro de los tres, sumándole que Soldara le daba la noticia de que su tía, había sido asesinada.

Vio a Dhobo subir a la tarima llevando a Miserata. La mujer le preguntaba qué era lo que le harían, temerosa de que la amenaza de Elinar, acerca de que debía elegir entre sus manos o pies, fuera real. El verdugo le ató sus manos a dos postes.

—¿Qué es lo que me harán? —seguía preguntando la anciana.

—Por el delito de vender esclavos al reino de Alasia —Reagan levantó la voz—, sentencio a esta mujer a cincuenta azotes. —Miró a Dhobo y asintió dando la orden de comenzar su castigo.

El verdugo, sin nada más que esperar, le hizo una seña a un soldado quien, acercándose de inmediato, arrancó de un tirón la blusa de la mujer, dejándola con los senos al aire. La anciana tembló aún más de frío.

Dhobo dio el primer azote...

La nieve comenzó de nuevo a caer y los copos se derretían en la sangre caliente que comenzaba a escurrir en la espalda de Miserata. Ella, ya no tenía voz para seguir gritando después del quinto latigazo, pero su castigo continuó hasta cumplirse.

Dos soldados se acercaron a ella y desatándola, se la llevaron a arrastras nuevamente a una celda, de donde después la sacarían para que cumpliera su segundo castigo.

Hincado e inmovilizado con un cepo, el Consejero Real de Celia se encontraba con la cabeza puesta bajo el filo de la guillotina.

—Por llevar a cabo traición al Reino de Góbera en un ataque a la corona, el Caballero Consejero Real y Canciller del reino de Alasia, es sentenciado a pena capital —proclamó el Príncipe Reagan. Levantó su mano como señal para que el verdugo se preparara—. ¡Qué esta ejecución sirva como advertencia a todos a aquellos que se atrevan a desafiar a Góbera! —añadió mirando directamente a los ojos del condenado.

No hizo falta más, Dhobo dejó caer la guillotina...

Phoebe estaba sentada, con las piernas cruzadas, y bien abrigada en un sillón que se encontraba a un lado de su cama. Se sentía sumamente aburrida dentro de su habitación.

Por la mañana, Braco la había dejado sola tan solo un momento para cruzar algunas palabras con el Príncipe, a quien se le veía molesto y nervioso. Cuando regresó con ella le solicitó que, después de desayunar, buscara a Soldara y se quedaran en su habitación por el resto del día. Le mencionó que él estaría ocupado, pero que las buscaría al caer la noche. Por eso, había ido en busca de su hermana al campo de entrenamiento.

Soldara, después de haber llegado a la habitación, cansada y pensativa, se había recostado dejando escapar un suspiro, y sin ser su intensión, se había quedado dormida.

De pronto y sin querer, Phoebe comenzó a ver lo que estaba soñando. Y, como si estuviera viendo ahí mismo una realidad alterna, se encontró con la imagen de Dhobo y Soldara jugando junto a una sencilla, pero linda casa, con un par de niños, los cuales intuyó, que debían ser sus hijos. Soldara lucía feliz y los colores que rodeaban sus sueños parecían auroras boreales.

Enseguida vio a Braco llegar de la nada, en sus brazos, reposaba una diminuta criatura que dormía en calma y parecía un auténtico ángel. Ella misma salió de pronto desde atrás de la figura del General, con una apariencia feliz y juguetona, y le dio un beso en la mejilla, a él y a quien estaba segura descansando en sus brazos: su hija. Del otro lado de Braco apareció la silueta de una mujer a quién no se le distinguía el rostro, pero sabía que era la madre de la bebé y esposa de Braco. Lo tomó del brazo y ambos se sonrieron con mucho amor, era una sonrisa amplia, auténtica, por parte de Braco, una que ella, jamás había visto en la realidad.

—¡Maldición! —dijo al tiempo que se levantó del sillón—. No... no puedo quedarme sin hacer nada. —Dio un par de vueltas en su lugar, con las manos en su cintura.

Se sentía impotente y molesta, las dos personas que más amaba sufrían, deseaban tener vidas comunes, pero felices, querían ser libres y ella no podía hacer nada para ayudarles.

«Él tiene que ayudarme a como del lugar», pensó al morderse la uña del pulgar, y sin meditarlo más, una nube de magia la envolvió haciéndola desvanecerse de la habitación...

Después de varias horas la ejecución culminó. Reagan regresó al castillo y se dispuso a visitar a Herea. Le solicitó a Braco que le acompañara, y él, obedeciendo la orden, preparó un escuadrón para escoltarlo. Y bien abrigados, salieron del palacio. Reagan andaba a paso lento con su caballo, Braco le seguía el ritmo y la guardia iba tres metros atrás.

—No quiero más guardias —dijo de pronto.

—Vamos muy lento, Su Majestad y, según estimo, la noche caerá muy pronto, eso podría ser un riesgo, además el clima está empeorando. ¿Está seguro de que no desea que lleve con nosotros más guardias?

—No, por favor indícales a tus hombres que regresen al castillo.

—Claro. —Se dio la vuelta para quedar frente a los diez caballeros—. Por favor, todos vuelvan al castillo, yo me encargaré de resguardar al Príncipe.

—Sí, Señor —respondieron.

Braco, dándose de nuevo la vuelta, regresó en una pequeña carrera hacia el Príncipe que ya había avanzado más.

—Mi padre... quiere que me case con la hermana de la joven que me remplazará —dijo de inmediato en que Braco llegó a su lado.

—¿Con la doncella Soldara, Su Majestad? —Braco se estremeció, se le torcieron las tripas.

—Pero no quiero hacerlo, no es que la joven me desagrade, sin embargo, no deseo casarme, no ahora.

—Su Majestad, permítame hablar libremente.

—Claro, adelante.

—Ella... es... una mujer virtuosa, sería una excelente esposa, no obstante... no lo aconsejaría a casarse con ella. —No encontraba la manera de hacer que desistiera de la idea.

¡Ella era su pequeña! Y que, aunque ya tenía veinticinco años, para él seguía siendo una niña y no podía imaginarse entregarla a nadie.

—Estoy al tanto de tu aprecio por ellas —dijo el Príncipe con una sonrisa—. He visto cómo las cuidas, y es por eso que puedo contarte acerca de esto, porque sé que podrás ayudarme a convencer a mi padre de que una boda real no debe ser ahora.

—Haré lo que esté en mis manos, Su Majestad...

Después de una hora de camino, la luz del día comenzó a desaparecer, sin embargo, debido a que en los puntos estratégicos se encontraban centinelas en lo alto de torrecillas de piedra, Braco se sintió confiado. Una señal del General bastó para que, con el puño levantado, le indicara al primer vigía que se encontraron: que escoltaba en solitario al Príncipe.

Inmediatamente, el vigía encendió una antorcha como señal para el resto de los centinelas, advirtiéndoles que estuvieran atentos y resguardaran el camino. A medida que el Príncipe y Braco pasaran por las torres de vigilancia, los centinelas también debían encender sus antorchas. Este procedimiento era parte del protocolo, asegurando que la señal de que Reagan y el General habían pasado por ese punto sanos y salvos se transmitiera, continuando así la advertencia al resto de los centinelas.

La antorcha era solo una señal de precaución. Para situaciones de mayor gravedad, como un ataque, utilizaban un gigantesco tambor cuyo sonido podía llegar hasta el castillo. Además, contaban con una base de hierro de gran tamaño que contenía aceite y carbón, lista para encender un fuego inmediato en caso de emergencia.

El camino era más difícil de ver. Braco encendió una de las dos antorchas que llevaba en sus alforjas y se la pasó a Reagan, enseguida encendió la otra y su viaje fue más fácil de continuar. Los copos seguían cayendo con lentitud, pero se acumulaban rápidamente. El fuego de las antorchas amenazaba con apagarse en cualquier instante debido al viento de la ligera tormenta de nieve.

Después de algunas horas llegaron al palacio de campo.

Ya era más de media madrugada y Herea no podía dormir. Una doncella entró a su habitación y le anunció la llegada del Príncipe.

La Reina se levantó de su sofá que cómodamente se posaba cerca de una grande chimenea, se puso su capa aterciopelada y salió de prisa al patio del castillo al encuentro de su hijo.

Reagan y Braco bajaron de sus caballos, un mozo los recibió llevándolos a los establos para desensillarlos y darles alimento.

—Cariño. —De inmediato Herea abrazó a su hijo.

—Madre —Reagan contestó el saludo, y correspondió el efusivo abrazo.

—Su Majestad —saludó Braco haciendo una reverencia en cuanto la Reina soltó al Príncipe.

—General. Gracias por traer a nuestro príncipe, a salvo.

—¿Cómo has estado, madre? —preguntó Reagan.

—Angustiada por no tener noticias de ti ni del castillo.

—Descuida, vayamos dentro y te pondré al tanto de todo.

Los tres se encaminaron hacia el interior. Después de mudar sus húmedas ropas, se sentaron a la mesa para recuperar energías por medio de la merienda y ahí mismo, pusieron al tanto a la Reina de cada cosa que hubo en el castillo los últimos días. Y, Reagan, confesando que, deseando verla por última vez antes de su partida a la guerra, había decidido ir a ahí a despedirse y sobre todo, a hablar acerca de la joven que debía reemplazarlo, él quería saber quién era ella y el porqué de su idéntico parecido. Herea, al escuchar que su hijo ya había decidido ir a la guerra, tuvo temor por su vida, y su angustia creció al escuchar que necesitaba saber quién era en realidad Phoebe.

Le dio una mirada temerosa a Braco que se encontraba frente a ella, también sentado a la mesa. Él no supo como interpretar esa mirada, pero sabía que había llegado el momento de confesar la verdad.

Herea guardó silencio por unos instantes...

—Madre, estoy listo, puedes decirme quién es ella. Quiero saber si ella es mi hermana, si mi padre te obligó a abandonarla.

Herea sonrió con vergüenza e ironía, no sabía como comenzar a explicárselo, Reagan estaba muy lejos de la realidad. Sentía miedo de que su hijo la odiara después de confesarle que había sido capaz de robarlo del seno de su verdadera madre.

Reagan esperaba con calma.

—Su Majestad, será mejor que no abrumemos a la Reina con ese tema, es evidente que no es un asunto fácil —aconsejó Braco.

—Yo lo comprendo —dijo el Príncipe un tanto impaciente—. Lo entiendo, pero estamos a punto de ir a una guerra y si no confirmo lo que creo, no sé si podré morir sin saberlo.

—¿Morir? —Herea se angustió aún más.

—Madre. —Girándose más hacia ella tomó sus manos entre la suyas—. Es una maldita guerra, no sé si podré sobrevivir. Estamos a tres días de partir a Alasia, yo... solo quiero saber si esa joven es mi hermana.

—¡Es que no lo sé! —dijo en llanto—. Nunca quise saber acerca de tu madre.

—¿Mi... madre? —A Reagan se le escalofrió la piel, y soltó las manos de la Reina—. ¿Tú... no eres mi madre?

—¡Lo siento! —dijo Herea con angustia.

Reagan se frotó la frente y miró al techo. Luego se levantó y caminó de un lado a otro tratando de asimilarlo. Braco solo observaba manteniéndose al margen.

—Continúa... —su voz era fría.

—Yo... Tu padre... —no sabía como continuar—. Cuando el Rey Báron me violó...

Reagan abrió en demasía sus ojos y se giró de inmediato hacia su madre. Su rostro reflejaba su incredulidad y rabia.

—¿Qué estás diciendo? ¿Mi padre te... lastimó? —Volvió a tallarse el rostro, pero esta vez, con ambas manos, y con impotencia.

Tomó precipitadamente el jarrón con flores que se encontraba en la mesa y lo estrelló contra la pared. Herea dio un brinco por el estruendo. Braco se levantó de su asiento de una forma calmada, pero firme.

—Su Majestad —dijo con voz fuerte, llamando la atención de Reagan.

El Príncipe le miró, y asintió en respuesta, controlándose. Estaba agitado. Braco se quedó parado, atento para ser intermediario en caso de ser necesario. Reagan se volteó hacia Herea que seguía llorando en silencio con la cabeza agachada. Avanzó hacia ella y se puso en cuclillas a sus pies. Tomó de nuevo las manos de la Reina, suspiró y luego sorbió su nariz.

No podía imaginarse por lo que su madre había pasado.

—Lo siento —pronunció cabizbajo—, lamento tanto que hayas pasado por una cosa tan terrible, no le perdonaré al Rey que te haya lastimado. —Sus ojos centellaron al levantar el rostro y mirarla frente a frente.

—Fue hace tanto tiempo ya, pero aún me sigue afectando —continuó la Reina.

—No sigas si no quieres —Reagan le dijo con empatía.

—Tengo que hacerlo, tienes derecho a saberlo.

Reagan asintió. Se levantó y tomó la silla para acomodarla frente a su madre. Se sentó y puso atención...

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top