Capítulo 9
Año 1.512, junio – 508 años antes
Caeli cabalgaba a toda velocidad a través de la tormenta. Aquella noche no llevaba su insignia de mensajera, ni tampoco la bolsa de viaje. Solo llevaba la capucha y lágrimas en los ojos.
Tenía miedo.
Se alejaba de Macello a toda velocidad, tratando de escapar de su destino. Cinco horas atrás, el mayordomo del Conde Donato Marino había acudido a la iglesia en su búsqueda, para llevarla a ella y al padre Piero hasta el castillo del Conde. Inocentemente, la mensajera había creído que sería para recriminarle su tardanza en regresar de las últimas visitas a Turín. Caeli pasaba más horas de las que debía con el hijo del Duque, y temía que el Conde pudiese recriminárselo.
Sin embargo, el motivo de aquel encuentro había sido totalmente diferente. Tanto que ni el padre Piero ni ella habían sabido cómo reaccionar al principio. Simplemente habían escuchado la propuesta del Conde y, llegado el momento de responder, tan solo el sacerdote había logrado hallar las palabras adecuadas.
—Es una magnífica oportunidad, no cabe la menor duda, mi Señor. Sin embargo, debo recalcar que Caeli tiene solo quince años...
Treinta años menos que usted, habría querido añadir, pero no se atrevió. La mirada del Conde se ensombreció de tal modo que tanto el padre Piero como Caeli comprendieron que aquello no era una propuesta: era una exigencia.
Era su futuro.
—Permítanos meditarlo durante unas horas, por favor, es una decisión complicada.
Cinco horas después, Caeli ya estaba de camino a Turín, alentada por el padre Piero, pero también por su propio miedo. Hacía cinco meses que el Conde se había quedado viudo y, tras la partida de su único hijo, pretendía tener un nuevo descendiente. Un hijo al que poder legar todo su patrimonio y títulos, y para ello necesitaba a una nueva esposa. Una joven inteligente y culta con la que empezar una nueva vida en común...
Pero Caeli no quería ser esa mujer. Aunque apreciaba todo lo que el Conde había hecho por ella permitiendo que se convirtiese en la mensajera real, no quería unir su futuro al suyo. Ella era aún muy joven, estaba enamorada de Valentino Leone, y aunque sabía que su unión era imposible, no le importaba. Era feliz fantaseando con ello.
Así pues, no sabía cuál iba a ser su futuro, pero no estaba junto a Donato Marino.
Cabalgó durante toda la tarde y la noche para llegar a Turín con las primeras luces del alba. Aguardó oculta en uno de los callejones a que amaneciese, y tan pronto escuchó el canto del gallo cabalgó hasta la fortaleza, cuyas puertas siempre estaban abiertas. Recorrió el patio a toda velocidad, sin responder a los saludos de los soldados, que ya la conocían desde hacía tiempo, y bordeó el edificio hasta alcanzar el muro oriental, en cuya segunda planta se encontraba la habitación de Valentino.
Lanzó varias piedras contra su ventana hasta captar su atención. El joven asomó la cabeza, aún adormilado, y abrió mucho los ojos al verla. Salió a su encuentro al patio, donde el pánico arrastró a Caeli a sus brazos.
—Pero ¿qué haces aquí? ¿Qué ha pasado? —preguntó Valentino con perplejidad al ver las lágrimas rodar por sus ojos—. ¿Estás bien?
—No —respondió ella.
Aquella simple palabra bastó para que Valentino montase en su caballo y juntos saliesen de la fortaleza, con la granja de los abuelos del hijo del Duque como objetivo. Viajaron hasta allí a gran velocidad, tratando de evitar los caminos más transitados, y tras media hora de trayecto alcanzaron el complejo. A aquellas horas de la mañana el abuelo de Valentino ya estaba despierto, lo que les obligó a ser especialmente precavidos para que no los viesen. Se escabulleron entre los árboles, aprovechando las plantaciones para esconderse, y esperaron a que el granjero entrase un momento en la casa para correr hasta el granero.
Se escondieron dentro. Ascendieron hasta la planta superior a través de una escalera de mano, y allí se ocultaron tras unas balas de heno. Caeli había dejado de llorar durante el viaje, pero su expresión seguía siendo tan lánguida como al principio.
—Cuéntame qué ha pasado, por favor —le pidió Valentino, cogiendo sus manos.
—Tenías razón —se lamentó ella con tristeza—. Todo aquello que dijiste del Conde, eso de que buscaría otra esposa, que querría tener otro heredero... ¡todo! ¡Ha pasado todo!
—Pues claro, se veía venir, no se va a quedar sin descendencia —respondió él—. ¿Pero y a ti qué más te da? ¿Por qué te pones...?
Nuevas lágrimas brotaron de los ojos de Caeli, dando respuesta a sus preguntas. Valentino enarcó las cejas, creyendo al fin entender lo que estaba pasando, y rodeó a la chica con los brazos, horrorizado. La estrechó con fuerza contra su pecho.
—¡No lo voy a permitir! —aseguró con rabia—. ¡Te juro que no lo voy a permitir! ¡Tú te vas a quedar aquí, conmigo! ¡Ese hombre está loco! ¡Podría ser tu abuelo!
Caeli asintió con tristeza, encontrando en sus palabras poco consuelo. Se secó las lágrimas, sintiéndose tremendamente perdida, y miró a su alrededor. Irónicamente, se sentía mucho más segura en aquella granja, rodeada de heno y animales, que en su amada Macello.
Valentino le cogió las manos.
—Ni una lágrima más, no lo voy a permitir, te lo juro. Hablaré con mi padre para que se lo prohíba. Es más, hablaré con mi padre para que te puedas quedar aquí, conmigo. Para que nos podamos casar. Tú y yo. Tú... —Tragó saliva, repentinamente avergonzado al darse cuenta de lo que acababa de decir. Pero no se arrepintió—. Tú y yo.
Y sin necesidad de decir nada más, pues ambos sabían que probablemente nada de lo que acababa de proclamar Valentino podría cumplirse, se fundieron en un beso.
Año 2.020, noviembre – 508 años después.
Créssida necesitó pasar dos días más en cama para poder ponerse en pie. La herida del corazón había sido muy grave y cicatrizaba con lentitud.
Demasiada lentitud para su gusto. La bruja estaba convencida de que podría preparar una pócima con la que acelerar el proceso, pero Abadón la había disuadido. Aquella herida no era solo física: también estaba dañada su alma, por lo que tenía que ser paciente. Así pues, sintiendo que las horas se convertían en días, había pasado las dos jornadas en lo alto de la torre, recibiendo las visitas de Bianca y su padre de vez en cuando. Ella le traía la comida y la ayudaba a asearse. Su padre, sin embargo, simplemente la visitaba durante la caída de la noche, para conversar y explicarle el día a día de la fortaleza. Al igual que ella, Mael seguía encerrado en su propia torre, tratando de recuperarse, pero no perdía el tiempo. Todo aquello que no podía hacer por sí mismo lo hacía Axael, su guardián. Un cambia-formas de carácter bastante singular al que le gustaba adoptar la imagen de un adolescente de piel dorada y ojos negros.
—Hasta donde sé, por el momento están recopilando toda la información sobre la ciudad. Sus negocios, sus puntos de interés, los ciudadanos más destacados, la situación económica por barrios... un poco de todo. Me he ofrecido para informarles, dispongo de todos los datos, pero al parecer el nuevo Duque prefiere conseguirlo por sí mismo.
Sentado en el borde de la cama, con la mirada fija en la ventana y una expresión solemne en el rostro, a Créssida no le sorprendía que a Eva le gustase aquel hombre. Era muy apuesto, con la mandíbula cuadrada y la barba pelirroja perfectamente perfilada. Sus ojos brillaban con fuerza, llenos de vida, y bajo el elegante traje negro que llevaba en señal de duelo, aguardaba un cuerpo fuerte y musculoso que no pasaba desapercibido. Sin duda, una magnífica base a la que se le sumaba su educación y cordialidad, convirtiéndolo en un candidato perfecto para alguien tan perdido como la antigua duquesa.
—Querrá tenerla de primera mano —respondió Créssida, con la mano apoyada sobre la cabeza de Abadón. No se separaba de ella casi nunca, y mucho menos cuando Adriano la visitaba—. ¿Le has visto? ¿Qué tal aspecto tiene?
—Me temo que no, ningún miembro de la Corte ha podido entrar en su habitación aún. Su sirviente se encarga de todo. —El consejero frunció el ceño—. Tengo la sensación de que no va a contar con nosotros para sacar adelante la ciudad.
—Es probable —admitió la bruja—. Quizás no a todos, pero doy por sentado que a la mayoría os pedirá que abandonéis la fortaleza. Se ha cumplido un ciclo.
—¿Podremos al menos quedarnos en la ciudad?
Aquella era una muy buena pregunta de a que no sabía responder. Desconocía cuáles eran los planes de Mael para la ciudad, pero teniendo en cuenta quién había sido su maestro, dudaba mucho que fueran a gustarle a Adriano. Ni a él, ni al resto de los miembros de la corte. No obstante, comprendía que quisiera quedarse en Turín. Aquella era su ciudad, y si ya bastante malo era que le expulsaran de la fortaleza, el tener que dejar también su tierra resultaba excesivo.
—Lo intentaré —respondió Créssida—. No puedo asegurarte nada, pero lo intentaré.
Créssida dejó la torre al siguiente amanecer, tras un agradable desayuno en compañía de Bianca. La joven decía ver una gran mejoría en la bruja, que incluso tenía buen color, por lo que aceptó que la ayudase a levantarse. Deambularon durante unos minutos por la planta, comprobando que las fuerzas no le fallasen, se dio una ducha y, ya renovada, descendieron juntas a los jardines, donde pasearon entre las flores. La fortaleza había cambiado mucho durante todos aquellos siglos, con la edificación de nuevas torres y la reforma de otras tantas, pero los jardines habían mantenido su esencia. El olor a flores seguía siendo embriagador, y los caminos marcados entre la naturaleza muy agradables. Los árboles seguían altos y fuertes, cubriendo el cielo con sus grandes ramas, y las estatuas con expresiones firmes enfrentándose al destino con determinación.
Pasear por aquella zona era reconfortante. Tanto que incluso logró olvidar momentáneamente lo que había pasado y disfrutar de la mañana. Sentir el sol en las mejillas y oler el aroma de las flores le traía buenos recuerdos de otra época.
De otra vida.
Se sentaron en uno de los bancos de piedra para contemplar el cielo. Ante ellas, alzándose como la más alta de toda la fortaleza, la torre donde Mael se había instalado parecía desafiar a la gravedad. La misma torre donde siglos atrás habían estado las dependencias personales del antiguo Duque.
—¿Ha podido descubrir algo sobre el asesino?
—Aún no, pero pronto daré con él, estoy convencida. Esta tarde iré a ver los cuerpos del resto de víctimas. Siguen en el sótano, ¿verdad?
Bianca asintió.
—Ahí siguen. Antonella cree que en realidad están vivos: que su alma está enterrada bajo la piedra. Yo creo que no, la verdad, pero a saber...
—Antonella es la antigua ama de llaves, ¿verdad?
—La misma. Está ya muy mayor, tuvo suerte de que la duquesa la dejase quedarse después de retirarse. Vive en el sótano, cerca de la bodega... es quien vela los cuerpos. No sé, puede que me equivoque, pero quizás podría ayudarla. Antonella siempre ve más que los demás...
Ambas volvieron la mirada hacia lo alto de la torre al ver que una de las ventanas se abría. El cristal reflejó momentáneamente la luz del sol, pero rápidamente giró sobre sus goznes. Unas manos se apoyaron en el alféizar, después asomaron unos brazos y seguidamente Mael mostró su rostro por primera vez en casi una semana.
Incluso desde la distancia Créssida pudo ver sus ojeras.
El nuevo Duque respiró hondo, alzó el rostro hacia el sol y, quizás guiado por el instinto, dirigió la mirada hacia el jardín, justo donde Bianca y Créssida se encontraban. Observó a una, después a la otra, y sin mediar palabra alguna se volvió a meter en la habitación, dejando tras de sí la ventana abierta.
Créssida dejó escapar un suspiro.
—Hora de trabajar —dijo en voz baja, comprendiendo el significado de aquella mirada—. Vete dentro e intenta pasar lo más desapercibida posible. Si puedes evitarlo, no te cruces con él.
—Lo intentaré.
La bruja se despidió de la niña y se encaminó hacia la torre, logrando con su mera llegada que los dos guardias que custodiaban la entrada se apartasen. No creía que fueran a durar demasiado tiempo en la fortaleza, pero se agradecía el esfuerzo. Empujó la puerta y entró en el vestíbulo inferior, donde unas plantas decoraban el lugar. Créssida les dedicó un fugaz vistazo, empapándose del aroma floral, y empezó a ascender las escaleras de caracol que recorrían toda la torre, consciente de que a cada paso que daba más se acercaba al que probablemente sería el mayor problema de su vida. Había asesinado a Mael, y había llegado el momento de enfrentarse a lo ocurrido. De dar la cara.
Recorrida media escalera, se detuvo en uno de los descansillos para coger aire. De vez en cuando la herida del pecho le provocaba unos fuertes pinchazos que la dejaban sin aliento. Créssida se sentó en uno de los peldaños, respiró hondo y esperó a que la amarga sensación desapareciera. Seguidamente, se puso de nuevo en camino. Alcanzó el final de la escalera, donde la esperaba un pequeño vestíbulo al final del cual la puerta de la habitación ya estaba abierta.
Se acercó con precaución. Más allá del umbral, de pie junto a la cama deshecha y vestido con un elegante batín azul y rojo, Mael la esperaba de brazos cruzados.
Le dedicó una sonrisa amenazante al verla aparecer.
—Vaya, vaya, vaya, pero a quién tenemos aquí... —dijo en tono peligroso. Su voz sonaba algo más débil que anteriormente, pero incluso así intimidaba—. Pasa, querida asesina, pasa: tú y yo tenemos que hablar largo y tendido... ah, y cierra la puerta.
Créssida tuvo la tentación de irse. De abandonar la torre, la fortaleza y, en general, Turín. Si Abadón la ayudaba, podría estar de regreso en la Catedral de las Rosas antes de acabar la semana. Puede que incluso, si el tiempo acompañaba, el viaje fuera más corto aún. ¿Tres días de camino? ¿Cuatro? La ventaja que tenía como bruja era que, si así lo deseaba, no tendría por qué parar a dormir...
Pero escapar de sus problemas no era propio de Créssida. Era tentador, por supuesto, pero por experiencia personal sabía que no se podía huir eternamente. Lo único que iba a conseguir era retrasar la resolución del problema, y no valía la pena. Lo mejor era enfrentarse a él.
Respiró hondo de nuevo y cruzó el umbral. Aquella habitación era mucho más amplia y elegante que la suya, con el mobiliario teñido de bonitos colores ocres y un gran espejo junto a la ventana, pero la presencia de Mael parecía cubrirlo todo de una neblina de oscuridad. Era como si, en cierto modo, hubiese traído consigo una parte del Inframundo.
Era inquietante.
Ya en la sala, la bruja empujó la puerta hasta cerrarla, quedándose a solas con él. Alzó la mirada hacia Mael, que seguía mirándola con fijeza, con sus profundos ojos negros cargados de su habitual misticismo, y forzó una sonrisa.
Las ideas y las palabras empezaron a amontonarse sin orden alguno en su mente.
—Oye, mira, sé que lo que hice fue terrible, que se me fue la mano, pero... bueno, fue un error. Un terrible error. —Créssida se encogió de hombros—. Me puse muy furiosa, no parabas de atacarme y, no es que quiera excusarme, pero a veces tengo la sensación de que alguien empuja mi mano en momentos así. Es como si perdiese el control de mí misma y lo tomase otra persona... Pero vamos, que no pude frenarme... aunque tampoco lo intenté, simplemente... simplemente me dejé llevar.
—Y me hundiste un cuchillo en el corazón.
—Sí.
—Y me mataste.
—No era mi intención, pero...
—¿Y qué otra intención podía haber? —Mael dejó escapar un largo suspiro—. ¿Sabes? Nunca imaginé que fueras tan fácil. Cuando Hades me pidió que te corrompiera pensé que me resultaría más complicado, que tendría que sacar mi lado más cerebral, pero la verdad es que eres terriblemente simple. Tan solo he necesitado provocarte un poco para que te dejes llevar por el instinto... ¿eres consciente de lo lamentable que es eso? Cualquiera diría que eres una salvaje.
Créssida palideció, totalmente desconcertada ante lo que acababa de escuchar.
Necesitó unos segundos para poder reaccionar.
—¿Qué Hades te pidió qué?
—Que te corrompiera —respondió Mael con terrible sencillez, dibujando una sonrisa maliciosa—. Ya te lo dije, Créssida, tarde o temprano vais a acabar desapareciendo todas: la era de las brujas ha llegado a su fin.
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