18. La carta


—¿Qué hará ahora? —Soldara le preguntó a Herea.

—No lo sé, creo que esperaré un poco hasta que la guerra con el reino de Alasia culmine, y entonces, huiré de este lugar. —Sonrió con ternura al levantar su rostro y ver la cara angustiada de las dos jóvenes, se levantó y se paró erguida—. Gracias, Phoebe, me has liberado. —Nuevas lágrimas salieron de sus ojos—. No olvidaré jamás esto que has hecho, hija de la Gran Madre Luna. —Hizo una reverencia ante la joven.

Phoebe abrió los ojos, extrañada ante aquel acto, sin saber qué responder o cómo actuar. Miró a Soldara. Ella sonrió a la vez que también reverenció, orgullosa, a su pequeña hermana.

—¿Qué haces? —susurró Phoebe y, discretamente, con su mano le lanzó una ligera brisa de magia haciéndola enderezar rápidamente.

Herea se levantó.

—Indira las llevará de regreso a sus aposentos. —Salió de la habitación.

—Vamos. —Indira asomó de nuevo en la puerta, apenas llegaba de atender otros asuntos.

Después de andar por unos minutos por los pasillos del castillo, entraron a sus aposentos.

—Y, ¿ahora qué? —preguntó Phoebe.

—Buscaremos la oportunidad de salir de aquí. Busquemos la manera de que bajen la guardia y nos iremos, muy, muy lejos. Solo que, necesitaremos monedas para eso.

—Tengo esto... —Phoebe caminó hasta la cama.

Debajo de ella, había escondido la daga que había bañado en oro fundido, en la cueva del dragón.

—¿Qué es? —preguntó Soldara al verla agacharse buscando bajo la cama.

—¡Esto!... —Le mostró el arma.

—¿De dónde la has sacado? ¿La robaste? —Se alarmó.

—¡Claro qué no! ¿Cómo puedes pensar eso?... La encontré cerca de la cueva, cuando regresé y ustedes ya no estaban. Y después, cuando sin saber, entré a la cueva del dragón...

—¿Qué hiciste qué?

—¡No te enojes!

—¿Cuándo pasó eso? ¿Qué fue lo que sucedió?

Soldara estaba al tanto del tema del dragón, había escuchado hablar de ello en el camino al castillo, de la boca de algunos soldados.

—Entré sin querer a la cueva, pero los soldados asesinaron a la madre de los bebés dragones...

Soldara abrió la boca.

—¡¿Estabas ahí cuando la asesinaron?!... Un día vas a... Deja de meterte en donde no debes o pasará algo de verdad muy malo y yo voy a odiarme por no haber podido cuidarte.

—¡Ya sé! Perdóname... Solo entré porque no sabía que ahí estaba su nido y ese soldado estaba siguiéndome, yo solo quería perderlo —dijo con un puchero dulce.

Soldara abrió los ojos y se sentó en el borde de la cama con cara angustiada.

—En fin... —Phoebe cambió su semblante—. Cuando los soldados luchaban con ella, sus llamas alcanzaron un montículo de oro y después de eso la asesinaron. Cuando salí de mi escondite, la impregné de oro fundido, ese soldado me atrapó, Braco me liberó, te encontramos y aquí estamos... Podremos venderla para poder huir. —Levantó un poco la daga para señar que se refirió a ella.

Soldara suspiró. Le impresionó la ligereza con la que su hermana le relató aquellos eventos, como si estuviera contando una simple anécdota, casi divertida, y no hechos llenos de peligro y muerte.

—Creo que es la daga de Bhilda... —Se frotó la sien—. Estuviste en peligro y yo no pude cuidarte.

Phoebe hizo una mueca con sus labios, preocupada por causarle angustias a Soldara.

—Lo siento.

—Pero, fuera de todo esto —dijo al levantar el rostro, recomponiéndose, tratando de hacer a un lado su impotencia—, aún me tiene muy pensativa todo ese asunto de la Reina... Creo que he descubierto algo...

—¿Qué es?

—Creo que... El Príncipe Reagan, es tu hermano.

Phoebe se acomodó de inmediato al lado de Soldara.

—¿Qué te hace creer eso? —interrogó con interés.

—Bueno, hay varios puntos que me llevan a creerlo.

Phoebe sonrió, pues en todo ese tiempo en el castillo, no habían podido ver a Braco y preguntarle sobre el bebé que había rescatado de la aldea... Y recordó lo que la Reina les había contado: el encargo que le hizo a Braco y a Elinar de encontrar a un bebé, logrando así tener a Reagan...

—Entonces, ¿también tengo un hermano?

Soldara asintió sonriendo al ver la cara de felicidad e ilusión que tenía su hermana.

—Uno de los principales puntos que me llevan a creerlo es el más evidente y es: el gran parecido que tienes con él y, además... —comenzó a contar todo aquello que sabía y lo que ella misma había presenciado.

Elinar llevaba a Celia del brazo y atada de las manos. Otro soldado llevaba al príncipe Theódore de la misma manera, y entraron al salón del trono.

Báron miraba a su hermana de forma arrogante y ella le devolvía el gesto de una manera desafiante.

—Volverás a tu reino —mencionó el Rey—, serás escoltada por mis soldados.

—¿Me dejarás ir así nada más, como si no hubiera sucedido nada? —sonaba molesta.

—Sí, sin más, dejaré que te vayas, pero, si vuelves aquí no tendré piedad. Y desde hoy, la alianza con Alasia se termina.

—No puedes hacer eso.

—Claro que puedo. Les quitaré mi protección y la conquista pasiva que nuestro padre hizo con Alasia, al casarte con su heredero, ha culminado. Pronto anunciaré que tu mediocre reino deja de estar bajo mi protección y dejaré que otros reinos los invadan, y yo mismo lo haré si se me da la gana.

—¡Eres un maldito!

—Escolten a esta hasta su reino.

—Sí, Su Alteza —Elinar acató la orden. Arrastró de nuevo a la Reina fuera de la sala.

—¡Te odio, Rey Báron!, ¡te odio! —gritó Celia girándose para ver por última vez a su hermano.

Un carruaje elegante estaba en el patio del castillo. Nuevamente una brisa fría llevó copos de nieve hasta ellos.

—Es mejor que nos apresuremos —sugirió Elinar.

Empujó hacia dentro del carruaje a la mujer y después al Príncipe, y él se subió al final. Después de sentarse, sacó una llave de debajo de su guante y quitó el perno que aseguraba los grilletes que sujetaban las manos de Celia y de Theódore. Ella lo miraba desafiante, así como lo hacía con el Rey. Elinar solo sonrió de lado, con una mueca descarada y un casi imperceptible bufido burlón, y miró hacia afuera por la ventanilla, ignorando cualquier cosa que pudiera hacer la Reina. La nieve comenzó a caer, golpeando y aglomerándose en el cristal.

El frío ambiente exterior se hacía cada vez más intenso. Theódore se abrigó más con su capa y se acurrucó en el asiento.

El resto de los soldados que conformaban la escolta iban bien protegidos del gélido clima, al igual que sus caballos. Las demás carretas, cargadas con provisiones, seguían de cerca, asegurando que la comitiva avanzara sin contratiempos en medio de la helada.

Mientras tanto, en el castillo, en el campo de entrenamiento y usando espadas reales, Braco le enseñaba a Phoebe a luchar. Se sentía tranquilo de que, al final, Elinar tuvo que escoltar a la Reina y no fue él quien debía entrenar a la joven. La nieve caía sobre sus cuerpos, vistiéndolo todo de blanco.

Le enseñaba los movimientos más básicos; a moverse con agilidad para evitar ser alcanzada por los ataques enemigos. Le mostraba cómo mover la espada para hacer un corte horizontal con un movimiento de barrido diagonal, el corte vertical, lo ejecutaba de arriba hacia abajo y el corte diagonal, ascendente y descendente, con movimientos precisos y ágiles, y le mostraba posturas. Phoebe llevaba una túnica de lana gruesa, sujeta con un cinturón de cuero, y unas botas altas forradas de piel para protegerse del frío. Braco, por su parte, estaba enfundado en un abrigo de pieles sobre una cota de malla, con guantes de cuero para mantener sus manos calientes y ágiles. La servidumbre intentaba mantener libre de nieve el área donde ellos entrenaba, aunque sus esfuerzos parecían en vano con la continua caída de copos.

—Debes analizar tu entorno de lucha, sujeta firme la espada con ambas manos y muévete...

Phoebe seguía las indicaciones y se movía igual que Braco, resultando ser buena en ese ámbito y aprendiendo el arte con facilidad. No obstante, un par de veces Braco la derribó, pero ella se levantaba de inmediato reponiéndose y logrando una inesperada defensa.

Soldara los veía desde una distancia prudente, alarmándose cada vez que veía a su hermana en una posición vulnerable y cada vez más se mantenía firme en encontrar una salida de ese lugar. No podía concebir ver a Phoebe luchando en una guerra.

—¿Estás bien? —Dhobo se acercó hasta ella al notar su angustia.

Soldara viró en cuanto lo escuchó y se giró de nuevo un tanto sonrojada, intentando ocultar su rostro.

—Sí —contestó sin mirarlo.

—¡Puedo enseñarte también!

—¿Lo harías? —Lo miró de prisa—. Braco no puede enseñarme, porque... apenas alcanzará el tiempo para entrenarla a ella. —De nuevo miró a Phoebe, con tristeza.

—Por supuesto, tú también deberías aprender. Así podrás defenderla si fuera necesario.

—¡Enséñame!

Dhobo asintió y dándose la vuelta, tomó de un estante una espada de madera y se la lanzó. Ella la atrapó en el aire.

—Empecemos.

—No, una real, no será lo mismo si aprendo con esto —dijo Soldara, devolviéndole la espada de madera. Estaba determinada en aprender lo mejor posible para poder defender a su hermana.

—De acuerdo.

Antes de que los mozos terminaran de guardar las armas en el cuarto de almacén debido a la nevada, Dhobo tomó una espada real del muro que se encontraba detrás suyo, de donde se solían colocar las armas de entrenamiento, y se la entregó.

A ella le costó adaptarse al peso del metal. Por un momento la arrastró, pero puso demasiado empeño en no dejarse llevar por debilidades y se esforzó por sujetarla correctamente.

¡Y así ambas jóvenes comenzaron su entrenamiento!

Una semana había pasado desde que Elinar escoltaba a Celia, acamparon donde iniciaba el bosque que delimitaba ambos reinos. La nieve cubría los árboles y el frío calaba los huesos. Celia despertó y miró a Theódore dormir plácidamente, se levantó y salió de su tienda, entró a la tienda donde Elinar permanecía. El soldado sostenía un tarro humeante que después de beber, colocó en la mesa de madera donde tenía puesto un mapa.

—¿Qué puedo hacer por usted, Reina Celia?

—Deja de usar ese tono conmigo.

—¿Qué tono? —preguntó sarcásticamente.

—Ese maldito tono, carente de respeto.

—¿Por qué tendría respeto por ti?

—¡Porque soy la Reina!

—¡No eres nada!

—¿Cómo te atreves? —Caminó furiosa hacia él con la intención de abofetearlo.

Elinar alcanzó a tomar su brazo y la sujetó con fuerza.

—Me atrevo porque no eres nadie, no vales nada. —La miraba casi con rabia.

—Suéltame, bastardo.

—No era lo que gritabas aquellas veces que...

—No te atrevas a mencionarlo. —Intentó alejarse nuevamente.

—¿Por qué no? —Elinar la sujetó con más fuerza y la pegó a su cuerpo, sus ojos brillaron con fulgor y la besó con violencia.

—Suéltame —dijo, pero no se le entendió

Ella se resistía, pero él la llevó, sin soltarla, caminando y empujándola hacia atrás, hasta llegar a su cama y se posicionó encima de ella, quedando en medio de sus piernas. Celia desistió de luchar para dar libre paso, con gusto, al duro miembro del General. Se besaban con ansiedad al ritmo frenético de sus cuerpos. Elinar la tomó de las manos y entrelazó sus dedos con los de ella.

—Quiero oírte gritar.

—¡No te daré ese gusto!... —Pero sus gestos sí gritaban cuánto lo estaba disfrutando—. Y cuando esté en mi reino, voy a hacer que te arresten —amenazó mientras Elinar la envistió con fuerza—... y te echen en una hoguera... Pero antes de eso..., volveré a Góbera y me encargaré de que asesinen a todo aquel ser que ames. —Tomó su rostro entre sus manos y lo miró a los ojos haciendo una pausa a su desenfreno—... Así como hice que asesinaran a la puta de Báron y a su bastardo.

—¿Qué has dicho? —Elinar cambió su semblante, ahora lucía furioso y se alejó de ella.

—¡Hum! Es lo único que me mantiene cuerda. —Se bajó el vestido—. Saber que le arrebaté a su querido amor, que me vengué por hacer que mi padre me casara con ese estúpido Rey de Alasia. —Se levantó acomodándose el cabello y le dio la espalda Elinar.

» Nunca se lo perdoné, y amé su rostro descompuesto al saber que nuestro padre fue quien envió a asesinar a su mujer y a su engendro. Ahora, mi venganza por haber eliminado la alianza con Alasia, será decirle la verdad, para que siga sin poder olvidarlo. Será como poner un poco de licor en la herida que nunca podido cerrar. Ya quiero ver la cara que pondrá cuando le diga que no fue nuestro padre y que yo hice que asesinaran a su querida. —Se giró y se encontró con el rostro enfurecido de Elinar.

Al mismo tiempo él la tomó del cuello.

—¿Cómo pudiste hacer eso?

—¡Suéltame! —formuló con dificultad.

—Dejar a un niño sin su madre es el peor acto que alguien puede cometer.

—¡Ah! —Celia luchaba por liberarse golpeando el antebrazo de Elinar.

—Tú asesinaste a mi madre, pero cometiste un grave error: me dejaste con vida.

Celia abrió más los ojos.

—Sí... —dijo con el rostro rojo, sediento de sangre—, el niño que asesinaron aquel día, no era el hijo del Rey, él era solo un pobre chico que aprendía las letras y yo... El hijo de una mujer que no era su madre biológica. —La soltó.

—¿De qué rayos hablas? —Theódore entró, pero no alcanzó a ver el maltrato hacia su madre.

Elinar lo miró como si viera a un ser sin importancia ni valor. Se dio la vuelta, caminando de nuevo a su mesa.

Celia intentó ocultar el dolor de su cuello dándole la espalda a su hijo. Sujetando su garganta halaba aire disimuladamente, controlándose para no hacer ruido al respirar.

—Digo que, estás en presencia del futuro Rey de Góbera, yo soy el unigénito del Rey Báron.

—Sigue soñando, soldado estúpido —soltó el Príncipe.

—Y aunque así fuera... —Celia seguía sujetando su cuello adolorido—. El Rey no ha reconocido a ningún otro hijo, más que a Reagan y no reconocería a un bastardo, sigues siendo nadie, aunque seas el primogénito del Rey.

—Dije, unigénito —replicó Elinar con calma.

—Vamos, madre, salgamos de aquí. —Theódore se dio la vuelta y salió.

Celia miró por última vez a Elinar y caminó fuera de la tienda.

El soldado suspiró llevando su rostro hacia arriba y cerró los ojos. Luego tomó el cofre viejo que sujetaba el mapa puesto en la mesa y sacó la hoja vieja y amarilla. Quitó la tablilla del fondo del cofre y un brillante anillo relució. Cuando leyó por primera vez aquella carta y encontró el anillo, lo limpió; los años habían hecho que aquella gema en forma de serpiente negra perdiera su majestuosidad.

Los ojos de la serpiente formados de pequeños rubíes reflejaban el rostro de Elinar y él miraba aquella pieza detenidamente. La serpiente se notaba enfurecida con aquellos colmillos asomando entre su boca abierta.

Se quitó de su meñique el anillo que tenía por adorno una rosa negra con diminutos diamantes en las orillas de cada pétalo, haciendo alusión a copos de nieve, y lo colocó dentro del cofre. Había copulado con Celia con la única intención de quitar de su mano su anillo real, aquel anillo con el que ella firmaba sus cartas. Ahora estaba al tanto de su parentesco con la Reina y ese encuentro íntimo y salvaje, lo había dejado asqueado.


Sujetó de nuevo la hoja desgastada, la abrió, y volvió a repasar aquel escrito...

Querida hermana Albina.

Con el corazón cargado de pesares y remordimientos, me dirijo a ti en este momento de penumbra para confesarte mi más terrible acto. Que Dios me conceda la fortaleza para revelarte la verdad y su infinita misericordia para recibir tu perdón. No he tenido el valor de revelarte mi mayor pecado de una manera diferente. No sé cuánto tiempo haya pasado cuando leas esta carta, sin embargo, quiero confesar mi cruel acción... Cuando supe que estabas encinta, al igual que yo, mi alma fue presa del alivio y, en mi locura y desesperación, ideé un acto imperdonable. Llevé a cabo este acto vil el día en que nuestros hermosos hijos nacieron. Ruego tu perdón, porque yo cambié a nuestros niños. Mi querido Braco es tu hijo, así como Elinar es el mío. Lo he visto crecer día a día, deseando darle el amor que le pertenece, pero veo el amor que recibe de ti y eso me mantiene en calma.

En esta misma carta, debo confesar quién es su padre. Pero te ruego que no leas más allá de estas palabras hasta que consideres que estás lista, pues quizá tu vida llegue a estar en peligro si conoces la verdad. Y por favor, no permitas que esta carta llegue a manos de nadie. Te pido que te conformes con saber que tu hijo es mi hijo y el mío es el tuyo y sigas cuidando de él con amor y esmero.

Y, hasta que sea el momento adecuado, tu conocimiento debe llegar solo hasta este punto.

El príncipe Báron es el padre de mi hijo. Dentro del cofre, bajo una delgada tablilla en el fondo, encontrarás una prueba irrefutable. El príncipe y futuro Rey Báron me ha obsequiado el anillo real como promesa de su amor por mí y nuestro hijo, prometiendo que en cuanto tome el trono, yo seré su Reina.

Si esto sucede, entonces, esta carta no llegará a tus manos y sabrás todo de mí. Tomaré a mi hijo de tus brazos y te entregaré al tuyo. De lo contrario, habré muerto junto a mi querido sobrino Braco, quien dará la vida a cambio del hijo del Príncipe Báron; entregará su ser por mi pequeño Príncipe Elinar.

Suplico de nuevo tu perdón...

Con amor para ti, mi querida hermana Albina. Tu hermana que te ama... Aleya.





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